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Authors: Isabel Allende

Tags: #Biografía, histórico, romántico.

Inés del alma mía (7 page)

BOOK: Inés del alma mía
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—Podéis contar conmigo —dijo Pedro de Valdivia en un susurro, para que Marina no le oyera. Tenía la mirada fija en su espada toledana, que colgaba sobre la chimenea.

En 1537 me despedí de mi familia, a quien ya no volvería a ver, y viajé con mi sobrina Constanza a la hermosa Sevilla, perfumada de azahar y jazmín, y de allí, navegando por las claras aguas del Guadalquivir, llegamos al bullicioso puerto de Cádiz, con sus callejuelas de adoquines y sus cúpulas moriscas. Nos embarcamos en la nave del maestro Manuel Martín, de tres mástiles y doscientas cuarenta toneladas, lenta y pesada, pero segura. Una fila de hombres llevó a bordo la carga: barriles de agua, cerveza, vino y aceite, sacos de harina, carne seca, aves vivas, una vaca y dos cerdos para consumir en el viaje, además de varios caballos, que en el Nuevo Mundo se vendían a precio de oro. Vigilé que mis bultos, bien amarrados, fuesen dispuestos en el espacio que el maestro Martín me asignó. Lo primero que hice al instalarme con mi sobrina en nuestra pequeña cabina fue disponer un altar para Nuestra Señora del Socorro.

—Tenéis mucho valor al emprender este viaje, doña Inés. ¿Dónde os espera vuestro marido? —quiso saber Manuel Martín.

—En verdad lo ignoro, maestro.

—¿Cómo? ¿No os espera en Nueva Granada?

—Me envió su última carta desde un lugar que llaman Coro, en Venezuela, pero eso fue hace tiempo y puede ser que ya no se encuentre allí .

—Las Indias son un territorio más vasto que todo el resto del mundo conocido. No os será fácil hallar a vuestro marido.

—Lo buscaré hasta encontrarlo.

—¿Cómo, señora mía?

—Como es habitual, preguntando…

—Os deseo suerte, entonces. Ésta es la primera vez que viajo con mujeres. Os ruego, a vos y a vuestra sobrina, que seáis prudentes —agregó el maestro.

—¿Qué queréis decir?

—Ambas sois jóvenes y nada mal parecidas. Sin duda adivináis a qué me refiero. Tras una semana en alta mar, la tripulación comenzará a padecer la falta de mujer y, habiendo dos a bordo, la tentación será fuerte. Además, los marineros creen que la presencia femenina atrae tormentas y otras desgracias. Por vuestro bien y mi tranquilidad, preferiría que no tuvierais trato con mis hombres.

El maestro era un gallego bajo, de anchas espaldas y piernas cortas, con una nariz prominente, ojillos de roedor y la piel curtida, como el cuero, por la sal y los vientos de las travesías. Se había embarcado de grumete a los trece años y podía contar en una mano los años que había pasado en tierra firme. Su aspecto tosco contrastaba con la gentileza de sus modales y la bondad de su alma, como sería evidente más tarde, cuando vino en mi ayuda en un momento de mucha necesidad.

Es una lástima que entonces yo no supiese escribir, porque habría comenzado a tomar notas. Aunque no sospechaba aún que mi vida merecería ser contada, aquel viaje debió ser registrado en detalle, ya que muy poca gente ha cruzado la salada extensión del océano, aguas de plomo hirvientes de vida secreta, pura abundancia y terror, espuma, viento y soledad. En este relato, escrito muchos años después de los hechos, deseo ser lo más fiel a la verdad posible, pero la memoria es siempre caprichosa, fruto de lo vivido, lo deseado y la fantasía. La línea que divide la realidad de la imaginación es muy tenue, y a mi edad ya no interesa porque todo es subjetivo. La memoria también está teñida por la vanidad. Ahora la Muerte está sentada en una silla cerca de mi mesa, esperando, pero todavía me alcanza la vanidad no sólo para ponerme carmín en las mejillas cuando vienen visitas, sino para escribir mi historia. ¿Hay algo más pretencioso que una autobiografía?

Yo nunca había visto el océano; creía que era un río muy ancho, pero no imaginé que no se vislumbraba la otra orilla. Me abstuve de hacer comentarios para disimular mi ignorancia y el miedo que me heló los huesos cuando la nave salió a aguas abiertas y comenzó a menearse. Éramos siete pasajeros, y todos, menos Constanza, quien tenía el estómago muy firme, nos mareamos. Tanto fue mi malestar, que al segundo día le rogué al maestro Martín que me facilitara un bote para remar de vuelta a España. Lanzó una carcajada y me obligó a tragar una pinta de ron que tuvo la virtud de transportarme a otro mundo durante treinta horas, al cabo de las cuales resucité, demacrada y verde; sólo entonces pude beber un caldo que mi gentil sobrina me dio a cucharaditas. Habíamos dejado atrás la tierra firme y navegábamos en aguas oscuras, bajo un cielo infinito, en el mayor desamparo. No podía imaginar cómo el piloto se orientaba en ese paisaje siempre idéntico, guiándose con su astrolabio y las estrellas en el firmamento. Me aseguró que podía estar tranquila, pues había hecho el viaje muchas veces y la ruta era bien conocida por españoles y portugueses, que llevaban décadas recorriéndola. Las cartas de navegación ya no eran secretos bien guardados, hasta los malditos ingleses las poseían. Otra cosa eran las cartas del estrecho de Magallanes o de la costa del Pacífico, me aclaró; los pilotos las cuidaban con sus vidas, pues eran más valiosas que cualquier tesoro del Nuevo Mundo.

Nunca me acostumbré al movimiento de las olas, el crujido de las tablas, el rechinar de los hierros, el golpeteo incesante de las velas azotadas por el viento. De noche apenas podía dormir. De día me atormentaban la falta de espacio y, sobre todo, los ojos de perro en celo con que me miraban los hombres. Debía conquistar mi turno en el fogón para colocar nuestra olla, así como la privacidad para usar la letrina, un cajón con un orificio suspendido sobre el océano. Constanza, por el contrario, jamás se quejaba y hasta parecía contenta. Cuando llevábamos un mes de viaje, los alimentos empezaron a escasear y el agua, ya descompuesta, fue racionada. Trasladé la jaula con las gallinas a nuestro camarote porque me robaban los huevos, y dos veces al día las sacaba a tomar el aire atadas con un cordel por una pata.

En una ocasión tuve que usar mi sartén de hierro para defenderme de un marinero más osado que los demás, un tal Sebastián Romero, cuyo nombre no he olvidado porque sé que nos encontraremos en el purgatorio. En la promiscuidad de la nave, este hombre aprovechaba la menor ocasión para echarse encima de mí, pretextando el movimiento natural de las olas. Le advertí una y otra vez que me dejara en paz, pero eso aún lo excitaba más. Una noche me sorprendió sola en el reducido espacio bajo el puente destinado a la cocina. Antes de que alcanzara a darme un zarpazo, sentí su aliento fétido en la nuca y, sin pensarlo dos veces, di media vuelta y le mandé un sartenazo en la cabeza, tal como años antes había hecho con el pobre Juan de Málaga, cuando intentó golpearme. Sebastián Romero tenía el cráneo más blando que Juan y cayó despatarrado al suelo, donde permaneció dormido por varios minutos, mientras yo buscaba unos trapos para vendarlo. No derramó tanta sangre como cabía esperar, aunque después se le hinchó la cara y se le volvió color de berenjena. Lo ayudé a ponerse de pie y, como a ninguno de los dos nos convenía dar a conocer la verdad, acordamos que se había golpeado contra una viga.

Entre los pasajeros de la nave iba un cronista y dibujante, Daniel Belalcázar, enviado por la Corona con la misión de trazar mapas y dejar testimonio de sus observaciones. Era un hombre de unos treinta y tantos años, delgado y fuerte, de rostro anguloso y piel cetrina, como un andaluz. Trotaba de proa a popa y de vuelta durante horas, para ejercitar los músculos, se peinaba con una trenza corta y llevaba un aro de oro en la oreja izquierda. La única vez que un miembro de la tripulación se burló de él, lo derribó de un puñetazo en la nariz y ya no volvieron a molestarlo. Belalcázar, quien había comenzado sus viajes muy joven y conocía las costas remotas de África y Asia, nos contó que en una ocasión fue hecho prisionero por Barbarroja, el temible pirata turco, y vendido como esclavo en Argelia, de donde pudo escapar al cabo de dos años, después de muchos sufrimientos. Llevaba siempre bajo el brazo un grueso cuaderno, envuelto en una tela encerada, donde escribía sus pensamientos con una letra minúscula, como las hormigas. Se entretenía dibujando a los marineros en sus tareas y en especial a mi sobrina. En preparación para el convento, Constanza se vestía como una novicia, con un hábito de tela burda cosido por ella misma, y se cubría la cabeza con un triángulo de la misma tela, que no le dejaba un solo cabello a la vista, le tapaba la mitad de la frente y se cerraba bajo el mentón. Sin embargo, este horroroso atuendo no ocultaba su porte altivo ni sus espléndidos ojos, negros y relucientes, como aceitunas. Belalcázar consiguió primero que posara para él, luego que se quitara el trapo de la cabeza y por fin que se soltara el moño de anciana y permitiera que la brisa alborotara sus rizos negros. Digan lo que digan los documentos con sellos oficiales sobre la pureza de sangre de nuestra familia, sospecho que por nuestras venas corre bastante sangre sarracena. Constanza, sin el hábito, parecía una de esas odaliscas de tapicería otomana.

Llegó un día en que empezamos a pasar hambre. Entonces me acordé de las empanadas y convencí al cocinero, un negro del norte de África con el rostro bordado de cicatrices, para que me facilitara harina, grasa y un poco de carne seca, que puse a remojar en agua de mar antes de cocinarla. De mis propias reservas aporté aceitunas, pasas, unos huevos cocidos, picados en trocitos, para que cundieran, y comino, una especia barata que da un sabor peculiar al guiso. Habría dado cualquier cosa por unas cebollas, de esas que sobraban en Plasencia, pero no quedaba ninguna en la bodega. Cociné el relleno, sobé la masa y preparé empanadas fritas, porque no había horno. Tuvieron tanto éxito, que a partir de ese día todos contribuían con algo de sus provisiones para el relleno. Hice empanadas de lentejas, garbanzos, pescado, gallina, salchichón, queso, pulpo y tiburón, y me gané así la consideración de los tripulantes y pasajeros. El respeto lo obtuve, después de una tormenta, cauterizando heridas y componiendo huesos quebrados de un par de marineros, como había aprendido a hacer en el hospital de las monjas, en Plasencia. Ése fue el único incidente digno de mención, aparte de haber escapado de corsarios franceses que acechaban las naves de España. Si nos hubiesen dado alcance —como explicó el maestro Manuel Martín—, habríamos sufrido un terrible fin, porque estaban muy bien armados. Al conocer el peligro que se cernía sobre nosotros, mi sobrina y yo nos arrodillamos ante la imagen de Nuestra Señora del Socorro a rogarle con fervor por nuestra salvación, y ella nos hizo el milagro de una neblina tan densa, que los franceses nos perdieron de vista. Daniel Belalcázar dijo que la neblina estaba allí antes de que empezáramos a rezar; el timonel sólo tuvo que enfilar hacia ella.

Este Belalcázar era hombre de poca fe pero muy entretenido. Por las tardes nos deleitaba con relatos de sus viajes y de lo que veríamos en el Nuevo Mundo. «Nada de cíclopes, ni gigantes, ni hombres con cuatro brazos y cabeza de perro, pero encontraréis con seguridad seres primitivos y malvados, especialmente entre los castellanos», se burlaba. Nos aseguró que los habitantes del Nuevo Mundo no eran todos salvajes; aztecas, mayas e incas eran más refinados que nosotros, al menos se bañaban y no andaban cubiertos de piojos.

—Codicia, sólo codicia —agregó—. El día que los españoles pisamos el Nuevo Mundo, fue el fin de esas culturas. Al comienzo nos recibieron bien. Su curiosidad superó a la prudencia. Como vieron que a los extraños barbudos salidos del mar les gustaba el oro, ese metal blando e inútil que a ellos les sobraba, se lo regalaron a manos llenas. Sin embargo, pronto nuestro insaciable apetito y brutal orgullo les resultaron ofensivos. ¡Y cómo no! Nuestros soldados abusan de sus mujeres, entran a sus casas y toman sin permiso lo que se les antoja, y al primero que osa ponerse por delante lo despachan de un sablazo. Proclaman que esa tierra, adonde recién han llegado, pertenece a un soberano que vive al otro lado del mar y pretenden que los nativos adoren unos palos cruzados.

—¡Que no os oigan hablar así, señor Belalcázar! Os acusarán de traidor al emperador y de hereje —le advertí.

—No digo sino la verdad. Comprobaréis, señora, que los conquistadores carecen de vergüenza: llegan como mendigos, se comportan como ladrones y se creen señores.

Esos tres meses de travesía fueron largos como tres años, pero me sirvieron para saborear la libertad. No había familia —salvo la tímida Constanza—, ni vecinos ni frailes observándome; no debía rendir cuentas a nadie.

Me despojé de los vestidos negros de viuda y de la cotilla que me aprisionaba las carnes. A su vez, Daniel Belalcázar convenció a Constanza para que se desprendiera del hábito monjil y usara mis sayas.

Los días parecían interminables, y las noches, aún más. La suciedad, la estrechez, la escasa y pésima comida, el mal humor de los hombres, todo contribuía al purgatorio que fue la travesía, pero al menos nos salvamos de las serpientes marinas capaces de tragarse una nave, los monstruos, los tritones, las sirenas que enloquecen a los marineros, las ánimas de los ahogados, los barcos fantasmas y los fuegos fatuos. La tripulación nos advirtió de estos y otros peligros habituales en los mares, pero Belálcazar aseguró que jamás había visto nada de eso.

Un sábado de agosto arribamos a tierra. El agua del océano, antes negra y profunda, se volvió celeste y cristalina. El bote nos condujo a una playa de arenas ondulantes lamida por olas mansas. Los tripulantes se ofrecieron para cargarnos, pero Constanza y yo nos alzamos las sayas y vadeamos el agua; preferimos mostrar las pantorrillas a ir como sacos de harina sobre las espaldas de los hombres. Nunca imaginé que el mar fuese tibio; desde el barco parecía muy frío.

La aldea consistía en unas chozas de cañabrava y techo de palma; la única calle que había era un lodazal, y la iglesia no existía; sólo una cruz de palo sobre un promontorio marcaba la casa de Dios. Los escasos habitantes de aquel villorrio perdido eran una mezcla de marineros de paso, negros y pardos, además de los indios, a los que yo veía por primera vez, unas pobres gentes casi desnudas, miserables. Nos envolvió una naturaleza densa, verde, caliente. La humedad empapaba hasta los pensamientos y el sol se abatía implacable sobre nosotros. La ropa resultaba insoportable, y nos quitamos los cuellos, los puños, las medias y el calzado.

Pronto averigüé que Juan de Málaga no estaba allí. El único que lo recordaba era el padre Gregorio, un infortunado fraile dominico, enfermo de malaria y convertido en anciano antes de tiempo, ya que apenas había cumplido los cuarenta años y parecía tener setenta. Llevaba dos décadas en la selva con la misión de enseñar y propagar la fe de Cristo, y en sus andanzas se había topado un par de veces con mi marido. Me confirmó que, como tantos españoles alucinados, Juan buscaba la mítica ciudad de oro.

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