Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (55 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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—Tu hermano Agustín —informó María Pancha— está al tanto de las intenciones de Guor. Él se hará cargo.

—Nada me importa. Podría estar el mismo papa León XIII encargándose de su suerte que yo viajaría igualmente.

—¿Por qué tengo la horrenda impresión de que ya viví este momento? —se preguntó María Pancha.

—No permitiré que Nahueltruz liquide al sobrino de Racedo y vuelva a arruinarse la vida por mi culpa.

—¿Tu culpa? ¿Cuál culpa?

—Sí, mi culpa. Así como fue mi culpa seis años atrás, lo será también ahora.

—Seis años atrás la culpa fue de Loretana.

—No, fue mía. He sido una maldición en la vida de Nahueltruz.

—Laura, no exageres —expresó María Pancha, con hastío.

La relación entre Roca y el presidente Nicolás Avellaneda se desarrollaba en un marco de formalidad, respeto y buen trato. Ninguno confiaba plenamente en el otro, y poseían naturalezas tan diversas que resultaba admirable que nunca hubieran altercado. Sin embargo, cuando Avellaneda decidió que Sarmiento ocupase el ministerio de Laspiur, el del Interior, Roca casi pierde los papeles y lo insulta. Convencido de que la idea de la conciliación resolvería el litigio entre el gobierno porteño y el nacional, el presidente juzgó propicio designar a un político ajeno a la órbita roquista. Para muchos, lo desacertado del nombramiento evidenciaba la confusión en la que había caído Avellaneda, que a menudo se quejaba de lo pesada que se había vuelto la carga del gobierno y de lo cansado que se sentía. Otros veían en esta designación su poca autoridad y aplomo, y no entendían por qué el presidente no respondía con dureza cuando Tejedor lo llamaba “huésped” de Buenos Aires.

—¡Bah! —se enfureció Roca—. Ahora que se las arregle por imbécil. Vamos a ver con qué chifladura le sale Sarmiento en la primera reunión de gabinete.

En su ambición por ocupar nuevamente la presidencia, Sarmiento consideraba tanto a Tejedor como a Roca adversarios políticos y, desde su flamante cargo, maniobraba para sacárselos de encima. No pasó mucho tiempo, y el gobernador de Buenos Aires comenzó a padecer los ataques del ministro del Interior que le reclamaba la creación de un ejército provincial cuando se encontraba prohibido por la Constitución. «La cuestión militar, —decía—, es cosa de la Nación». En una actitud de desafío, Tejedor hacía oídos sordos y seguía organizando sus fuerzas y comprando armas. La tensión aumentaba, la guerra podía olerse. Sarmiento ya no sabía qué hacer, adonde dirigirse, a quién presentar sus quejas, cómo aumentar el tenor de sus amenazas. Carlos Tejedor se mantenía impertérrito. Sus provocaciones se volvieron intolerables el día que, montado en un carruaje sin capota, se paseó por las calles de la ciudad con los aires de un emperador romano que regresa triunfante de la guerra. Se escuchaban vítores y tiros, vivas a Tejedor e insultos y amenazas a Roca. En esa oportunidad, los porteños que mantenían una actitud ambigua comenzaron a sospechar que el gobernador de Buenos Aires había llegado demasiado lejos.

Desde Córdoba, Juárez Celman consolidaba la estructura electoral que llevaría a su concuñado al sillón presidencial, la llamada “Liga de Gobernadores”. Además de Tejedor, muchas personalidades, entre ellas Mitre, seguían advirtiendo sobre la mentada liga y denunciaban una alianza de los gobiernos provinciales para imponer a su candidato mediante el fraude y la violencia. Decían, también, que no tolerarían los gobiernos electoralistas y demagogos que manejan a sus pueblos como a ganado, tal como lo habían hecho en el pasado los caudillos. Aunque la Liga de Gobernadores era
vox populi,
no había pruebas que demostraran su existencia.

Elementos tejedoristas se dispersaban por las provincias leales al ministro de Guerra intentando desestabilizar el frente común que habían establecido. Como consecuencia se produjo un conato de revolución en Jujuy, que fue finalmente controlado. No obstante, los telegramas y mensajes intercambiados entre Juárez Celman, Roca y el propio gobernador Martín Tormo durante los días en que se sofocaba a los revoltosos, fueron interceptados por Sarmiento y presentados en la reunión de gabinete como pruebas fehacientes de la “reproba” intervención del ministro de Guerra en los asuntos jujeños con frases personales y electoralistas. Furioso, Sarmiento exigió la renuncia del general Roca que la presentó sin mayores discusiones.

—No te exasperes, Artemio —pidió Roca, mientras firmaba las últimas resoluciones como ministro—. De todas maneras, tarde o temprano, habría tenido que renunciar para dedicarme a mi candidatura. No se puede estar en la procesión y repicar las campanas.

—Sí, general —acordó Gramajo—, pero haber tenido que presentar la renuncia porque Sarmiento se salió con la suya, ¡eso es lo que me indigna!

—Él hizo su jugada. Yo haré la mía —fue la respuesta del general.

Gramajo siguió llenando cajas con aquellos documentos y correspondencia que Roca no deseaba que fueran manejados por otros. Cada tanto chasqueaba la lengua y movía la cabeza en señal de contrariedad, y Roca sonreía.

—¿No sería mejor permanecer en Buenos Aires? —preguntó Gramajo.

—No, Artemio. Mi presencia sólo exacerbaría aun más las cosas, si eso es posible. Además, ¿para qué permanecer en un sitio donde ya todo está perdido? Mejor me voy a las provincias donde hay mucho por hacer.

—¿A Córdoba?

—A Córdoba seguramente enviaré a Clara y a los chicos. Yo, no sé. Quizás. Iriondo —Roca hablaba del gobernador de Santa Fe— me ha invitado a Rosario, donde, dice, me recibirán con bombos y platillos. Pero no te apures, Artemio, no me marcharé mañana mismo. Aquí quedan cuestiones por resolver.

—¿Quiere que vaya a ver a Madero para arreglar el tema de la casa de Suipacha y el pago de la renta?

—Con quien quiero que hables —manifestó Roca— es con la señora Riglos. Necesito que la cites en la casa de Chavango, para despedirme.

—¿No es arriesgado, general?

—Por supuesto que lo es, Artemio. Pero no he llegado hasta aquí por haberme acobardado ante lo riesgoso.

Una semana más tarde, Artemio se presentó en la casa del general en la calle de Suipacha. Clara lo acompañó hasta el despacho mientras se quejaba de lo abrumada que la tenía la mudanza. No obstante, volver a Córdoba y reencontrarse con su familia en La Paz hacía la tarea más llevadera.

—Les traeré café con rosquitas de anís que acabo de comprar —prometió la mujer, y salió del despacho.

Roca le indicó a Artemio una silla frente a él y aguardó a que los pasos de su esposa se alejaran para empezar a hablar.

—¿Qué sabes de ella? —preguntó.

—Nada, general —dijo Artemio.

—¿Cómo nada? —se mosqueó Roca.

—Le digo que nada, general. Nadie sabe nada de la viuda de Riglos. De su criada tampoco. Parece que ha dejado la ciudad. Luego de la boda de su madre, se esfumó.

—¿Y del inglés que la cortejaba? ¿Qué averiguaste de él?

—Lord Leighton, se llama. Él y su hermana han viajado junto a los Lynch a su estancia en Carmen de Areco. Todos los que pronosticaban una boda entre ella y el lord inglés se han quedado de una pieza. Hay quienes la relacionan con un tal Lorenzo Rosas, el que la salvó de Lezica, ¿se acuerda? Pero no pude confirmar la información. Lo cierto es que ha desaparecido burlando a todos.

—No me sorprende —expresó Roca— cuando es de Laura Escalante de quien hablamos.

CAPÍTULO XXXI.

De regreso en Río Cuarto

Aunque no lo mencionó a María Pancha, Laura sintió malestares en el bajo vientre apenas iniciado el viaje en tren. Cerca de Río Cuarto, dichos malestares se convirtieron en una puntada que no pudo seguir ocultando. María Pancha la obligó a recostarse en la litera y le colocó dos almohadas bajo los pies. Ella conocía diversas infusiones para retener fetos pero, en ese minúsculo camarote, no contaba con nada a mano. Debían esperar a llegar a Río Cuarto.

Laura se echó a llorar y María Pancha estuvo sobre ella en un santiamén.

—¿Qué pasa, mi niña? ¿Por qué lloras? Ya falta poco para la villa. No te inquietes.

—Estoy sangrando —dijo, y María Pancha sintió un vuelco en el estómago.

Trató de reconfortarla contándole de otras mujeres encintas que habían sangrado profusamente y el niño no se había echado a perder. Le contó del difícil embarazo de Blanca, de lo débil y enferma que se había sentido a lo largo de los nueves meses, y del espléndido bebé que había sido su hermano Agustín. También le refirió la oportunidad en que Magdalena, encontrándose embarazada, sufrió un gran susto cuando un perro trató de morderla, y todos creyeron durante días que perdería al niño.

—Y naciste tú, berreando como una condenada, tan colorada que parecías una granada. La partera dijo que cuando los niños nacen tan colorados es porque luego tendrán esas pieles blancas y diáfanas que parecen transparentes. Ya ves que no se equivocó. Tu bebé nacerá tan saludable como tú o como tu hermano Agustín.

—Me moriré si también lo pierdo a él —gimoteó Laura.

—Como que me llamo María Francisca Balbastro, tú no perderás a este hijo.

María Pancha la ayudó a bajar del tren. A veces, la puntada la doblegaba y no podía avanzar. Agustín las esperaba en la estación y, al ver a su hermana tan macilenta, con el gesto del dolor pintado en el rostro y asistida por María Pancha, corrió a su encuentro.

—Llévanos a casa del doctor Javier —ordenó la criada.

Agustín salió de la estación y alquiló un coche desvencijado tirado por un burro que empeoró el martirio de Laura. No obstante, hasta llegar a lo de Javier, encontró aliento para preguntar recurrentemente por Nahueltruz. Sin precisar detalles, Agustín insistió en que nada malo había acontecido. Ella, sin embargo, quería detalles.

—¿Y Racedo?

—Él ni siquiera se enteró de que Nahueltruz estaba en Río Cuarto. Quédate tranquila, no te agites. Ahora sólo piensa en recuperarte.

En lo del doctor Javier la recibieron con el afecto de siempre. De inmediato, doña Generosa indicó que la llevaran al que había sido dormitorio de su hijo Mario, donde la desvistieron y arroparon. El doctor Javier apareció tras una breve conversación con María Pancha en la que Agustín se informó de que iba a ser tío.

—¿Ya se enteró de que estoy en estado, doctor? —preguntó Laura, mientras el médico acercaba una silla a la cabecera.

Javier asintió con una sonrisa.

—Parece que los Escalante sólo sabemos traerle problemas, doctor.

—Mientras pueda resolverlos, Laura, seré feliz. Mi esposa y yo les debemos mucho, tanto a ti como a tu hermano. Nunca olvidaremos lo que ambos hicieron por Mario. Él nos escribe a menudo y nunca deja de mencionar tu generosidad.

—Él es merecedor de toda mi confianza y afecto —aseguró Laura, y un ramalazo de dolor le quitó el aliento.

El doctor Javier apoyó la mano sobre el vientre y lo notó duro como una piedra.

—Laura, respira por la nariz y exhala por la boca. Vamos, haz lo que te digo. Así, muy bien, repetidas veces. No inspires tan profundamente o terminarás por marearte. Así, bien. Poco a poco, lentamente, el dolor remitirá y te sentirás mejor. Vamos, respira.

Javier la acompañó con palabras de ánimo hasta que Laura comenzó a distenderse sobre la cama. Controlaba su pulso de continuo, le limpiaba el sudor de la frente y palpaba su vientre. Doña Generosa apareció con una infusión de azahares que dio de beber a Laura en la boca. Un momento más tarde, la muchacha dormía profundamente.

—Gracias a Dios —expresó Agustín.

—El riesgo de perder el bebé es grande —diagnosticó Javier—. Lo único que puede hacerse en estos casos es reposar, moverse lo menos posible y esperar.

—¿No existe ninguna medicina, doctor? —preguntó Agustín—. ¿Algo que evite que el bebé se malogre?

—Sólo reposo —insistió el médico—. Reposo y paz. Se nota que Laura ha padecido durante los últimos días. Tiene el semblante desmejorado y la noto muy delgada.

—Ha padecido —ratificó María Pancha— y por culpa de ese demonio de Guor.

—María Pancha, por favor.

—Prácticamente no se ha alimentado y ha dormido malamente —prosiguió la negra.

Cuando se habló de que María Pancha y Laura se instalarían en el hotel de France, el único aceptable de la villa, tanto el doctor Javier como doña Generosa se opusieron férreamente.

—No es conveniente siquiera moverla hasta el hotel —indicó Javier—. Dejémosla donde está, que nosotros la cuidaremos como si fuera nuestra hija.

—Sí, nuestra hija —repitió doña Generosa.

—María Pancha —habló nuevamente Javier—, ni se hable de regresar a Buenos Aires hasta dar a luz al niño. Otro viaje como ése y no respondo por la vida de ninguno, ni la de la madre ni la del hijo.

Fue doña Generosa quien salvó a Laura de caer irremediablemente en la desesperanza. Con su optimismo y candidez, supo atraerla y convencerla de que el bebé nacería sano y fuerte y de que sus otros problemas se resolverían simplemente con pedírselo a Dios. Laura, que se sentía vulnerable y sola, no tardó en ponerse bajo su ala protectora y dejarse llevar por sus consejos. María Pancha comprendió el ascendente que doña Generosa había conseguido sobre su niña Laura y, en un gran acto de amor, dio un paso al costado y la dejó actuar sin interferencias. Se hizo cargo de los quehaceres domésticos para que la mujer pasara la mayor parte del tiempo junto a ella.

—Deje nomás, Generosa —le decía a menudo—, yo lo haré. Usted vaya con mi Laurita, que le hace tanto bien.

Doña Generosa le enseñó a rezar a Laura. Catequizada en la escuela de doña Ignacia, Laura había llegado a detestar la recitación del Rosario; para ella, rezar significaba declamar un párrafo mientras su mente remontaba vuelo y se perdía. Con doña Generosa era distinto. Ella hablaba con la Santísima Trinidad, con María y con todos los Santos como si lo hiciese con una persona de carne y hueso sentada frente a ella. A Laura la emocionaba hasta las lágrimas cuando doña Generosa cerraba los ojos, unía las manos y empezaba a hablar con Jesús o María acerca de su bebé o de Nahueltruz. A menudo la hacía reír con sus ocurrencias, por ejemplo cuando le aseguró que rezar las letanías era como decirle piropos a la Virgen. A pesar de tratarse de una mujer de poca cultura, citaba versículos del Nuevo Testamento de memoria e incluso algunos salmos. Nadie le ganaba si de santos se trataba, pues conocía al dedillo la vida de muchísimos de ellos; de algunos, Laura jamás había escuchado hablar.

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