Read Indias Blancas - La vuelta del Ranquel Online
Authors: Florencia Bonelli
Tags: #novela histórica
—¡No, no! —gimoteó Laura—. ¡Ha sido todo por mi culpa!
—¡Responderás por esto! —insistió Monterosa.
—Le imploro, Ventura. Que esto termine aquí y ahora, sin consecuencias para nadie. Por favor, lléveme a casa. Sólo deseo llegar a mi casa.
Monterosa bajó la vista para dar con un rostro suplicante que sólo infundía piedad. Asintió gravemente y la acompañó por la escalera de servicio. Durante el viaje, eligió permanecer callado. En la casa de la Santísima Trinidad, la acompañó hasta el vestíbulo donde se contemplaron en silencio. Laura sólo deseaba correr a su cuarto y refugiarse en el descanso. De todos modos, debía una explicación.
—Señor Monterosa, le agradezco lo que ha hecho por mí esta noche. No juzgue con demasiada dureza al señor Rosas. Fui yo la culpable, yo quien lo sacó de quicio. Que el episodio de esta noche no sea el causante de un malestar entre ustedes, que son tan buenos amigos.
—Yo no soy amigo de Rosas. Es amigo de mi cuñado, no mío. Lo siento, Laura, pero Rosas deberá rendir cuentas por el trato abyecto al que la sometió. Supongo que será en vano preguntarle qué sucedió.
—No dudo de sus buenas intenciones —expresó Laura—, y si es su deseo ayudarme, le suplico que olvide este nefasto momento. Usted no conoce nada de mi vida ni de la del señor Rosas. Sólo sepa que el señor Rosas tiene motivos para enfurecerse conmigo como lo hizo esta noche.
—¿Debo colegir, entonces, que usted y Rosas se conocieron en el pasado?
Laura titubeó, acorralada. La continua necesidad de ocultar y simular que, desde hacía más de seis años, se había impuesto como una condena la agobió con un peso que, de repente, no quiso seguir llevando a cuestas.
—Yo amo al señor Rosas desde hace muchos años. Él es y será el único y verdadero amor de mi vida. Si usted le hace daño, me lo hace a mí también.
Guardaron silencio sin apartar la vista el uno del otro. A pesar de la confesión, Monterosa deseó besarla en los labios.
—Él no la merece —manifestó duramente.
—Soy yo quien no lo merece a él.
—Jamás creeré eso, Laura. Rosas se ha comportado esta noche como un patán y tendrá que responder por su canallada.
Ante los ojos arrasados de ella, Ventura se dio cuenta de que la desilusión estaba volviéndolo intratable. Le aferró ambas manos y se las besó.
—Perdóneme, Laura. Si ésa es su voluntad, no exigiré explicación alguna. Cuenta, además, con mi absoluta discreción.
María Pancha escuchó la relación de los incidentes con la parsimonia habitual. No solía echar mano al «yo te dije» porque lo juzgaba inútil. Bien sabía Laura que el consejo de su criada había sido llegar a un entendimiento con Guor, pues, en su opinión, el enfado sin confrontación empeora las cosas. La ayudó a quitarse el traje, las enaguas y el corsé, le cepilló el cabello más suavemente que otras veces y la mimó con leche tibia y bizcochuelo.
—Lo del cuaderno de Blanca —manifestó María Pancha— fue la excusa de la que se valió ese indio para ventilar el rencor que le carcome el alma. Siempre existirán excusas.
—Mi Nahuel ya no existe —murmuró Laura—. Un hombre mundano y frívolo ha tomado su lugar. El cabello largo ha sido prolijamente mondado y peinado hacia atrás con fijador; una levita de exquisita confección reemplazó al poncho y el chiripá. Su voz, sin embargo, me hizo temblar porque cuando me llamó «Laura» por un momento creí que estábamos de regreso en el hospedaje de doña Sabrina. —Lanzó un suspiro y dejó la silla frente al tocador. Ya en la cama, manifestó con amargura— Resulta obvio para mí, María Pancha, que Nahuel y yo no podemos compartir el mismo sitio. Otra velada como ésta y terminaré por enfermarme de los nervios. No volveré a verlo.
Algo más tarde, Guor fumaba en la cama mientras recibía con indolencia las caricias que Esmeralda Balbastro le prodigaba. Después de haber visto a Laura partir de lo de Lynch llorando en brazos de Monterosa, había necesitado un momento para reponerse. El temblor de su cuerpo finalmente cedió y pudo volver a la sala donde le informo a Esmeralda que se iba y que esperaba encontrarla en casa de ella en una hora. A Blasco, a quien vio conmovido junto a la señorita Pura, prefirió no molestarlo.
Dejó lo de Lynch ciego de rencor, incapaz de sopesar con mente fría e imparcial lo ocurrido con Laura. En ese momento, ya saciado físicamente, analizaba con más detalle, por ejemplo, el efecto que ridículas nimiedades habían ejercido sobre él, como el contacto de sus manos sobre los hombros de Laura o ese «Nahuel» que casi lo desarmó. La intervención de Ventura sirvió para evidenciar una obviedad que se había negado a aceptar desde el reencuentro, porque había tardado en saber que sentía celos no sólo de quienes la cortejaban sino de todas las palabras. Le indicó una silla, pero Ventura desestimó el ofrecimiento con un movimiento de mano.
—Sólo permaneceré un momento. Parto en dos días a Santiago de Chile y es perentorio que comience a empacar. Lo que me detenía en esta mediocre ciudad se ha desvanecido anoche cuando la señora Riglos me confesó que te ama, que te ha amado siempre y que siempre te amará. Ya ves —dijo, con una sonrisa forzada—, has salvado el pellejo, porque te aseguro que era mi intención pedirte una explicación por la infamia de la que fui testigo. Pero no te pediré cuentas porque ella me lo ha implorado. Tienes suerte y te envidio. La única mujer que me ha hecho pensar en abandonar esta vida errante y anhelar una reposada y familiar te ama más allá de todo entendimiento. Y lo que me llena de ira es que no eres digno de limpiarle el polvo de los zapatos. Buenas tardes.
Monterosa apenas inclinó la cabeza en señal de saludo y marchó hacia el recibo. Nahueltruz Guor no atinó a acompañarlo, en realidad, ni siquiera reparó cuando Monterosa dejó la sala. La exposición había tenido el efecto de un rayo y, por espacio de varios minutos, permaneció inmóvil, la vista fija en un punto. Tampoco escuchó el paso cansino de su abuela Mariana y se volvió bruscamente cuando ella le tocó el brazo.
—Estabas aquí —dijo la mujer en araucano—. ¿No escuchas la campana que suena?
Guor se precipitó a su dormitorio Necesitaba mojarse el rostro y despabilarse. Al poco su abuela le indicó que Lynch y Lezica lo aguardaban en la sala.
—Quizás pensó que nuestro interés en sus caballos no era sincero —manifestó Jose Camilo mientras sonreía amistosamente—. Pues bien, nuestro interés es tal que con mi amigo Climaco no quisimos dejar pasar un día. Como usted dejó mi casa anoche tan deprisa no tuve tiempo de fijar una cita. Por eso nos atrevemos a molestarlo hoy en su casa.
—No me molesta usted en absoluto, señor Lynch. Aprovecho la oportunidad para agradecerle tan grata velada, la de anoche. Y pido disculpas también por la manera intempestiva en que dejé su casa. Asuntos de naturaleza impostergable me reclamaban. En cuanto a los caballos, me honrarían usted y el señor Lezica si los consideraran para su negocio. Me he tomado el trabajo de traerlos desde Europa justamente para eso, para hacer negocios. Apenas llegué a Buenos Aires, los mantuve en un establo de la calle Florida, cercano a la Plaza de Marte, pero no me gustaba la manera en que los cuidaban y los saqué de allí. Ahora están en una quinta que alquilo en la localidad de Caballito. Sean mis invitados y permanezcan en mi quinta el tiempo que estimen necesario.
—He sabido por Armand —habló Lynch— que usted monta como nadie.
—Aprendí a montar antes que a caminar —expresó Guor sin visos de vanidad.
—También nos dijo que usted se dedica a la cría de caballos en Europa y que le va muy bien.
—No puedo quejarme.
Lynch y Guor acordaron en partir a primera hora del día siguiente hacia Caballito. Lezica, en tanto, permanecería en Buenos Aires a cargo de su tienda. Según aclaró, no era momento propicio para dejar la ciudad.
Un desafortunado encuentro
En los días posteriores al altercado con Nahueltruz, cierta paz se apoderó del interior de Laura. Quizás porque, al no resistirse a los que ella juzgaba malos pensamientos, la tensión desaparecía. Más allá de eso, nada se había resuelto. Se recluía en su
boudoir
gran parte del día. Allí recibía a su administrador, a sus asesores legales, contestaba cartas y escribía el primer capítulo de
La gente de los carrizos.
Ventura Monterosa había partido hacia Chile junto a su hermana, la duquesa Marietta, y Laura había preferido declinar la invitación para la cena de despedida en lo de tía Carolita. Por lo demás, la vida en la casa de la Santísima Trinidad seguía como de costumbre, si bien los preparativos para la boda de Magdalena le imprimían un ambiente jovial que no lograba contagiar a Laura.
La amistad con Eduarda Mansilla se afianzaba. Sus visitas eran motivo de alegría. Discurrían por horas acerca de las bondades o defectos de tal o cual escritor y leían párrafos de
La gente de los carrizos
o del nuevo libro de Eduarda,
Recuerdos de viaje,
que se publicaba como folletín en
La Gaceta Musical.
Eduarda recibía noticias frescas de los acontecimientos literarios en el Viejo Continente y los compartía con Laura: así fueron de las primeras en enterarse del escándalo que había provocado en los sectores más reaccionarios el estreno de la última obra del noruego Henrik Ibsen,
Casa de muñecas.
Les gustaba
Madaine Bovary
de Flaubert, que según Laura era de una belleza expresiva difícil de imitar. Se solazaban con la obra del conde Tolstoi, y coincidían en que
La guerra y la paz
y
Anna Karenina
eran sus creaciones más acabadas.
Si bien Laura no lo mencionaba, sabía que la sociedad porteña hostilizaba a Eduarda y la acusaba de mala madre y esposa. Sus seis hijos —los menores aún pequeños— habían quedado en Europa al cuidado del padre y de la hermana mayor, Eda, ya casada. Laura no juzgaba a Eduarda, pero íntimamente se decía que si ella hubiera tenido hijos con Nahueltruz jamás los habría dejado.
Eduarda lucía pálida esa tarde. La primera impresión de vitalidad y euforia que Laura recibió la noche que la conoció se había desvanecido con el correr del tiempo. Eduarda era, en realidad, una mujer de naturaleza valetudinaria; el doctor Wilde visitaba la casa de su madre, doña Agustina, con frecuencia.
Eduarda tocaba el piano con actitud lánguida y dedos gráciles que apenas rozaban el teclado. Su voz dulce y educada acompañaba la melodía con la recitación de algunos versos del
Canzoniere
de Petrarca.
—¡Magnífico! —exclamó Laura, mientras aplaudía—. Pocas personas conozco con tu talento, Eduarda. Hablas cinco idiomas con la fluidez del castellano, cantas como una soprano, ejecutas el piano con la destreza de Chopin y escribes con la maestría de Víctor Hugo.
—Si anoche hubieses aceptado la invitación de Guido y Spano, habrías escuchado una excelsa recitación de los versos de Petrarca, por cierto, infinitamente superior a ésta.
—Imposible.
—Nadie recita a Petrarca como Lorenzo Rosas, te lo aseguro.
—Te noto demacrada —se apresuró a comentar Laura.
—Esta mañana tuve un disgusto con mi amanuense,
mademoiselle
Frinet. Aunque solapadamente, ella también me reclamó haber dejado a mis hijos y a mi esposo en Europa. De mi círculo de íntimos, todos se han creído con derecho a expresar su opinión al respecto. Tú, querida, y Lorenzo han sido los únicos que de ninguna manera han condenado mi decisión.
—No conozco las circunstancias, Eduarda —adujo Laura.
—Supongo que no me condenas porque, al igual que mi querido Lorenzo tú también has sufrido. Las almas de aquellos que sufren y no amargan, son caritativas y condescendientes.
—¿Hace mucho que conoces al señor Rosas?
—Hace algunos años. Lo conocí en París; acompañaba a Geneviéve Ney, gran amiga mía.
—La prometida del señor Rosas, según entiendo.
—¿Prometida? Ya lo querría la pobre Geneviéve. En realidad, es la querida de Lorenzo. Tanto como lo es Esmeralda Balbastro en este momento. ¡Oh, he sido torpe! Mi falta de tacto no tiene perdón. Despues de todo, se trata de tu prima. Te he ofendido.
—No me has ofendido en absoluto —se repuso Laura—, y no es mi prima. Estuvo casada con Romualdo Montes, mi primo, a quien quise como a un hermano, pero a ella no la considero parte de mi familia.
—Pues Esmeralda te profesa una genuina admiración. Ayer por la noche, en lo de Guido y Spano, habló maravillas de ti y salió en tu defensa para enfrentar a su suegra, Celina Montes, cuando ésta arremetió en tu contra a causa de ese
desvarío
que tienes que algunos llaman escribir.
—Espero que Esmeralda no se ilusione en vano con el señor Rosas —señaló Laura, con solapada intención.
—Lorenzo Rosas posee un gran dominio de sí. Resulta imposible leer en su cara la sinceridad o la falsía de sus palabras. Dice lo que quiere; lo que siente, lo reserva a la soledad de su corazón. Pocas veces he conocido una persona más reservada. Mide sus palabras y sus gestos con destreza envidiable; nunca lo he visto cometer un exabrupto o salirse de madre. Sospecho que su mundo interior es rico. Lo envuelve cierto aire feroz que me lleva a pensar que no siempre fue lo que es. Quizás se trata de su gran tamaño, de sus manos enormes, un poco rudas, de su andar caviloso, no sé. Su mirada, aunque de un gris claro y puro, nunca es sincera. En París, algunos lo llaman
le nouveau riche,
pero nadie deja de caer bajo su encanto. Yo lo quiero entrañablemente, su nobleza y generosidad son proverbiales. Ya ves cómo adora a Blasco, ese muchacho que, a pesar de que algunos crean lo contrario, no es su hijo. Pero debo admitir que no conozco su naturaleza. Confío en él y en su cariño más guiada por el instinto que por un profundo conocimiento de su índole. Creo no equivocarme cuando afirmo que Lorenzo Rosas no logró reponerse de un mal de amor, y que esa misteriosa mujer aún sigue en su cabeza y en su corazón.
Incapaz de ocultar el efecto que esas palabras le habían causado, Laura se puso de pie y dio la espalda a Eduarda con la excusa de servir el té.
—Tal vez el señor Rosas vuelva pronto a París y finalmente se decida a desposar a la señorita Ney —expresó, al tiempo que pasaba una taza a Eduarda.
—Ése es el deseo de la
pauvre
Geneviéve, que escribe a Lorenzo semanalmente rogándoselo. Yo, sin embargo, lo veo muy instalado en Buenos Aires, compenetrado con su negocio de caballos. Quizás se esté enamorando verdaderamente de Esmeralda Balbastro o tal vez la misteriosa mujer de su pasado esté aquí, en Buenos Aires, y ése sea el verdadero motivo que lo ata a esta ciudad.