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Authors: Isabel Allende

Tags: #Biografía, histórico, romántico.

Inés del alma mía (3 page)

BOOK: Inés del alma mía
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Nos casamos un luminoso martes de septiembre, día del mercado en la plaza Mayor, cuando el aroma de flores, frutas y verduras frescas impregnaba la ciudad. Después de la boda, Juan me llevó a Málaga, donde nos instalamos en un cuarto de alquiler, con ventanas a la calle, que procuré embellecer con cortinas de bolillo y muebles hechos por mi abuelo en su taller. Juan asumió su papel de marido sin más bienes que su fantasiosa ambición pero con entusiasmo de padrillo, a pesar de que ya nos conocíamos como un matrimonio antiguo. Había días en que las horas volaban haciendo el amor y no alcanzábamos ni a vestirnos; hasta comíamos en la cama. A pesar de los desafueros de la pasión, pronto me di cuenta de que, desde el punto de vista de la conveniencia, ese casamiento era un error. Juan no me dio sorpresas, me había mostrado su carácter en los años anteriores, pero una cosa era ver sus fallas a cierta distancia y otra convivir con ellas. Las únicas virtudes de mi marido que puedo recordar eran su instinto para darme contento en el lecho y su empaque de torero, que no me cansaba de admirar.

—Este hombre no sirve de mucho —me advirtió mi madre un día que fue a visitarnos.

—Con tal que me dé hijos, lo demás no me importa.

—¿Y quién va a mantener a los chiquillos? —insistió ella.

—Yo misma, que para eso tengo hilo y aguja —repliqué, desafiante.

Estaba acostumbrada a trabajar de sol a sol y no faltaban clientas para mis costuras y bordados. Además, preparaba pasteles de masa, rellenos de carne y cebolla, los cocinaba en los hornos públicos del molino y los vendía al amanecer en la plaza Mayor. De tanto experimentar, descubrí la proporción perfecta de grasa y harina para obtener una masa firme, flexible y delgada. Mis pasteles —o empanadas— se hicieron muy populares, y al poco tiempo ganaba más cocinando que cosiendo.

Mi madre me regaló una estatuilla tallada en madera de Nuestra Señora del Socorro, muy milagrosa, para que bendijera mi vientre, pero la Virgen seguramente tenía otros asuntos más importantes entre manos, porque desatendió mis súplicas. Hacía un par de años que no usaba la esponja con vinagre, pero de hijos, nada. La pasión que compartía con Juan fue transformándose en disgusto para ambas partes. En la medida en que yo le exigía más y le perdonaba menos, se fue alejando. Al final, casi no le hablaba, y él lo hacía sólo a gritos, pero no se atrevía a golpearme, porque en la única ocasión en que me levantó el puño le di con una sartén de hierro en la cabeza, tal como había hecho mi abuela con mi abuelo y después mi madre con mi padre. Dicen que por ese sartenazo mi padre se fue de nuestro lado y nunca más le vimos. Al menos en este respecto mi familia era diferente: los hombres no pegaban a sus mujeres, sólo a los hijos. A Juan le propiné apenas un papirotazo de nada, pero el hierro estaba caliente y le dejó una marca en la frente. Para un hombre tan presumido como él, esa insignificante quemadura resultó una tragedia, pero sirvió para que me respetara. El sartenazo puso término a sus amenazas, pero admito que no contribuyó a mejorar nuestra relación; cada vez que se palpaba la cicatriz, un brillo criminal aparecía en sus pupilas. Me castigó negándome el placer que antes me daba con magnanimidad. Mi vida cambió, las semanas y los meses se arrastraban como una condena a las galeras, puro trabajo y más trabajo, siempre afligida por mi esterilidad y la pobreza. Los caprichos y las deudas de mi marido se convirtieron en una carga pesada que yo asumía para evitar la vergüenza de enfrentar a sus acreedores. Se nos terminaron las noches largas de besos y las mañanas perezosas en el lecho; nuestros abrazos se distanciaron y se volvieron breves y brutales, como violaciones. Los soporté sólo por la esperanza de un hijo. Ahora, cuando puedo observar mi vida completa desde la serenidad de la vejez, comprendo que la verdadera bendición de la Virgen fue negarme la maternidad y así permitirme cumplir un destino excepcional. Con hijos habría estado atada, como siempre lo están las hembras; con hijos habría quedado abandonada por Juan de Málaga, cosiendo y haciendo empanadas; con hijos no habría conquistado este Reino de Chile.

Mi marido seguía ataviado como un chulo y gastando como un hidalgo, seguro de que yo acometería lo imposible por pagar sus deudas. Bebía demasiado y visitaba la calle de las meretrices, donde solía perderse por varios días, hasta que yo pagaba a unos gañanes para que fuesen a buscarlo. Me lo traían cubierto de piojos y lleno de vergüenza; yo le quitaba los piojos y le alimentaba la vergüenza. Dejé de admirar su torso y su perfil de estatua y empecé a envidiar a mi hermana Asunción, casada con un hombre con aspecto de jabalí pero trabajador y buen padre de sus hijos. Juan se aburría y yo desesperaba, por eso no intenté detenerlo cuando al fin decidió partir a las Indias en busca de El Dorado, una ciudad de oro puro, donde los niños jugaban con topacios y esmeraldas. Pocas semanas más tarde partió sin despedirse, entre gallos y medianoche, con un atado de ropa y mis últimos maravedíes, que sustrajo del escondite detrás del fogón.

Juan había logrado contagiarme sus sueños, a pesar de que nunca me tocó ver de cerca a ningún aventurero que volviese de las Indias enriquecido; regresaban, por el contrario, miserables, enfermos y locos. Los que hacían fortuna, la perdían, y los dueños de inmensas haciendas, como se contaba que allá las había, no podían llevárselas consigo. Sin embargo, estas y otras razones se esfumaban ante la pujante atracción del Nuevo Mundo. ¿Acaso no pasaban por las calles de Madrid carromatos llenos de barras del oro indiano? Yo no creía, como Juan, en la existencia de una ciudad de oro, de aguas encantadas que otorgaban la eterna juventud, o de amazonas que holgaban con los hombres y luego los despedían cargados de joyas, pero sospechaba que allá había algo aún más valioso: libertad. En las Indias cada uno era su propio amo, no había que inclinarse ante nadie, se podían cometer errores y comenzar de nuevo, ser otra persona, vivir otra vida. Allá nadie cargaba con el deshonor por mucho tiempo y hasta el más humilde podía encumbrarse. «Por encima de mi cabeza, sólo mi gorra emplumada», decía Juan. ¿Cómo podía reprochar a mi marido esa aventura, si yo misma, de ser hombre, la hubiese emprendido?

Una vez que Juan se fue, regresé a Plasencia, a vivir con la familia de mi hermana y mi madre, porque para entonces mi abuelo había fallecido. Me había convertido en otra «viuda de Indias», como tantas en Extremadura. De acuerdo con la costumbre, debía vestir de luto con velo tupido en la cara, renunciar a la vida social y someterme a la vigilancia de mi familia, mi confesor y las autoridades. Oración, trabajo y soledad, eso me deparaba el futuro, nada más, pero no tengo carácter de mártir. Si mal lo pasaban los conquistadores en las Indias, mucho peor lo pasaban sus esposas en España. Me arreglé para burlar el control de mi hermana y mi cuñado, que me temían casi tanto como a mi madre y, con tal de no enfrentarme, se abstenían de indagar en mi vida privada; les bastaba con que yo no diera un escándalo. Seguí atendiendo a mis clientes de las costuras, yendo a vender mis empanadas en la plaza Mayor, y hasta me daba el gusto de asistir a fiestas populares. También acudía al hospital a ayudar a las monjas con los enfermos y las víctimas de peste y cuchillo, porque desde joven me interesó el oficio de curar, no sabía que más tarde en la vida me sería indispensable, tal como lo sería el talento para la cocina y para encontrar agua. Como mi madre, nací con el don de ubicar agua subterránea. A menudo, a ella y a mí nos tocaba acompañar a un labriego —y a veces a un señor— al campo para indicarle dónde hacer el pozo. Es fácil, se sostiene con suavidad en las manos una varilla de árbol sano y se camina lentamente por el terreno, hasta que la varilla, al sentir la presencia de agua, se inclina. Allí se debe cavar. La gente decía que con ese talento mi madre y yo podíamos enriquecernos, porque un pozo en Extremadura es un tesoro, pero lo hacíamos siempre gratis, porque si se cobra por ese favor, se pierde el don. Un día ese talento habría de servirme para salvar a un ejército.

Durante varios años recibí muy pocas noticias de mi marido, excepto tres breves mensajes provenientes de Venezuela que el cura de la iglesia me leyó y me ayudó a contestar. Juan decía que estaba pasando muchos trabajos y peligros, que allí iban a parar los hombres más viciosos, que debía andar siempre con las armas prontas, vigilando por encima del hombro, que había oro en abundancia, aunque él todavía no lo había visto, y que regresaría rico a construirme un palacio y darme vida de duquesa. Entretanto mis días transcurrían lentos, tediosos y muy pobres, porque gastaba apenas lo suficiente para mi subsistencia y lo demás lo guardaba en un hoyo en el suelo. Sin decírselo a nadie, para no alimentar chismes, me propuse seguir a Juan en su aventura, costara lo que costase, no por amor, que ya no se lo tenía, ni por lealtad, que él no la merecía, sino por el señuelo de ser libre. Allá, lejos de quienes me conocían, podría mandarme sola.

Una hoguera de impaciencia me quemaba el cuerpo. Mis noches eran un infierno, me revolcaba en la cama reviviendo los abrazos felices con Juan, en la época en que nos deseábamos. Me acaloraba aún en pleno invierno, vivía rabiosa conmigo y con el mundo por haber nacido mujer y estar condenada a la prisión de las costumbres. Bebía tisanas de adormidera, como me aconsejaban las monjas del hospital, pero en mí no tenían efecto. Procuraba rezar, como me exigía el cura, pero era incapaz de terminar un padrenuestro sin perderme en turbados pensamientos, porque el Diablo, que todo lo enreda, se ensañaba conmigo. «Necesitas un hombre, Inés. Todo se puede hacer con discreción…», suspiró mi madre, siempre práctica. Para una mujer en mi situación era fácil conseguirlo; incluso mi confesor, un fraile maloliente y lascivo, pretendía que pecáramos juntos en su polvoriento confesionario a cambio de indulgencias para acortar mi condena en el purgatorio. Nunca accedí; era un viejo maldito. Hombres, de haberlos querido, no me habrían faltado; los tuve a veces, cuando el aguijón del demonio me atormentaba demasiado, pero eran abrazos de necesidad, sin futuro. Estaba atada al fantasma de Juan y presa en la soledad. No era realmente viuda, no podía volver a casarme, mi papel era esperar, sólo esperar. ¿No era preferible enfrentar los peligros del mar y de tierras bárbaras antes que envejecer y morir sin haber vivido?

Por fin obtuve licencia real para embarcarme a las Indias, después de gestionarla por años. La Corona protegía los vínculos matrimoniales y procuraba reunir a las familias para poblar el Nuevo Mundo con hogares legítimos y cristianos, pero no se daba prisa en sus decisiones; todo es muy demorado en España, como bien sabemos. Sólo daban licencia a mujeres casadas para juntarse con sus maridos siempre que fuesen acompañadas por un familiar o una persona de respeto. En mi caso fue Constanza, mi sobrina de quince años, hija de mi hermana Asunción, una muchacha tímida, con vocación religiosa, a quien escogí por ser la más sana de la familia. El Nuevo Mundo no es para gente delicada. No le preguntamos su opinión, pero por la pataleta que tuvo, supongo que no le atraía el viaje. Sus padres me la entregaron con la promesa, escrita y sellada ante escribano, de que una vez me hubiera reunido con mi marido, la enviaría de vuelta a España y la dotaría para que entrara al convento, promesa que no pude cumplir, pero no por falta de honradez por mi parte, sino por la suya, como se verá más adelante. Para obtener mis papeles, dos testigos debieron dar fe de que yo no era de las personas prohibidas, ni mora ni judía, sino cristiana vieja. Amenacé al cura con denunciar su concupiscencia ante el tribunal eclesiástico y así le arranqué un testimonio escrito de mi calidad moral. Con mis ahorros compré lo necesario para la travesía, una lista demasiado larga para detallarla aquí, aunque la recuerdo completa. Basta decir que llevaba alimento para tres meses, incluso una jaula con gallinas, además de ropa y enseres de casa para establecerme en las Indias.

Pedro de Valdivia se crió en un caserón de piedra en Castuera, solar de hidalgos pobres, más o menos a tres jornadas de marcha hacia el sur de Plasencia. Lamento que no nos conociéramos en nuestra juventud, cuando él era un apuesto alférez de paso en mi ciudad, al regreso de una de sus campañas militares. Tal vez anduvimos el mismo día por las torcidas calles, él ya todo un hombre, con la espada al cinto y el vistoso uniforme de los caballeros del rey, yo todavía una muchacha de trenzas coloradas, como las tenía entonces, aunque después se me oscurecieron. Pudimos haber coincidido en la iglesia, su mano pudo rozar la mía en la pila de agua bendita y pudieron cruzarse nuestras miradas, sin reconocernos. Ni ese recio soldado, curtido por los afanes del mundo, ni yo, una niña costurera, podíamos adivinar aquello que nos deparaba el destino.

Pedro provenía de una familia de militares sin fortuna pero de abolengo, cuyas proezas se remontaban a la lucha contra el ejército romano, antes de Cristo, continuaba por setecientos años contra los sarracenos y seguía produciendo varones de mucho temple para las eternas guerras entre monarcas de la cristiandad. Sus antepasados habían descendido de las montañas para instalarse en Extremadura. Creció oyendo a su madre contar las hazañas de los siete hermanos del valle de Ibia, los Valdivia, que se enfrentaron en cruenta batalla con un monstruo pavoroso. Según la inspirada matrona, no se trataba de un dragón común —cuerpo de lagarto, alas de murciélago, dos o tres cabezas de sierpe—, como el de san Jorge, sino de una bestia diez veces más grande y feroz, antigua de muchos siglos, que encarnaba la maldad de todos los enemigos de España, desde los romanos y los árabes, hasta los malvados franceses, que en tiempos recientes se atrevían a disputar los derechos de nuestro soberano. «¡Imagínate, hijo, nosotros hablando francés!», intercalaba siempre la doña en el relato. Uno a uno cayeron los hermanos Valdivia, chamuscados por las llamaradas que escupía el monstruo o destrozados por sus garras de tigre. Cuando seis habían perecido y la batalla estaba perdida, el menor de los hermanos, que aún se mantenía en pie, cortó una gruesa rama de árbol, la afiló en ambos extremos y la introdujo en las fauces de la bestia. El dragón empezó a revolcarse de dolor y sus formidables coletazos partieron la tierra y levantaron una polvareda que llegó por el aire hasta África. Entonces el héroe enarboló su espada a dos manos y se la enterró en el corazón, liberando así a España. De ese joven, valiente entre valientes, descendía Pedro por directa línea materna, y como prueba bastaban dos trofeos: la espada, que permanecía en la familia, y el escudo de armas, en el que dos serpientes mordían un tronco de árbol en un campo de oro. El lema de la familia era: «La muerte, menos temida, da más vida». Con tales antepasados, es natural que Pedro obedeciera el llamado de las armas a temprana edad. Su madre gastó lo que aún quedaba de su dote en aperarlo para la empresa: cota de malla y armadura completa, armas de caballero, un escudero y dos caballos. La legendaria espada de los Valdivia era un hierro oxidado, pesado como garrote, que sólo tenía valor decorativo e histórico, de modo que le compró otra del mejor acero toledano, flexible y liviana. Con ella Pedro habría de luchar en los ejércitos de España bajo las banderas de Carlos V, habría de conquistar el reino más remoto del Nuevo Mundo, y junto a ella, partida y ensangrentada, moriría.

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