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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (47 page)

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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—Tío, soy su sobrino, Nahueltruz, hijo de su hermano Mariano Rosas.

Epumer levantó los párpados como única muestra de sorpresa, y casi de inmediato los regresó a su posición original. Se puso de pie, se limpió la mano derecha en el pantalón de percal y la extendió hacia su sobrino, que la estrechó con embarazo.

—Estuve enfermo —dijo el cacique—, por eso me encuentras acá. Si no, estaría picando piedra con tus primos y Pincén.

—¿Ya está mejor?

—Nunca voy a volver a estar bien.

—Comprendo.

Epumer volvió al tocón y a su tallado. Nahueltruz se sentó a su lado, sobre el piso. Por un rato, sólo se escuchó el chasquido del verduguillo sobre el trozo de madera.

—Hacía tiempo que quería venir a verlo, tío, pero resultaba muy difícil conseguir el permiso para entrar en Martín García. Por fin, con la intervención del padre Agustín, conseguí la papeleta y pude viajar.

—Llegaste en buen momento. Antes me habrías encontrado medio muerto a causa de la viruela. Los soldados nos reprochan que trajimos la peste a esta isla. Esta vez me salvé. Tuve más suerte que tu padre.

Siguió tallando; Nahueltruz mantenía la cabeza baja y la vista fija en el empedrado.

—Habría sido bueno que hubieras visto a tu padre antes de que muriera —expresó el cacique, sin mirarlo.

—Me enteré tiempo después. Ya no tenía sentido viajar.

—Habría tenido sentido para mí y para tu
cucu.
Para ella fue una gran tristeza ver que el tiempo pasaba y tú no venías. No sé qué ha sido de ella.

—Vive conmigo —dijo Nahueltruz, y Epumer movió la cabeza y lo miró a los ojos en señal de complacencia—. La habían llevado a un cañaveral en Tucumán, a ella y a Dorotea Bazán. Dorotea no soportó el viaje y murió. Pero mi
cucu
resistió. Me la llevé a Buenos Aires. Vive en mi casa, junto a Miguelito y su familia.

El silencio volvió a cernirse. Transcurridos tantos años, y con ellos, tantas situaciones, conflictos y pérdidas, existían infinidad de cuestiones de las que hablar. Nahueltruz aguardaba a que su tío Epumer se aviniera a compartirlas con él.

—El último pensamiento de tu padre —dijo Epumer— fue para ti y para tu madre. Cuando se dio cuenta de que había perdido la batalla contra el
Hueza Huecubú
me mandó llamar y me ordenó que lo enterraran junto a Uchaimañé. Me dijo «Quiero descansar al lado de Blanca y quiero que me vistan con el poncho que ella me tejió». Pidió que, luego de su muerte, no se buscasen culpables entre las
machis.
Después me dijo «Entrégale la caja con mis pertenencias más preciadas a mi hijo Nahueltruz. Pídele al padre Agustín que se las mande».

—Nunca recibí la caja.

—La tengo aquí, no te inquietes. No se la mandé al padre Agustín, pero, por fortuna, la llevaba ese día que nos apresaron a traición. Entre las cosas de tu padre, está el reloj, ése que Uchaimañé le regaló. Las agujas ya no se mueven.

—Pertenecía a mi abuelo, Leopoldo Montes.

Epumer se explayó en los pormenores de los funerales de Mariano con una ansiedad y esmero que denotaban que había querido contárselo a su sobrino desde hacía tiempo. Según aclaró, la pompa y la solemnidad habían prevalecido. Apenas muerto, las cautivas lavaron el cuerpo del gran cacique devastado por la viruela y lo vistieron con sus mejores prendas de gaucho y el poncho de Uchaimañé. De inmediato, se lo expuso en la enramada de su toldo donde permaneció durante un día rodeado por más de doscientas mujeres que lloraban amargamente y gemían «¡Marianito! ¡Ay, Marianito!». Al día siguiente, mientras despuntaba el sol, una procesión, encabezada por los lanceros de Epumer los de Ramón Cabral (el Platero) y Baigorrita, lo escoltó a su última morada, junto a la sepultura de Uchaimañe. Los hijos mayores (Guayquiner, Manuel Amunao, Pichi Mariano y Puitrinao) soportaron las angarillas con su cuerpo, mientras las mujeres seguían el cortejo sin dejar de llorar y lamentar. Unos cavaron la fosa, mientras otros degollaron tres caballos, los mejores del gran cacique, y una yegua gorda, para que no le faltara alimento en su viaje al Mapú-Cahuelo o País de los Caballos, el paraíso de los ranqueles. Además de los animales muertos, ubicaron en torno a él otras de sus pertenencias más queridas apero, lazo, boleadoras y facón.

—Yo fui el primero en echar tierra sobre tu padre —se ufanó Epumer—. Luego lo hizo Ramón, después tu tío Huenchu y Baigorrita y por último los capitanejos. Todos estaban verdaderamente apenados porque lo querían y respetaban. Los
yapaís
duraron dos días porque todos padecíamos terriblemente.

Nahueltruz escuchaba con impasibilidad el relato de su tío, que poco a poco se convertía en imágenes vividas; podía recrear cada instancia, cada detalle. No experimentaba tristeza o amargura sino orgullo por haber sido el primogénito de un hombre tan querido y respetado por el pueblo ranquel.

—Fue una epidemia muy brava, hijo —explicó Epumer—. Tú ya debes de saber que tus hermanos Linconao y Pichi Epumer murieron pocos días después de tu padre.

Nahueltruz se llevó la mano derecha a la frente para ocultar la pena. Él amaba profundamente a sus hermanos Linconao y Pichi Epumer o Epumer Chico, algunos años menores; incluso había nombrado a su hijo en honor del mayor, Linconao, ambos signados por el mismo nefasto destino. En cuanto a Pichi Epumer, Nahueltruz lo recordaba manso y benévolo, muy aficionado al padre Burela, quien le enseñó a leer y escribir el castellano. Mostraba siempre buena predisposición con todos, incluso con los cristianos. Fue él quien abogó por el coronel Mansilla cuando en oportunidad de su excursión al País de los Ranqueles en el 70, durante un acalorado parlamento, los principales loncos y ancianos querían comérselo vivo. Con la ayuda de Miguelito, se ocupó de protegerlo el tiempo que duró su estadía en Leuvucó. Para ese entonces, Nahueltruz se hallaba demasiado ocupado en conocer a su medio hermano, el padre Agustín Escalante, y se desentendió de las cuestiones políticas y del osado coronel.

Epumer siguió hablando hasta que atardeció, respondiendo a las preguntas de su sobrino, contándole acerca de tanta gente y acontecimientos. Cuando tuvieron hambre, Nahueltruz puso varias monedas en la mano de un soldado para que les trajeran comida y bebida decentes. Epumer le confesó que era la primera vez que comía tan bien en Martín García, y Nahueltruz hizo llevar una parte a sus tías y primas, que permanecían en la pieza porque Epumer no les había autorizado acercarse. Espiaban desde el trapo que hacía de puerta. Cada tanto, Nahueltruz se daba vuelta y les sonreía, y ellas se ocultaban.

Al ponerse el sol, llegaron los demás prisioneros, entre los que contaban los hijos varones de Epumer, el cacique Pincén y los suyos. Caminaban en fila, engrillados.

—Hace unos días —comentó Epumer, con la vista apartada de la comitiva—, el general Roca le ordenó a Matoso —se refería al capitán jefe del regimiento de la isla— que a mí y a Pincén nos quitaran los grillos.

El reencuentro de Nahueltruz con sus primos y el cacique Pincén resultó tan frío e incómodo como con Epumer, agravado por el cansancio y el hambre después de una jornada de trabajos forzosos en las canteras y en el monte. Enseguida, mientras mateaban y comían pan de maíz y tortas fritas, la timidez y cortedad se disiparon. Algunos, los más jóvenes, apenas recordaban a este primo mayor, que sabía leer y escribir en varias lenguas, que había cruzado una laguna millones de veces más ancha que la de Leuvucó, que era rico y que vivía en la tierra más vieja e importante del mundo. También lo contemplaban con admiración porque sabían que era un gran cazador de tigres, que sólo podía compararse su habilidad para montar, pialar y domar con la del tío Mariano y que él debería haber sido su heredero natural. Estaban convencidos, sin mayor asidero, que él los habría llevado a la victoria final contra el humea. El primo Nahueltruz, sin embargo, había decidido dejarlos por los huincas. En ningún momento se lo recriminaron, ni siquiera con la mirada, pero Nahueltruz sabía que lo pensaban.

La tarde del segundo día, algo entrado en copas, Epumer mencionó el tema. Dijo:

—Tú y tu padre permitieron que dos huincas se les metieran en la sangre y los manejaran como a niños. Ustedes se olvidaron de que eran ranqueles. Se olvidaron de su pueblo. Tu padre siempre quiso la paz con los huincas a cualquier precio porque Uchaimañé era huinca, y nunca maloqueó por ella, aunque él haya dado otras razones, yo sé que lo hacía porque no quería matar a la gente de ella.

—Mi padre no quiso la paz a cualquier precio —terció Nahueltruz con prudencia, conocedor del temperamento de su tío cuando estaba beodo—, él puso sus condiciones. Y si bien no puedo asegurarle que mi madre estaba fuera de sus pensamientos cuando buscaba la paz, sí puedo decirle que el cacique Mariano Rosas quería la paz porque sabía que era la única forma de salvar a su gente. El huinca es superior, y eso incluso usted lo sabe, tío. Entiendo —prosiguió, al ver que Epumer lo escuchaba mansamente— que, luego de convertirse en el gran cacique, usted también buscó la paz con los huincas.

—Sí, porque se lo juré a tu padre antes de que muriera. Y yo nunca rompo una promesa —aclaró en voz alta, con gesto amenazante—. Pero mira lo que he conseguido con la paz, que los huincas me apresaran a traición. No creas que yo no quise a tu madre. Era buena y generosa y amaba a nuestra gente. Fue la
machí
más grande de nuestro pueblo y curó a muchos enfermos. Pero era de otro mundo, no pertenecía al desierto. Se robó el corazón de tu padre, que, por sobre todo, la puso a ella delante. Y tú —continuó Epumer— te volviste huinca para agradarle a la hermana del padre Agustín porque en el fondo te avergonzaba ser ranquel. Por eso nos dejaste, porque ya no querías a tu pueblo.

Nahueltruz bajó la vista y eligió callar porque lo que Epumer decía era cierto. Al fin, la verdad tan temida había sido expresada. No obstante, y más allá del enojo de su tío, Nahueltruz sentía que Epumer aún lo amaba y que, a pesar de la traición, jamás lo apartaría de su corazón. Se dio cuenta de que su tío era incondicional.

—Voy a sacarlo de aquí —prometió Nahueltruz—, a usted y al resto de su familia.

Los cuatro días en la isla, signados por los recuerdos y las largas conversaciones acerca de parientes, amigos y conocidos, transcurrieron con lentitud. En general, los relatos terminaban mal; la mayoría de sus hermanos, primos y tíos habían muerto, ya fuera a causa de la viruela o en alguna escaramuza; otros tenían paradero desconocido luego de que la milicia se los llevara; seguramente habían sido reubicados en haciendas, casas de familia o conventos.

Nahueltruz recibía con gratitud y alivio las invitaciones del capitán Matoso, con quien conversaba banalidades que lo ayudaban a alejar el fantasma de la culpa. Solían encontrarse en la pulpería o en el despacho del capitán. La amistad con Matoso, un hombre soltero, de mediana edad, sin mayores aspiraciones, pero con un corazón clemente, sirvió para que Nahueltruz se moviera libremente dentro del cuartel y para que pudiera mejorar las condiciones misérrimas de su tío y sus primos. Incluso autorizó, sin mayores requisas, que Nahueltruz entregara la totalidad de los paquetes y bultos que había traído para los reos.

—No comprendo —dijo en una oportunidad Matoso— el interés que usted tiene, señor Rosas, por estos salvajes.

—Estoy aquí —expresó Nahueltruz— en nombre de un misionero franciscano a quien debo mucho, casi todo lo que tengo. Él me pidió que viniera a conocer la suerte que habían corrido estos pobres diablos, y aquí me tiene, capitán.

—Algunos soldados me reportaron que lo han escuchado hablar en araucano con estas gentes.

—Lo balbuceo —mintió Nahueltruz—. Soy políglota por naturaleza, capitán. Mi avidez por las lenguas no conoce límite. Luego de haber aprendido las más tradicionales (inglés, francés, italiano), me incliné por aquellas más exóticas. Este padre misionero del que le hablaba me enseñó algo del idioma de los indios del sur.

Horas antes de que la corbeta zarpara de regreso a Buenos Aires, Nahueltruz reiteró su promesa de mover cielo y tierra para conseguir a libertad a Epumer y a su familia. El cacique lo contempló con escepticismo y le palmeó el hombro, mientras esbozaba la primera sonrisa de a visita.

—Gracias por lo que nos has traído, Nahueltruz, en especial, las mantas y la ropa de abrigo. Pasamos mucho frío aquí.

—Ya arreglé con el capitán del barco para que, en cada viaje, les traiga más provisiones y ropa. Creo que se trata de un buen hombre, que no se robará el contenido.

—Es huinca —sentenció Epumer—. No confíes.

A propósito, el cacique le refirió la feroz persecución que habían llevado a cabo el coronel Rudecindo Roca, hermano del ministro de Guerra y Marina, el coronel Vintter y el coronel Eduardo Racedo contra las tribus ranqueles y salineras.

—Tuvimos que dejar Leuvucó porque sabíamos que vendrían por nosotros, que el tratado de paz ya no servía. Ellos proponían otra paz, pero nosotros no la aceptamos querían que nos entregáramos y que nos fuéramos a vivir adonde ellos nos dijeran, que abandonáramos nuestras tierras para que ellos las ocuparan. El huinca es traicionero, Nahueltruz, nunca olvides eso, no respeta su propia palabra y, ¿cómo se puede confiar en quien no honra sus promesas? Ya ni siquiera le creemos al padre Donatti y al padre Agustín. Ellos son buenos, pero son huincas al fin y al cabo.

—El padre Agustín me consiguió este permiso para venir a verte y, de seguro, medió para que Roca diera la orden de que te quitaran los grilletes.

Epumer movió la cabeza en señal de asentimiento. Al cabo, como si retomase el hilo de un pensamiento extraviado, dijo:

—Fue el coronel Racedo, el tío del militar que mataste en Río Cuarto, quien nos cayó encima esa tarde. Nosotros habíamos abandonado Leuvucó porque, como ya te dije, nos perseguían, pero regresamos un día para recoger la cebada, y allí nos encontraron. Nos moríamos de hambre vagando por el desierto y no podíamos dejar que ese grano se echara a perder en las sementeras. El capitanejo Carripilán, que se había vendido a los humeas, estaba con Racedo e hizo de lenguaraz ordenándonos, en nombre del coronel, que nos entregáramos sin presentar pelea. ¿Qué pelea podíamos presentar muertos de hambre como estábamos y sin otras armas que las herramientas que usábamos para recoger la cebada?

Nahueltruz podía imaginar la humillación que debió de haber experimentado el feroz Epumer Guor, conocido por su arrojo casi desmesurado en batalla, al rendirse ante un grupo de soldados y de indios traidores. ¡Qué triste final para un guerrero como su tío! Sin pena ni gloria. Y en manos de Racedo.

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