Inés y la alegría (25 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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—Pues a mí me gustaba un rato, ¿sabes? Bueno, a mí y a medio Carabanchel, qué quieres que te diga —cuando se encendieron las luces y empezamos a bajar por la escalera, se explicó mejor—. Él se daba cuenta, es uno de esos guapos que lo saben, y los domingos, cuando iba a casa…

Nunca escuché el final de aquella frase. Otro guapo que lo sabía me estaba sonriendo, plantado en el vestíbulo del teatro, aguantando los empujones, los codazos de la gente que salía, sin moverse un centímetro del sitio. Aquella noche nos encerramos en el dormitorio de mis padres y no salimos de allí hasta que nos venció el hambre, a las cinco de la tarde del día siguiente. Después, y por más que supiera que él estaba dispuesto a engañarme con cualquiera, siempre le fui fiel.

Cuando empecé a recordarle contra mi voluntad, entre los muros de un convento de la provincia de Zaragoza, ya no podía creer que esa hubiera sido de verdad mi vida, ni aquel cuerpo el que seguía teniendo. Entonces, mientras todas las luces se apagaban sin llegar a fundirse para languidecer en una penumbra más triste que la oscuridad, mientras las noches se convertían en un infinito corredor excavado en una roca sin fin, y mi piel, bien hidratada por fuera gracias a los paquetes de Adela, se secaba por dentro para que su aspereza blancuzca, imaginaria, presagiara la sequedad irreparable de mis huesos, de mi carne, casi me arrepentí de haber vivido tanto en tan poco tiempo.

En el convento me lavaba con jabón de fregar, el mismo que usaba para lavar el suelo, los mármoles de la cocina, los platos, los cacharros. Todo olía igual, las habitaciones, los pasillos, la ropa, el aire, mi cuerpo, el de las monjas, todo desprendía el mismo olor musgoso, un aroma frío, húmedo, como el de las piedras recubiertas de verdín. Yo odiaba ese olor con todas mis fuerzas pero no podía escapar de él, echarlo de mi nariz, dejar de olerlo. Pensaba que habría sido mejor no tener nada con que compararlo, hasta que de repente, una noche, a despecho del cerrojo de mi puerta, que la madre superiora echaba por fuera después del último rezo, Pedro volvió a meterse en mi cama, y mientras estuvo conmigo, me lo pasé tan bien que, al despertar, no supe si alegrarme o lamentarlo. Él, que me lo había dado todo sólo para quitármelo después, se apoderó también de mis sueños, y el olor a verdín se hizo más mohoso, más húmedo y espeso en cada despertar. El hombre con el que yo soñaba no existía, la mujer que se retorcía bajo su cuerpo tampoco, porque ya no era yo. Yo no era más que un hueco que olía a jabón de fregar, y no me convenía olvidarlo, pero sólo tenía veinticuatro, luego veinticinco, después veintiséis años, y mi piel guardaba la memoria de mi edad, por más que yo intentara confundirla. Así, lo que empezó pareciendo un juego terminó siendo una trampa, porque el placer que hallaba en el sueño no compensaba la terca desesperación de la vigilia, y hacía frío. En mi cuerpo, en mi vida, en el mundo hacía frío. También pensé en eso al robar un cuchillo de la cocina.

El 22 de diciembre de 1942, ya sabía que Adela no iba a venir a verme. Sus visitas, que rompían la abrumadora rutina de mi encierro cada tres o cuatro meses, habían sido la única cosa agradable que me había ocurrido en el último año, y no sólo porque mi cuñada hubiera convencido a la superiora de que me dejara vestirme de persona normal para salir a comer con ella en algún mesón de los alrededores. Adela era mi única garantía de que el mundo seguía existiendo más allá de los muros de aquel recinto aislado, infranqueable como una fortaleza, y en esas condiciones, arrancarme el hábito que me obligaban a vestir todos los días, significaba para mí mucho más que cambiar de ropa.

En el convento tenía una celda individual y dormía en una cama, pero esas dos comodidades no me compensaban por todo lo que había perdido al salir de la cárcel. Adela no lo entendía, porque nunca había estado encerrada en un convento, aunque esa no era la única diferencia entre las dos. Yo había perdido una guerra y ella la había ganado, yo había sido feliz antes y ella nunca del todo, yo estaba sola y ella también, pero no en el mismo grado, de la misma manera. Adela tenía a sus hijos, yo, a nadie a quien mimar, a quien cuidar, de quien preocuparme. Ni siquiera tenía a alguien cerca para hablar, para compartir mi sufrimiento, para planear una fuga imposible o reírme de mi propia desgracia. Eso, que parecía tan poco, era lo que echaba de menos de la cárcel, aquel infierno donde, sin embargo, yo era una persona, tenía un nombre y una historia, ideas, amigas, opiniones sobre lo que nos estaba ocurriendo y curiosidad, oídos para escuchar lo que opinaban las otras. En Ventas, yo hacía cosas por mí y cosas por las demás, pero en el convento no era nada, no era nadie. No me interesaba nada. No le interesaba a nadie.

Al principio lo intenté. Al principio fui rebelde, hasta insoportable, la pesadilla particular de la madre superiora. Me negaba a todo, y cada negación era una conquista, cada castigo, una condecoración, a pesar de los días de encierro a pan y agua, de los golpes, de las amenazas.

—Vamos a negociar, madre —le ofrecía cada vez que me abría la puerta.

—Yo no negocio, hija mía —me contestaba ella—. Aquí no hacemos las cosas así. Yo doy órdenes por el bien de la comunidad, las hermanas me obedecen sin rechistar, y eso mismo tendrás que hacer tú antes o después.

Aunque escuché muchas veces la misma advertencia, nunca di mi brazo a torcer, y seguí escuchando casi a diario el ruido de la llave que había vuelto a encerrarme en mi celda. Pero como no tenía nada que ganar estando fuera, calculé que ella acabaría cansándose antes que yo, y así fue. Al final, no le quedó más remedio que negociar, hacerme algunas concesiones a cambio de la promesa de portarme bien, un trato que le convenía tanto como a mí, porque mis peticiones eran muy modestas. Que me dejara cambiar el hábito de hermana por el de novicia, que no me obligara a llevar toca ni a cantar en misa, que me asignara un puesto fijo en la cocina en lugar de mandarme a bordar o a cavar el huerto, que me permitiera fumar y leer novelas cuando estaba sola en mi celda, para no dar mal ejemplo a las niñas. Hasta que me di cuenta de que no sólo había dejado de ser una mujer, porque ya ni me acordaba de cómo olían los hombres. También había dejado de ser una persona, porque ya no tenía nombre, ni historia, ni amigas, ni posibilidad de opinar, ni de escuchar otras opiniones. Era como una planta a la que había que regar para que no se muriera, no fuera a enfadarse don Ricardo, nada más.

Cuando Adela venía a verme, yo intentaba explicarle todo esto sin ofenderla, y ella, que no entendía nada, me cogía de las manos y asentía con la cabeza hasta que lograba que me sintiera mejor. Luego me contaba tonterías, las gracias que hacían los niños, los pocos cotilleos que lograba recopilar en sus raras escapadas a Lérida, los vestidos que le estaba haciendo la modista, y sus dudas sobre si cambiar o no los muebles del salón.

—¿Y ese pelo? —uno de esos días, por fin me animé a dibujar con las manos un rulo igual que el suyo sobre mi cabeza—. ¿Cómo lo haces?

—No lo hago yo, me lo hacen en la peluquería. Ponen dentro un relleno de algodón en rama, y luego mucha laca por encima, no tiene más misterio.

Así, durante algunas horas, volvía a interesarme por el mundo, a sonreír, a reírme, a beber vino, a tocar con mis dedos, a abrazar con mis brazos, a verme las piernas mientras andaba, y recibía todos esos pequeños, inmensos regalos, con la mansedumbre de una mendiga que no se pregunta por qué una señora la ha escogido para hacer caridad, por qué le da limosna a ella, y no a ninguna de las otras con las que se apiña en las mismas escaleras todas las mañanas. Sabía que, para venir al convento, mi cuñada tenía que levantarse al amanecer, coger un autobús, un tren, otro autobús, y hacer el recorrido inverso, después de comer, para llegar a su casa de noche. Sabía que se sentía en deuda conmigo, culpable de haber convencido a Ricardo de que me encerrara en aquel lugar que a ella le seguía encantando, pero no comprendí a tiempo que nuestros encuentros eran tan importantes para ella como para mí. No comprendí que, para Adela, venir a verme era también una manera de romper la monotonía de su vida, que sus visitas eran mucho más que una obra de misericordia, que tras su solicitud no alentaba la compasión, ni penitencia alguna, y que tampoco obraba por ningún difuso impulso de decoro familiar. Sólo cuando empezamos a vivir en la misma casa, comprendí que Adela se ocupaba de mí porque le sobraba amor para dar y le faltaban objetos sobre los que derramarlo en aquella casa enorme, lejos de todo, con dos niños pequeños y la tristeza de saber que nunca sería una esposa inglesa. Mientras creía que ella no me entendía, era yo la que no entendía nada, hasta que un día, en otoño de 1942, mi hermano apareció sin previo aviso por Pont de Suert, y encontró a sus hijos con la niñera, su mujer ausente. Y todo se acabó.

Mi cuñada no quiso contarme que Ricardo le había prohibido volver al convento.
No sé cuándo podré ir a verte otra vez, hasta después de Navidad seguro que no, estoy muy atareada porque vamos a tener invitados en casa estas vacaciones, y tengo que prepararlo todo…
No era verdad, pero yo no lo sabía, y tampoco sabía en qué clase de hombre se había convertido mi hermano. No sabía nada excepto que Adela había desertado, que me había abandonado. Y dos semanas antes de Navidad, cuando recibí un paquete enorme, con el doble o el triple de los suministros habituales pero ninguna carta dentro y un nombre desconocido en el remite, aprendí que mi vida valía tan poco como si ya hubiera empezado a morirme.

El 22 de diciembre de 1942, amaneció negro, feo desde el principio, desde que me levanté, muerta de frío, y vi que el suelo del claustro estaba helado, pero no como el espejo de inmaculada blancura que me había deslumbrado otras veces. Aquella mañana, el hielo también era feo, sucio, y apenas formaba una película fina y quebradiza sobre el agua embarrada de los charcos, mientras la ambigua naturaleza del aguanieve que caía sin cesar impedía al mismo tiempo que se consolidara y que se deshiciera. Durante el otoño que acababa de terminar, en toda España había llovido demasiado poco, menos aún que en la primavera anterior, pero un cielo justiciero, rácano, nos daba lo que nos merecíamos, la espesa tristeza de una pobre llovizna en lugar de la alegría de una buena nevada, limpia y copiosa.

El 22 de diciembre de 1942, cuando ya sabía que Adela no iba a venir a verme, se cumplía, además, un año desde el fusilamiento de Virtudes. Su prima me había escrito que la pobre estaba segura de que la iban a dejar vivir hasta después de Reyes, pero la fusilaron el día de la lotería, de madrugada. En septiembre de 1941, tres meses después de que Ricardo me sacara de la cárcel, el tribunal que ya nos había juzgado una vez reabrió el caso y la juzgó de nuevo, en solitario, para justificar las irregularidades de mi excarcelación. Y su pena de muerte no fue conmutada. Por eso, en el primer aniversario de su ejecución, yo estaba sentada, sola, en la cocina del convento, escuchando el ronroneo del sorteo de Navidad en una penumbra más negra que la oscuridad, mientras pensaba que no había cumplido mi última promesa, que nunca había podido enviar a la cárcel vendas nuevas ni pomadas para la sarna. Todas las monjas estaban ocupadas, despidiendo a las niñas, que volvían a sus casas en vacaciones. Nadie me vio coger un cuchillo, esconderlo en una manga, cruzar el claustro, entrar en mi celda, mover la mesilla con la silla encima para apoyarla contra una puerta sin cerrojo, tumbarme en la cama, cortarme las venas.

Lo hice mal. Perdí mucha sangre, pero no la suficiente, porque los cortes longitudinales matan, los horizontales se secan, y yo había visto demasiadas veces, en un libro de mujeres célebres que me regalaron de pequeña, a Carlota Corday agonizando en la bañera, con dos cortes horizontales, como pulseras de sangre, muy bien dibujados en la cara interior de las muñecas. Aquel libro me salvó la vida, pero no se lo agradecí al despertarme en un hospital. Aún me sentía más muerta que viva, y sin embargo, ese fracaso cambió mi destino.

—Inés… —aquella mañana, una enfermera me había anunciado que mi hermano vendría a recogerme a mediodía, pero apenas pude identificar al hombre que abrió la puerta de mi habitación para mirarme desde el umbral, con el mismo gesto de extrañeza que estaba recibiendo de mí.

Hacía siete años que no le veía. Antes de descubrir hasta qué punto había cambiado por dentro, tuve que esforzarme por recordar que acababa de cumplir treinta y cinco, y ni así logré reconocerle por fuera. Seguía siendo un hombre joven, pero nadie lo diría del señor que había conseguido borrar de su rostro, de su gesto, la sonrisa de mi cómplice, aquel hermano mayor al que yo había querido tanto. Ya no era el mismo, y tampoco parecía tan divertido, aunque sí más elegante, el traje gris, inglés, espléndido, el sombrero impecable, una corbata exquisita, y en lugar de la improvisación de antaño, el pelo engominado, peinado con raya al lado, y un bigote fino y recto, como trazado con regla, sobre el labio superior. Todo en él, y su manera de mirar, de actuar, de moverse, pretendía subrayar la dignidad de una edad que aún no tenía, o marcar las diferencias entre el muchacho a quien yo recordaba y el extraño que me estaba estudiando como si nunca me hubiera visto antes.

—Ricardo… —pero seguía siendo mi hermano, y aunque yo tampoco supe decir nada más que su nombre, me levanté y fui hacia él.

Al alargar mi mano derecha para tocar la manga de su americana, las suyas me atrajeron hacia su cuerpo y nos abrazamos como antes, como siempre, como si no hubiera pasado nada, ni la guerra, ni la vida, ni la muerte, por nosotros, desde las cinco y media de la mañana del 19 de julio de 1936. «Voy a llorar, —pensé un instante antes de colgarme de su cuello—, voy a llorar, —cuando pegué mi mejilla a la suya—, voy a llorar».

—Inés, Inés, ¿qué voy a hacer contigo? —pero no lloré, él tampoco—. ¿Por qué has tenido que ponérmelo todo tan difícil?

No contesté a ninguna de sus preguntas porque recordé a tiempo el comienzo de su última carta,
yo no he ganado una guerra para que tú me amargues la vida
, y comprendí que no había sido fruto de un estallido de cólera, de soberbia o de desesperación, sino toda una declaración de principios, la regla que gobernaría nuestra relación en lo sucesivo.

—Vamos a intentar llevar esto lo mejor posible, ¿de acuerdo? —se separó de mí, me miró, y volví a tener la sensación de que no le conocía—. Al fin y al cabo, siempre seremos hermanos. Siéntate, anda.

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