—¿Qué haces? —Montse no lo entendió.
—Estoy apartando lo que hace falta para el desayuno de mañana —y señalé la despensa—. ¿Han sobrado magdalenas?
—Sí, hay unas pocas, pero… ¿Y lo demás?
—Se lo vamos a regalar a los cocineros del campamento —mientras la veía asentir, la recordé aquella mañana en la que me preguntó si yo era roja antes de confesarme que ella no sabía lo que era—. No pienso dejar aquí ni una puta corteza de mi cerdo. Ni una cebolla. Ni una patata. Ni las cascaras.
Entre las dos organizamos en un momento una procesión de soldados, cargados con sacos, cajas y un par de lomos de bacalao, que interrumpió la concentración de los hombres que fumaban y discutían alrededor de un mapa.
—Y otra cosa… —me atreví a preguntarle al Lobo después de explicarle lo que estaba viendo, mientras Montse, con una repentina autoridad que ya había dejado de sorprenderme, les mandaba despejar el tablero para poner la mesa—. Aparte de nosotras dos, ¿vais a llevaros a más civiles? Lo digo por los niños que han venido a desayunar esta mañana —él clavó los codos en la mesa, se sujetó la frente con las manos, empezó a negar, muy despacio—. Son muy pequeños y trabajan como animales, yo creo…
—No empecemos, ¿eh? —y se irguió sólo después de interrumpirme—. No empecemos. No me pongas las cosas más difíciles, por favor te lo pido.
Pero los dos sabíamos que no podía negarse, y cuando fui a verles, Matías aceptó por los tres. A la mañana siguiente, Montse y el Zurdo los trajeron consigo, y su hermano se ocupó, a cambio, de ponernos las cosas difíciles a todos.
La noche anterior, nos habíamos acostado muy pronto, después de cenar. Yo me quedé dormida casi al instante, pero me levanté aún más temprano. Hacía mucho frío, pero como tampoco tenía interés en ahorrar carbón, encendí la cocina enseguida, dejé la puerta abierta, para que calentara la habitación más deprisa, y empecé a pelar cebollas, patatas, las corté, las rehogué, y seguí trabajando, friendo el chorizo, el tocino que iba a añadir a las migas, tan atenta a los sonidos de la casa que se desperezaba como a las orlas de huevo batido que se rizaban lentamente, para trepar por las paredes de la sartén. No quena pensar en nada, y no me resultó difícil hasta que Andrés empezó a llorar.
—Pero, bueno… —Montse se sentó en una silla, le cogió en brazos, le acomodó sobre sus rodillas para mirarle a la cara, y el llanto del niño se fue haciendo un poco más estruendoso en cada etapa—. ¿Pero no habíamos hablado ya, tú y yo? ¿Es que no quieres ir al colegio? ¿No quieres aprender a escribir, y a hablar en francés, y a hacer cuentas, y experimentos?
—¡No!
—¿No? ¿Y tampoco quieres tener unos cuadernos muy bonitos, y una cartera nueva, y un plumier, y muchos lapiceros de colores? ¿Qué quieres, quedarte aquí para no aprender nada, y ocuparte de las mulas toda tu vida, hasta que empieces a rebuznar y te conviertas en una mula tú también?
Yo les miraba desde el umbral, vigilando de vez en cuando al Lobo, que estaba apoyado en una pared con una expresión sombría, temible, atravesada en la cara.
—Pero ¿por qué no quiere venir? —para no incrementarla, me dirigí a Matías sin levantar la voz—. No lo entiendo. ¿Tú le has explicado…?
—¡Todo! —tenía la cara pálida, los ojos húmedos, y una expresión desencajada, mucho más conmovedora, más digna de compasión que el llanto de su hermano—. Se lo he contado todo. Le he dicho que a padre le gustaría que nos fuéramos con vosotros, que eso es también lo que madre querría que hiciéramos, que aquí no dejamos nada nuestro, pero como es un cagado, y todo le da miedo… —y tan precoz, tan adulto como era, hizo una pausa por no hacer un puchero—. Antes de venirnos fue igual, que no quería, que no, que no, que él no se iba del pueblo. Entonces sí quería ir a Francia, a buscar al tío Andrés, el hermano de mi padre, entonces sí, que no podíamos, y ahora…
Al escuchar eso, Zafarraya se levantó, le dio una palmada en la espalda, se fue derecho a la cocina.
—Pero, vamos a ver… —y se quedó mirando al niño que lloraba con los ojos muy abiertos—. ¿Y tú, cómo no me has dicho antes que eras el sobrino pequeño de Andrés? ¡Anda que, si lo llego a saber…!
Y mientras el crío se destapaba la cara muy despacio, los que estaban sentados, esperando un desayuno pendiente de la voluntad de sus nueve años, fueron sonriendo, uno por uno.
—¿Tú conoces a mi tío?
—¿Que si lo conozco? —Zafarraya se echó a reír con tanta naturalidad que Andrés no pudo hacer otra cosa que desfruncir el ceño—. ¡Pero si hicimos la guerra juntos! Bueno, ahora hace ya un tiempo que no lo veo, porque como él no ha podido venir, pues… Pero, mira, te voy a decir… Tu tío es español, ¿a que sí? Y habla con un acento igual que el tuyo, porque sois del mismo pueblo, ¿a que también? Tendrá… Treinta y pico años, como yo, más o menos, ¿no? —su interlocutor asintió, muy serio todavía—. Pues claro que sí, hombre, y tú te llamas Andrés por él, que si no recuerdo mal, se llama así por tu abuelo, ¿o no? —y sin dejar de mover la cabeza, el niño sonrió—. ¡Acabáramos! Y lo que no sé es cómo no me he dado cuenta antes, porque os parecéis, ¿eh?, no creas, sólo que él es mucho más alto que tú, pero tiene el pelo castaño, ni muy rubio ni muy moreno, y los ojos, así…, marroncillos, el cuerpo más bien delgado, la piel curtida de trabajar en el campo. ¿A que tengo razón? Pues ya puedes espabilar y sentarte a desayunar de una vez, porque como tu tío se entere de que has estado con nosotros y no has querido venirte a Francia, la bronca que me va a caer va a ser pequeña, ¿sabes?
Pero Andrés sólo tenía nueve años, y lo demás fue mucho más difícil. El Sacristán se fue despidiendo de todos nosotros antes de salir sentado, a la sillita de la reina, entre dos soldados de paisano. El Pasiego, vestido con un traje de pana, nos abrazó de pie, reservando el último abrazo para un hombre de tez oscura, vestido con un uniforme militar de comisario, que se bajó del coche que había venido a recoger al Sacristán y al Pasiego para llevarlos hasta una masía, cerca de Tremp, donde estarían escondidos hasta que el Partido encontrara la manera de sacarlos de España. Yo nunca había visto al recién llegado, pero me di cuenta de que su presencia conmocionaba al resto de los habitantes de la casa, sobre todo al coronel, que se fue derecho a por él con una expresión tan intensa que por un momento creí que iba a pegarle.
—¡Gitano! —pero lo que hizo fue abrazarle.
—¡Lobo! —y él le devolvió un abrazo igual de estrecho—. ¡Me cago en la hostia!
—Pero ¿qué haces tú aquí? —Zafarraya les abrazó a los dos, y cuando se separaron, los tres estaban igual de emocionados.
—Ya que no me dejaron venir con vosotros —y empezó a abrazar por turnos a todos los demás—, he pensado que, por lo menos, vamos a marcharnos juntos, ¿no?
El Gitano, que no era gitano, sólo muy moreno, venía desde Es Bordes, un pueblo más grande que Bosost, al sur de Viella. Galán empezó a contarme que él era el comisario que deberían haberles asignado porque el Lobo, Zafarraya y él habían estado siempre juntos, desde el 36, pero no me enteré de qué pintaba Flores en aquella historia, porque la aparición de Comprendes, que bajó las escaleras vestido de pastor, le enmudeció en la mitad de una frase.
—Hasta aquí hemos llegado, ¿comprendes? —los dos se abrazaron en silencio, durante un rato largo, y no se soltaron del todo mientras se hacían las últimas recomendaciones—. Cuéntale a Angelita que el Lobo no me ha dejado quedarme mucho tiempo, que se porte bien, ¿comprendes? Dile que la quiero mucho, que la echo de menos, que no piense mal de mí, que ella es muy capaz, que es sólo que… Que es que me pongo malo de pensar en volver a rendirme, ¿comprendes? —hizo una pausa para volver a abrazarle—. Y si no puedo llegar para el parto, y es niño, que le ponga Miguel, ¿comprendes?
—Bueno, pero tú cuídate mucho…
Después, nos despedimos del Afilador, de Tijeras, vestidos igual que él, con ropas viejas, igual de cochambrosas, y salí hasta la puerta para verlos marchar. El Lobo no ordenó la retirada hasta que estuvo seguro de que todos los hombres que se quedaban habían podido salir del pueblo sin contratiempos. Entretanto, yo me despedí del caballo que había sido mi mejor compañero, un camarada leal, casi un arma, más que un guardaespaldas.
—Te voy a echar de menos —le dije en un susurro, mientras le acariciaba el cuello, el lomo, notando la sangre que abultaba sus venas en la punta de los dedos—, pero no te preocupes. Ricardo te encontrará, te llevará de vuelta a Pont de Suert, y yo nunca olvidaré que no habría podido hacer nada sin ti,
Lauro
…
Cuando salí del establo, me volví y él levantó la cabeza para quedarse quieto, mirándome, como si quisiera despedirse de mí. Aquella mirada inauguró una borrasca que iría creciendo, afirmándose en cada paso, la lluvia fría que me anegó por dentro hasta que la temperatura del hotel Les Arcades estableció el clima de lo que sería el resto de mi vida.
Eso también me lo enseñaron los niños, porque cuando subí a verles, por no ver a Galán, tan solo y tan perdido en cada cigarrillo que encendía, en cada copa que apuraba, me encontré a los dos hermanos muertos de risa, botando sobre sus camas mientras se tiraban las almohadas a la cabeza. Pero en el dormitorio contiguo, Mercedes estaba sentada en el borde de la cama, con un camisón de franela muy usado, los brazos muertos y la mirada perdida, ausente, de una ciega. Aquella mañana había aparecido en el cuartel general con un hato donde transportaba todas sus propiedades, una muñeca vieja, una foto enmarcada de sus padres, una muda de ropa interior, un delantal, un pañito de ganchillo que le había regalado su abuela, y una caja de hojalata, que una vez había sido de galletas y ahora estaba llena de botones, de cromos, viejas insignias y las baratijas que había ido comprando de año en año, de puesto en puesto, en las fiestas de su pueblo. Por la noche, al entrar en su habitación, me fijé en que aún estaba en el suelo, abierto, pero sin deshacer.
—Y tú también, vamos, acuéstate… —y cuando la miré con atención, no supe por dónde seguir—. ¿Qué te pasa, Mercedes?
—Nada —yo solía decir lo mismo cuando se me caían de los ojos lágrimas tan grandes como las que estaba viendo caer de los suyos—. Nada, de verdad. Es sólo que… Me he puesto triste.
Me senté a su lado, le pasé un brazo por los hombros y no reaccionó a mi abrazo.
—¿Y por qué estás triste?
—No sé, es que… Se me han roto las alpargatas, y tengo frío, y… Me siento rara aquí, tan mal vestida… Es como si este sitio no fuera para mí. Me da pena.
—¡Pero no te preocupes por eso, mujer! —cometí la ingenuidad de sonreír y la rodeé con los dos brazos—. Mañana salimos a comprar ropa, ya lo había pensado, lo he hablado con Montse hace un momento.
—Ya… —pero aquella noticia no la reconfortó—. Gracias —porque entonces empezó a llorar en serio.
—Mercedes… —y yo no fui capaz de adivinar las razones de su llanto—. ¿Qué te pasa?
Tardó algún tiempo en contestar. Antes, se abandonó a sus sollozos, logró imponerse a ellos, dejó de jadear, volvió a respirar por la nariz, se limpió la cara con las manos. Después, habló con los ojos clavados en los pies, sin dejar de retorcerse los dedos de la mano izquierda con la derecha.
—Es que me acuerdo de mi madre, de mis hermanos, en Zafra, y yo aquí, sola, tan lejos, con todo el chocolate que he comido, en esta cama tan buena, y pienso en el frío que hará en mi pueblo, y… Me da mucha pena.
Yo no podía hacer nada para arreglar eso. Nada de lo que yo pudiera hacer, nada de lo que pudiera decir o pensar serviría para remediarlo, y sin embargo, hablé y hablé con ella, para ella, durante mucho tiempo, minutos enteros haciéndole promesas que no podría cumplir, embaucándola con mentiras que tampoco lo eran del todo, porque no había otra verdad a mi alcance. «Escribiremos a tu madre, Mercedes, le diremos que busque un teléfono al que podamos llamarla desde aquí para que hables con ella, intentaremos reclamarla, hablaremos con algún camarada francés que esté en el gobierno, le pediremos que le conceda un pasaporte, ya verás, con un poco de suerte, dentro de poco, igual hasta está aquí, contigo…». Era mentira, y no era mentira, porque lo único importante era que se tranquilizara, que pudiera dormir y se levantara con ánimos por la mañana, no la verdad. Eso era lo que iba pensando yo mientras le contaba un cuento de hadas, no tan diferente de los que me había contado a mí misma durante años,
aquí, Radio España Independiente, estación pirenaica
, esa era nuestra vida, la mía y la de la hija de un fusilado que se había apellidado García antes de dejarla huérfana hasta de sus apellidos. Esa era nuestra vida y no había nada que hacer, no podíamos hacer nada excepto contarnos cuentos, y contárselos a los demás para hacer habitable aquel desierto devastado hasta el subsuelo, la pena negra en la que nos había tocado vivir y en la que no podíamos permitirnos el lujo de pensar que mejor habría sido morirse, mientras tuviéramos un cuerpo capaz de sentir hambre y sed, de acusar el frío, el calor, de reclamar el sueño.
Cuando logré meter a Mercedes en la cama, mullirle la almohada, arroparla bien, me había convertido en toda una exiliada comunista española, una representante más de la fabulosa estirpe de creadores, ilustradores y consumidores de fantasías, que lograrían alimentarse y dormir, trabajar y ser felices durante treinta años, a fuerza de encaramarse sobre una nube sonrosada, aislada de la dura realidad del suelo, donde ni las verdades eran verdad ni las mentiras lo eran del todo. Sólo así, mientras parecía que navegábamos sin brújula por un mar ficticio de olas de cartón piedra, conseguiríamos llegar a ser también una tenaz estirpe de supervivientes, y nuestra propia vida, la victoria decisiva.
Aquella misma noche, tuve la ocasión de debutar en las múltiples variedades de mi flamante naturaleza, y sin embargo, cuando Galán vino a buscarme, sólo me sentía culpable de haber arrastrado hasta el sur de Francia a aquella niña extremeña que no le había pedido a nadie que la sacara de España. Me preguntaba quién me habría mandado a mí meterme en su vida, en la de Matías, en la de Andrés, con qué derecho les había animado a seguirnos, cómo había podido contarles tantas mentiras en tan poco tiempo. La lógica de la invasión, el cuartel, los fusiles, los uniformes, la necesidad de retirarse en orden y a tiempo, quedaban ya muy lejos de aquel hotel de Toulouse, una ciudad extranjera en un país extranjero, donde la sangre no llegaba al río y aquella lluvia triste, que no dejaba de caer, entonaba sobre los cristales una canción ajena, el ritmo de un destierro semejante al abandono. Bajo la luz templada del pasillo de un hotel francés, el desesperado arrebato que había impulsado mis cálculos, mis acciones del día anterior, me parecía un alarde de insensatez, un exceso censurable, incomprensible.