Al día siguiente amanecí con temperatura y Allende Pinto le informó a Escalante que podía tratarse de fiebre puerperal. «Si la fiebre no remite en dos días, —prosiguió—, comenzaremos con las lavativas de ácido bórico». Bien recordaba yo la cánula que mi padre insertaba a las parturientas en el conducto vaginal para que pasara a veces hasta medio litro de la solución de ácido bórico o fénico; también recordaba lo incomodo y molesto del proceso, y lo quietas que debían, permanecer las mujeres por días. María Pancha no dio crédito al diagnóstico y expresó que la fiebre se debía a que la leche no había bajado; se pasó días colocándome paños calientes en los senos y dándome de beber cantidades ingentes de malta y mate cocido; me obligaba a comer carne, huevos, queso, crema y mazamorra «para que la leche te salga bien gorda», explicaba.
A pesar de la oposición de Selma, que temía que la fiebre puerperal fuera contagiosa, María Pancha me traía a hurtadillas a Agustín. Ese hijo mío, tan amado y deseado, era mi única alegría y esperanza. María Pancha lo amaba entrañablemente. Junto a tía Carolita, lo cuidaban y atendían como si se tratase del Mesías. A cambio de tanta atención y cariño, Agustín devolvía sonrisas y ternura. Tía Carolita lo llamaba “San Agustín” pues sostenía que no había criatura más tranquila, benevolente y dócil. «Aunque sea tu fiel retrato, —bromeaba el padre Donatti—, tu hijo, José Vicente, no ha heredado ni pizca de tu mal genio». A Escalante, embelesado con su hijo, podrían haberlo insultado que no habría reaccionado. Permanecía en extática contemplación, los labios apenas curvados en una sonrisa bondadosa y el entrecejo inusualmente relajado.
Aunque escasa, la leche finalmente bajó y la fiebre remitió, y, pese a que Agustín mamaba con fruición, siempre quedaba con hambre, y la leche de burra se volvió imprescindible. Alejado el fantasma de la fiebre puerperal, mi ánimo debería haber mejorado; no obstante, yo seguía triste, la mayor parte del tiempo en mi dormitorio, en camisón. A Escalante lo preocupaban mi estado alicaído y mi desánimo, mis continuos llantos y mi falta de apetito. «Está tan macilenta que parece que no tiene sangre en el cuerpo», le comentó al doctor Allende Pinto creyéndome dormida. «Blanca ha atravesado por uno de los partos más difíciles que he presenciado, —aseguró el médico—. En realidad, es un milagro que esté viva. Además, querido José Vicente, —habló Allende Pinto con indulgencia—, ya sabemos que las mujeres son inestables por naturaleza; esta inestabilidad de las emociones se exacerba especialmente luego de que han parido; la condición empeora aun más si son primíparas, como el caso de tu esposa. Superada la cuarentena, otra vez tendrás a la Blanca de siempre».
La postración me impedía dedicarme personalmente del cuidado de Agustín y, como de ninguna manera quería que lo atendiera Selma, relevé a María Pancha de las tareas domésticas y le indiqué que se dedicara exclusivamente a él. En su lugar, pedí al padre Marcos que trajera a María Mercedes Ibarzábal, que se presentó a la mañana siguiente con un lío de ropa colgado del antebrazo. María Mercedes era una mujer limpia, ordenada y trabajadora; en breve, aprendió sus quehaceres, los cumplía con prontitud y en silencio; nunca se quejaba, a pesar de Selma y sus extravagancias. Se convirtió en una gran compañía para mí y, durante sus ratos libres, renovamos las conversaciones que sosteníamos en “La Casa de la Piedad”; a ella me atrevía a decirle cualquier cosa; después de todo, ¿qué la sorprendería o espantaría? Éramos dos de la misma especie.
La cuarentena pasó y, con ella, las excusas para mi comportamiento errático y exasperante, en opinión del general, que se presentaba cada mañana y me obligaba a salir de la cama y tomar un baño. Lo hacía por mi bien, lo sé, pero era brusco y no me tenía paciencia. También se reiniciaron sus visitas nocturnas, que yo no estaba lista para corresponder; el deseo había desaparecido, ninguna de sus caricias lograban reavivarlo. Mis senos, mi regazo, mis brazos, mis labios, mis ojos, le pertenecían a mi hijo, a él me debía, vivía para él, sólo pensaba en él y en su bienestar. Una noche, Escalante me trató de fría y desamorada y se negó a escuchar razones; con un portazo, dejó el cuarto. Se volvió distante y displicente, me dirigía la palabra en casos de extrema necesidad, sólo monosílabos y gruñidos, y reanudó su frenética vida social que había abandonado luego del nacimiento de Agustín; la mayoría de las veces, cenábamos con María Pancha en mi habitación; Escalante respetaba sólo los miércoles, cuando el invitado de honor era el entrañable padre Marcos.
El bautismo de Agustín nos enzarzó en una nueva discusión: el general insistía en que los padrinos serían Selma y su amigo el doctor Allende Pinto, y yo, en tía Carolita y tío Lorenzo, que había regresado de Lima y demostraba una evidente parcialidad por su sobrino nieto. Nos visitaba a diario para pasar la mayor parte del tiempo con Agustín en brazos; incluso, se animaba a alimentarlo; Selma encontraba esta “audacia” del señor Pardo de lo más impropia. «¡Carajo, Blanca!, —bramó el general—, ¡la elección de los padrinos ha sido siempre una decisión que han tomado los hombres en esta familia!». Así quedó zanjada la disputa, y Selma y el doctor Allende Pinto fueron los padrinos de mi hijo. «En mi corazón, —me consoló tía Carolita—, Agustín siempre será mi ahijado, en mí siempre tendrá la madrina más devota. Y no dudo de que tu tío Lorenzo siente igual. Ahora bien, no contraríes a tu esposo y deja que su hermana y su mejor amigo apadrinen a su único hijo».
En contra de la pretensión de su hermana, que quería que la ceremonia se celebrara en la Catedral, Escalante consintió mi deseo, y Agustín fue bautizado en la iglesia de San Francisco por el padre Marcos Donatti. El trajecito para el bautizo (regalo de tía Carolita), en tafetán blanco y gasa de seda, con manguitas gigot y cenefa de encaje, era un primor; en opinión de María Pancha, a Agustín sólo le faltaban las alitas para parecer un ángel. Finalizada la ceremonia, Escalante convidó a sus amigos con un ambigú y champán, excentricidad que provenía de la largueza y de la bodega de tío Jean-Émile. Entre las personalidades destacadas se encontraba el gobernador de Córdoba, Manuel López, a quien llamaban “Quebracho”, supongo, en referencia a la dureza de la madera de ese árbol. Sin dudas, este hombre, de unos cuarenta años, era duro e infranqueable; lo evidenciaban cierta rusticidad en el trato, ojos oscuros e intimidantes y un cuerpo robusto, moldeado en las tareas del campo. Manuel “Quebracho” López era tan federal como tía Carolita devota católica, su adicción a la causa y a Juan Manuel de Rosas no admitía resquicio para la duda. Algunos años atrás, en 1837, había adoptado el uso de la divisa punzó, que todos llevábamos esa tarde, incluso el general Escalante, que siempre se mantenía al margen de las cuestiones políticas. Escalante sentía sincero cariño por Manuel López, hábil estanciero de Río Tercero, que había ayudado desinteresadamente a Selma con la administración de Ascochinga mientras él se dedicaba a guerrear junto a San Martín.
Al ver que don Manuel López se acercaba, perdí la calma: temía que quisiera referirse a los indios. Ese hombre, ramplón y directo, abordaría sin tacto un tema que, hasta el momento, se había susurrado a mis espaldas. En realidad, no sabía qué se sabía de mí. «Me he enterado del lamentable incidente con los indios tiempo atrás, señora Escalante, —manifestó—. Puedo imaginar lo que sufrió estando en manos de esos salvajes», prosiguió, ajeno a mis mejillas arreboladas y al temblor de mis manos. Con todo, atiné a responder: «No, gobernador, no sufrí mucho». Escalante, percatado de las intenciones del gobernador, estuvo a mi lado de dos zancadas y hábilmente desvió la conversación hacia cuestiones anodinas. El resto de los invitados seguía la escena, y un silencio incómodo se cernió sobre la sala.
Desconocía a la mayoría de los invitados, que, luego de un saludo circunspecto, se habían agrupado para observarme con disimulo y murmurar. Me sentía a disgusto en mi propia casa. «Mi propia casa», repetí con extrañeza al caer en la cuenta de que jamás había considerado la casa del general Escalante como mía. Y me vino a la mente el toldo que había compartido con Mariano y Nahuel, miserable y precario, pero mi reino al fin, donde yo era ama y señora. La sala de la casa de Escalante me resultaba tan ajena y hostil como las miradas y los murmullos de esa gente.
Me sofocaron el humo de los cigarros y el olor de la carbonada y de las frituras. Seguían alimentando la salamandra como si ya no hubiese convertido el lugar en un horno. Se me irritaron los ojos y comencé a ver con dificultad. Tenía la boca seca, y nada parecía suficiente para aplacar mi sed. Tía Carolita notó que empalidecía y que mis mejillas se moteaban de rojo. Me costaba respirar y una náusea que me hormigueaba en el estómago comenzó a subir lentamente hasta que pensé que devolvería sobre la alfombra. Me puse de pie con dificultad, la sala giraba y los rostros se acercaban y se alejaban vertiginosamente. Di tres pasos y caí desvanecida.
Ese fue el primero de varios desmayos, que el doctor Allende Pinto adjudicaba a la profusa pérdida de sangre durante el parto. Me encontraba débil: ése era su diagnóstico. «Tiene poca sangre y muy diluida», le repetía al consternado general Escalante. María Pancha se apresuró a preparar el famoso tónico de cascara de huevo y a dármelo diariamente, junto a una generosa y detestable dosis de aceite de hígado de bacalao. A pesar de los cuidados y brebajes, mi salud languidecía. Yo misma sentía que las fuerzas me abandonaban y mi voluntad se consumía. Meses más tarde, mientras caminaba del brazo del padre Donatti en el patio del convento, una punzada en el pecho me doblegó, caí de rodillas sobre los adoquines y vomité sangre.
Luego de descartar una posible hematemesis, Allende Pinto diagnosticó tuberculosis, y Selma salió corriendo de la habitación para llevarse a Agustín de la casa. Se mencionaron posibles medicinas y tratamientos, aunque bien sabía yo que, con tal morbo, poco quedaba por hacer. Estaba condenada, la misma enfermedad había matado a mi abuela Blanca Pardo. A causa del riesgo de contagio, Agustín y María Pancha terminaron en lo de tía Carolita. María Mercedes se convirtió en mi enfermera y, prácticamente, en mi único contacto con el exterior. Sólo admitía al padre Marcos, que me traía la comunión y me confesaba; tío Lorenzo se resignó a mantenerse lejos si quería seguir visitando a su sobrino nieto; Selma y Escalante se cubrían la nariz y la boca con pañuelos embebidos en fenol para entrar en mi recámara.
No sólo la tisis me estaba matando, la tristeza en el alma también: separada de mi hijo Agustín, la soledad y los recuerdos se tornaban insoportables. Me hablaban de él a diario, de sus progresos, de sus monerías y palabras balbuceadas, de lo que comía con deleite y de lo que no le gustaba, que gateaba y se paraba, cómo dormía de noche y de lo apegado que estaba a María Pancha y a tía Carolita. Confieso que las envidiaba, envidiaba el cariño que mi hijo sentía por ellas y que yo jamás conseguiría. Para él yo sólo sería un nombre, sin rostro ni voz.
«Es más factible lograr la recuperación completa de los pulmones en lugares abiertos, donde el aire no está viciado, especialmente ahora que se aproxima el verano, cuando las emanaciones y efluvios de la ciudad se vuelven tan perniciosos», recomendó el doctor Allende Pinto, y Escalante decidió que la estancia de Ascochinga constituía el lugar perfecto. Además, el general quería a Agustín nuevamente en su casa.
Partimos con María Mercedes una mañana de primavera. Me sentía bien, no me había dolido el pecho en días, no me habían atormentado las punzadas y controlaba los accesos de tos gracias al expectorante de alcanfor que María Pancha preparaba. Viajamos en la diligencia de tío Lorenzo y llegamos bien entrada la noche. Nos aguardaban con la casa iluminada y limpia, los muebles lustrados, los pisos pulidos y la mesa puesta. El capataz, don Ariel, y Simona, su mujer, nos recibieron en la galería. Don Ariel y Simona ocupan un lugar muy especial en mi corazón, tan generosos y caritativos fueron durante el tiempo que pasé con ellos. Me decían: «¡Hierba mala nunca muere, señora Blanca!», cuando los regañaba porque se me acercaban mucho o se negaban a usar el fenol. «Somos fuertes como los bueyes y tenemos siete vidas como los gatos», también esgrimían, ante mis reproches. Simona se preocupaba por mi inapetencia y se interesaba en conocer mis gustos; excelente cocinera, lograba armonizar las indicaciones del doctor Allende Pinto con mis preferencias. Mantenía “la casa grande”, como la llamaba, impecable, siempre aireada y perfumada; nunca faltaban flores frescas en los jarroties de la sala y de mi cuarto. Muy temprano, todas las mañanas, don Ariel traía la leche recién ordeñada y nos divertía con anécdotas de los peones y los animales, mientras Simona cebaba mate.
El cariño de Simona y de don Ariel y la abnegación de María Mercedes no compensaban la amargura de mi corazón. El padre Donatti me había aconsejado no cuestionar los designios divinos. «Debes buscar la resignación que Jesucristo nos enseñó en el Padre Nuestro: “Fiat voluntas tua, sicut in cáelo, et in terra“», me recordaba, y la tristeza con que me miraba desmentía el coraje que intentaba infundirme. A veces me detenía en la figura todavía joven y lozana de María Mercedes, la veía afanada en preparar la medicina, en acomodar mi ropa, en lavar los manchones de sangre, y pensaba: ¿Por qué algunos vendremos a este mundo sólo a sufrir? En ocasiones me descorazonaba hasta las lágrimas al pensar que no vería crecer a ninguno de mis hijos. Agustín había dado sus primeros pasos, y la mano que lo sostuvo no fue la mía; tampoco la que lo alimentaba, la que lo bañaba, la que lo vestía, la que lo acariciaba. La envidia amenazaba con convertirme en una amargada y resentida. Debía agradecer a Dios que María Pancha y tía Carolita, las mujeres en quienes más confiaba, estuviesen dedicando sus vidas a cuidar a mi bebé.
Los días se volvían eternos, las semanas parecían meses, los meses años. Vivía para recibir noticias de Córdoba, que el doctor Allende Pinto me traía una vez por mes. En especial aguardaba las cartas de María Pancha, que me detallaba lo que yo ansiaba saber de mi hijo. Cuando Agustín cumplió un año, María Pancha me envió un mechón de su cabello, de color más claro del que recordaba, como el de la miel. Emocionada, lo besé muchas veces y lo puse en el guardapelo junto al mechón retinto de su hermano Nahueltruz. Ellos siempre estaban cerca de mi corazón. En ocasiones, cuando me desasosegaba, don Ariel enviaba a Benigno, su hijo mayor, a la ciudad para traer noticias. Benigno regresaba a los dos días con las cartas que tía Carolita y María Pancha habían garabateado en el apuro y que yo leía con avidez.