Javier le quitó la precaria venda y acercó la lámpara a la herida. Tomó un instrumento de su maletín y removió un pedazo de tejido. El rostro de Nahueltruz se contorsionó en una mueca de dolor; apretó los puños y endureció el cuerpo sobre el jergón, pero no se quejó.
—Afortunadamente la bala no está alojada en la costilla —informó Javier minutos más tarde—. Se trata de una bala de plomo, debo extraerla o terminará por envenenarle la sangre.
Javier adormeció a Nahueltruz con un cordial a base de opio y trabajó durante casi una hora para quitar la bala, desinfectar la herida y vendarla. Loretana le aseguró que se quedaría para asistir a Nahueltruz hasta el amanecer.
—Si despierta —le indicó—, le darás una medida del cordial para mitigarle el dolor. Prepararás una infusión de valeriana —y sacó de su maletín un talego con la hierba seca—, y se la darás a beber tibia. Debe tomar líquido —remarcó—. Para recuperar la fortaleza del cuerpo y la sangre perdida le darás esto —y le extendió un frasco—, el tónico de cáscara de huevo que prepara María Pancha. Es milagroso —acotó.
De regreso en su casa, el doctor Javier durmió un par de horas. Alrededor de las siete, cuando se disponía a escapar como un ladrón para visitar nuevamente a Nahueltruz, la campana de la puerta principal despertó a toda la familia. Un jinete, despachado la tarde anterior, traía malas noticias: en el Fuerte Mercedes, en San Luis, un brote de disentería ya se había cobrado varias vidas. El coronel Iriarte a cargo del regimiento lo mandaba llamar con carácter de urgencia.
En menos de media hora, doña Generosa había empacado la ropa del médico, mientras María Pancha y la doméstica preparaban una canasta con provisiones. A plena luz del día, con el chasque como escolta, el doctor Javier dejó su casa y partió rumbo al sur. El soldado apostado de guardia recibió sin sospechas las explicaciones del repentino viaje.
—Nos detendremos en este rancho —anunció Javier cuando se aproximaban a lo de doña Higinia—. Sólo me tomará unos minutos.
Javier halló solo a Nahueltruz. Dormía un sueño inquieto, a veces balbuceaba incoherencias. Había restos de valeriana en un cacharro y rescoldos en el fogón. Javier descubrió la herida y estudió su evolución. Guor se despertó entre quejidos.
—En principio —diagnosticó el médico—, la herida no tendría por qué infectarse. Es perentorio que la mantenga siempre cubierta y aseada.
Nahueltruz lo aferró por la muñeca y le suplicó:
—Doctor, por favor, dígale a Laura dónde me encuentro, pídale que venga.
—Sí, sí, lo haré, lo prometo, lo prometo. Aunque será dentro de dos o tres días. Ahora voy de camino al Fuerte Mercedes donde me requieren con urgencia. Pero cuando regrese, cacique Guor, tenga por seguro que se lo diré.
Javier limpió y curó concienzudamente la herida, y volvió a vendarla. Antes de abandonar el rancho dejó junto al jergón un saco con víveres, un odre con agua fresca y una botella de láudano.
Riglos abandonó el dormitorio de Laura con ganas de retorcerle el cuello. La muchacha le había confiado su plan sin comedimientos: viajaría a Tierra Adentro cuando las cosas se apaciguaran y lograría ponerse en contacto con Nahueltruz.
—Allí viviremos tranquilamente —había agregado, desconcertando a Riglos hasta el punto de dejarlo sin habla—. Nadie se atreverá a reclamarle a Nahueltruz en su tierra. Su padre lo protegerá.
Riglos salió al pasillo con el propósito de encontrar a Loretana. La tarde anterior, mientras aplacaba al iracundo general Escalante con un trago en la pulpería, doña Sabrina se había ido de boca.
—Yo le decía a la Loretana que ese Nahueltruz Guor era un miserable. Con mi sobrina puede ser, pero ¡mire que atreverse con la hija de un general de la Nación! —exclamó, mientras señalaba con deferencia a Escalante, que soltó un gruñido y se llevó el vaso con ginebra a la mesa más apartada. Riglos, en cambio, se quedó para escucharla.
—La Loretana estaba hasta el caracú con ese indio de porquería. Yo le dicía: «¿Qué esperas de un salvaje?». Pero no, la Loretana no escucha razones, es terca y dura como una mula, sí que lo é. Pa'ella, Nahueltruz é perfeto como Dios. ¡Un indio, un salvaje, como Dios! ¡Qué herejía!
A la luz de esta información y dado que Blasco no tenía nada que ver con el inopinado golpe en la crisma de Carpio, a Julián, atando cabos y examinando las circunstancias, se le ocurrió que Loretana había sido la responsable, incluso, que había asistido a Guor en su huida; debía de saber adonde se hallaba. Se encaminó hacia la cocina; la muchacha, recostada sobre la mesa, lloraba a moco tendido. Y lloraba porque esa madrugada, a pesar de lo dolorido y desorientado que estaba, Nahueltruz Guor se había mostrado categórico: sólo amaba a Laura Escalante, la amaba como nunca había amado a otra mujer, la amaría hasta el final de sus días y la convertiría en su mujer así tuviera que enfrentar a los milicos, al juez, al Cielo mismo. Loretana abandonó el rancho de la vieja Higinia luego de rogarle e implorarle, de insultarlo y maldecirlo, de llorar y patalear. Ya no volvería a verlo.
—Loretana —llamó Riglos, y la sacudió del llanto.
—¿Qué quiere? —preguntó la pulpera de mal modo, mientras se secaba la cara con el delantal.
—Pedirte un favor que, como siempre, sabré recompensar.
—No está el horno pa'bollos —se mosqueó la muchacha, que había malinterpretado el pedido.
—¿Ni siquiera para hablar del cacique Guor? —tentó Riglos.
Loretana levantó la vista y lo miró fijamente. Riglos prosiguió:
—No creo que sea una sorpresa para ti el interés que tengo en la señorita Escalante.
—Tendría que ser idiota pa'no haberme dao cuenta.
—Si es así, comprenderás que Nahueltruz Guor es un escollo...
—Un, ¿qué?
—Un estorbo, una complicación, un problema, un...
—Sí, sí, ya entendí, ya entendí, que no soy boba.
—Bien. Guor, entonces, es una complicación de la cual debo deshacerme.
—Y yo, ¿qué tengo que ver?
—Tu situación es la inversa de la mía. La señorita Escalante es tu complicación.
—¡Ni media complicación! Por mí, que se mueran y se repudran en el Infierno esos dos. ¡A mí me importa un bledo!
Julián Riglos tomó asiento junto a Loretana y buscó tiempo para recomponer su discurso.
—Entonces —prosiguió—, sabré recompensar tu ayuda de la manera que lo he venido haciendo hasta ahora. A esta altura de los acontecimientos, no te quedarán dudas de mi generosidad y de que, conmigo, puedes abultar aun más tu faltriquera.
—¿Qué tanto quiere de mí? —se impacientó.
—Quiero que me digas adonde se esconde Guor.
—¿Pa'qué?
—¿Acaso no te importaba un bledo? —parafraseó Riglos.
Loretana sacudió los hombros y se quedó en silencio.
—¿Por qué piensa que yo sé adonde está Guor? Quizá se fugó pa'Tierra Adentro.
—¿Cruzar el desierto herido de bala y solo? Loretana —se impacientó Riglos—, no me tomes por lo que no soy.
Nuevamente la muchacha guardó silencio.
—Le va a costar cara la información.
—Sabes que soy generoso.
—No quiero riales, esta vez.
—¿Qué quieres? —se sorprendió Riglos.
—Quiero que me lleve a Buenos Aires.
La mañana del segundo día después de la muerte del coronel Racedo, María Pancha entró en la habitación del hotel de doña Sabrina y encontró a Laura empacando sus cosas.
—¿Qué estás haciendo?
—Me voy —anunció la muchacha.
—¿Te vas?
—Sí, no soporto la espera. Me volveré loca si permanezco un minuto más aquí. Nahueltruz no se ha puesto en contacto. Temo por su vida —se angustió—. Además no quiero estar aquí cuando mi padre regrese. No toleraré otro escándalo. Si bien no ha vuelto desde el otro día, no pasará mucho y se presentará para echarme en cara sus prejuicios de la Edad Media.
—¿Adonde piensas ir? —intervino María Pancha sin molestarse en esconder cierta inflexión sarcástica—. ¿Vas a tomar tus cosas y caminar hacia el sur?
—No sé adonde buscarlo, es cierto, pero si no hago algo perderé la cordura. Encerrada aquí, entre estas cuatro paredes, tengo los pensamientos más negros, me altero fácilmente, no puedo dormir y, cuando lo consigo, me despierto sobresaltada por algún sueño macabro. ¡Iré a ver al padre Marcos! —exclamó—. Él debe de saber adonde se esconde Nahuel. Quizá esté en el convento.
—Los hombres de Carpio dieron vuelta el convento y no lo hallaron. El padre Marcos asegura que no tiene la menor idea adonde está. Él mismo me lo dijo. —Laura la contempló con desfallecimiento—. No cometas una imprudencia —rogó la criada—. Te suplico que trates de calmarte y aguardar. Hace dos días que no visitas a tu hermano. Está preocupado, cree que te has enfermado de carbunco y que nosotros se lo ocultamos. Ayer le dije que estabas en esos días del mes en que una mujer debe hacer reposo. Pronto, ésa ya no será una excusa. También le preocupa la ausencia de Guor, y para eso no tengo justificativo.
—Hoy mismo iré a ver a Agustín —dijo Laura.
Doña Sabrina llamó a la puerta y anunció al teniente Carpio, que se presentó en el dormitorio acompañado de dos hombres, el sargento Grana y el cabo Nájera, quienes se quitaron los quepis con reverencia y saludaron con una inclinación de cabeza. Laura apenas devolvió el saludo y no los invitó a tomar asiento.
—Supongo que mi visita no será una sorpresa para usted, señorita Escalante —habló Carpio.
—Por el contrario, teniente, su visita me sorprende. Pensé que después de lo que fui testigo en el establo me ahorraría volver a soportar su presencia. No puedo creer tanta desvergüenza de su parte, señor.
Por un instante, Carpio se mostró desconcertado. Grana y Nájera bajaron la vista y juguetearon nerviosamente con sus sombreros.
—En vez de sorprenderla, tal vez mi visita la avergüence —insinuó el militar.
—Señor Carpio, usted tiene un concepto muy equivocado de la vergüenza. No estoy avergonzada. Sí estoy desagradablemente sorprendida.
—Ya que mi visita la sorprende —aceptó el teniente—, le explicaré su propósito e iré directamente al grano. Mi tiempo es valioso y cada minuto perdido es una oportunidad concedida a ese salvaje para escapar del brazo de la ley.
—¡El brazo de la ley! —prorrumpió Laura—. En lo que a mí respecta, señor Carpio, usted no representa a la ley. Tampoco lo hacía el coronel Racedo, que ese día, en el establo, había jurado vejarme y asesinarme y achacar la culpa al cacique Guor.
—¡No le permito! —se alteró Carpio, y dio un paso adelante.
—¡Embustero! —se enfureció Laura—. ¡Usted estaba allí y lo escuchó de labios de ese desgraciado!
El sargento Grana apoyó la mano sobre el brazo de Carpio y lo contuvo.
—Señorita Escalante —intervino—, no es nuestra intención importunarla. Hemos venido hasta aquí con el sólo propósito de interrogarla acerca del paradero del cacique Nahueltruz Guor.
—No conozco su paradero, pero tenga por seguro que si lo conociera no se lo diría.
—¡Podríamos encerrarla por obstruir el curso de la Justicia! —explotó Carpio.
—¿Encerrar? ¿A quién? —preguntó Julián, que había estado escuchado detrás de la puerta e hizo su aparición en el momento propicio.
La habitación quedó en silencio. Riglos se detuvo junto a Laura en actitud protectora.
—El teniente Carpio desea interrogar a Laura, doctor —explicó María Pancha.
—¿Interrogarla? —simuló sorprenderse Riglos—. ¿Tiene la orden emitida por el juez de paz, teniente?
Carpio sabía que no lidiaba con un leguleyo. Racedo le había comentado que Julián Riglos era un reputado abogado porteño, hábil conocedor de la ley y de sus vericuetos, con un sinfín de casos complejos llevados a buen puerto. Como tampoco dudaba de las conexiones del doctor Riglos en la capital, decidió bajar el copete.
—No, doctor —terminó por conceder—, no contamos con la orden del juez. Pensábamos que la señorita Escalante, por tratarse de una ciudadana digna y responsable, querría colaborar con la Justicia voluntariamente.
Laura tuvo intenciones de arremeter otra vez contra la impunidad y el descaro del militar, pero una mirada de María Pancha la sofrenó.
—Precisamente —interpuso Riglos—, por tratarse de una ciudadana digna y responsable, Laura Escalante tiene derechos. Sin una orden del juez que determine lo contrario, uno de sus derechos es callar si así lo prefiere.
—Ella es parte involucrada —tentó Carpio—, estuvo en la escena del crimen.
—Error, teniente —corrigió Julián—. Ella dejó el establo antes de los penosos acontecimientos que llevaron a la muerte del coronel Racedo. Yo —expresó, señalándose el pecho—, soy testigo de eso. Laura vino a buscar mi ayuda. Cuando llegamos al establo, el coronel Racedo ya estaba muerto y usted, desvanecido en el suelo.
Los militares dejaron la habitación sin saludar. Laura se aferró a la cintura de Julián, que la envolvió con sus brazos y le besó la coronilla.
—No sé qué habría hecho si no hubieses llegado.
—Laura —habló Julián, y la obligó a tomar asiento—, Carpio puede conseguir la orden del juez de paz y obligarte a decir lo que sabes; quizá te encierre en la celda del fuerte con alguna excusa; puede hacerlo, si tiene al juez de su parte —aclaró—. Será mejor que salgamos cuanto antes para Buenos Aires. Tu hermano está prácticamente recuperado. Nada nos detiene.
—¡Jamás! No dejaré Río Cuarto hasta saber adonde está Nahuel, cómo se encuentra y cuáles son sus planes.
Julián Riglos se maravillaba de su propio dominio. Cada vez que Laura lo llamaba «Nahuel», los celos lo sacudían interiormente; su rostro, sin embargo, permanecía impertérrito, ni un solo movimiento o gesto denunciaban su martirio. No obstante, se cuidaba de María Pancha, que siempre le adivinaba las intenciones.
—No —persistió Laura—, no me moveré de aquí. Nahuel sabe que estoy en lo de doña Sabrina, él se pondrá en contacto, él vendrá a buscarme, lo sé. Él está bien, está vivo, sólo se oculta para protegerse, ¿verdad?
Julián la conocía demasiado para suponer que la persuadiría. Con todo, se animó a insistir.
—Laura, escúchame, por favor. Apelo a tu sensatez para pedirte que dejes a ese hombre y regreses a Buenos Aires. El cacique Guor no es un hombre común y corriente: es un ranquel, que habita entre salvajes, tiene costumbres de salvaje, actúa como tal. ¿Cómo se supone que soportarás una vida tan distinta a la que has llevado hasta el momento? —Julián acortó la distancia de dos zancadas y la aferró por los hombros—. ¡Por amor de Dios, Laura! ¿Acaso no te das cuenta de que ésta es otra de tus locuras?