Indias Blancas (68 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

BOOK: Indias Blancas
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—No grite —susurró una voz desconocida—. ¿Quién es usted?

—¿Cacique Guor?

—¿Quién es usted? —insistió la voz, y Riglos percibió la punta de un arma blanca en la parte baja de la espalda.

—Soy el doctor Julián Riglos. La señorita Laura Escalante me envía.

A pesar de que el brazo aflojó la presión y la punta dejó de hincarlo, Julián permaneció tieso junto a la mesa. Nahueltruz lo rodeó lentamente hasta enfrentarlo en la actitud de quien va a comenzar un duelo a cuchillo. Julián quedó impresionado por el tamaño de aquel hombre; no sólo la altura sino lo robusto del cuerpo lo abrumó. La luz de la lámpara lanzaba destellos sobre su rostro atezado tornándolo aun más siniestro. El cabello largo y desgreñado acentuaba su naturaleza cerril. Julián advirtió la venda blanca que le envolvía el torso desnudo; tenía una mancha de sangre fresca en el costado derecho. Del cuello le colgaba un dije plateado que refulgía en la penumbra. La frente perlada y la contracción de la boca denunciaban que sufría y que se había excedido en el esfuerzo.

—¿A qué ha venido? —preguntó Guor.

—La señorita Escalante me envía. Para ayudarlo —agregó Riglos.

—¿Por qué no ha venido ella misma?

—Señor Guor —habló Julián, un poco más dueño de sí—, la señorita Escalante ha sido severamente perjudicada con este asunto. Su reputación destrozada, ni siquiera puede caminar libremente por las calles de Río Cuarto porque el teniente Carpio la hace seguir a sol y a sombra. Ayer incluso amenazó con detenerla si no denunciaba su paradero.

Guor levantó la vista y Julián advirtió la honda preocupación que lo atormentaba.

—No creo que la señorita Escalante esté en condiciones de aventurarse por estos parajes para venir a verlo —prosiguió Riglos, envalentonado—. Ya le dije: ella me pidió que le ofreciera mi ayuda.

Nahueltruz se dejó caer en la silla. De repente se había mareado, y el rancho le giraba en torno. La herida le sangraba y el dolor se tornaba insoportable, como si le martillasen las costillas. Aferró la botella de cordial y bebió descuidadamente. Trataba de pensar, quería hacer muchas preguntas, quería enterarse de tantas cosas, pero el dolor y el opio le trastornaban las ideas, le empastaban la boca, le volvían lento el entendimiento. Sólo se interesó por Laura.

—¿Cómo está ella?

—Mal —pronunció Julián—. Las habladurías de que usted y ella... bien, de lo que hubo entre ustedes han corrido como reguero de pólvora. Todo el pueblo se ha enterado, a excepción del padre Agustín, a quien, por razones de salud, se lo mantiene en la ignorancia. No pasará mucho y la noticia llegará a Buenos Aires. El nombre de Laura Escalante no sólo se asocia a una relación inaceptable sino al asesinato de un militar de la Nación. La reputación y el futuro de ella valen poco y nada —enfatizó Riglos, con reproche.

Guor, sin embargo, no se dio por aludido y preguntó:

—¿Cuándo podré verla?

—¡Señor Guor! —se irritó Julián—. Usted y Laura
jamás
volverán a verse. Eso ha quedado muy claro para ella. Espero que para usted también.

Nahueltruz se puso de pie y Julián dio un paso atrás.

—¿Qué trata de decirme? ¿Que Laura no quiere volver a verme?

—Señor Guor, al igual que Laura, usted debe entender que ella no puede unir su destino al de un hombre que será perseguido por la Justicia el resto de sus días. ¿Qué clase de vida pretende darle? Laura es una señorita de familia decente, de las más tradicionales y antiguas de Buenos Aires. Fue educada para brillar en los salones más conspicuos, ¿cree que soportará el tipo de vida al que usted pretende condenarla?

Nahueltruz se derrumbó nuevamente en la silla. El razonamiento contundente de Riglos, el mismo que lo había atormentado cientos de veces, lo dejó sin palabras. Sabía que no tenía nada que ofrecerle, de todos modos, se sentía traicionado.

—Laura ha aceptado ser mi esposa —mintió Julián, y se retiró subrepticiamente hacia la puerta.

Con la certeza de un felino, Guor se precipitó sobre Riglos.

—¡Suélteme! ¡Guor, suélteme! Trate de entender que es lo mejor para ella. Si en algo le interesa Laura y su porvenir, no complique las cosas, desaparezca de su vida y deje que ella reconstruya la suya lo mejor posible, a mi lado. Yo me he interesado por ella desde pequeña. A pesar de lo sucedido entre ustedes, estoy dispuesto a hacerla mi esposa, a darle mi apellido, a recomponer la reputación que usted destruyó tan descuidadamente. El general Escalante me ha dado su consentimiento.

—¡Yo la amo! —prorrumpió Guor, confundido, devastado.

—Si la ama, no la condene a un destino azaroso. Si la ama, permítale ser feliz.

—¡Vayase! —profirió Guor, y le soltó las solapas.

—Señor Guor —contemporizó Riglos—, Laura me pidió que lo ayude. He venido a ofrecerle...

—¡Váyase le digo! ¡No quiero su ayuda! ¡Menos la de ella!

Se quitó el dije del cuello y lo arrojó al pecho de Julián, que atinó a atraparlo.

—¡Devuélvale eso! ¡Dígale que no sabrá de mí nunca más!

Julián no permanecería un instante más en compañía de aquel indio embravecido. Se precipitó fuera sin mirar atrás. A pocos pasos, un gemido ronco y espeluznante que atravesó las paredes del rancho le heló la sangre; el grito, incluso, amedrentó a los caballos y le arrancó un lamento a Loretana, que se cubrió el rostro con las manos. Blasco, que acababa de llegar y se había escondido entre unos arbustos, se hizo la señal de la cruz pues creyó que se trataba del ánima de doña Higinia.

Las primeras leguas del viaje de regreso las hicieron prácticamente a tientas, Riglos había olvidado la lámpara de cebo en el rancho y sólo contaban con la de Prudencio. Cerca de Río Cuarto, comenzó a clarear y pudieron acelerar el tranco. A las seis de la mañana, Julián entró en la pulpería y Loretana se apresuró a servirle un vaso de ginebra, y otro, y otro más hasta vaciar la botella. Julián bebía en silencio, mientras cavilaba. La imagen del cacique Guor formada durante esos días de odio y celos se había dado de bruces con la figura gallarda y altanera que lo confrontó esa noche. Imponente y orgulloso, el indio lo había mirado como a un igual con ojos claros que centelleaban pictóricos de energía. Le atizaba los celos reconocer que se trataba de un hombre de gran atractivo y características singulares; por ejemplo, se había expresado en un castellano perfecto, sin caer en los modismos y errores de esas gentes. Además, sabía leer y escribir. Apretó el vaso al imaginar a Laura entre los brazos sensuales y macizos de ese cacique, a quien ya no se atrevía a llamar salvaje inmundo.

Julián habría deseado darse un baño y echarse a dormir dos horas; necesitaba recuperar la fuerza y acomodar los pensamientos. Laura, sin embargo, lo aguardaba en un estado de ansias incontrolable y, apenas escuchó sus pasos en el corredor, abrió la puerta del dormitorio y lo arrastró dentro.

—¿Lo viste? ¿Cómo está? ¿Está herido? ¿Dónde está? ¿Cómo está?

Resultaba palmario que no había dormido; aún llevaba la ropa del día anterior; tenía el cabello desgreñado y líneas rojas en torno a los bordes de los párpados.

—Laura —dijo Julián con imperio—, necesito que te calmes. Tenemos que hablar, pero no lo haremos en este estado.

—¿Le pasó algo? Son malas noticias las que tienes que darme, ¿verdad?

—No, él está bien, pero es muy importante lo que tengo para decirte y necesito que estés serena.

Julián regresó a la cocina para conseguir algo de comer y beber, y Laura aprovechó para asearse y mudarse de ropa. Julián abrió la puerta de la habitación y dio paso a Loretana que traía una bandeja con café recién preparado y pan aún caliente. Laura aceptó el café y se sentó a la mesa. Una vez solos, Riglos se dispuso a hablar.

—Está herido en el costado —se señaló el lugar—, pero la herida no es de cuidado.

—¡Gracias a Dios! —soltó Laura—. ¿Dónde está?

—Laura —se impacientó Julián—, habíamos acordado que es mejor que ignores su paradero.

—Sí, sí, perdón, perdón. Es que me vuelve loca la certeza de que está pasando hambre y necesidad y yo aquí, sin poder ayudarlo...

—Él está bien. Sabe cuidarse. Es un hombre avezado en esas lides.

—Sí, sí, claro.

—El cacique Guor es además un hombre razonable. Expresó su deseo de que regreses junto a tu familia y que te olvides de la pesadilla que estás viviendo, de la cual, me dijo, se siente único responsable.

—¿Que regrese junto a mi familia? ¿Que me olvide?

—Laura, Laura —dijo Riglos con indulgencia—, todos parecen comprender lo que tú te niegas a ver. Hasta el propio cacique Guor coincide en que lo de ustedes ya no puede ser.

—No, estás mintiendo. ¡Nahuel jamás diría eso! Él jamás me habría pedido que vuelva junto a mi familia y que me olvide de él. ¡Jamás, jamás! Le juré que adonde él fuera, yo lo seguiría.

Laura se arrojó sobre la cama y lloró sin contención. Las esperanzas que había albergado durante la noche se esfumaban en un tris, y de nuevo la confusión y la amargura se convertían en soberanas de su ánimo. Se incorporó súbitamente y miró a Julián, perturbada.

—¿Qué le dijiste? Exactamente, ¿cuáles fueron tus palabras?

Julián soltó un suspiro y caminó hacia la cama. Había intentado persuadirla, había tratado de proceder de la manera más fácil y menos traumática, pero la tozudez de Laura lo orillaba a medidas que no deseaba tomar.

—Me pidió que te devolviera esto —manifestó Riglos, y le extendió el guardapelo de alpaca.

Laura lo contempló con incredulidad.

—¿Por qué te pidió que me lo dieras? ¿Por qué se lo quitó cuando prometió que jamás lo haría?

—Se lo quitó cuando le dije que habías aceptado ser mi esposa.

Laura se movió convulsivamente, alejándose de él. El miedo se apoderó de ella y su corazón se volvió como de piedra.

—¿Le dijiste qué? ¿Y mi carta? ¿Qué hiciste con la carta para Nahuel?

—La destruí.

Laura se quedó sin palabras ni pensamientos.

—Le dije que ibas a casarte conmigo —repitió Julián—, le dije que habías entendido que era necesario hacerlo para reestablecer tu reputación, la reputación que él había destrozado.

Laura se abalanzó sobre Riglos con la furia de un felino acorralado. Le arrancaría los ojos, le jalaría el pelo, le arañaría la cara, lo destrozaría como él acababa de destrozarlos a ellos. A Julián le tomó unos segundos reducirla. Laura, jadeante, quedó tendida sobre la cama con el doctor Riglos encima de ella. Lo escupió, y Riglos se limpió el rostro sobre la manga de la camisa.

—Me cansé, Laura —le susurró cerca de los labios, y su aliento a ginebra barata le golpeó la cara—. Me hartaste. He complacido tus caprichos más vanos, me has manejado a tu antojo, como a un títere, y solo he conseguido que me traiciones con un indio. ¡Se acabó! Se hará lo que yo disponga. Te casarás conmigo y no hay qué decir.

—Prefiero quitarme la vida antes que unirme a un gusano —bufó Laura.

—Te casarás conmigo —insistió—, o Guor padecerá los tormentos más atroces a manos del teniente Carpio. Yo mismo le diré adonde se oculta.

—Nahuel no permanecerá en el mismo escondite ahora que tú lo conoces —se mofó ella.

—No creo que Guor esté en condiciones de abandonar el lugar donde se encónde. Es más, no creo que Guor esté en condiciones de dar dos pasos más allá del montículo de paja donde yace medio muerto.

—Pero me dijiste que estaba bien, que la herida...

—Te mentí.

—No te creo. Él está bien, lo sé, él se irá de allí, no podrás hacerle daño.

—Guor está malherido, Laura. Si no me crees, pregúntale a Loretana, que fue quien golpeó a Carpio en la cabeza y lo ayudó a escapar. Ella ratificará mis palabras.

—¡Miserable! ¡Maldito! —se contorsionó sin éxito; las manos de Julián le aferraban las muñecas con fuerza descomunal.

—Te casarás conmigo o tu cacique ranquel morirá lentamente, una muerte tan violenta y sanguinaria que tu cabecita llena de ideas románticas y absurdas es incapaz de concebir.

Laura recordó las
Memorias
de Blanca Montes, cuando Mariano Rosas, enfurecido, le espetó: «¿Quieres que te diga qué le hace tu gente a la mía cada vez que los atrapan en sus propiedades? ¿Quieres saber cómo los torturan sin piedad, cómo les tajean piernas y brazos, cómo les queman el pecho, les quitan los ojos, los cojones y, cuando ya no queda más que un despojo de carne ensangrentada y deshecha, dejan el trabajo final a los perros cimarrones?».

Laura recitó el Padrenuestro mecánicamente, mientras Riglos la contemplaba atónito. La calma llegó finalmente y le permitió volver a respirar con cierta normalidad. Sus pensamientos ya no se concentraban en Nahueltruz sino en Blanca Montes, que tanto había padecido. Se sintió más cerca que nunca de esa mujer a la que jamás había visto y que sólo conocía a través de las páginas de un cuaderno. El dolor las unía, el inmenso amor por Nahueltruz Guor también. Laura le pidió: «Tía Blanca, ayúdalo. No lo dejes morir». A Riglos, le dijo con voz sombría pero firme:

—Por Nahuel, se hará como digas.

—No voy a dejar que te destruyas —pronunció Julián—, no permitiré que tires tu vida por la borda al lado de un hombre que no te llega a los talones. Algún día comprenderás que es por tu bien. Algún día, cuando te des cuenta de que éste es otro de tus caprichos de niña malcriada, me lo agradecerás.

Riglos cerró con llave ambas puertas, la del patio y la del corredor, y las guardó en su bolsillo.

A pesar de las especulaciones negras que lo asolaban, Nahueltruz Guor repetía que quizá se había tratado de una artimaña del doctor Riglos para apartarlo de Laura. Lamentó el impulso que lo había llevado a separarse del guardapelo, lo único que le quedaba de ella además de los recuerdos. Se incorporó con dificultad en su cabezal al escuchar el golpeteo de cascos que se propagaban por el suelo. Se trataba de Blasco, que regresaba de la ciudad con noticias. Habían pasado dos días desde la visita del doctor Riglos. Nahueltruz, ayudado por el muchacho, había abandonado lo de Higinia. Vivaqueaban en las adyacencias de Achiras, en un paraje de espesos matorrales y caldenes. El clima los acompañaba; por fortuna, no había llovido.

Blasco desmontó y se aproximó a paso quedo. En la cara se le notaba que las novedades no eran buenas.

—¿La viste? —se impacientó Guor—. ¿Pudiste hablar con ella?

—La señorita Laura se casó esta mañana con el doctor Riglos. Me lo dijo fray Humberto. Se casaron en la capilla del convento —se animó a apuntar.

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