El dolor fue similar al de una puñalada asestada en el estómago. Un dolor frío, filoso y profundo. Nahueltruz cayó de rodillas, con la cabeza hacia delante. Blasco se asustó.
—Déjame solo.
—Voy a buscar leña —dijo, y se perdió en el monte de caldenes.
Guor lloró quedamente. Por el momento, la sensación de pérdida y desolación celaban otros sentimientos más oscuros. Una hora después, Blasco lo encontró dormido. Preparó el fuego y calentó agua para mate. En el pueblo se había provisto de víveres y otros enseres que disponía para la primera comida decente en dos días. Hasta ese momento se habían sustentado con la caza de animales pequeños y los restos de pan duro y charque que había dejado el doctor Javier de camino a Mercedes.
—Mejor será que regreses al fuerte —habló Guor, y Blasco se sobresaltó pues lo creía dormido—. Yo me voy para San Luis.
—Yo voy contigo —decidió el muchacho.
—¿Para qué? No pienso regresar a Río Cuarto.
—Yo tampoco, no quiero vivir más entre milicos. Quiero irme contigo.
—¿Y tu abuela?
—Hoy me despedí de ella. Le dije que me volvía pa'Tierra Adentro contigo. Me dio su bendición.
Nahueltruz miró a Blasco atentamente, y recordó a su pequeño Linconao.
—Puedes venir conmigo nomás.
—Gracias, Nahueltruz —expresó Blasco, y siguió preparando el mate.
Las perspectivas más agoreras
Después de la ceremonia en el convento de San Francisco, doña Generosa invitó a los novios a almorzar en su casa y excusó al doctor Javier que aún seguía en el Fuerte Mercedes curando a los enfermos de disentería. Agustín, en pijama y envuelto en una manta liviana, compartió la mesa por primera vez en semanas. Su presencia obligaba al resto a simular una alegría que estaba lejos de sentir. Riglos propuso un brindis y Laura evitó golpear su copa con la de él. Luego del postre, María Pancha le indicó a Agustín la conveniencia de regresar a la cama y Laura aprovechó para dar por terminada la reunión. Se excusó en el cansancio y en una persistente jaqueca. Quería regresar al hotel y descansar. Riglos propuso acompañarla, pero un vistazo de ella lo hizo cambiar de parecer.
—Me quedaré con tu padre disponiendo los asuntos del viaje —dijo en cambio.
En la habitación del hotel, Laura se desmoronó en una silla. No le quedaban arrestos para llorar, sólo deseaba dormir. María Pancha aprontaba la cama y le preparaba el camisón.
—No quiero regresar a Buenos Aires —musitó, y la criada se dio vuelta, sorprendida, porque eran las primeras palabras que le dirigía en tres días—. No tengo ánimos para enfrentar al cuarteto de brujas.
—El doctor Riglos está ansioso por regresar —interpuso la criada—. Dice que ha descuidado sus asuntos.
—Me tiene sin cuidado si quiere regresar a Buenos Aires o tomar un baño en el Averno —espetó la muchacha.
Laura lucía mal. Había perdido peso, las faldas y las blusas le bailaban en el cuerpo. Su semblante, una vez rozagante y saludable, se asemejaba al de Agustín. Desde la tragedia de Racedo, sólo había llorado. María Pancha temía que se enfermara. En realidad, temía que se dejara morir.
—Una larga temporada en Córdoba servirá para aplacar los espíritus exaltados de todos —sugirió—. Mientras tú descansas en lo de tu padre, Riglos se ocupará de sus cuestiones en Buenos Aires. La distancia y el tiempo obrarán maravillas.
—Papá no querrá recibirme en su casa. A pesar de que acepté casarme con Julián, sigue emperrado conmigo.
—A tu padre —expresó María Pancha— déjalo en mis manos. Yo sabré convencerlo.
María Pancha la ayudó a desvestirse y a ponerse el camisón, y la arropó como cuando niña. Al sentir los labios gruesos y cálidos de su criada sobre la frente, Laura se largó a llorar.
—Si sólo pudiera saber si está vivo.
—Podrías pedirle a Riglos que vaya a verlo —propuso María Pancha—, que compruebe que todo está bien.
—No, jamás volveré a pedirle un favor a Riglos —juró Laura.
—Sí, vive. Nahueltruz Guor está vivo.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo dice el corazón. ¿No confías en mí cuando sabes que soy un poco bruja?
Por la noche, Riglos se animó a llamar a la puerta de la habitación de Laura. Ella y María Pancha empacaban.
—Está bien, María Pancha —expresó Laura—, puedes ir a cenar nomás.
Riglos aguardó hasta que la puerta se cerrara y los pasos de la criada se alejaran en dirección a la pulpería para tomar la palabra.
—Acabo de estar con tu padre y me dijo que vas a pasar una temporada con él, en Córdoba. —Se detuvo; luego, con embarazo, agregó—: Sola.
—Sí, sola.
—Pero, ¿cómo, Laura? —se impacientó Julián, y caminó hacia ella.
Laura levantó la mano y Riglos se detuvo.
—Lo necesito, Julián. Necesito estar un tiempo sola y pensar.
—Debemos regresar juntos a Buenos Aires —adujo él—, como la pareja de recién casados que somos. ¿Qué pensará la gente cuando me vea aparecer solo?
—Me tiene sin cuidado —manifestó Laura con indiferencia.
—Había planeado que fuésemos a Río de Janeiro a pasar la luna de miel.
—¿Luna de miel? —repitió ella—. ¿De qué estás hablando? Jamás compartiremos una luna de miel.
—Laura, somos un matrimonio —se fastidió Riglos—. Eres mi mujer ahora y espero que te comportes como tal. Necesitas tiempo, lo sé, lo comprendo, te lo concederé, pero, tarde o temprano, tendrás que avenirte al hecho de que eres la nueva señora Riglos. Aceptaste casarte conmigo y espero que cumplas.
—¡Para salvarlo a él —prorrumpió Laura—, habría vendido mí alma al diablo!
Los celos, pero sobre todo la envidia, perturbaron a Julián. Envidiaba al indio Guor. Él, el reconocido, adinerado y galante doctor Riglos envidiaba a un ranquel oscuro, sucio y pobre como un mendicante. Sí, lo envidiaba, porque Laura lo amaba tanto y a él nada. Ciego de furia y de deseo, la mente obnubilada por el vino y la ginebra, se abalanzó sobre ella y la tumbó en la cama. La besó en la boca, inmune a los gritos ahogados y los esfuerzos desesperados de Laura por impedirle que se deshiciera de su blusa. Sus labios enrojecidos y palpitantes abandonaron la boca de ella y trazaron un surco hasta sus senos. Laura temió que Riglos la destruyese antes de ser negado.
—Me tomarás por la fuerza —la escuchó decir con voz agitada—. Esa será la única forma en que me tendrás. Aplacará tus instintos y alimentará mi desprecio. ¡Vamos, tómame por la fuerza! Quiero aborrecerte aun más, quizás así junte valor suficiente para matarte con mis propias manos.
Esas palabras surtieron el efecto de un trompazo. Julián se retiró como si el contacto con Laura lo hubiese quemado. La miró con horror. Tendida sobre la cama, con los senos desnudos que ella intentaba esconder, ofrecía un cuadro sórdido. De repente sintió asco y dejó la habitación, despavorido.
Al día siguiente, por la mañana, Laura se despidió de su hermano, de doña Generosa, de Mario y del padre Donatti. El doctor Javier seguía luchando contra la disentería en Mercedes.
—Laura —llamó Agustín aparte—, quiero preguntarte algo. —Laura asintió con pocos deseos de escuchar la pregunta—. Quiero que me digas si te casaste con el doctor Riglos por agradecimiento, en recompensa por haberte traído hasta aquí y por haber ido a buscar a papá.
—No, no lo hice por agradecimiento.
—¿Estás enamorada de él?
—¡Ah, qué extraño escuchar a un sacerdote preguntar estas cosas!
—El hecho de ser sacerdote no me impide preocuparme por
estas cosas,
máxime cuando concierne a la felicidad de mi querida hermana. Ya ves que mi madre se casó sin amar a mi padre y nunca pudieron ser felices —apuntó enseguida, y señaló el cuaderno de Blanca Montes.
Laura bajó la vista y musitó:
—En mi caso será distinto. Nunca habrá un indio que me tome cautiva.
Salvo María Pancha, que conocía la verdad, el resto ignoraba que Laura se había casado bajo amenaza. Doña Generosa y el padre Marcos, incluso el general Escalante, pensaban que la habían movido otros escrúpulos, entre ellos enmendar su comprometida situación. Especialmente ante doña Generosa y el padre Marcos, que tanto querían a Nahueltruz, Laura se avergonzaba. Quizá la juzgarían inmadura y tornadiza, que un día se entregaba a un hombre y al siguiente, frente al primer escollo, lo cambiaba por un marido adinerado y conveniente. Sin embargo, cuando doña Generosa la abrazó y la besó en la mejilla, y luego el padre Marcos la bendijo, Laura se convenció de que no se habían resentido con ella; más bien, le tenían lástima.
—Padre —susurró Laura, cuando se abrazó por última vez a Donatti—, si alguna vez lo vuelve a ver, dígale que lo que hice, lo hice por amor.
Laura aprovechó el desconcierto del padre Marcos y se alejó rápidamente en dirección al hotel. Quería despedirse de Blasco. No lo había visto desde el día del asesinato de Racedo y le resultaba extraño que no se hubiese presentado en lo de doña Sabrina. Desestimó el impulso de buscarlo en el establo, que tantas malas evocaciones encerraba. Puso un talego con monedas en la mano de doña Sabrina y le pidió que se lo entregara como justa paga por los servicios prestados. Con respecto a Loretana, ni siquiera se molestó en convocarla; hacía días que la rehuía. Si era cierto lo que afirmaba María Pancha, que Loretana estaba enamorada de Nahueltruz Guor, jamás soltaría prenda. Enfiló hacia la calle, donde Riglos y su padre se despedían. Julián partiría al día siguiente rumbo a Buenos Aires.
—Viajaré a Córdoba tan pronto como pueda luego de atender los compromisos del bufete y otros asuntos que tengo pendientes —anunció Julián, y apoyó sus manos sobre los hombros delgados de Laura. Inclinó la cabeza para besarla en los labios, pero ella apartó el rostro y él debió contentarse con la mejilla.
Subieron a la diligencia. Por fortuna, el general, Laura y María Pancha eran los únicos pasajeros. Antes de llegar a la primera posta, Escalante dormía profundamente gracias a la infusión de pasionaria que María Pancha lo había obligado a beber antes de partir.
Laura se llevó las manos al vientre y susurró:
—Ojalá un hijo de él creciera dentro de mí.
—Riglos sabría que es de Guor y lo odiaría. ¿Eso quieres para tu hijo? ¿Que el hombre que le dé el apellido lo aborrezca?
—No, claro que no —musitó Laura—. Lo extraño tanto, María Pancha. ¿Cómo haré para vivir sin él?
María Pancha guardó silencio y calló sus negros pensamientos. Nadie mejor que ella sabía que las penas del corazón eran difíciles de cicatrizar. Su mano se cerró sobre la de Laura y así permanecieron un buen rato, sin pronunciar palabra, sus miradas clavadas en el invariable paisaje. Un momento después, Laura musitó:
—Él no ha muerto, María Pancha. Si Nahuel hubiese muerto algo dentro de mí se hubiese quebrado y el vacío sería inefable. En cambio, cuando cierro los ojos sólo puedo imaginarlo con vida. Sé que vive —insistió—, en algún sitio, Nahuel vive y piensa en mí tanto como yo en él.
—Nunca desestimes tu instinto —la alentó María Pancha, y enseguida agregó—: Si es cierto que ese indio no ha muerto, entonces ten por seguro que algún día regresará por ti.
Laura encontró con la mirada los ojos de su criada y, por primera vez en días, esbozó una sonrisa.
Aunque el dolor en el costado persistía, la fiebre había remitido y Nahueltruz calculaba que hacía un día que tenía la frente fresca. Se sentía débil y, en cada intento por ponerse de pie, se mareaba. No obstante, debía abandonar ese escondite, resultaba temerario permanecer mucho tiempo en el mismo sitio con la milicia rastrillando varias leguas a la redonda. Apenas volviera Blasco se moverían en dirección noreste, hacia la ciudad de San Luis.
Le preocupaba Blasco; se había marchado al alba y aún ni rastros de él siendo bien entrada la tarde. Le había jurado que no se acercaría a Río Cuarto, que sólo merodearía en busca de vizcachas y liebres o de cualquier animal que se pudiera cocinar sobre los rescoldos. Pero Nahueltruz comenzaba a sospechar que el muchacho le había desobedecido. Si caía en manos de Carpio, bajo tortura le sacaría el lugar donde se ocultaba.
Nahueltruz maldijo entre dientes su osadía. Pero, por otro lado, razonó que si Blasco lograba acercase a la villa sin ser avistado por los soldados, traería noticias. Noticias de ella. ¿Realmente quería saber? Ya sabía que se había casado con Riglos, que ahora era su mujer, y eso era más que suficiente. La imagen de Laura desnuda entre los brazos de su esposo le arrancó un grito de furia. Comenzaron a latirle las sienes y a dolerle la herida. Lo fastidiaba la preponderancia de ella sobre su voluntad, que aún contara tanto para él, que no pudiera arrancársela de la cabeza. Pensaba en Laura de continuo; incluso, mientras dormía, la soñaba.
Se puso alerta y se incorporó a medias en el cabezal: un sonido había desentonado y le advertía que alguien se acercaba. Empuñó su facón y se mantuvo quieto; prácticamente contenía la respiración y no pestañaba. Al escuchar un silbido agudo, tres veces entrecortado, reconoció la contraseña de Blasco; de todas maneras, permaneció agazapado, a la espera de que se tratara de una celada. A poco, se delineó la figura desgarbada y oscura del muchacho. Venía solo y con aire distendido.
—¿Por qué tardaste tanto? —lo increpó—. Fuiste a Río Cuarto, ¿verdad?
Blasco asintió, mientras dejaba junto al fuego una vizcacha y dos mulitas muertas.
—Te dije que no fueras. Si Carpio echa mano sobre ti será cuestión de minutos hasta que te haga soltar mi escondite.
—Jamás le confesaría a ese demonio adonde te encuentras —aseguró, con aire ofendido.
—Sí lo harías si te amenaza con cortarte las pelotas —se enfureció Guor, y Blasco se llevó inconscientemente las manos a la entrepierna, estremecido.
—Perdón, Nahueltruz —farfulló—, pero necesitaba ir.
—¿Para qué? ¿Acaso no te habías despedido de tu abuela días atrás?
—Sí, pero quería saber.
—¿Saber qué?
—De ella —dijo, con miedo.
Nahueltruz insultó por lo bajo mientras se sentaba con esfuerzo, y Blasco aprovechó para decirle:
—Y menos mal que fui porque supe algo que va a interesarte.
—Nada me interesa. No quiero saber
nada
acerca de esa mujer.
—Pero Nahueltruz...
—¡Nada! —vociferó, y el muchacho dio un paso atrás—. ¿Qué es eso que llevas al cuello?
Blasco asumió una actitud protectora al encerrar en su puño el talego con monedas que doña Sabrina le había entregado de parte de la señorita Laura.