Indias Blancas (63 page)

Read Indias Blancas Online

Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

BOOK: Indias Blancas
12.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

Laura le aferró la cara con ambas manos y respondió a la demanda imperiosa de su boca.

—Pero no podrás tomar a otras mujeres —bromeó.

—Mi padre no tomó a ninguna mientras mi madre vivió.

Según Guor, faltaban pocas varas para llegar al río Cuarto. El sol se asomaba en el horizonte y abigarraba el cielo de rosa, naranja y violeta. Soplaba una brisa fresca que acarreaba el aroma húmedo de las últimas gotas de rocío. Desde todas las direcciones, los alcanzaban los chirridos de los pájaros, y Nahueltruz, que los distinguía por su canto, indicaba el nombre de la especie y las tonalidades de sus plumas.

—Laura —habló de repente—, mañana muy temprano dejaré Río Cuarto.

—Me iré contigo.

—No, te quedarás en Río Cuarto —interpuso él, con una autoridad que no admitía cuestionamientos.

—¿Me dejas para siempre?

—¡Laura, mírame! —y volvió a aferraría por el mentón—. Nunca voy a dejarte. Eres mi mujer, ahora y para siempre. Serás la madre de mis hijos, la compañera que permanecerá a mi lado hasta el fin. Te quedarás en lo de Javier, esta tarde hablaré con doña Generosa y le pediré que te hospede hasta mi regreso. No quiero que permanezcas en el hotel mientras yo no estoy.

—En lo de doña Generosa no hay lugar. María Pancha, Agustín y ahora mi padre, no podemos abusar.

—Te digo que hablaré con doña Generosa, le diré de lo nuestro. María Pancha puede dormir en el hotel y tú tomar su lugar en la habitación de Agustín.

—¿Le dirás de lo nuestro? —se sorprendió Laura, y Guor asintió.

—También hablaré con Agustín —añadió—, hace tiempo que quiero sincerarme con él. Ahora que ha recobrado la salud, no veo por qué debo seguir ocultándole lo que hay entre nosotros.

—¿Y mi padre? —se asustó Laura.

—Si es necesario, a él también se lo diré.

—Llévame contigo a Tierra Adentro —suplicó, porque de pronto le dio pánico enfrentar a su familia.

—¡Jamás! Nunca te haré parte de ese mundo.

—¿Por qué? —se ofendió Laura—. Tu madre fue muy feliz entre los ranqueles.

—Mi madre y tú son muy distintas, vidas muy diferentes —masculló.

—Me consideras una frívola, que no puede vivir sin los lujos de la ciudad.

—No te considero frívola, te considero una mujer ambiciosa, que no se conformaría con el mundo de Tierra Adentro. —Con acento más indulgente, añadió—: Laura, aquello es pobrísimo, no lo soportarías. No tienes idea de la clase de vida que llevamos. ¿O acaso piensas que un toldo será cómodo como la casa de tus abuelos en Buenos Aires? No hay tiendas ni librerías ni teatros ni bibliotecas, esas cosas que a ti tanto te gustan. Vestirías chamales y calzarías las sandalias rústicas que nosotros fabricamos. No contarías con tus afeites y lociones, menos aún con los perfumes que te trae tu tía Carolina de París. Deberías acostumbrarte a la carne de potro, que es la más común entre mi gente y que ustedes, los huincas, encuentran repulsiva; no volverías a tomar bebidas finas ni a comer comidas excéntricas. Tarde o temprano, terminarías por aborrecer la vida de Tierra Adentro.

—María Pancha dice lo mismo —concedió Laura, en un susurro.

—María Pancha es muy sabia, mi madre siempre lo decía.

Hasta ese día, Laura y Nahueltruz no habían hablado acerca del futuro. Como un par de jóvenes inconscientes, se habían abandonado a las noches y a los demás encuentros robados sin pensar ni planear. El erotismo que el cuerpo de uno despertaba en el del otro llenaba el momento y el espacio, y los privaba de discernimiento. Ahora, sin embargo, el peso de la realidad caía sobre ellos. Laura entendió que Nahueltruz Guor había decidido dejar a su pueblo y a su tierra por ella. Él, que había rechazado una vida de esplendor en Madrid para volver con los suyos, dejaría todo para que ella no padeciera el desarraigo ni las incomodidades. Se le antojó un sacrificio desmedido.

—Y tú, Nahuel —musitó—, ¿no será demasiado duro para ti dejar Tierra Adentro?

—Más duro sería perderte, más duro sería ver que día a día te resientes y odias lo que yo considero mi hogar, mi gente. Los visitaré tantas veces como quiera, no me echarán de menos, ni yo a ellos. Podrás venir conmigo, si lo deseas.

—¡Sí, lo deseo! ¡Sí, Nahuel! Prométeme que algún día me llevarás a conocer a tu padre, a tu abuela, a Miguelito y a Lucero, a tu tío Epumer, a toda la gente que mi tía Blanca menciona en su cuaderno, y que nos bañaremos en la laguna de Leuvucó y que me harás el amor entre los carrizales. Prométeme.

Le gustaba tanto la espontaneidad de Laura, sus modos carentes de artificios, la manera en que disfrutaba, en que se entusiasmaba, en que se le entregaba; pero sobre todo le gustaba cómo volteaba la cabeza en ese instante y lo miraba con esos ojos negros y grandes. La besó y, mientras lo hacía, le decía que sí, que algún día la llevaría al Rancul-Mapú, al País de los Carrizales.

—En cuanto a hacerte el amor en la laguna de Leuvucó entre los carrizos y las totoras —añadió—, ¿no es lo mismo a la orilla del Cuarto y debajo de un sauce?

El lugar predilecto de Nahueltruz, ese curva del río donde el agua fluía lentamente, cifraba su belleza y encanto en la gramilla verde que se extendía sobre el ribazo como una alfombra, y en los sauces llorones que bañaban sus ramas en la orilla. Laura se soltó el cabello y comenzó a desvestirse; sólo se dejó el guardapelo. Nahueltruz, que desensillaba el caballo, la contemplaba con ojos ávidos. Arrojó las alforjas y el atado de Laura al pie del sauce y corrió hacia ella.

—¿Sabes nadar? —se sorprendió, al verla entrar en el río con seguridad.

—¡Claro que sé! En verano, cuando anochece, María Pancha y yo nos escapamos de casa de mi abuela y vamos a nadar al río. El río de la Plata es bien distinto a éste, tan ancho que no se ve la otra orilla. Si el día es claro, se puede divisar Colonia, una ciudad de la Banda Oriental. ¡Uy, está fría! —se quejó, mientras tentaba el agua con el pie.

Guor, completamente desnudo, la levantó en el aire y avanzó hacia la parte más profunda del río. El contacto de sus cuerpos tibios en contraste con el agua fría les agitaba la respiración y los hacía reír.

—Vamos hacia la parte más honda. ¿No tienes miedo?

—¿Qué puede pasarme si estoy entre tus brazos, Nahuel?

Alcanzaron un punto donde el agua cubría por completo a Laura; a él, sin embargo, no le llegaba al cuello. Laura se escabulló de los brazos de Guor, se sumergió y nadó en dirección a la orilla. Al emerger, el cabello le caía sobre la espalda como una cortina dorada, gruesa y compacta. De dos brazadas, Guor estuvo sobre ella y la tomó por la cintura.

—Tu pelo —susurró, mientras apreciaba un mechón—: eso recuerdo de la primera vez que te vi en el patio de doña Generosa, la manera en que brillaba tu pelo. Nunca había visto una cabellera rubia, menos aún así de rubia.

—A mí, en cambio —expresó Laura—, me llamó la atención la desproporción de tu cuerpo respecto al de Mario Javier, porque hablabas con él ese día, ¿recuerdas? Y después, cuando te diste vuelta y me miraste, tus ojos me embrujaron, no podía apartar la vista de esos ojos.

—Te asustaron también —acotó Guor—, porque saliste corriendo como espantada.

Laura rió, y Nahueltruz la tomó entre sus brazos y le besó el cuello. Salieron del agua porque a ella le castañeteaban los dientes. Nahueltruz buscó entre las cosas de Laura una toalla con la que la envolvió y le frotó el cuerpo; él eligió permanecer desnudo y secarse con el aire. Extendieron una estera sobre la orilla, donde desplegaron un rebozo a modo de mantel. Guor trajo las provisiones hurtadas de la cocina de doña Sabrina y comieron con deleite.

—Se preocuparán por tu ausencia —dijo Nahueltruz.

—María Pancha se dará cuenta de que estoy contigo; ella me encubrirá.

—Quizá crea que te has escapado para siempre y arme un escándalo.

—¿Irme sin llevarme nada, sin dejarle una nota? Me conoce demasiado para pensar que me he ido para siempre. Sabrá que me he ausentado por unas horas, no más.

—Regresaremos a la siesta, mientras el pueblo duerme y no hay un alma en la calle. Hacia la noche, hablaré con los Javier y con Agustín.

—¿Cuándo regresarás? —se animó a preguntar Laura, que no lo había hecho antes por miedo, porque, ¿cómo soportaría una ausencia de semanas, de meses quizá cuando un día se le volvía eterno, cuando no terminaba de anochecer?

—No lo sé con certeza —admitió Guor.

—¡No me digas eso!

—Laura, Laura —musitó Guor, y la recogió entre sus brazos—. Yo tampoco quiero dejarte, pero tengo que arreglar mis asuntos antes de empezar una vida a tu lado. Necesito que seas fuerte para mí, no puedo verte sufrir.

Nahueltruz guardó silencio, mientras contemplaba los esfuerzos de Laura para reprimir el llanto.

—Me está matando tu dolor —expresó él por fin, y la besó en la frente.

Laura se durmió en los brazos de Guor. Nahueltruz la acomodó sobre la estera, bajo la sombra del sauce, y la cubrió con la toalla. Se encaminó hacia el río donde se sentó en la orilla a contemplar las ondas del agua y el chapoteo de las aves. Se dijo que debería descansar unas horas; partiría temprano a la mañana siguiente y, como sus intenciones eran sostener la marcha hasta alcanzar la ciudad de San Luis, las posibilidades de dormir durante el viaje serían remotas. Dormir, sin embargo, era lo último que haría con tantas preocupaciones en la cabeza. Primero, finiquitaría el asunto con el notario para luego llevar a cabo la misión más difícil: enfrentar a su padre y decirle que dejaba Leuvucó para desposar a una huinca, la única hija del general Escalante, la sobrina de Blanca Montes.

Laura se rebulló en la estera, la toalla se deslizó hacia un costado y le desveló el cuerpo. Nahueltruz se puso de pie y caminó hacia ella ebrio de deseo. Se acuclilló a su lado y la estudió con interés. La piel de Laura, de esa blancura lechosa tan infrecuente, le volvía de agua la boca. No había reparado anteriormente en las venas azules que le surcaban el cuerpo, como ríos en un mapa. Con la punta del índice, siguió el recorrido de una vena que nacía en la comisura de su boca, le bajaba por el cuello y moría en el pezón. Lo acarició con el labio inferior y confirmó que la piel de los pezones de Laura era la más suave de su cuerpo. Rosados y traslúcidos, lo tentaban como fruta fresca y madura. Su boca se apoderó de uno y lo succionó ávidamente. Dormida, Laura gimió y se contorsionó.

—¿Nahuel? —preguntó, soñolienta, los ojos aún cerrados.

—Sí, Nahuel —replicó él, y la cubrió con su cuerpo—. ¿Quién más si no?

—Nadie, nadie más. Solamente tú, Nahuel.

A las tres de la tarde, Loretana se encaminó hacia el establo, segura de encontrar a Blasco dormitando sobre la alfalfa. Él le diría adonde pernoctaba Nahueltruz. Ya no lo hacía en el convento, donde lo había buscado en vano esa mañana. Tenía que hablar con él, no se daría por vencida fácilmente. Después de todo, ella tampoco había sido una santa, le diría que lo perdonaba, que no recordaría su infidelidad con la copetuda y que jamás se la echaría en cara.

Después de todo, Loretana sabía que resultaba inútil rivalizar con la belleza de Laura Escalante; incluso admitía que en la cama la modosita señorita Laura se convertía en una mujer sin melindres ni prejuicios. Debía proveerse de armas más sutiles en caso de que Nahueltruz persistiera en su tesitura. Por ejemplo, le marcaría la inclinación de la señorita Laura por los lujos y las comodidades; la Escalante no dejaría su vida en Buenos Aires para seguir a un indio pobre como él cuando un hombre como el doctor Riglos estaba dispuesto a adorarla igual que a una diosa. Durante esas semanas, Loretana había aprendido a conocerla: Laura Escalante era exigente, coqueta, limpia, prolija y meticulosa, cualidades que no conseguiría preservar en una toldería de Tierra Adentro. Si Nahueltruz, enceguecido de pasión, aún no había reparado en la desigualdad, ella le abriría los ojos. Ese era su as en la manga.

Entró en el establo y se quedó de una pieza al toparse con Nahueltruz y Laura que se besaban en el rincón más apartado. Atinó a esconderse en un corral vacío, donde sus voces la alcanzaban con nitidez. Nuevamente se sometía a la tortura de la noche anterior y, a pesar de que por un instante la idea de sorprenderlos la inflamó, desistió casi de inmediato; se ahorraría la patética escena de celos.

—Llévame contigo a Tierra Adentro —imprecó Laura por enésima vez.

—No, Laura. ¿Vamos a volver sobre lo mismo? Aquello no es para ti, no lo soportarías. Regresaré, y tendremos una vida nueva, una vida para nosotros dos.

—¿Me juras que regresarás?

—Regresaré. ¿Me estarás esperando?

—Te esperaría la vida entera si me lo pidieses.

Guor la apretó contra su pecho, embargado de felicidad y, paradójicamente, entristecido también porque se preguntaba cómo toleraría la ausencia de Laura. Buscó sus labios y le imploró:

—Júrame que adonde sea que vaya, seguirás mis pasos.

—Te lo juro.

El as en la manga de Loretana perdió su valor. En un santiamén se le desmoronó el plan, se quedó sin armas, sin amor y con el corazón hecho pedazos. Abandonó el establo en silencio y corrió hasta la pulpería reprimiendo el llanto. La sorprendió el coronel Racedo apoyado sobre la barra.

—¡Por fin llegas, Loretana! ¿Has estado llorando, niña?

—¿Llorando, yo? —se ofendió la muchacha—. ¡Qué llorando ni llorando, coronel! Es tierra que se me metió en los ojos. Con esto de que hace añares que no llueve, las calles parecen de harina. ¿Qué le sirvo? ¿Lo de siempre?

—Sí, la ginebrita de costumbre.

Loretana se la sirvió y Racedo hizo fondo blanco.

—Otra —ordenó, y arrastró el vaso sobre la barra—. ¿Y la señorita Escalante? —inquirió, con mal simulado desinterés.

—En el establo, conversando con Blasco. Acabo de estar con ella. Me preguntó por usté.

—¿Por mí?

—Sí, por usté. Me dijo: «Loretana, ¿sabes si está enfermo el coronel Racedo? Como hace tanto que no lo veo». Así me dijo —remarcó.

—¿Ah, sí?

—Sí. ¿Por qué no va a buscarla y le muestra que está vivito y coleando, más guapo que nunca, mi coronel?

Racedo bebió el último trago, se calzó el quepi y enfiló hacia el establo. En la calle se topó con el teniente Carpio.

—Me dirigía a la pulpería, coronel —informó.

—Y yo, al establo —manifestó Racedo, y su aliento aguardentoso alcanzó a su inferior—. Me dice la Loretana que ahí voy a encontrar a la señorita Laura, que anda preguntando por mí.

Other books

A Life for a Life by Andrew Puckett
Design for Murder by Roy Lewis
Catch me! Catch me not! by Dillon, Nora
A Summer Without Horses by Bonnie Bryant
About Sisterland by Devlin, Martina
If Books Could Kill by Carlisle, Kate
I Made You My First by Threadgoode, Ciara
The Crimson Bed by Loretta Proctor