Read Indias Blancas - La vuelta del Ranquel Online
Authors: Florencia Bonelli
Tags: #novela histórica
—La recibí esta mañana —explicó lord Leighton—, antes de partir hacia aquí. Vino en la bandeja junto al desayuno. Preferí no darle importancia y tomarlo como una calumnia, como la cobardía que es. Ahora, sin embargo, cuando usted dijo que quería sincerarse conmigo, imaginé que el contenido de la nota podía ser cierto.
—Efectivamente, todo lo que dice esta nota es cierto, Edward, a excepción de una cosa: no se trataba de un salvaje desnaturalizado sino de un ranquel, un nativo del sur de nuestro país, que de salvaje desnaturalizado no tenía absolutamente nada. Él era un hombre culto y noble, de corazón muy humano, hijo de un gran cacique y de una magnífica mujer. Lo amé con locura, como jamás he amado. Lo amo aún con la misma intensidad de seis años atrás.
Lord Leighton se levantó súbitamente, como ahuyentado por las palabras de Laura, y le dio la espalda para ocultar el dolor que le provocaban. Siempre había sospechado que detrás de su melancolía se ocultaba un amor contrariado Creyó que se trataba del esposo muerto, que con el tiempo llegaría a olvidar. En ese momento, sin embargo, podía ver en los ojos de Laura que jamás olvidaría a ese salvaje desnaturalizado. No imaginó que una confesión de esa índole lo lastimaría tan profundamente. Pero no importaba, él todavía la quería, le parecía que ya no podía vivir sin ella.
—Le agradezco que haya sido sincera conmigo —expresó—. Eso le muestra su valentía. No obstante, nada de lo que diga ese anónimo, verdadero o falso, ha movido un ápice mi decisión. Quiero casarme con usted. Yo la amo, Laura —dijo, y volvió a sentarse junto a ella—. Yo la amo como usted ama a ese nativo del sur. No me importa si usted en este momento no me quiere. Seré paciente, nunca le exigiré aquello que no esté dispuesta a darme. Iremos lentamente, primero nos conoceremos, seremos amigos. Estoy seguro de que el amor llegará con el tiempo. Estoy seguro.
En el ímpetu, lord Leighton había empezado a hablar en inglés y Laura le entendía a medias. De todos modos, sabía que estaba entregándose a ella sin condiciones ni exigencias, sin reproches ni juicios. «¡Qué distinto sería si ese anónimo hubiese caído en manos de Nahueltruz! ¡Qué distinta habría sido su reacción!», se lamentó. La desconfianza y el resentimiento habrían aflorado y prevalecido. Habría sido el fin. Pero Laura se dijo: «Por esto sé que amo tanto a Nahueltruz, porque lo amo a pesar de sus defectos».
—Lord Leighton —dijo, sin reparar en que había caído nuevamente en el formalismo de tratarlo por su título nobiliario—, no puedo casarme con usted. No puedo.
—¡Laura! —suplicó el inglés— No me diga eso, por favor.
—Lord Leighton, necesito que escuche atentamente lo que voy a contarle. Sepa que esta historia,
mi
historia, sólo la he revelado a tres personas, tan íntima e importante es para mí. Sin embargo, quiero que usted la escuche a modo de explicación, para que logre comprenderme y perdonarme. Sin duda, puedo contar con su discreción.
—Lo que me confiese este día se irá conmigo a la tumba.
Le tomo mucho tiempo a Laura detallar los vaivenes de su vida desde el año 73. Ya no llegaban las risas de los demás que jugaban al
whist,
y la paz y el silencio denotaban que se habían ido a dormir. Leighton escuchaba con actitud reconcentrada y en contadas ocasiones la interrumpió con alguna pregunta. Más bien la dejaba hablar. Laura se mantuvo constante a lo largo de su relato y ni siquiera se quebró en las partes más tristes. De todos modos, para Leighton resultó fácil entrever que las heridas aún no cicatrizaban, que había mucho dolor dentro de ella, que ese dolor la desconcertaba y la aturdía a veces.
—Edward, he depositado la vida del hombre que amo y la mía en sus manos al revelarle que Lorenzo Rosas y Nahueltruz Guor son la misma persona.
—No dudo de que la muerte del coronel Racedo fue justa —aseguró Leighton—. Guor hizo lo que cualquier hombre de bien habría hecho en su posición: defender el honor y la vida de la mujer que ama. Cualquier tribunal lo habría absuelto.
—No aquí, Edward. Los indios son poco menos que animales. Aquí habría sido ejecutado sin juicio. Creo que por eso el general Roca no lo delató, porque sabe que Nahueltruz sólo puede esperar inequidad de la Justicia argentina.
—Comprendo.
La malicia
Nahueltruz llegó al puerto de Buenos Aires entrada la noche. Alquiló una volanta y la hizo detener frente a la Santísima Trinidad. La casona estaba a oscuras y presentaba un aspecto desolador que lo acobardó. Temía que durmieran. Ya resultaba demasiado impropio presentarse fuera del horario de visitas o sin invitación para estremecer a la familia con sus aldabazos.
Marchó inquieto a su casa en la calle de Cuyo. Necesitaba a Laura en ese instante. Comenzó a experimentar una imperiosa necesidad de su cuerpo, quería desnudarla, admirarla, hacerle el amor. Sólo en ella se refugiaría su alma atribulada. Pero debería conformarse con su familia. Tomar un baño, comer un plato preparado por Lucero y descansar sobre un colchón le parecieron buenos paliativos. En Martín García había dormido sobre un jergón de paja lleno de protuberancias que se le clavaban en la espalda, y comido malamente. Estaba exhausto y tenía el estómago delicado. «Y pensar, —se dijo—, que yo solía dormir en el suelo, comer carne de yegua y beber sangre tibia». A veces tenia la impresión de que jamás había sido indio.
Al día siguiente se levantó a las seis, desayunó con su familia y, entre mate y mate, debió responder a una letanía de preguntas. Mariana lo escuchaba sin mirarlo y, cada tanto, se le escurría una lágrima.
—Cucu
—dijo Nahueltruz, y la tomó de la mano—, le prometo que conseguiré liberar a mi tío Epumer.
Antes de salir, encomendó a doña Carmen entregar dos esquelas, una en la Santísima Trinidad y otra en casa de la señora Carolina Beaumont. Cerca de las diez, partió a la tienda de ultramarinos y compró una caja con habanos. Luego, se dirigió a lo del senador Cambaceres.
—Me alegra encontrarlo en su casa, senador —manifestó Nahueltruz—. Venía a agradecerle el permiso que me gestionó. Anoche regresé de Martín García. Tome —dijo, y le entregó la caja con puros—, ésta es una pequeña muestra de lo agradecido que está el padre Agustín con usted.
—¡Vaya! —se sorprendió Cambaceres, mientras abría la caja y olía los cigarros—. De la mejor calidad —expresó—. Gracias, muchas gracias, Rosas. Pase, por favor, tome asiento ¿Qué desea tomar? —Rosas desestimó el ofrecimiento con una sacudida de mano—. Espero que traiga buenas noticias para su amigo, el padre Escalante. Aunque, en verdad, no es a mí a quien deben agradecer el salvoconducto sino al general Roca. Él fue quien lo emitió sin ningún pedido de mi parte.
—¿Roca? —se extrañó Nahueltruz, y un sentimiento incómodo opacó su alegría.
—Pues sí, el mismo general Roca. Tiempo atrás, me convocó a su despacho y me dijo que, como se había enterado del deseo del padre Escalante de visitar a su amigo, el cacique Epumer, él mismo se encargaría de emitir la documentación necesaria para cumplir con el pedido. A mí me extrañó sinceramente. Roca no es un hombre reconocido por sus actos benevolentes o generosos.
—No entiendo —insistió Guor.
—Bueno, bueno —dijo Cambaceres, y se reclinó en actitud confidente—. Yo creo que, en realidad, quien está detrás de esto es la hermana de Escalante, la viuda de Riglos. Usted quizás no sepa porque no es de Buenos Aires, pero se dice que ella y Roca... En fin, usted me entiende.
—No, no entiendo.
—Yo mismo me la topé días atrás en el despacho del general, y el amanuense me dijo que había estado allí en otra oportunidad. Luego de su visita, de aquella primera visita —explicó Cambaceres—, el amanuense recibió de inmediato la orden de convocarme para hablar sobre este tema del permiso. Yo no creo en coincidencias.
—El hecho de que la señora Riglos haya pedido ayuda al general —razonó Guor— y que el general se la haya concedido no es motivo suficiente para suponer que entre ellos exista algo más que una amistad.
—Por supuesto que no —se apresuró a decir Cambaceres—. Por supuesto que no —recalcó—. Son sólo especulaciones y habladurías. Pero me atrevo a decir que esa mujer tiene un gran ascendente sobre él.
Nahueltruz hizo el camino de regreso de pésimo humor, que no mejoró cuando doña Carmen le explicó que había dejado la esquela en manos de María Pancha porque Laura y su familia habían salido de la ciudad. En cuanto a los Beaumont, Armand escribió en la misma nota una invitación para almorzar ese día en casa de la señora Carolina. En ese estado de ánimo, Nahueltruz no tenía deseos de encontrarse con nadie, pero la posibilidad de averiguar acerca de Laura lo hizo cambiarse y salir. Doña Carolina lo recibió con su habitual dulzura, y lo hizo sentir a gusto. Armand y Saulina se mostraron cariñosos e interesados en su viaje. Enseguida aparecieron las hermanas Montes, Iluminada, María del Pilar y Eugenia Victoria, junto a su madre, la señora Celina, a su tía, la exiliada, la señora Dolores Montes, y a su cuñada, Esmeralda Balbastro.
—¡Ah, qué agradable sorpresa, señor Rosas! —exclamó Eugenia Victoria—. ¿Cuándo regresó usted de viaje?
—Anoche, señora, muy tarde.
—Espero que sus negocios hayan marchado bien.
—Muy bien, gracias.
—¿Ya ha tenido oportunidad de ver al señor Tejada? —se interesó Eugenia Victoria.
—Sí, esta mañana antes de que se fuera a trabajar.
—El señor Tejada cenará con nosotros esta noche —anunció Eugenia Victoria—. ¿Por qué no nos acompaña usted también?
—Agradezco infinitamente su invitación, señora Lynch, pero tengo un compromiso. ¿Cómo se encuentra su esposo?
—Muy bien, gracias.
—¿Y la señorita Pura?
—Haciendo grandes progresos con su francés.
—¿Y los niños?
—En excelente salud, gracias a Dios.
Se hizo un silencio en el que Guor se debatió entre preguntar por Laura o domeñar su ansiedad. La anfitriona lo tomó del brazo y anunció que la comida estaba servida. El almuerzo transcurrió sin contratiempos. A los postres, Dolores Montes preguntó a tía Carolita si sabía cuándo regresarían su familia y los Leighton de San Isidro.
—¿Los Leighton? —repitió Guor, sin caer en la cuenta de su imprudencia.
—Los Leighton —explicó tía Carolita—, los hermanos Leighton —aclaró—, lord Edward y lady Verity, amigos de mi sobrina Laura. Acaban de llegar de Inglaterra.
Nahueltruz buscó a Esmeralda con la mirada y la notó perturbada.
—Como el señor Rosas ha estado fuera de la ciudad durante los últimos días —habló Dolores Montes—, quizás no conoce la gran noticia que ha sorprendido a todas nuestras amistades.
—Tía —terció Esmeralda—, por favor, todavía no se ha confirmado...
—Oh, pero sí que se ha confirmado —interpuso Dolores—, ya todos lo saben y es una excelente noticia. Me gusta compartirla con amigos de la familia.
—Señor Rosas —dijo Eugenia Victoria—, mi esposo me comentaba hoy que...
—¿Sabía usted, señor Rosas —interrumpió Dolores—, que mi sobrina Laura va a contraer matrimonio con lord Leighton, un noble inglés, y que se convertirá en lady Leighton? Él llegó días atrás de Inglaterra para llevársela. Es un hombre muy rico, un lord —dijo, enfatizando en la palabra “lord”—, emparentado con la casa real...
Nahueltruz no escuchó el resto. Un estupor profundo y abrumador se apoderó de él y le detuvo el corazón por lo que pareció un instante eterno. Se levantó cuando todos lo hicieron y caminó a la sala detrás de Armand. Se disculpó con la señora Carolina y se marchó sin compartir el café. Nunca supo si se despidió del resto de las señoras o si se marchó dejándolas boquiabiertas. Un estremecimiento lo devolvió a sus cabales al recibir los insultos de un carretero por cruzar la calle como borracho. Miró hacia uno y otro lado, desorientado, perdido. No sabía qué hacer, adonde ir. Caminó sin rumbo, medio cegado por las lágrimas.
Al atardecer, Esmeralda Balbastro llamó a la puerta de la Santísima Trinidad. La casa parecía vacía, no había luz en el interior y tampoco se escuchaban los acordes del piano que Soledad acostumbraba tocar a esa hora. Resultaba evidente que la familia y sus invitados ingleses no habían regresado de San Isidro. A punto de dar la vuelta y subirse a su coche, Esmeralda escuchó el sonido del cerrojo. María Pancha se sorprendió al verla.
—¡Señora Esmeralda! —exclamó—. Pase, por favor. Disculpe si la he hecho esperar, pero estaba en la otra punta de la casa. Estoy sola —explicó—, le di franco a los demás.
—Sí, sí, claro —replicó Esmeralda, y María Pancha la notó inusualmente nerviosa.
—La familia aún no ha regresado de San Isidro. ¿Necesitaba algo, señora?
—María Pancha —dijo Esmeralda, y cierta solemnidad en su tono alertó a la negra—, ¿podemos hablar francamente?
—Pues sí, señora, claro. Pase, por favor. Siéntese usted, por favor.
María Pancha permaneció de pie, y Esmeralda le pidió que se acomodase a su lado.
—No, señora —respondió la criada—. Jamás tomaría asiento en la sala de los señores.
—Está bien, como gustes. He venido tan pronto como he podido. Me urgía hablar con Laura, pero lo haré contigo porque estoy segura de que estás al tanto de sus asuntos. —María Pancha asintió con un movimiento imperceptible de cabeza—. Yo conozco —prosiguió Esmeralda más pausadamente— la relación que une al señor Rosas y a Laura. Sé que son amantes —aclaró, pero María Pancha siguió mirándola, imperturbable—. Conozco también que lo fueron en el pasado, durante el tiempo en que Laura estuvo en Río Cuarto cuidando al padre Agustín. Sé que Lorenzo Rosas es aquel salvaje al que Laura nunca pudo olvidar.
—Nunca —ratificó María Pancha—. Lo amó siempre y lo va a amar hasta el día en que se muera. Así de empecinada es mi niña.
—¿Y qué hay de lord Leighton? ¿Es cierto que van a casarse?
—No, no van a casarse —aseguró María Pancha.
—Pues Dolores Montes le dijo hoy al señor Rosas que su sobrina Laura y lord Leighton iban a casarse.
—Maldita Dolores —masculló María Pancha—. Maldita mujer.
—Lo hizo con tanta malicia —explicó Esmeralda— que recibí la impresión de que ella también está al tanto de lo que existe entre Laura y el señor Rosas.
—¡Por supuesto que lo sabe! Lo hizo a propósito. Lo hizo para vengarse. Lo hizo para lastimar a mi niña donde más le duele. —María Pancha levantó la vista y miró fijamente a Esmeralda antes de expresar—: Y si conozco al señor Rosas, imagino que su reacción ha sido desproporcionada.