Indias Blancas (31 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

BOOK: Indias Blancas
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Mi tozudez y porfía lo sacaron de quicio. Me cargó como saco de papas hasta el toldo, donde le ordenó a Mainela en araucano que se mandara a mudar y que se llevara a Gutiérrez o terminaría por degollarlo. Me plantó en medio de la habitación; instintivamente me hice hacia atrás. Le temía hasta el punto de no poder controlar mi cuerpo: me temblaban manos y piernas, un sudor frío se escurría bajo mis brazos y entre mis pechos, y habría jurado que Mariano Rosas escuchaba los latidos de mi corazón. Estaba a su merced y él lo sabía; no sería misericordioso ni contemplativo.

«¿Está loco para creer que puede tenerme indefinidamente aquí?», exploté en un arrebato, y mi voz, quebrada e insegura, me avergonzó. «¿Por qué me ha hecho usted esto?», exigí saber, ya sin esconder las ganas de llorar. «Porque te quiero para mí», fue la respuesta, y amagó con aproximarse. Mis manos dieron con el cuchillo que Mainela usaba para trozar carne y me lo llevé al cuello. «¡Me quitaré la vida antes de ser suya otra vez!», y Mariano Rosas se congeló en el sitio.

Mi mente se puso en blanco; el miedo se había desvanecido, tenía las manos firmes y el corazón había dejado de latirme en la garganta. Contemplaba serenamente a mi enemigo de ojos azules. Mariano Rosas se acercaba con el paso cauteloso de un felino, y yo ni siquiera caía en la cuenta de eso; su mirada, fija en la mía, me mantenía hechizada. Estiró el brazo con recelo y me tomó por la muñeca para guiar mi mano hasta su cuello, donde me obligó a apoyar la punta del cuchillo. «Si esto es lo que quieres, hazlo», desafió.

Me di cuenta de que era incapaz de matarlo, ni siquiera de odiarlo tanto. El cuchillo se me resbaló de la mano y caí al suelo sollozando. Allí, a sus pies, le supliqué que me dejara tranquila, que se apiadara de mí, que no me lastimara. Él, indiferente, me levantó en brazos y me llevó a la pieza contigua donde volvió a tomarme. Cuando terminó, agitado, la carne y el corazón aún estremecidos, me aseguró: «Voy a hacer que me quieras, puedo hacer que me quieras».

La necesidad insoslayable de ver a Nahueltruz llevó a Laura a cerrar el cuaderno y devolverlo a la escarcela. Todo el tiempo pensaba que el padre del hombre que amaba, del hombre al que le había entregado su virginidad, era el salvaje que había ultrajado a su tía Blanca Montes, la madre de su hermano Agustín. Se le descompuso el ánimo al preguntarse qué había hecho. Las escenas de la noche anterior le regresaban a la mente en forma desordenada, y ella trataba de puntualizar alguna instancia en la que Guor hubiese dado muestras de esa naturaleza montaraz que resultaba evidente en su progenitor. Ahogó un sollozo y se cubrió la cara con las manos. No desconfiaría de él, a quien amaba.

Doña Generosa apareció en la habitación con el almuerzo del padre Agustín en una bandeja. Se acercó a la cabecera y sonrió satisfecha al comprobar que las sienes del franciscano seguían frescas. Notó que Laura se hallaba inquieta, caminaba de una punta a la otra, se restregaba las manos y un ceño le ocupaba el semblante.

—Si tienes alguna diligencia que hacer, querida —susurró la mujer—, yo puedo dar el almuerzo al padrecito cuando despierte.

Laura no quería abusar de la hospitalidad de doña Generosa ni recargarla con labores que no le correspondían; tampoco quería dejar solo a su hermano mientras María Pancha descansaba en el hotel. No obstante, aceptó el ofrecimiento, incapaz de controlar la ansiedad por ver a Nahueltruz. Salió a la calle y enseguida cayó en la cuenta de que no tenía idea adonde se hospedaba. Miró hacia uno y otro lado con la mano sobre la frente buscando a Blasco. Había mucho movimiento; pasaban carretas, buhoneros, pregoneros, hombres a caballo, mujeres con sus niños, pero ni rastro del muchacho. Enfiló rumbo al establo; allí lo encontró barriendo el forraje.

—¡Señorita Laura! —se sorprendió Blasco, no tanto por encontrarla allí sino por el mohín en su expresión—. ¿Algo le sucedió al padrecito Agustín?

—Nada, nada —se apresuró a aclarar—. Quiero que me lleves con el cacique Guor.

A Blasco le tomó unos segundos comprender cabalmente el pedido. Se quedó mirándola y, aunque dudó, no se animó a contradecirla y le pidió que lo acompañase. La guió por las calles de la villa para terminar frente al portón trasero del convento. Con la agilidad de una cabra, Blasco trepó la pared y se arrojó dentro. Un momento después, levantó la falleba y abrió el portón. Encontraron a Nahueltruz subido a una escalera, mientras reparaba el techo y otras partes del gallinero, donde la noche anterior se había metido una comadreja y matado a varias gallinas.

—¡Y tú sin escuchar ni pío! —se había irritado fray Humberto esa mañana, mientras Nahueltruz lo ayudaba a quitar los animales destrozados.

—La tormenta, fray Humberto —tentó Nahueltruz, que se hallaba entre los brazos de Laura en el momento en que la comadreja correteaba a las gallinas. Para contentar al fraile, le propuso reparar los huecos con madera y reforzar la estructura general del gallinero. En eso se ocupaba, cuando Laura y Blasco se deslizaron dentro del convento.

Laura y Blasco se quedaron contemplándolo a cierta distancia. Nahueltruz Guor martillaba. Tenía el torso desnudo, y los músculos revelaban el esfuerzo; acompañaba los golpes de martillo con el entrecejo fruncido, mueca que Laura encontró irresistiblemente atractiva. Nahueltruz levantó la vista.

—¿Por qué la trajiste? —se enfadó con Blasco.

—Yo le pedí —terció Laura.

Nahueltruz bajó la escalera y se acercó con mala cara, el martillo aún en su mano.

—Te volviste loco, Blasco. ¿Alguien los vio?

—Nadie nos vio, Nahueltruz —farfulló el niño, muy afectado.

—Ve a la cocina y pídele a fray Humberto que te convide con las bolas que acaba de freír.

Blasco salió corriendo, no tanto por las bolas de fray Humberto, que eran famosas, sino por escapar a la ira de Nahueltruz.

Sin abrir la boca, Guor marchó rumbo al establo y Laura lo siguió cabizbaja, cada vez más arrepentida de la noche anterior. Un cuestionamiento la atormentaba: ¿sería Guor del tipo que, una vez saciada la lujuria, desechan a la dama que con tanto afán cortejaron y persiguieron? La abuela Ignacia le advertía a menudo acerca de esa clase de cretinos. «El hombre valora a la mujer fácil tanto como a una flor marchita», era la moraleja de doña Ignacia, que jamás habría hecho aclaraciones tan innecesarias a sus hijas, pero, consciente de la naturaleza pasional y profana de su nieta, juzgaba que nada estaba de más. La aterrorizaba la idea de que alguno la embaucara. Bien decía el refrán: «Él fuego, ella estopa, viene el diablo y sopla». Laura, sin embargo, se negaba a aceptar que Guor fuera como esos señoritos frívolos e insensibles de ciudad.

Nahueltruz cerró la puerta del establo, que quedó a media luz. Laura seguía con la cabeza baja y apretaba las manos para que él no notara que le temblaban. La vergüenza y la humillación le habían arrebolado las mejillas, y agradeció que Guor no pudiera advertirlo en la lobreguez reinante.

—¿Qué se te cruzó por la cabeza al pedirle a Blasco que te trajese hasta aquí? —soltó Guor, y su voz tronó en los oídos de Laura.

—¿Es que no tenías deseos de verme? —masculló al borde del llanto.

—¡Deseos de verte! —se exasperó—. ¡Claro que tenía deseos de verte! —Y, como advirtió que Laura sollozaba, bajó los decibeles para repetir—: Por supuesto que tenía deseos de verte. Moría por verte.

La envolvió con sus brazos y le apoyó la cara sobre la coronilla. Laura le rodeó la cintura y le besó el pecho desnudo.

En realidad, Laura no tenía idea de cuánto la había echado de menos en esas pocas horas. Luego de abandonar furtivamente lo de doña Sabrina antes del canto de los gallos, había regresado al galope hacia el convento para evitar el gentío que pronto pulularía en las calles. El aire fresco le daba de lleno en la cara y le inflaba la camisa, y un bienestar desconocido le dibujaba una sonrisa involuntaria en los labios. Laura desnuda, su carne blanca y palpitante, era una imagen recurrente que lo obligaba a cerrar los ojos y le alteraba la respiración. La noche compartida había sido perfecta; atesoraba cada instante, cada gesto de Laura, cada sonrisa tímida, su desconcierto, su dolor, su inocencia y su anhelo de mujer. No se había tratado sólo de poseerla sino de protegerla, de pertenecerle, de ser uno. Y le preguntaba si no tenía deseos de verla.

—¡Tontita! Claro que tenía deseos de verte —repitió él, siguiendo el hilo de sus cavilaciones.

—Pensé que no, creí que después de anoche ya no me querrías.

Guor rió y la abrazó. Lo excitó tenerla otra vez a su merced. La apoyó contra la pared del establo y comenzó a acariciarla y a besarla.

—Sé que anoche sufriste, soy consciente de que te dolió y de que yo fui el único que disfrutó. La próxima vez será distinto, la próxima vez gozaremos juntos.

—Nahuel —susurró ella, a punto de rendirse, más allá de que sabía que era imperativo regresar a lo del doctor Javier, que estaba en un convento y que Blasco merodeaba.

Blasco los espiaba por el resquicio de la puerta del establo. En varias ocasiones había visto a los soldados y a los indios del fuerte besar a las cuarteleras; incluso había espiado una noche que Racedo llevó a Loretana al cuartel, y lo había impresionado el ímpetu con que le arremetía entre las piernas y cómo gruñía y le decía groserías. Él no era un nene de pecho; sabía de las cosas que los hombres grandes les hacían a las mujeres. Con todo, aquel beso entre Nahueltruz Guor y la señorita Laura lo dejó boquiabierto, no porque no se hubiese figurado que había algo entre ellos sino por la manera en que Guor tomaba a la señorita Laura y la estrechaba entre sus brazos, y por la manera en que la besaba y la miraba y volvía a besarla, con vehemencia, casi con desesperación, y le quitaba el cabello de la cara y la aferraba por la nuca y la apretaba contra él, y ella parecía tan pequeña y entregada a la fuerza y supremacía de Guor, y sin embargo tan feliz entre sus brazos. Lo impresionó la voz torturada de Guor que repetía el nombre de ella, y la de ella que lo llamaba «Nahuel». Por fin, lo pasmó la intemperancia de Nahueltruz cuando él lo conocía parco y mesurado. Un poco incómodo, se alejó hacia la zona del huerto.

—Tienes que ser cuidadosa cuando vengas a verme aquí —habló Guor—. Primero porque no quiero que el padre Marcos piense que abuso de su hospitalidad haciendo cosas que él no aprobaría. Segundo, debemos cuidarnos de Racedo, que te espía día y noche y podría seguirte. Se armaría la de San Quintín si llegase a descubrirme, y no quiero que el padre Marcos tenga problemas con la milicia por mi culpa.

Laura asintió y, a punto de preguntar por qué Racedo lo buscaba con tanto empeño, escucharon a Blasco que se acercaba canturreando. Laura se arregló el tocado, se alisó el mandil y se aclaró la garganta.

—Vamos, señorita Laura —dijo Blasco, simulando naturalidad—. Fray Humberto está al llegar.

Pero Guor, que conocía al muchacho como si se tratase de su hijo, se dio cuenta de que los había visto. Lo tomó por el hombro y lo alejó unos pasos.

—No viste ni escuchaste nada hoy aquí —ordenó Guor, y Blasco se apresuró a asentir—. Le harías un gran daño a ella. ¿Tengo tu palabra de honor?

—Sí, Nahueltruz —aseguró Blasco, y Guor sabía que no mentía.

CAPÍTULO XIII.

Las fugitivas

Laura se hallaba en el punto de la dicha en el cual uno se vuelve completamente amable y bueno y no cree en la posibilidad del mal, la desdicha o la tristeza. Los pensamientos acerca del padre de Nahueltruz, el salvaje que había raptado y violado a su tía Blanca Montes, se habían desvanecido de su mente. Nada contaba excepto ella y Nahueltruz Guor, el hombre que amaba y en quien confiaba ciegamente. La felicidad la abrumaba, jamás se había sentido igual, ningún hombre le había provocado esa sensación de plenitud. «Esto es amor», se dijo, y rió de pura alegría.

Blasco, que marchaba con la vista al suelo y las manos tomadas en la espalda, lanzó un vistazo a la señorita Laura, que parecía loca riendo de nada. «Así de tontas se ponen las mujeres cuando están enamoradas», gruñó. Estaba celoso y ofendido. Se suponía que la señorita Laura sería su novia. Le echó otro vistazo. Se trataba de una mujer hermosa y refinada; en verdad, la más hermosa y refinada que él conocía; no por nada Racedo andaba como perro faldero detrás de ella, y también el tal doctor Riglos, a quien conocía poco y, sin embargo, no le había pasado inadvertido que la miraba con ojos apreciativos. Nahueltruz finalmente se había llevado el premio; él la había conquistado. Lo enorgulleció que uno de su pueblo se hubiese ganado el corazón de una mujer blanca codiciada por huincas tan por encima de un indio. De todos modos, no lo sorprendía: Nahueltruz Guor era el rey del desierto, y lo que deseaba lo conseguía.

Laura apareció en lo del doctor Javier de un humor excelente, con la actitud de alguien sin obligaciones ni problemas. María Pancha, furiosa, la tomó por el brazo y la arrastró al final del corredor. Le pidió explicaciones y Laura le dijo que había ido a lo de don Panfilo. No le gustaba mentirle a María Pancha, que siempre le decía la verdad. Por ejemplo, le había advertido de la hemorragia que le sobrevendría todos los meses, de que le crecerían los senos, el pelo en el pubis y debajo de los brazos; y también había sido explícita en cuanto a lo que un hombre y una mujer hacen después de casarse para tener bebés. Laura sabía que, sin María Pancha, ella habría permanecido en la ignorancia crasa de sus primas y amigas, que habían creído que se morían el día que les llegó el período o que los niños se encontraban en repollos. Le habría gustado compartir con su criada lo que había vivido con Nahueltruz Guor la noche anterior, y la habría acribillado a preguntas segura de saciar las dudas que la atormentaban; no obstante, calló y cerró su corazón, convencida de que María Pancha no quería a Nahueltruz Guor porque era indio, nada menos que el hijo del hombre que le había arrebatado a su mejor amiga para convertirla en su manceba.

Las explicaciones de Laura no satisficieron a María Pancha, pero estaba cansada y otras cuestiones le ocupaban la cabeza para armar una trifulca y sacarle la verdad a la fuerza. La había descuidado, era consciente de ello, y su niña había vivido con una libertad de la que no había gozado anteriormente. Lanzó un suspiro de resignación y le palmeó la mejilla a modo de tregua.

—Si Dios quiere —dijo—, en pocos días regresaremos a Buenos Aires. Aunque el doctor Javier se muestra reticente, yo sé que lo peor de la enfermedad de tu hermano ha pasado y que su vida no corre peligro.

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