Indias Blancas (47 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

BOOK: Indias Blancas
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—¡Ah, Laura! —exclamó, abrumado de deseo. Deseos de tenerla ahí, de hacerle el amor, de saberla suya, de no temer perderla, de no sentirse inferior, de no saberla superior. De pie en medio de ese rancho, se sentía un estúpido soñando con que Laura aceptaría una vida de pobres. No ella, que conducía una vida de ricos.

Tomó una vasija de barro y se dirigió al río a buscar agua. En el camino se le ocurrió que, después de todo, no se trataba de una idea tan absurda la de vivir en el rancho de la vieja Higinia. De algo estaba seguro: no llevaría a Laura a la toldería de su padre; aquello era completamente distinto, salvaje y pobre para ella, la haría desdichada. Para alimentarse, podría comenzar con ganado menor, cabras, ovejas tal vez. La cría de caballos le seguía interesado; su padre le había transmitido su amor por esos animales tan necesarios como el agua en el desierto. Nahueltruz usaría lo aprendido en su propio negocio, que bien manejado, le daría pingues ganancias. El dinero que Agustín le había prometido ayudaría para comenzar. Sería duro al principio, deberían ahorrar y sacrificarse, pero con el tiempo hasta una casa en Buenos Aires le compraría a Laura, y vestidos y joyas. La convertiría en una reina.

¿Y Racedo? El fuerte se hallaba a pocas leguas del rancho de Higinia, ¿cuánto transcurriría antes de que se supiera que Laura y él vivían allí? Porque no contaría cuánto se esmeraba en progresar, para el mundo seguiría siendo un indio, un ser marcado a fuego, perseguido y despreciado, un vago, un bruto. Los ranqueles no tenían redención; la lucha entre cristianos e indios era a muerte.

Llegó a una parte del río que consideraba su lugar predilecto. Se trataba de una curva donde se formaba un remanso profundo; allí le gustaba bañarse, ponerse de espaldas, sumergir las orejas y dejarse llevar por el vaivén espeso del agua, el cielo azul era lo único que veía, el silencio del agua, lo único que escuchaba. Se desnudó deprisa y se zambulló. La frescura del río lo despojó del pesimismo y otra vez deseo que Laura estuviera allí, compartiendo la belleza del entorno. Los sauces remojaban sus lánguidas ramas, las aves picoteaban la marisma y el chillado de los loros y las cigarras se convertía en un sonido monótono que acentuaba la soledad. Nahueltruz alcanzó la orilla y se recostó sobre la hierba a la sombra del sauce llorón. Loretana lo había llevado a ese sitio por primera vez, incluso habían hecho el amor allí. Le dio lástima Loretana, que se había enamorado de él. Estaría sufriendo el desprecio. En otros tiempos la habría complacido, pero no ahora que Laura contaba tanto. Como a Laura Escalante no había amado a ninguna mujer, ni siquiera a Quintuí, que siempre había sido su gran referente. Laura se le había metido en la sangre, debajo de la piel, en la cabeza, en el corazón, se le había escurrido por cada resquicio del cuerpo y del alma.

Esa noche, hasta Blasco estaba invitado a cenar en lo de Javier. Los regalos de Laura habían tomado por sorpresa a los miembros de la familia, e incluso el doctor Javier, usualmente impávido, se había conmovido. Durante la cena, se mencionó que ésa era la tercera jornada de Agustín sin fiebre; Laura, que había sufrido la desilusión de ilusionarse en vano, no comentó al respecto ni presionó al médico por un diagnóstico favorable; guardó silencio y siguió comiendo. El doctor Javier no volvió a tocar el tema; Laura, sin embargo, percibió la tranquilidad en ese semblante que se le había vuelto tan familiar y querido. Sonrió, casi segura de que Agustín había ganado la batalla contra el carbunco. El corazón le exultaba de alegría y sólo faltaba Nahueltruz para completar ese momento mágico.

De camino a la habitación de su hermano, Laura se topó con Blasco y su mirada precoz.

—La esperan en el huerto —anunció el muchacho, y le extendió una palmatoria con la vela ya encendida.

«Nahuel», pensó Laura, y Blasco fue testigo de cómo se le iluminaba el rostro. Tomó la palmatoria y salió al patio para adentrarse en la oscuridad del huerto; marchaba a tientas pero sin miedo; la guiaba una seguridad que pocas veces había experimentado; de hecho, le temía a la oscuridad, pero no dudaba que al final de aquel túnel la envolverían dos brazos fuertes y posesivos, y que una cascada de besos le caería sobre las mejillas y los labios.

Una sombra se movió detrás del tronco grueso del nogal, y Laura se apresuró en esa dirección. Nahueltruz le quitó la palmatoria, que colocó sobre el piso para disimular la luz, y la apretujó contra su cuerpo con ansiedad. El pecho de Laura estaba anhelante de pasión; él era tan hermoso en su masculina mansedumbre y misterio.

—Amor mío —susurró ella, con el rostro sobre la camisa de Nahueltruz que olía a monte y a hierbas salvajes, reconfortada por la seguridad que le infundía la fuerza extraordinaria de ese cuerpo que alguna vez la había asustado y que ahora era de ella.

—¿Por qué no entras? Le pediremos a doña Generosa que caliente un poco de comida. Justamente comentaba que sólo faltabas tú a la mesa. Además, Agustín ha querido verte el día entero. No se sintió bien hoy, ¡pero no tuvo fiebre! —agregó deprisa, y la espontaneidad de su sonrisa y la luz que irradiaron sus ojos le provocaron a Guor una oleada de ternura y calidez.

—¿No entramos? —insistió Laura.

—Sí, voy a entrar, yo también quiero saludar a Agustín. Pero antes quería estar contigo. A solas.

—¿No nos vemos más tarde en el hotel?

—No iré a lo de doña Sabrina esta noche; es muy arriesgado. Me llegaron noticias de que los soldados recibieron la paga y que, luego de un asado en el Fuerte Sarmiento, van a terminar los festejos con las cuarteleras en la pulpería de doña Sabrina. La parranda pinta para largo. Tú tampoco irás a dormir al hotel esta noche; te quedarás aquí, en lo de Javier.

—¿Por qué?

—Ni la puertaventana que da al patio ni la puerta que da al corredor son suficientemente fuertes para soportar la embestida de un hombre, o la de varios —agregó Guor—. Los soldados van a chupar hasta perder la conciencia, pero, hasta tanto eso suceda, se dedicarán a cometer toda clase de brutalidades. Saben que tú estás ahí, sola. Una tentación irresistible.

—El coronel Racedo no lo permitiría —expresó Laura, y enseguida se arrepintió; la cólera que se apoderó de Guor le dio miedo.

—Tu querido coronel Racedo va a estar tan borracho como sus soldados, perdido entre las ancas de alguna cuartelera.

—No es mi querido coronel Racedo —se empacó Laura.

—Más te vale.

—Tenía preparada una sorpresa para esta noche —musitó ella.

—Mañana me darás la sorpresa —trató de contentarla.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

Las nubes habían celado por completo a la luna y, en esa oscuridad insoldable, el cabello de Laura reverberaba como un candil.

—¡Que hermoso pelo! —pensó Guor en voz alta, y, tomando un puñado de bucles, los frotó entre sus dedos.

Nunca había visto un cabello así, tan puramente rubio. Levantó el rostro de Laura por el mentón y le miró los labios, esos labios que lo tentaban como pocas cosas, de color rojo piquillín, húmedos y carnosos, que ahora se entreabrían para él y le mostraban apenas los dientes blancos y parejos; y le miró también los ojos cerrados, la piel traslúcida y delgada de los párpados y las pestañas negras que descansaban sobre la blancura del rostro. Inclinó la cabeza y la besó con delicadeza en la boca; luego, a medida que las manos de Laura le desajustaban la camisa y sus dedos se le escurrían dentro y le acariciaban el torso, el beso se tornó febril.

—No, Laura —le suplicó.

Ella, no obstante, siguió jugueteando con los botones de la cartera y le abrió la camisa. Le pasó los labios mojados por el pecho, mientras le deslizaba las manos por la espalda hasta descubrir el contorno ancho de sus hombros.

—¿Por qué me haces esto? —se quejó Guor, con voz torturada—. ¿No te das cuenta de que me vuelves loco? ¿De que soy capaz de tomarte aquí mismo, sobre la acelga y las zanahorias de doña Generosa?

—Sí, sí. A mí no me importa.

—¿Tampoco te importa que sea un indio, que no tenga un rial partido al medio y que me persigan los milicos?

—No, no me importa.

—No sabes lo que dices —replicó él, sin separar sus labios de los de ella.

—Sé muy bien lo que digo.

Guor la apartó para escrutarla seriamente. Quería saber si le decía la verdad ¿No estaría jugando con él? ¿Luego no lo dejaría con el corazón hecho trizas y se marcharía para desposar a uno de su clase?

Le quitó el jubón y la camisa y después, mientras ella se bajaba la saya y las enaguas, terminó por deshacerse del chiripá y las bombachas. La encaramó en el aire y le ordenó que lo envolviera con las piernas. Laura se le atenazó a la cintura y le aferró el cuello con los brazos. Percibió al mismo tiempo la aspereza del tronco del nogal sobre la espalda, la lengua dura y exigente de Guor en su boca y el ímpetu de su miembro dentro de ella. Se le escapó un quejido profundo cuando la sensación, mezcla de dolor y placer, le surcó los miembros. Guor la cubrió con un beso para acallarla y a poco él también gemía como si soportara un martirio. Los espasmos del placer los anegaron como una marea irrefrenable y gritaron al viento su alivio. Agotado, Guor apoyó la frente sobre el hombro de Laura y la sostuvo contra el nogal, incapaz de apartarse. Por fin, la puso en tierra firme y le sujetó el rostro con ambas manos. Se miraron en silencio.

Aquellos días de convalecencia fueron, por sobre todo, de gran confusión e inquietud. Aunque Mariano y mi hijo Nahueltruz habían muerto, por momentos deseaba regresar a Tierra Adentro para reunirme con los salvajes a los que consideraba mi familia, a veces, en cambio, acariciaba la idea de volver a la civilización y reencontrarme con María Pancha, tía Carolita y mi prima Magdalena. A pesar de la amargura por las pérdidas y de los temores, no volví a experimentar el deseo de dejarme morir, comía, permitía que me asearan, que ventilaran la habitación y recibía a diario a mi tío, que me confería el trato de una reina. Me había dado cuenta de que Lorenzo Pardo se encontraba tan solo en este mundo como yo y que lo que había hecho era un acto desesperado por acabar con esa soledad que lo apabullaba.

Aunque la hemorragia continuaba, había disminuido considerablemente y ya no tenía fiebre; resultaba obvio que el doctor Alonso Javier no temía una infección. Generosa, su esposa, una joven regordeta con mejillas arreboladas y nariz respingada, me cuidaba como si yo fuera su hermana. Me obligaba a tomar leche recién ordeñada para reponer la sangre y a comer carne de vaca y guiso de lentejas, que me devolverían la fuerza. Su mejor prescripción era el chocolate caliente, nada mejor para restaurar el buen ánimo al más quebrantado, y me traía todas las tardes un jarrito de cobre lleno hasta el borde. Solía hacerme compañía en una mecedora que ubicaba cerca de la cama mientras sus dedos se movían con pericia sobre el bordado o el tejido de turno. Aunque parlanchina e indiscreta, me gustaba Generosa; con su plática me hacía olvidar, incluso sus historias me hacían sonreír. Alcira habría aseverado que Generosa Javier tenía bien puesto el nombre.

Una de esas tardes, mientras Generosa me contaba que había perdido sus dos primeros embarazos, la criada anunció al coronel Ignacio Boer, comandante en jefe de la Frontera Sur. Generosa lo saludó con familiaridad e hizo las presentaciones; yo, cómodamente ubicada en una silla, envuelta en mi albornoz y con una frazada sobre las rodillas, apenas moví la cabeza cuando el coronel Boer se quitó el quepis y me saludó con galantería. Bien sabía yo a qué venía ese militar y estaba equivocado si pensaba que de mi boca saldría una palabra que comprometiera o pusiera en peligro a Painé o a su gente. Luego de lamentarse por mi cautiverio de más de cuatro años y por haber tenido que convivir con “esas bestias”, el militar fue al grano: quería una descripción detallada de Tierra Adentro, la ubicación de las tolderías ranqueles y que le precisara el número de indios lanceros que componían las huestes de Painé, como también el tipo de armas con que contaban. Generosa, que conocía mis sentimientos, había dejado el bordado y nos lanzaba vistazos cargados de ansiedad. Yo, sin embargo, me hallaba tranquila y segura.

«Durante cuatro años, señor coronel, “esas bestias”, como usted las llama, fueron una familia para mí. No pretenderá, entonces, una felonía de mi parte», un argumento irrebatible si hablaba con un caballero. El militar carraspeó y los colores le acentuaron la tonalidad atezada del rostro. «Le recuerdo, señora Escalante, que por culpa de esos indios usted fue separada del seno de su familia, brutalmente tratada y reducida a la condición de sierva de esos infieles.» Aquel detalle no podía ser más preciso: Mariano Rosas me había arrancado de mi mundo con violencia, me había vejado con salvajismo y terminado por domarme como a sus baguales. Ciertamente, debería haber odiado a ese indio ranquel con cada fibra de mi ser; pero lo amaba como no había amado a ningún hombre. Y, a pesar de que Mariano Rosas ya no existía, defendería a su Rancul-Mapú con uñas y dientes.

El coronel, a punto de perder los estribos, me recordó con voz estentórea que esos salvajes a los que yo defendía con tanto ahínco saqueaban, mataban, violaban y robaban a los cristianos. «¿Es eso culpa mía?», repliqué con flema. «Esta no es mi guerra, señor coronel. Estoy atrapada en el medio y, créame, la situación no me agrada en absoluto. Con todo, insisto: no diré una palabra que ponga en riesgo al pueblo que creí sería el mío hasta mi muerte.»

El militar me preguntó a continuación por «los pérfidos unitarios Baigorria y Juan y Felipe Saa». El gobernador Rosas y el de Córdoba, Manuel López, insistían en engatusar a Painé con promesas de tratados de paz, de raciones de alimentos y de ganado si les entregaba a Baigorria y a los Saá. Sin embargo, por alguna misteriosa razón, Painé se decía unitario, odiaba a Juan Manuel de Rosas y había decidido proteger a capa y espada a esos parias aunque perdiese convenientes dádivas. Resultaba impensable que la razón del encono de Painé fuera el amorío de Mariana con don Juan Manuel años atrás; Mariana habría muerto de un bolazo en caso de haberse descubierto su traición. Lo más probable era que Painé simplemente se hubiese encariñado con Baigorria y con los Saá, que ejercían una influencia decisiva sobre el cacique general, que los escuchaba con atención y ponía en práctica la mayoría de sus sugerencias, en especial las que tenían que ver con el arte de la guerra. Como Baigorria y los Saá conocían que la superioridad del indio sobre el cristiano se asienta en su absoluto y superior manejo del caballo, organizaron y entrenaron a los lanceros como a una caballería prusiana, instruyéndolos incluso en el uso del clarín para marcar las etapas de la batalla. Antes de los malones, Painé recibía en su toldo a estos tres cristianos que el destino había vuelto apostatas de su fe y de su sangre, y juntos planeaban la estrategia del ataque.

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