Inés y la alegría (30 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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—Ya hemos llegado —dijo el andaluz, después de saludar al centinela—. Ahí detrás hay un establo. Si quieres…

—No, mejor lo llevo yo —descargué a
Lauro
de sus alforjas y les di también la sombrerera—. Llevad dentro todo esto, yo vuelvo ahora mismo.

Mientras rodeaba la casa, escuché sus voces, solapándose mientras intentaban explicar lo que aún les parecía inexplicable, «tenemos una invitada, una prisionera, mi coronel, —y una réplica risueña—, vamos a ver, ¿qué es lo que tenemos, una invitada o una prisionera?, —a la que el manchego no supo responder—, pues es que… Todavía no lo sabemos, mi coronel».

Cuando dejé a
Lauro
descansando y volví sobre mis pasos, en la puerta no había nadie, porque el centinela había ido a buscarme rodeando la casa por el otro lado. Tenía muchas ganas de entrar, de hablar, de resolver definitivamente mi destino, y sin embargo, al quedarme a solas con aquella bandera, descubrí que no había agotado aún todas mis lágrimas. Otras crecían, se empujaban, peleaban por salir de mis ojos, y eran nuevas, pero eran antiguas, eran mías y no lo eran, porque Alejandro Casona volvió a mirarme desde la fachada de aquella casa de piedra como me había mirado una vez desde un estrado, para sembrar en mis ojos las lágrimas que no había querido derramar con los suyos. En el misterio que encerraba la eterna promesa de aquel llanto, empezaba y terminaba mi viaje. Eso sentí durante un instante, y fue sólo un instante, un segundo ácido y salado, amargo y dulce, helado y caliente, pero bastó para que volviera a llorar todas las lágrimas que había llorado antes, y sin pensar en lo que estaba haciendo, cogí el pico de la bandera y me tapé la cara con él.

—Buenas tardes.

Al escuchar aquellas palabras, solté la bandera, me di la vuelta, giré sobre mis talones y me llevé el puño cerrado a la sien con tanta fuerza que me hice daño.

—¡Salud!

El hombre que tenía delante me miró con atención antes de devolverme un saludo idéntico, pero mucho más sereno.

—Salud —parecía algo mayor que yo y era más alto que bajo, más robusto que flaco, más castaño que rubio y ni guapo ni feo, porque tenía la nariz rota pero, a cambio, le brillaban los ojos cuando sonreía—. Soy el capitán Galán. ¿Quién eres tú? —y me estaba sonriendo—. ¿Qué quieres?

—Yo… —avancé unos pasos hacia él para entrar en la zona que alumbraba la bombilla encendida sobre la puerta—. Yo me llamo Inés Ruiz Maldonado… —él vio las huellas del llanto sobre mis ojos e inclinó un poco la cabeza, como si ese detalle le hubiera conmovido—. Soy la hermana del delegado de Falange Española en Lérida… —y a mí me conmovió tanto su mirada que no pude seguir—. Perdóname, pero… no puedo hablar. Estoy muy emocionada.

Nunca sabré cuál de los dos dio el paso que salvó la distancia que nos separaba. Ni siquiera entonces supe quién abrió antes los brazos, pero nos abrazamos, yo le abracé, él me abrazó, y antes que la presión de sus manos y más intensamente, percibí su olor, un aroma a madera, a tabaco, a clavo y a jabón, que tenía un fondo ácido y dulce al mismo tiempo, como la ralladura de un limón no demasiado maduro, y una punta que picaba en la nariz como el rastro de la pimienta recién molida. Nunca había conocido a un hombre que oliera tan bien, pensé, antes de recordar que se me había olvidado cómo olían los hombres.

Aquel prodigio me desordenó hasta tal punto, que cuando levanté la cabeza para apartarla de la suya, no me di cuenta de que él estaba haciendo el mismo movimiento en sentido contrario, y nos dimos un cabezazo sin querer.

—Lo siento —porque tuve la impresión de que había sido culpa mía.

—No importa, tengo la cabeza muy dura —y volvió a sonreír—. Por eso estoy aquí.

(Durante)

Madrid, Palacio de El Pardo, 19 de octubre de 1944.

Un coche negro se detiene ante la fachada principal de la residencia del jefe del Estado. El conductor se apresura a bajar para abrirle la puerta a una mujer de baja estatura y considerable diámetro, proporciones de tentetieso coronadas por una cabeza pequeña, el pelo ralo, oscuro, recogido en un moño. La recién llegada tiene cuarenta y nueve años, aparenta bastantes más y viste de luto desde que, hace cuatro, su marido pasó a mejor vida para dejarla sola en este valle de lágrimas, con diez hijos y una pensión mensual de 190 pesetas. Con todo, gracias a su parentesco con el Generalísimo, su viudedad dista mucho de ser dramática.

Pilar Franco Bahamonde sonríe a los funcionarios, civiles o militares, con los que se va cruzando, y les pregunta por su salud «¿qué, cómo va esa rodilla?», por los estudios de sus hijos «¿y el chico?, está ya con los curas, ¿no?, me alegro mucho, ahora lo que hace falta es que se aplique», o por su situación sentimental «cásate ya, hazme caso, que cuanto más tiempo dejes pasar, más pereza te dará y luego será peor», mientras entra en el palacio como Pedro por su casa, o simplemente, como una hermana que va de visita a casa de su hermano. En los primeros años de la dictadura de Paco, esta escena, que veinte años después empezará a ser más infrecuente, se repite casi a diario. Doña Pilar, Pila para sus allegados, forma parte del círculo íntimo del Caudillo, en el que se desenvuelve con una campechanía maternal tan acusada, que en ocasiones llega a ser desconcertante.

Hoy, sin embargo, Pila no podrá ver a Paco. Mientras avanza con paso firme por las mullidas alfombras de antesalas y corredores, lo último que puede imaginar es que un ujier, quizás un oficial del Ejército haciendo las veces de tal, porque la situación no está para protocolos, va a detenerla en la mismísima puerta del despacho de su hermano.

—Lo siento, doña Pilar, pero el Generalísimo ha suspendido todas las audiencias previstas en su agenda —el tono, respetuoso pero firme, llega quizás incluso a ser tajante—. Hoy no podrá recibirla. Está muy ocupado.

—Pero… No entiendo… ¿Qué pasa?

—Lo siento, doña Pilar.

—Mira, a mí no me vengas con esas, ¿sabes? Ya puedes ir largando…

—Lo siento, doña Pilar.

Para la hermana del dictador no resulta fácil aceptar una negativa en estas condiciones, y aún menos después de comprobar que este don nadie, erigido en guardián del santuario, no va a perder ni un segundo en explicarle las razones de tan inconcebible desaire. Por eso, en lugar de volver sobre sus pasos, se dirige tal vez a la antesala donde suelen esperar turno las personalidades citadas por Paquito. Es posible que allí encuentre a unas pocas personas de confianza, empresarios, asesores, altos cargos del Movimiento, quién sabe si algún obispo, tan pasmados como ella.

—Eminencia… Don Cosme… ¡Pepito, qué alegría verte! —y después de besar una mano, estrechar otra y plantar dos besos siempre maternales en unas mejillas descoloridas, se asombraría todavía más—. No me digan que a ustedes tampoco les han dejado pasar.

—Pues no, ya ves…

—¿Ni siquiera a usted, Ilustrísima?

—Ni siquiera a mí.

—¡Qué raro! —Pilar Franco se sentaría en una butaca, los iría mirando uno por uno, se sentiría incapaz de formular cualquier hipótesis—. ¡Qué raro!

Así empiezan a pasar los minutos, porciones de un tiempo misterioso en una jornada inédita, tanto que puede ser que ni siquiera se acerque un sirviente a ofrecerles un café. El 19 de octubre de 1944, los imprescindibles del Caudillo están de sobra en El Pardo. Lo mejor para todos sería marcharse por donde han venido, en silencio y sin rechistar, pero ninguno de ellos está acostumbrado a que nadie, si acaso el mismo Franco, les diga lo que tienen que hacer. Quizás por eso se quedan un rato, para ver si ocurre algo que ponga fin a este malentendido. Si efectivamente es así, sólo lograrán confundirse aún más.

Es probable que algún capitán general vestido de uniforme y alicatado de medallas pase ante ellos como una exhalación, sin detenerse a saludar. Para él sí se abrirá la puerta del despacho, pero no tan deprisa como para no darles tiempo a contemplar una expresión desencajada, el rostro pálido, blanco como un papel de arroz, del recién llegado. Más probable todavía es que asistan a la aparición de algún hombre joven vestido de civil, con una carpeta entre las manos y una palidez diferente, congénita y entonada con el color de sus ojos, de su pelo, de las pecas que quizás tapizan sus mejillas. Él no llega corriendo, sino caminando, en una actitud cortés, incluso ligeramente cohibida, tanto por la trascendencia del mensaje que va a transmitir como por la personalidad del hombre que lo va a recibir. Si el cancerbero del Generalísimo sale a su encuentro, los cortesanos despechados llegarán a escuchar tal vez un breve diálogo, que inicia el visitante al presentarse en unos términos de cortesía exquisita, propia de su profesión, y un español más que correcto, pero con fuerte acento extranjero.

—Buenos días. Soy… —y pronuncia un nombre insignificante, antes de añadir «ábrete, Sésamo»— funcionario de la embajada británica. Tal vez su Excelencia se acuerde de mí. Hace unos meses, Sir Samuel Hoare me hizo el honor de presentarnos.

—Sí, sígame, por favor —y este desaprensivo que no se ha dignado siquiera hablar con ellos, se deshace a su vez en amabilidades—. Por aquí… Su Excelencia le está esperando.

Después, doña Pilar y sus compañeros de infortunio alcanzarán apenas a escuchar el ruido de una puerta que se abre y se cierra, y como mucho, en ese mínimo intervalo, algún grito lejano, o el eco de un puño estrellándose contra una mesa.

—¡Toma castaña! —reflexiona la hermana del Caudillo en voz alta, con la campechanía que la caracteriza—. Pues ese sí que ha entrado.

—Eso parece —y en su desconsuelo, el obispo no encuentra más palabras que añadir.

—Desde luego, es para echarse a temblar, porque si anda por medio la Pérfida Albión… Lo único que saben hacer esos cabrones es joderlo todo —en ese instante, don Cosme, o Pepito, desearía haberse mordido la lengua al recordar la dignidad de uno de sus compañeros de antesala—. Perdón por la expresión, Ilustrísima.

—No pasa nada, hijo. En estas circunstancias…

Pero ninguno de ellos sabe aún cuáles son las circunstancias de una escena en la que el azar les ha obligado a actuar como meros figurantes.

Los autores adictos a la figura y la obra del Caudillo de España por la gracia de Dios, coinciden en desestimar el testimonio que Pilar Franco Bahamonde sembró generosamente, durante los últimos años de su vida, en entrevistas, documentales y un impagable libro de memorias,
Nosotros, los Franco
. No es de extrañar, porque la única hermana del Generalísimo es una bocazas poco común. Y no merece tanto esta denominación por su desparpajo para evocar episodios que ningún otro miembro de su familia ha osado nunca siquiera mencionar, como por su escasa inteligencia, inspiradora de la descabellada estrategia a la que la empujan sus mejores intenciones.

Después de erigirse a sí misma en defensora incondicional de todos los Franco, por más que ninguno se lo haya pedido, y en lugar de optar por la única actitud que le parecería sensata a cualquier niño espabilado, esto es, pasar por alto todas las situaciones delicadas o decididamente escabrosas en las que se hayan visto envueltas las personas de su entorno, Pilar se dedica en sus memorias a pasar revista a todos los rumores, escándalos y conflictos de su familia, con una única excepción. Ella misma los plantea, los desmenuza y los analiza, proporcionando toda la información que su hermano Paco logró ocultar durante cuatro décadas de dictadura, para intentar desmontarlos después con sus propios argumentos, una asombrosa fuente de ineptitud sólo comparable con su vehemencia y, por encima de cualquier otra consideración, una mina de oro.

Es muy verosímil que, como afirman sus detractores, la hermana del Caudillo sea, en el trance de escribir para la posteridad, una mujer fantasiosa, a la que le entusiasma darse más importancia de la que tiene en realidad, pero es igual de improbable que, considerando la pésima calidad de los argumentos que es capaz de fabricar, tenga la imaginación imprescindible para inventarse la información que proporciona.

Por ejemplo, para justificar el impulso que lleva a su hermano Nicolás a instalar en una suite del hotel Palace de Madrid a una nieta de Isaac Albéniz, tan guapa como parecen ser todas las descendientes femeninas del compositor, y mucho más joven que él, concluye que la gente es incapaz de comprender el sentido de una verdadera amistad.

Para explicar, a su vez, el disgusto que se lleva Paco cuando manda fusilar, en las primeras horas de la sublevación de julio de 1936, a su primo Ricardo de la Puente Bahamonde, que antes de convertirse en un oficial de Aviación leal a la legalidad republicana, fue el compañero de juegos más querido por el Caudillo en su infancia, argumenta que a su hermano le hacen una encerrona de la que no tiene más remedio que salir sufriendo, sacrificándose por amor a España.

Pero ni siquiera esta inefable combinación de estolidez y cinismo iguala su versión del accidente aéreo que le cuesta la vida a su hermano Ramón, alias «Chacal», héroe del vuelo transoceánico del
Plus Ultra
, anarquista y republicano de primera hora, diputado del grupo Radical Socialista en 1931, amigo de Ignacio Hidalgo de Cisneros, de Francesc Maciá, de Blas Infante, a quien el presidente de la República, Manuel Azaña, envía de agregado militar a Washington en 1935 porque teme que lidere un golpe militar de extrema izquierda, y encarnación suprema de la figura del traidor en la guerra civil española. En aquella contienda, traidores hay muchos. Como él, que da el bandazo en el instante en que se entera de que su hermano se ha convertido en el jefe de los rebeldes —ni un minuto antes, ni uno después, ninguno.

Quizás por eso, la muerte que halla, junto con todos sus compañeros de tripulación, el 28 de octubre de 1938, cuando despega del aeródromo de Palma de Mallorca para bombardear por su propia voluntad el puerto de Valencia, a pesar de que las condiciones meteorológicas son tan malas que el mando ha suspendido todas las operaciones, representa un misterio apasionante para cualquiera, excepto para su hermana. Ella afirma en primer lugar que lo matan los masones —¿quién, si no?—, y luego aporta el testimonio de un compañero de Ramón para cuadrar el círculo del accidente perfecto, un primoroso encaje del azar en el que ya no se sabe adónde ha ido a parar la masonería internacional. Así, el teniente coronel Franco, que se mete en una nube por su propia voluntad, en una época en la que los aviones no están dotados de instrumentos capaces de garantizar la travesía de las nubes sin contratiempos, no muere de un disparo de bala, como indicaría el agujero perfectamente limpio y redondo que tiene en la sien izquierda cuando rescatan su cadáver del mar, el resto de su cara limpia hasta del menor arañazo, sino de mala suerte. En el traqueteo de una turbulencia, su cabeza va a golpear en un tornillo del fuselaje al que le falta, precisamente, la tuerca. Y es este fatal tornillo lo que, en un avión donde todos los tripulantes llevan al menos una pistola encima, le perfora los sesos.

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