Señaló la cama, cogió una silla, la colocó frente a mí, se sentó, cruzó las piernas.
—Cuando me despedí de mamá, ella me pidió que no te abandonara, ¿sabes? Fue lo último que me dijo antes de morir, cuida de Inés.
Entonces, como si supiera hasta qué punto me habían estremecido esas palabras, o como si él también necesitara tiempo para procesarlas, sacó un paquete de tabaco del bolsillo, me ofreció un cigarrillo, cogió otro, y encendió los dos con el mechero de papá, un Dupont de oro blanco, reluciente.
—No te voy a engañar. He pensado muchas veces que ojalá no me hubiera dicho nada, ojalá no se hubiera acordado de ti, pero lo hizo. Cuando murió, estaba pensando en ti —y las lágrimas que apenas había podido llorar en la cárcel, al conocer su muerte, las que tampoco habían brotado de mi reencuentro con Ricardo, inundaron mis ojos como un torrente caudaloso y manso—. Ella siempre se sintió culpable de haberte dejado sola aquel verano. «Todo lo que pasó fue por mi culpa, —decía—, todo por mi culpa, pobre Inés, tan joven y tan sola, tan desamparada en aquel Madrid, pobre hija mía…». Por eso se empeñó en que le prometiera que cuidaría de ti, no me soltó hasta que se lo prometí, y después me miró y me dijo, «que no se te olvide nunca lo que me has prometido». Ojalá no lo hubiera hecho, pero no puedo traicionar esa promesa. Ayúdame tú a seguir cumpliéndola. Mientras encuentro otro convento donde te acepten, vas a vivir en mi casa de campo, en un sitio muy bonito, con mi mujer, con mis hijos, y con una sola condición —apagó la colilla en el suelo, aplastándola con un zapato tan brillante como si acabara de levantarlo de la silla de un limpiabotas, cerró los ojos—. No me jodas, Inés —y volvió a abrirlos—. ¿Está claro? No me jodas, porque he llegado al límite de esa promesa. Y al límite de mi paciencia.
—Déjame salir de España, Ricardo.
—No puedo. Si fuera por mí, te mandaría lo más lejos posible, eso sería lo mejor para los dos. Pero tú eres muy conocida, Franco no da pasaportes a los rojos, y no puedo arriesgarme a organizar una fuga ilegal, no me compensa. Así que vamos a hacer lo que yo diga, y agradéceselo a Adela, porque ya estaba pensando en ingresarte en un psiquiátrico.
¿Dónde está mi hermano?, me pregunté mientras me levantaba y cogía una maleta con todas mis posesiones, un camisón, unos calcetines, una camiseta y dos tarros de crema hidratante medio vacíos. Pero yo tampoco era yo, recordé mientras le seguía por el pasillo, cuando salimos a la calle, y al comprobar que prefería sentarse al lado del chófer para dejarme sola en el asiento trasero. ¿Dónde estoy yo, dónde está mi hermano? Nunca pude contestar a esa pregunta, porque él había cambiado tanto como España y yo no era más que un hueco que olía a jabón de fregar. Así nos comportamos, aunque yo no era un objeto, ni él un territorio. Los dos deberíamos haber seguido siendo otra cosa, él, un hombre, yo, una mujer con ojos y con oídos, con piel y con memoria, un hermano mayor y su hermana pequeña, como cuando vivíamos solos con mamá en aquel piso de la calle Montesquinza, siempre, para siempre. Pero nunca logramos volver a ser nosotros mismos, y cuando lo parecía, aún resultaba peor.
Yo seguía queriendo a Ricardo, quería al Ricardo con el que había vivido en Madrid, y a veces descubría destellos, notas fugaces de aquel muchacho, en el señor malhumorado que alternaba los silencios hoscos con órdenes tajantes, como si la autoridad que aspiraba a ejercer a toda costa no pudiera sustentarse sobre una base amable, pacífica. Y sin embargo, seguía teniendo amigos, diversiones que llenaban la casa de voces y de risas, chasquidos de mecheros y tintineo de copas todos los sábados, a veces también los viernes, invitados que me miraban con mucha atención al principio, que eran amables conmigo por pura curiosidad, y se me acercaban como se habrían acercado a un papagayo multicolor o a una planta carnívora, un ser incomprensible, atractivo de puro exótico. Durante los primeros meses, fui la hermana roja del delegado de Falange, una atracción turística, la imberbe mujer barbuda de la temporada. Eso no me molestaba, pero la frialdad de Ricardo me dolía, porque me costaba creer que fuera auténtica, que hubiera logrado de verdad borrarme de su vida como si yo fuera un fantasma, un dibujo incorpóreo, plano, que se pudiera eliminar frotándolo con una goma. A veces, quizás inconscientemente, mi hermano se acordaba de que habíamos vuelto a vivir juntos, y cuando me animaba a imitar a Carmencita, y yo fruncía los labios, y movía la cabeza de arriba abajo mientras murmuraba, sí, sí, sí, sí, sí, mis sobrinos se partían de risa, y él se reía con ellos, y yo me reía también, pero aquella risa me hacía daño. Con el tiempo me acostumbré, pero me siguió doliendo, me dolían sus besos superficiales, mudos, sus labios rozando mi frente algunas veces, otras no, según un criterio liviano, caprichoso. Me acostumbré a que no me mirara, a que no me sonriera, a que no me dirigiera la palabra, a ser un estorbo, la cruz que llevaba a cuestas, pero me costó mucho más trabajo resignarme a que su mujer sufriera por mí.
En los mejores momentos de su vida, cuando Ricardo estaba en casa y ella, impecable en los vestidos que nunca se ponía cuando nos quedábamos solas, iba dejando a su paso el rastro espléndido de su perfume, Adela sufría por mí y yo me daba cuenta. Nunca sabía qué hacer conmigo, si animarme a salir o pedirme que me encerrara en mi habitación, presentarme a los pocos solteros que nos visitaban, o esconderme como al fruto de un pecado infame. Yo intentaba ayudarla y quitarme de en medio cuanto antes, pero mis desapariciones la entristecían tanto como le preocupaba mi presencia. Hasta que un día, mientras la escuchaba quejarse de la cocinera, que estaba bien para las comidas de todos los días, pero fracasaba invariablemente ante cualquier receta sofisticada, de las que le gustaba servir cuando tenía invitados, se me ocurrió una manera de ser útil e invisible al mismo tiempo.
—Déjame intentarlo a mí. Yo cocino muy bien, aprendí en el convento.
—Pero, mujer —ella negó con la cabeza y una expresión escandalizada—, ¿cómo vas a encerrarte tú en…?
—Que sí, Adela —y sonreí a su perplejidad—. A mí me encanta, y puedo hacerlo. Me sé de memoria los recetarios que tienes en la despensa, ya verás.
Estuvimos forcejeando varios días, pero un viernes por la tarde, mientras ellos iban a dar un paseo a caballo, me encerré en la cocina para hacer un
soufflé
, y me salió tan bien que Ricardo la felicitó al día siguiente. Se puso tan contenta que me dio las gracias como si hubiera hecho algo muy grande por ella, y yo me sentí feliz por haber podido devolverle una parte muy pequeña de todo lo que le debía. A partir de entonces, pasé mucho tiempo en la cocina de mi cuñada, ensayando, perfeccionando, probando las recetas con las que agasajaría a la cúpula del régimen en la provincia de Lérida mientras procuraba no pensar en eso. Y las dos estuvimos más contentas.
En Pont de Suert, volví a estar viva. Allí tenía una cocina para mí sola, el recetario de la Sección Femenina, mucho mejor de lo que me habría gustado reconocer, el de la Marquesa de Parabere, tan mundano y chispeante, y un cuaderno en el que fui reinventando a mano las recetas de la hermana Anunciación hasta que me las aprendí de memoria. Allí estaban los niños, y Adela, la radio de la biblioteca, sus libros, el jardín. Me faltaban muchas cosas, pero en Pont de Suert habría podido llegar a ser feliz. No lo conseguí.
—¿Y cómo estás, Inés, cómo te adaptas a todo esto?
—Bien, gracias.
—¿Seguro? —y Alfonso Garrido, tan amable, tan galante, tan caballeroso hasta aquel momento, sonrió de una manera que no me gustó—. Yo te encuentro muy nerviosa, ¿no?
En otras circunstancias, seguramente no me habría fijado en el comandante Garrido. Si hubiera conservado la libertad de vivir en un mundo completo, poblado por hombres de todas clases, tal vez ni siquiera lo habría mirado dos veces. Sin embargo, Garrido no era un tipo corriente, y tenía una forma personal, especial, de ser atractivo. Con casi dos metros de estatura, las manos enormes, las piernas larguísimas, una cabeza importante, como de busto romano, y unos hombros inmensos, habría podido parecer un fenómeno de feria si todo en él no hubiera estado tan bien proporcionado que su corpulencia, aun prestándole cierto aire de coloso, le alejaba de la gordura para revelar la fuerza, la elasticidad de un deportista. Su rostro, de rasgos grandes, la mandíbula cuadrada, la nariz ancha, ligeramente aguileña, era acorde con su cuerpo excepto por el reglamentario bigotito que sombreaba su labio superior. A cambio, sus ojos, marrón claro con matices verdosos, eran serenos, a veces hasta dulces, muy favorecidos siempre por el bronceado que los iluminaba durante todo el año.
Antes de la guerra, Alfonso Garrido había sido campeón de esquí, un deporte exclusivo, caro, hasta aristocrático en un país meridional, tan seco como el nuestro. Cuando nos conocimos, estaba al mando de un batallón de Infantería destinado en la capital, pero en invierno se trasladaba a las pistas del Pirineo para trabajar como instructor de una compañía de esquiadores. Tras el deshielo, volvía a ser un invitado habitual en la casa de mi hermano, del que se había hecho íntimo en Salamanca, durante la guerra, poco antes de quedarse viudo, con dos hijas pequeñas a las que había dejado allí, con sus padres. No tenía ninguna obligación en la ciudad, y por eso, cuando hacía buen tiempo, solía venir con Ricardo muchos sábados, a la hora de comer, para marcharse con él los lunes por la mañana. Entretanto, no me perdía de vista.
Yo llevaba ya tanto tiempo fuera del mundo, que tardé algunos meses en sospechar que no era una casualidad. No podía salir de casa, ni llevar a mis sobrinos de paseo, ni sentarme con ellos en el jardín, sin que el comandante tardara más de unos minutos en reunirse conmigo. Y no entendía qué podía encontrar un hombre como él en una mujer devastada, convaleciente y flaca, pero tampoco podía evitar sentirme halagada por su incomprensible atención. Garrido me miraba con un interés tan constante que Adela no fue la única en confundirse. Durante el primer verano que pasé en Pont de Suert, también logró confundirme a mí.
—¿Quieres que vayamos a dar una vuelta? —aunque, por desgracia, él mismo disipó todas mis dudas antes de que empezara el otoño.
Aquella tarde creía que estaba sola en casa, y había salido al porche con un libro en la mano, cuando le encontré a mi lado.
—¿No ha ido usted a montar, con los demás?
—No —me sonrió—. Las maniobras de la semana pasada me dejaron baldado. Ya he hecho bastante ejercicio últimamente, pero tampoco puedo alargar la siesta hasta la hora de cenar. Voy a andar un poco por los pinos, y he pensado que igual te apetecía acompañarme.
—Bueno —al levantarme, sentí en las piernas un hormigueo tan antiguo que me costó trabajo reconocerlo, y al verme tan pequeña a su lado, cuando estaba acostumbrada a que un hombre, en el mejor de los casos, me sacara unos pocos centímetros, se me escapó una sonrisa que después, durante mucho tiempo, me perforaría la memoria como la punta de un clavo oxidado.
En el Pirineo, la temperatura del mes de septiembre era fresca y agradable, muy distinta del plomo hirviendo que seguiría cayendo sobre mi ciudad y no castigaría mucho menos la suya. De eso fuimos hablando durante un trecho, hasta que traspasamos el límite del jardín para penetrar en el espeso pinar que rodeaba la casa. Entonces fue cuando me dijo que me encontraba muy nerviosa, y aunque percibí algo nuevo, raro, en su voz y en su mirada, contesté con naturalidad, porque no fui capaz de identificar su origen.
—Hombre, mi situación, pues… No es la mejor en la que he vivido, desde luego, pero estoy mucho mejor aquí que en el convento.
—Sí, me lo imagino —y volvió a sonreír—. En ese sentido, puedes estar tranquila, porque no creo que tu hermano te lleve a otro. En el fondo, está muy satisfecho de tenerte aquí, porque le haces mucha compañía a Adela. Ella está más contenta, y no le da la lata tanto como antes.
—Adela es muy buena conmigo —contesté con prudencia—. La quiero mucho.
—Claro, si es muy buena chica, lo que pasa es que tu hermano… —giró la cabeza para mirar al horizonte y siguió hablando como si yo ya no estuviera a su lado—. El asunto de las mujeres es muy complicado. A Ricardo ya no le gusta la suya. Nunca le gustó demasiado, la verdad, y sin embargo se pasa la vida intentando seducir a mujeres parecidas, buenas chicas bien casadas, decentes y hogareñas, de las que van a misa los domingos y nunca han engañado a sus maridos. Esas son las que le ponen cachondo, porque, además, es un experto. Lo hace tan bien que, aunque jamás lo hubieran creído de sí mismas, la mayoría acaba cayendo. Es curioso, ¿verdad?
Me miró, se paró antes de dar media vuelta para mirarme, y yo sentí que en alguna parte empezaban a sonar las sirenas de alarma, podía oírlas, pero no supe responderle.
—¿No te parece curioso? —insistió.
—No lo sé —dije, mirando al suelo.
Él volvió a ponerse en marcha, muy despacio, y yo pensé en huir, en volver a casa corriendo, pero me sentí ridícula sólo de pensarlo, porque en realidad no había pasado nada, y seguí andando a su lado.
—A mí me gustan otro tipo de mujeres. Las mujeres malas. No las putas, porque ellas suelen ser buenas chicas con mala suerte, y terminan aburriéndome. No, me refiero a otro tipo de putas, las que no son profesionales… En la guerra, por ejemplo, pensaba mucho en las chicas como tú —entonces me cogió del brazo, pero no lo apretó, ni me hizo daño, sólo enganchó su brazo en el mío, como si pretendiera asegurarse de que no escaparía antes de escuchar lo que me iba a decir—. Pensaba, yo estoy aquí jodido, en esta trinchera, pero los de enfrente las tienen a ellas, mujeres libres, ¿no?, sin novios, sin maridos, que sólo se deben a la revolución, a su partido. Yo luchaba contra eso, claro, pero al pensar en vosotras, me ponía… ¡Uf! Por eso, cada vez que te veo me imagino lo bien que te lo pasarías cuando ibas desnuda debajo del mono… —al escuchar aquellas famosas palabras, violentas como bofetadas, intenté zafarme de su brazo pero no me lo consintió—. Estate quieta —y siguió hablando ya sin andar, sin moverse, disfrutando de mi desconcierto, de mi confusión, mirándome, supongo, mientras yo miraba sólo el suelo alfombrado de púas—. Y te imagino bajándote la cremallera con unos y con otros, jodiendo sin mirar con quién, porque eso no os importaba, ¿verdad? En nuestra zona, las chicas iban a misa, rezaban el rosario, tejían jerséis y escribían cartitas ñoñas a los soldados, pero vosotras no, vosotras no perdíais el tiempo en esas tonterías… Vosotras erais de todos, de la causa, para eso habíais superado la superstición del matrimonio, el prejuicio de la decencia, y estabais todo el día calientes, porque había que recompensar a los héroes del pueblo, tenerlos contentos, ¿no?, aunque a los jefazos los trataríais mejor, seguro. Dime una cosa, Inés, cuando se la chupabas a tu responsable político, ¿te ponías de rodillas?