Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (60 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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Dos reveses la deprimieron los últimos días de abril: la certeza de que Nahueltruz no contestaría la última carta de Agustín y que el coronel Racedo finalmente donó los huesos de Mariano Rosas a Estanislao Zeballos, estudioso de la materia y gran conocedor de los indios del sur y sus costumbres.

—La animosidad entre el doctor Zeballos y yo —se desalentó Laura— es tan manifiesta que ni siquiera me atrevo a escribirle rogándole que restituya los huesos.

—No lo hagas —dijo María Pancha—. No te eches al hombro cuanto problema hay en el mundo. Deja que tu hermano y el padre Donatti lidien con él.

—Sabes muy bien que no me echo al hombro cuanto problema hay en el mundo. Sólo me importan los de él.

—Pero a
él
—ironizó María Pancha— le importa bien poco si tú te ocupas de sus problemas. Es más, se enfurecería si supiera que lo estás haciendo.

En cuanto a la contestación nunca arribada, Agustín la consoló con la posibilidad de que Nahueltruz se hubiera mudado. Sin embargo cuando llegó carta de Blasco ratificando el domicilio de Guor en París. Laura se dijo que Nahueltruz había muerto y se preparó para recibir sola a su hijo.

Todo estaba dispuesto para Gabriel o para Rosa María. El carpintero entregó la cuna a mediados de abril y un criado de doña Generosa la pintó de blanco. En lo de Ricabarra, compraron un canasto de mimbre enorme que haría de moisés, y doña Generosa donó el pie que había usado con Mario luego de mandarlo a restaurar. Por tardes enteras, las tres mujeres se dedicaron a embellecer la cuna y el canasto con puntillas, cintas de raso y tul, hasta el punto que el padre Marcos dijo que entre tanto volante, les sería difícil encontrar al niño. También aseguró que “la pobre criatura” no tendría tiempo de usar tanta ropa, pues el ajuar no terminaba de crecer.

—Digno ajuar de un príncipe —se jactaba doña Generosa, mientras desdoblaba y volvía a doblar las diminutas prendas mantenidas en cajas con clavos de olor, corteza de canelo y chauchas de vainilla. Cada vez que se abría una de estas cajas, hasta el doctor Javier se acercaba para oler.

No sólo María Pancha, Laura y la dueña de casa se dedicaban a tejer o a coser, también las amigas de doña Generosa que, a diario, se presentaban con una batita nueva, o una mantilla o un par de escarpines. El sonajero se lo compró su tío Agustín, y Laura se emocionó hasta las lágrimas. El padre Marcos le regaló el rosario de nácar y plata que su madre había llevado el día de su boda y lo colocó en la cabecera de la cuna para que la Virgen lo protegiera y acompañara. Mientras el padre Marcos decía estas palabras y acomodaba el rosario entre los barrotes, Laura lo contemplaba y se acordaba de cuánto había significado durante su infancia ese misionero franciscano, y no sólo para ella, también para Blanca Montes, para su padre, para su madre y, sobre todo, para Agustín. Nadie los conocía como el padre Marcos. Nadie los quería como el padre Marcos. Lo abrazó y lo besó en ambas mejillas, incomodándolo decididamente.

—Ya debería haberse acostumbrado a las osadías de mi hermana, padre —se rió Agustín.

—Bendito sea Dios —expresó Donatti, mientras palmeaba la mejilla rozagante de Laura—, porque hoy luces tan feliz.

Empezó mayo. La expectación se palpaba entre los muros de la casa de los Javier. Cualquier queja, gesto o movimiento de Laura provocaba sobresaltos. Sólo el doctor Javier mantenía la calma y repetía: «Vendrá cuando tenga que venir, ni antes ni después». Convencido al igual que el doctor Leopoldo Montes de que el parto no era ámbito exclusivo de mujeres, había decidido, para tranquilidad de todos, asistir él mismo a Laura. Se había cansado de ver morir a parturientas y a recién nacidos a causa de prácticas salvajes o de falta de higiene. En ocasiones, maridos desesperados lo convocaban cuando no había nada que hacer, y él se horrorizaba al verificar que la comadrona ni siquiera se había lavado las manos. Sabía que el parto de Laura no sería fácil; sospechaba que la criatura era grande y la pelvis de la madre, angosta. En ocasiones, la suerte de la muchacha y de su hijo le quitaba el sueño y optaba por imitar a su esposa y se la encomendaba a Dios.

El día tres de mayo, apenas ocupó la habitación en el hotel de France, Magdalena envió una esquela a lo de Javier avisando de su arribo. A pesar de la oposición de todos, Laura se embozó y marchó hacia el hotel, incapaz de sobreponerse a las ansias por ver a su madre y a tía Carolita. La escoltaba María Pancha con mala cara.

—¿Pretendes parir al chico en medio de la calle? ¿Eso pretendes?

—Oh, María Pancha —contestaba Laura agitadamente—, no fastidies.

En la recepción le informaron que la señora Pereda se encontraba en la habitación 12, en la primera planta al final del pasillo. El conserje ofreció enviar al botones para anunciarla, pero Laura, dispuesta a sorprender a Magdalena, le pidió permiso para subir hasta la recámara.

María Pancha tampoco consiguió disuadirla de emprender semejante acción en su estado. Esa tarde, la alegría la había llenado de ínfulas y se creía capaz de subir esas escaleras y «de cruzar los Andes si fuera necesario». Se levantó el ruedo del vestido y subió el primer tramo con dificultad. En el descanso, se detuvo para recuperar el aliento. Allí se topó con Nahueltruz.

Él la contemplaba fijamente, y resultaba obvio que hacía rato que la miraba; de seguro se habría mofado mientras ella subía los escalones con la gracia de una vaca. Aunque sabía que se había puesto colorada, no atinaba a apartar la vista de la de él. Se preguntó: «¿Qué hago ahora?».

Nahueltruz avanzó unos pasos y la estudió de cerca. El cambio operado en el cuerpo y en la fisonomía de Laura lo afectó ostensiblemente, pero se guardó de mostrarlo. A pesar de sí, la deseó. Deseó su cuerpo de mujer fértil y plena, con sus carrillos arrebolados y sus senos llenos de leche, sus caderas ensanchadas y su vientre abultado. La deseó intensamente y, sin embargo, dijo:

—¿Ya sabe el general Roca que le darás un hijo?

La malicia de la pregunta le robó el aliento, y los matices de sentimientos que habían prevalecido en su ánimo a lo largo de esos nueve meses, la tristeza, la desesperanza, la melancolía, la alegría, la ilusión y el amor, se transformaron en uno solo: pura e irrefrenable ira. Lanzó un grito que sonó como rugido y, a puño cerrado, golpeó a Guor en el rostro, en el pecho, en el vientre, dondequiera que sus manos desmadradas cayeran y consiguieran lastimarlo.

—¡Maldito! ¡Malnacido! ¡Canalla! ¡Desgraciado! ¡Miserable! —exclamaba.

Guor y María Pancha intentaban someterla, pero Laura se había convertido en una fiera inasible. La gente se agolpó en la recepción del hotel y al pie de la escalera. Guor escuchó correteos en el pasillo y una voz de mujer que gritaba el nombre de Laura. Quería aferrarle las manos porque temía que se hiciera daño o que lastimara al niño, quería apretarla contra su pecho y protegerla, quería llevarla a su dormitorio y hacerle el amor, pero Laura parecía haberse vuelto viscosa y no lograba dominarla. Finalmente, la sujetó por las muñecas, pero ella se liberó con un fuerte jalón que la impulsó hacia atrás, hacia el vacío de la escalera.

Laura tuvo conciencia de que caía, de que su cuerpo rebotaba contra los escalones y de que el hotel daba vueltas en torno a ella. También alcanzó a ver el gesto de espanto en la cara de Nahueltruz, que extendía los brazos en un intento por atraparla, y vio también cómo sus labios se movían para pronunciar su nombre, pero no escuchó su voz; en realidad, no escuchaba nada. Después, tampoco pudo ver; el entorno se volvió oscuro y comenzó a flotar.

Guor se precipitó escaleras abajo y, a empellones, se abrió paso entre la gente encimada sobre el cuerpo inerte de Laura. La tomó en brazos y, mientras subía, la llamaba a gritos. María Pancha tomó al desorientado conserje por el brazo y le ordenó que mandara llamar al doctor Javier y al padre Agustín Escalante del Convento de San Francisco.

—¡Vamos, hombre! —se fastidió ante la estulticia del empleado—. Haga lo que le ordeno, de inmediato.

Guor entró en su habitación y acomodó a Laura sobre la cama.

—Laura, Laura, amor mío —repetía sin éxito, mientras le golpeteaba las mejillas.

Vio que la falda blanca de Laura estaba empapada y que una mancha sanguinolenta se extendía sobre la tela con rapidez. Alguien lo apartó bruscamente: María Pancha, que junto a la señora Pereda y a madame Beaumont, se inclinó sobre Laura y lo privó de su visión. Se retiró en actitud sumisa, sintiendo el peso de la angustia en el pecho; le temblaban las manos y le castañeteaban los dientes.

Tía Carolita pasaba sales aromáticas bajo las fosas nasales de Laura, mientras María Pancha le quitaba el rebozo y le abría la chaqueta y la blusa para facilitarle la respiración. Magdalena la deshizo de los escarpines y le masajeó los pies helados.

—Rompió fuente —informó María Pancha.

—¿Por qué la sangre? —se angustió Magdalena, pero no obtuvo respuesta.

Laura recobró la conciencia sacudida por el dolor de una contracción. Se incorporó repentinamente, sorprendiendo a las mujeres que la rodeaban, e inspiró como si hubiese retenido el aliento bajo el agua. Soltó un grito y se echó nuevamente sobre la almohada. Nahueltruz cayó de rodillas y se tapó el rostro con ambas manos.

—¡Dios mío, piedad de ella! —exclamó.

Laura superó la contracción con dificultad y comenzó a llorar al descubrir la sangre.

—Es más agua que sangre —trató de calmarla María Pancha, pero Laura no le creyó y repitió una y otra vez que no quería que su bebé muriera.

—No, mi hijito no. No quiero perderlo a él también. El hijo de Nahuel no.

—Aquí está Nahueltruz —dijo María Pancha, al darse cuenta de que Laura no recordaba los momentos previos a la caida—. Aquí esta ha venido a verte.

María Pancha lo obligó a levantarse del piso y lo guió junto a la cama. Nahueltruz se inclinó sobre ella y Laura le pasó las manos ensangrentadas por el rostro porque no sabía si se trataba de una visión o de un ser de carne y hueso. Nahueltruz le quitó los mechones de la frente donde descansó sus labios temblorosos.

—Perdóname —la escuchó decir—. Perdóname por haberte traicionado.

Con un gesto, tía Carolita indicó a Magdalena y a María Pancha que los dejaran a solas, y, en reata, las tres mujeres abandonaron la habitación y cerraron la puerta.

—Nada que perdonar —dijo Guor, entrecortadamente.

—Dime que me perdonas. Dímelo, por favor.

—Sí, te perdono. Te amo, Laura. Te amo tanto que... —se le quebró la voz—. Mi Laura —musitó—, mi vida, mi amor, mi todo. No me dejes, por amor de Dios, no me dejes. No me dejes solo porque me da miedo enfrentar la vida sin ti.

—Nahuel —habló Laura—, si algo me sucediese...

—¡No! —se espantó él—. No te escucharé. No te escucharé.

—Nahuel, si algo me sucediese, quiero que me jures por el amor que nos profesamos que te harás cargo de nuestro hijo.

—Nada te sucederá. Todo saldrá bien.

—Este niño es nuestro hijo —pronunció y, tomándole la mano, la guió hasta su vientre—. Es el hijo que me pediste esa noche en la quinta de Caballito. Es tuyo, mi amor, tuyo y mío.

—Sí, sí, siempre supe que era mío, siempre, pero estaba demasiado celoso y herido y quería lastimarte.

—Júrame que si algo me sucede...

—No vuelvas a decirlo, nada va a sucederte. Tú no puedes dejarme,
¡no debes!

Laura le clavó las uñas en la mano, apretó los ojos y reprimió un grito cuando la contracción le endureció el vientre. En medio del padecimiento, se deslizó en su mente un párrafo de las
Memorias
de Blanca Montes que rememoraba el parto de Nahueltruz: «El nacimiento de un hijo, —decía—, es un milagro, y la felicidad inefable que nos inunda al escuchar los primeros vagidos borra de un plumazo el dolor indescriptible que nos hizo creer segundos antes que íbamos a terminar partidas en dos por las piernas». Pero en ese momento, Laura no estaba tan segura de que su tía Blanca tuviera razón. Ella terminaría partida al medio y muerta si esos dolores no cesaban. Por fin, se desfogó con un grito que erizó la piel de Nahueltruz. Espantado, le soltó la mano y corrió hacia la puerta.

Entró el doctor Mario Javier, seguido por varias mujeres, entre ellas doña Generosa, que se precipitó sobre Laura para descargarle una andanada de consejos. Javier las espantó sin miramientos e indicó que sólo María Pancha lo asistiría.

—Generosa —ordenó a su mujer—, pídale al conserje toallas y sábanas limpias y varios litros de agua caliente.

Antes de abandonar el dormitorio, Nahueltruz tomó por el hombro al doctor Javier y, mirándolo a los ojos, le ordenó:

—Salve a la madre.

La espera tuvo lugar en una salita contigua, comunicada con el dormitorio por una puerta que el doctor Javier cerró con llave. Nahueltruz permanecía de pie junto a esa puerta; tía Carolita, Magdalena y doña Generosa se ubicaron en sillas en torno a una pequeña mesa donde una sirvienta había dejado café y una botella de brandy. Faltaba Narciso Pereda, que había preferido aguardar noticias en su dormitorio, alejado de los gritos de Laura. Magdalena, tía Carolita y doña Generosa rezaban en voz baja; cuando las alcanzaba un ruido se interrumpían para recomenzar luego.

Apenas entró en la habitación, Agustín divisó a Nahueltruz en el otro extremo y caminó rápidamente hacia él. Se abrazaron.

—Está muy mal, Agustín. Se cayó por las escaleras por mi culpa. Yo tuve la culpa. Fui muy duro con ella, muy duro. Le dije... Le dije algo imperdonable. A ella, el amor de mi vida, la madre de mi hijo. ¿Se va a morir? Nadie me dice nada. Yo no sé nada. ¿Qué va a ser de mí si ella me deja, Agustín? ¿Qué va a ser de mí?

—Basta, Nahueltruz —pronunció Agustín, con acento tolerante—. Basta, no te tortures de este modo. Laura está en manos del Señor. Él está protegiéndola, a ella y al hijo de ustedes. Además, ya conoces la pericia del doctor Javier.

El doctor Javier levantó la voz para dar una orden, también se escuchó la de María Pancha seguida por un alarido de Laura que hizo poner de pie a quienes aún ocupaban sus sillas. Nahueltruz se tapó los oídos. Segundos después, Agustín se le acercó y le separó las manos de las sienes.

—Escucha —le dijo—, escucha el llanto de tu hijo.

El doctor Javier, en mangas de camisa y cara de cansado, entró en la habitación contigua para informar que se trataba de un varón, sano, completo y fuerte.

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