Poco antes de las once cojo el coche y vamos a la iglesia, Saint Luke, donde también se celebró el funeral de mi padre. Yo sigo yendo a misa con regularidad, ya sea ahí o a Saint James, en la ciudad, pero sé que Harry y Maddy sólo lo hacían en Navidad y Semana Santa. Oficia una mujer, lleva ya unos años. Me saluda afectuosamente y con una sensibilidad exquisita, y me deja pasar, ya que llevo agarrada a una sedada Maddy. Tuve que ayudarla a vestirse.
Ya han llegado algunas personas, pero no me detengo, acompaño a Maddy hasta la parte de delante. En el altar hay muchas flores, además de sendas fotografías de gran tamaño de Harry y Johnny. Noto que se me parte el corazón, no me imagino cómo se sentirá Maddy, si es que es consciente de algo, y la abrazo con fuerza. Se le acercan algunas personas, pero intento ahuyentar educadamente a la mayoría.
Echo un vistazo y veo al padre de Harry, sentado solo en un banco de al lado. Ahora viudo y jubilado, ha venido desde Hampshire, donde vive. Me llama la atención una vez más el parecido físico. Es como ver a Harry dentro de treinta años. El padre mira con fijeza las fotografías de su hijo y su nieto, todo su legado aniquilado en un instante. Me habría gustado ir a saludarlo, pero no quería dejar sola a Maddy.
Llegan Ned y Cissy. Cissy se sitúa junto a Maddy, sin decir nada, el mentón alto, le coge la mano. Ned parece que ha empequeñecido. Entran algunos más, pero mantengo mi atención en Maddy. Comienza la misa, las familiares palabras: «Yo soy la resurrección y la vida.» No hay discursos ni palabras en memoria de los fallecidos. Maddy no lo habría podido soportar. Todo termina de prisa.
Llevo a Maddy hasta el coche, que está aparcado delante de la iglesia. No me fijo mucho en la gente al salir, pero sí veo de refilón algunos rostros conocidos. Hay más gente de lo que esperaba. Los funerales siempre atraen a los curiosos, sobre todo si el fallecido es una especie de celebridad. Sin embargo, sólo nos siguen unos diez coches.
He cogido botas para Maddy y para mí, y le ayudo a ponerse las suyas. Avanzamos despacio por el barro hacia la laguna, los demás detrás. Ned coge una de las canoas y la baja hasta el embarcadero. Echo a andar tras él con Maddy. Ned y yo la ayudamos a subirse, se sienta de cara a popa. A continuación me acomodo yo, en la popa, como siempre. Cissy me da la urna. Nadie dice nada.
Los otros asistentes se han reunido en el embarcadero, todos ellos vestidos de negro. Guardan silencio. Sólo se oye mi pala, mi respiración y el corazón rugiéndome en el pecho. El cielo está encapotado, lechoso; el agua, oscura, en calma, opaca. Algunas gaviotas nos sobrevuelan en círculos. La mayoría de las casas de la laguna todavía permanecen cerradas, las cierran durante el invierno, los árboles parecen envueltos en arpillera, el mobiliario de jardín está recogido, las piscinas tapadas con lonas que se cubren de hojas marrones.
Remo hasta el centro de la laguna y abro la urna. Sólo hay una. Ella los quería juntos. Maddy la coge con cuidado, mete los dedos, saca un puñado de cenizas y las lanza al agua. Empieza a sollozar. O, mejor dicho, sigue sollozando, porque lo cierto es que lleva días así. Mete la mano una y otra vez, y esparce las cenizas hasta que no queda nada. Me mira y entiendo que ha llegado la hora de dar media vuelta. Tiene los ojos rojos e hinchados, sus lágrimas son reflejo de las que me corren a mí por las mejillas.
Volvemos al embarcadero, y Ned y Cissy nos ayudan a bajar. Llevo a casa a Maddy. «No puedo», musita. Le digo que lo entiendo. La acompaño a su habitación, donde se desploma en la cama. La tapo con el edredón y apago la luz. «Por favor, diles que siento mucho no poder bajar. Es que no puedo ver a nadie.»
Abajo el ambiente es lúgubre. Todos se han congregado en la Sala Verde. Hacía muchos años que no había tanta gente aquí. Un camarero de americana blanca prepara copas; otro camarero va pasando aperitivos. Saludo a algunas personas. El agente de Harry, Reuben, se acerca a mí y me pone la mano en el brazo.
—¿Qué tal está?
—Ha sido un golpe tremendo —contesto.
—Ha sido un golpe tremendo para todos. No me puedo creer que Harry haya muerto. O Johnny. Es una tragedia.
Me muevo entre la gente, sin dejar de pensar en la mujer afligida que duerme arriba. Procuro ser un buen anfitrión, les cuento lo que sé, empatizo con ellos, asiento. Busco al padre de Harry y lo encuentro en el jardín, contemplando el agua.
—¿Le apetece alguna cosa, señor Winslow?
Sobresaltado, el anciano me mira, se centra y menea la cabeza.
—No, gracias, Walter —responde. Y después pregunta—: ¿Tú qué crees que pasó? Me refiero a ahí arriba. —Apunta al cielo con la barbilla.
—La verdad es que no lo sé. Todavía no tenemos el resultado de las autopsias, ni tampoco el de la comisión de investigación.
—Al carajo con eso. No os dirán nada.
—¿A qué se refiere?
—Incurrió en
hamartia
.
La palabra me suena, pero no recuerdo lo que significa.
—
¿Hamartia?
—De la
Poética
de Aristóteles. El error fatal. Sé lo que hizo mi hijo. Sé que pecó. Me contó lo de Maddy y esa otra chica. Siempre es lo mismo: cuando el héroe comete alguna estupidez o algún error, las Parcas no se lo perdonan. Y sí, en muchos sentidos mi hijo era un héroe. Siempre lo fue. Pero ser un héroe no impide que uno cometa terribles errores. O que sufra las consecuencias.
Escucho en silencio. Fue profesor de inglés. Así es como pensaba. Si hubiera sido ingeniero, habría dado una explicación distinta. No cabía duda de que había forjado esa teoría, basada en toda una vida impartiendo clases, durante su largo y solitario viaje en coche desde New Hampshire. En Hamlet no había fallos técnicos, ni errores del piloto en Edipo. El mundo del padre de Harry se regía por ciertas leyes inviolables: causa y efecto. El error trágico sólo podía acarrear más tragedia. Es lo único que tenía sentido a su juicio.
—Era piloto en los marines —añade—. Podía pilotar cualquier cosa, fueran cuales fuesen las circunstancias. Los aviones no se caen del cielo sin más.
Lo miro. Es evidente que siente dolor, intenta desesperadamente racionalizar lo irracional.
—Ojalá lo supiera —le digo al cabo de unos instantes—. Si me perdona, debo atender a los demás.
Lo dejo allí, mirando al agua. Puede que ni siquiera se haya dado cuenta de que me he ido.
Todos necesitamos dotar de sentido nuestra pérdida como mejor podamos. No quería ser grosero, pero no volví a verlo antes de que se marchara. Después de nuestra conversación puede que se fuera directo al coche. A las dos de la tarde ya no queda nadie, y los del catering empiezan a recoger. Me pasé al pedir. En la nevera tengo recipientes de plástico con varias docenas de huevos duros. Una lasaña entera en una bandeja de aluminio. Medio jamón. Litros de whisky, vodka, vino blanco. Pan. Limones. Agua de seltz. Podría sobrevivir semanas. Ned y Cissy son los últimos en irse.
—Llámame si quieres que te eche una mano con Maddy, ¿vale? —se ofrece Cissy.
Le digo que espero que vengan pronto.
—Gracias, Walter —dice Ned—. Hace tiempo que quería decírtelo: no hace mucho nos compramos una casa en Bridgehampton, cerca del mar.
La noticia es una sorpresa.
—Enhorabuena.
—Fue hace alrededor de un mes. Harry lo sabía, pero no tuve ocasión de mencionártelo. Le dije que ya iba siendo hora de que dejáramos de gorronear —añade con una triste sonrisa.
Veo que está a punto de echarse a llorar.
—No seas tonto. Os echaré de menos, pero me alegro mucho por vosotros —afirmo. Aunque en realidad no me alegro: es una pérdida más. La vida que teníamos se ha deshecho, y ya no hay forma de recomponerla.
Acompaño al coche a Ned y Cissy, lamento verles marchar, me siento más vacío que nunca. Pago a los del catering y subo a ver a Maddy. Estamos solos de nuevo en la casa. El sonido de su respiración en la habitación a oscuras me dice que duerme. Volveré un poco más tarde. Bajo la escalera. La cocina está limpia. Es demasiado pronto para emborracharse, pero supongo que no hay nada más que hacer. Me sirvo un whisky largo y enciendo el televisor de la biblioteca, pero no hay nada que quiera ver.
De manera que me acerco a las estanterías. Hace más de cien años mi bisabuelo empezó a coleccionar y encuadernar ejemplares de
Punch
, la famosa revista de humor británica. Mi abuelo y mi padre continuaron con la tradición, de manera que tenemos todos y cada uno de los números desde la década de 1840. Saco un volumen de principios del siglo XX y hojeo distraídamente las páginas amarillentas de las viñetas del propio Punch: el káiser, curas de pueblo, mostachudos héroes militares británicos de la aristocracia, bellezas esbeltas de cuello largo que encarnaban todo lo bueno y lo noble del mundo. Probablemente fuera allí, en esas páginas, donde se desarrolló mi sentido del ideal femenino. No era de extrañar que las mujeres de los dibujos guardaran semejante parecido con Maddy. Me encanta pasar las páginas de esos volúmenes desde que era pequeño, pero ese día no me apetece.
Inquieto, decido ir a dar un paseo. Me pongo un abrigo y salgo sin hacer ruido, asegurándome de no dar un portazo. No soporto la idea de que Maddy se despierte sola en casa, en esa cama ajena, muy probablemente desorientada, y llame sin obtener respuesta.
A pesar de la tristeza del día, o posiblemente por ello, el aire de abril me sienta bien. La tierra está blanda, y hay indicios de vida en los arriates de los narcisos. Algunas flores empiezan a asomar. Todavía hace frío, pero la primavera ha llegado. Pronto todos los árboles y las flores florecerán y se abrirán, el jardín olerá a hierba recién cortada, y en la laguna los polluelos de cisne nadarán detrás de sus padres. Primero doy la vuelta a la casa, examinando canalones, desagües. Hace años soterré los cables de la luz. Mapaches y ardillas solían saltar de las ramas de los árboles al tejado y hacían su madriguera en el desván, y muy a menudo acababan atrapados en los conductos de la calefacción. Por ese mismo motivo es preciso podar los árboles con regularidad. Anoto mentalmente pedirle al encargado de mantenimiento que recorte el seto de boj, que arregle la tela metálica para que no entren los ciervos y que ponga las redes en la cancha de tenis.
A continuación me acerco al agua. Para mi sorpresa, hay alguien en el extremo del embarcadero, de cara a la laguna. Una mujer, lleva una gabardina de color beis y botas de agua. Los asistentes al funeral se han ido hace tiempo. No es Maddy.
La reconozco nada más verla.
Claire.
—Hola, Walter —me saluda, volviéndose para mirarme.
Había olvidado lo guapa que es. Ha estado en la iglesia. Recuerdo la gabardina, pero ocultaba el rostro y la cabeza tras unas gafas de sol y un pañuelo.
Vacilo.
—Claire —digo—. Qué sorpresa.
—¿Sí? —Me dedica una sonrisilla compungida.
—Pues sí.
—Tenía que despedirme. Sabía que probablemente no fuera bienvenida, pero aun así tenía que hacerlo.
No digo nada, me sitúo detrás de ella. El embarcadero es demasiado estrecho para estar uno junto a otro.
—Maddy está en casa, lo sabes, ¿no?
—Supuse que estaría ahí. ¿Cómo se encuentra?
—Desconsolada.
Ella suspira.
—Es comprensible —responde en voz baja—. ¿Y tú?
Me tomo un momento antes de responder. No he estado pensando en mí mismo.
—Muy triste —contesto.
—Lo siento tanto… Esto. Todo.
—Todos lo sentimos. Es una pérdida tremenda.
—Lo sé. No puedo dejar de pensar en Johnny.
—Nadie puede. No hay nada más triste que la muerte de un hijo.
—Maddy tiene suerte de contar contigo.
Asiento. Es surrealista estar ahí hablando con ella.
—Gracias. Escucha, Claire, comprendo que quisieras venir, pero me temo que debo pedirte que te vayas. No me puedo arriesgar a que Maddy se despierte y te vea. Tal y como está ahora mismo, sería demasiado.
Ella se sorbe la nariz y me sonríe.
—Claro, lo entiendo. Sólo esperaba poder pasarme discretamente, sin que nadie me viera, para decir adiós. Lo quería, ¿sabes? De veras. He estado días llorando.
—Todos lo echaremos de menos.
—Lo cierto es que en realidad él no me quería. Yo lo sé ahora, pero él nunca albergó la menor duda en su corazón. Quería a Maddy… y a Johnny, naturalmente. Por si te interesa saberlo, llevaba semanas sin verlo. Desde que Johnny fue a estarse con él. Nos peleamos.
—¿Por qué me cuentas esto?
—Para que tú se lo cuentes a Maddy. No sé si lo sabe. Nunca hablaba de ella, de su familia. Eso era algo que se guardaba para él. Creo que es importante. Sé que para mí lo sería.
—Gracias. Se lo diré.
—Y no creas que no he sufrido o que no voy a sufrir. Siempre llevaré conmigo una parte de Harry.
La miro sin saber qué decir. Recuerdo cuando nos conocimos. Lo fresca y distinta que me pareció.
—Adiós, Walter. —Me tiende la mano—. Espero que no seamos enemigos.
—Claro que no. Pero ser amigos quizá sea complicado.
—Lo comprendo.
La veo alejarse y después oigo los leves crujidos de la gravilla del camino de entrada bajo sus botas. Debe de haber aparcado en la carretera. Lo siento por ella. No es mala persona. Lo creo firmemente. Y no puedo culparla por enamorarse de Harry. Era difícil no quererlo. Y ella, como tantos otros jóvenes, buscaba un atajo, sacarle ventaja a sus rivales, siempre con prisas, sin darse cuenta aún de que no hay nada bueno en acelerar el viaje, de que el destino no es el objetivo, sino tan sólo parte del proceso. Tampoco comprenden del todo que sus actos tienen repercusiones. Que se pueden destrozar vidas. Naturalmente los jóvenes no poseen el monopolio del egoísmo. Queremos lo que queremos. La amarga verdad es que rara vez nos hace felices cuando lo conseguimos.
Doy media vuelta y echo a andar hacia casa. No quiero dejar sola a Maddy demasiado tiempo.
Maddy no se recuperó nunca de la muerte de Harry y Johnny. Acabó volviendo a un simulacro de vida. No era capaz de pisar ninguna de sus dos casas, de manera que siguió conmigo. Sé que pensaba con frecuencia en quitarse la vida, así que no la perdía de vista. «Sólo me quiero morir —aseguraba—. ¿Por qué no me ayudas?» Y yo, que habría hecho cualquier cosa por ella salvo eso, siempre le respondía que no. En ocasiones me preguntaba si estaba haciendo lo correcto, me decía que tal vez fuera mejor dejarla marchar. Su dolor era insoportable. Se venía abajo en mitad de una comida. No salíamos nunca, rara vez veíamos a alguien.