—Mejor dicho, lo que hace falta es no tener vergüenza —tampoco volvería a tener náuseas después de increparla en voz alta, desde el centro del comedor, con los brazos en jarras—. Después de lo que ha pasado, venir aquí a comer, como si tal cosa…
Mientras la escuchaba comprendí que, por muchos años que llegara a vivir, por muchas cosas graves, importantes, trascendentales, que pudieran pasarme después de aquel día, nunca llegaría a olvidar aquel momento. Y que si era verdad que la memoria se vaciaba un instante antes de la muerte, si era verdad que proyectaba a toda velocidad las imágenes fundamentales de una vida antes de apagarse para siempre, algún día volvería a verlo todo como lo estaba viendo entonces desde la puerta de la cocina, Montse de pie, en el centro del comedor, con el abrigo puesto, sus ojos como alfileres, como agujas, como clavos tenaces y oxidados crucificando a Carmen en el madero de su culpa, y Angelita detenida entre dos mesas, con una bandeja en la mano, antes de soltarla y acercarse a Montse, antes de abrazarla desde atrás, colocando una mano sobre su hombro para que ella la apretara con la suya sin decir nada, sus dos cabezas juntas, sus dos pares de ojos perforando el aire al mismo tiempo, tan quietas que parecían una sola estatua, una escultura clásica y terrible, la efigie de una hidra con dos cabezas y el don de petrificar cualquier superficie sobre la que se posara su mirada. Eso fue lo que vi, eso y el cementerio de Bosost, los apresurados entierros del último día, Miguel Silva Macías, 1923-1944, las lágrimas del Zurdo, las lágrimas de Comprendes, las lágrimas de un Sacristán que ya no tenía pies ni dos tobillos, la cabeza vendada y una voz que no parecía la suya, vete, Román, vete, marchaos de una vez, dejadme aquí. En aquel instante, volví a contemplar todas aquellas lágrimas, y las de Galán, tan sigilosas que apenas había llegado a verlas reflejadas en el espejo de una cómoda.
Nunca podría olvidar ese momento, nunca, Angelita, que se había jugado la vida tantas veces en la Francia ocupada antes de conocerme, y Montse, que ni siquiera sabía qué era ella exactamente cuando la conocí, plantadas como un solo árbol inmenso en el centro de la taberna, mientras tres hombres de aspecto corriente, pantalones oscuros, chaquetas de mezclilla, tres jerséis de punto sobre tres camisas blancas, dos con corbata y uno sin ella, asentían con la cabeza y el cuerpo tenso, las piernas preparadas para saltar, cada uno desde una mesa distinta. Carmen ni siquiera sabría quiénes eran, yo sí. Yo les conocía, y sabía lo que significaba para ellos la violencia de aquella escena tan lenta, tan quieta, silenciosa como el aire que sucede por un instante al trueno, a los relámpagos que arrastran las tormentas, el Ninot, que había entrado en Arán con Pinocho, el Tranquilo, que había pasado por el Aneto para desplegar a sus hombres en la sierra de Alcubierre, y al fondo, en la mesa de la familia, el Gitano, que quiso volver de España con sus camaradas después de que, en nombre de aquella mujer, le hubieran prohibido ir con ellos.
Carmen apenas los conocía, quizás no habría podido reconocerlos ni siquiera si los hubiera mirado, pero no los miraba, no me miraba a mí, no miraba a Lola, ni siquiera miraba a su marido, que nos miraba a todos con una expresión alucinada, las pupilas dilatadas por el asombro, esa expresión altiva, soberbia, para la que el idioma español ha creado una frase tan eficaz, mucho más brillante que cualquier adjetivo, «usted no sabe quién soy yo». Eso era lo que estaba pensando Agustín Zoroa, que Montse y Angelita no sabían quién era él, a quién estaban maltratando. No se podía creer lo que esas dos simples camareras le estaban haciendo a su mujer, a la mujer que estaba casada con él, el dirigente destinado a ocupar el puesto de Monzón, a convertirse en el secretario general del interior, pero aquella vez, Carmen de Pedro necesitó algo más que la protección de un hombre dispuesto a salvarla.
—Montse… —yo tampoco podía, ni siquiera quería salvarla, pero lo que estaba viendo en su cara me impulsó a intervenir.
—¿Cómo que Montse? ¿Qué pasa, que a ti el embarazo te está afectando al cerebro?
—¡Montse! —pero Amparo lo dijo más alto, con su peculiar acento autoritario, que era suave e inflexible al mismo tiempo—. Déjalo ya… —y todo se disolvió tan deprisa como había empezado.
Después, cuando Montse me pidió perdón, y yo le pedí perdón, y ella le pidió perdón a Amparo, y Amparo se lo pidió a su vez, hasta que Angelita dijo que ya valía, que nos diéramos todas por perdonadas y nos pusiéramos a trabajar, porque con tantas disculpas se estaban amontonando los pedidos, todavía no entendía muy bien lo que me había pasado. Carmen se había ido corriendo con la cabeza baja, los ojos fijos en las baldosas del suelo, y Agustín había salido detrás de ella, andando más despacio y amenazándonos a todos con la mirada, pero eso me había dado igual. No le tenía miedo. Nunca me dio miedo, si acaso compasión, jamás tanta como aquel día, pero mucha menos que la que me inspiró su mujer.
Yo pensaba lo mismo que los demás, que Carmen era culpable, tan culpable como Monzón aunque fuera mucho más tonta, aunque se lo hubiera jugado todo por él, para él, que nunca la habría correspondido de la misma manera, porque nunca la había amado con la intensidad enloquecida, terminal, suicida, del amor que recibía. Yo pensaba lo mismo que los demás, y me quedé tan pasmada como ellos cuando me enteré de su boda con Zoroa, una noticia que hizo aflorar a mis labios una versión cualquiera del exabrupto que escuché tantas veces, ¡joder!, ¡coño!, ¡la hostia!, como si ninguno de nosotros encontrara una fórmula adecuada para traspasar la barrera del asombro. Yo pensaba lo mismo que los demás, pero comprendí a tiempo que aquel día Carmen no había querido desafiarnos, sino enseñarnos un camino para pensar en ella de otro modo, ofrecernos un puente para cruzar el río de interjecciones malsonantes que se desbordaba de ventana en ventana, de terraza en terraza, de portal en portal, cada vez que salía con su marido a la calle para afirmar una verdad en la que nadie podía creer.
Para eso había venido, para eso había escogido la mesa más visible, para eso había estado haciéndole carantoñas a Zoroa entre plato y plato, y se había atrevido a saludarme a mí, que entonces era todavía, y sobre todo, la cocinera de Bosost, la hermana de un falangista que había llegado galopando, con tres mil pesetas y una sombrerera llena de rosquillas, al cuartel general del Lobo, la que hacía migas para desayunar y, por las noches, unas sopas de ajo que estaban como para cantarles coplas, la que había cazado a Galán, primero follando como ya no follaban las mujeres en España, y después, errando el tiro para acertarle a una campana que acabó salvándole la vida. Esa era yo, y era famosa, tanto como para expedir certificados públicos de salvación. Eso creía ella y para eso había venido, para decirme, mírame, ¿ves?, ya no soy la misma de hace tres meses, ya estoy en gracia otra vez, soy una más de vosotras, igual que vosotras, la buena esposa de un buen comunista.
Cuando volví a la cocina, ya sabía que nunca podría olvidar la humillación que vi en sus ojos, la súplica que acechaba detrás de aquel aplomo flamante e imposible, la desolación culpable que lo arruinó en una fracción de segundo, y su vergüenza, una vergüenza que le correspondía sólo a ella, de la que nadie podría nunca absolverla y que logró conmoverme, sin embargo. Nunca llegaría a entender bien a aquella mujer. Nunca comprendería su cobardía, la indigna solución que le permitió escapar del callejón sin salida al que la había llevado su amor, aquella boda apresurada que resolvió un desengaño con otro engaño, después de haber renunciado a Jesús sin pelear, sin habérselo echado siquiera a la cara. Siempre sospeché que, cuando se casó con Zoroa, Carmen seguía enamorada de Monzón, que habría vuelto a sacrificar cualquier cosa, su posición, su salvación, su futuro, si él la hubiera llamado a su lado. Eso era lo que pensábamos algunos, otros, que ni siquiera la había movido el despecho, que había actuado por puro oportunismo. Pero aquel día, yo adiviné otra parte de la verdad mientras Montse y Angelita, y el Ninot, y el Tranquilo, y el Gitano, la miraban de lejos, de perfil. Estaba tan cerca de ella que logré ver su miedo como si fuera un bulto, una excrecencia, un tumor sólido y maligno asomando a su rostro, la sombra de un pánico brutal que jadeaba como un animalillo inválido, aterrorizado, solo, desde el fondo de sus ojos, pobre Carmen.
—¿Y Jesús Monzón? —por la tarde, cuando nos quedamos solas, Amparo formuló en voz alta la pregunta que todas habíamos hecho para nosotras mismas mientras trabajábamos como si nada hubiera alterado la rutina de todos los días—. ¿Sabrá lo que ha pasado, que Carmen se ha casado con otro, que ese otro es Zoroa? Me gustaría saber qué piensa de todo esto.
—¿Que qué piensa? —y Lola, que acababa de demostrarnos que era la única que conocía bien a Carmen de Pedro, contestó sin vacilar—. Te lo digo yo. Jesús, que lo sabe todo, está ahora mismo en Madrid descojonándose de risa. Pero descojonado vivo, vamos, como si lo viera…
Aquel episodio no tuvo consecuencias. Unos días después, supimos que Zoroa había protestado, que había exigido que Montse se disculpara, que desagraviara a Carmen en el mismo lugar y en las mismas circunstancias que había escogido para ofenderla, pero que alguien le dijo que no jodiera, que lo que más le convenía era quedarse callado y dejarlo estar, porque no estaba el horno para bollos. En aquellos momentos, para el horno en el que se cocía la dirección del Partido, el cabreo de Agustín representaba un pan barato, un riesgo insignificante en comparación con la empanada que podría desencadenar el cabreo de los camaradas del Zurdo, los hombres que, en su ausencia, defenderían a su dama para arrastrar consigo la indignación de todo el Ejército de la Unión Nacional, de López Tovar hacia abajo, y devolver relieve, contraste, color, a la memoria de las víctimas de Arán, aquellos cadáveres que flotaban en el limbo de las responsabilidades que a nadie le convenía asumir.
Son cosas de mujeres, le dirían, una agarrada sin importancia, nada grave, pero cuando las cosas fueron de hombres, se resolvieron de la misma manera. Si el Sacristán había logrado volver a Toulouse sano y salvo, fue porque, menos de una semana después de la retirada, el Lobo acompañó a su jefe a una reunión donde nadie le esperaba y exigió un plan de evacuación para los dos oficiales que había dejado en España. Después de escucharle con mucha educación, los políticos le miraron, le sonrieron, y le dijeron, «camarada, en estos momentos, eso no es prioritario». El Lobo les devolvió la sonrisa, sacó la pistola de su cartuchera, la puso encima de la mesa con un gesto apacible, hasta amistoso, calculadamente pacífico, pero la puso encima de la mesa, y arrimó una silla para sentarse en ella. «Pues yo siento discrepar, camaradas, —opinó por fin—, pero a mí me parece que en estos momentos no hay nada más prioritario». Y un mes y medio más tarde, el Pasiego volvió a coger al Sacristán en brazos para abordar la lancha que los recogió de madrugada, en una cala desierta al norte de Cadaqués, y los llevó hasta el pesquero francés que los desembarcaría en un pueblecito cercano a Perpiñán unas horas más tarde.
Al día siguiente, yo misma asé un cabrito para celebrarlo, y me dio tanto trabajo que creí que era la última en abrazar a los recién llegados, pero cuando volví a la cocina, vi a Lola en el umbral, retorciendo un trapo entre las manos mientras me miraba con una expresión errónea, dulce y ansiosa, tan carnal que no podía estar destinada a mí. Entonces giré la cabeza para descubrir que tenía al Pasiego pegado a los talones.
—Lola… —él llegó hasta ella y la besó en las mejillas con una naturalidad impropia del incendio que desataron sus labios—, ¿cómo estás?
—Bien —ella se tapó la cara con el trapo antes de sonreír—. Muy contenta de verte.
El Pasiego retocó la posición de las gafas sobre la nariz, sonrió a su vez, se dio la vuelta, se sentó al lado de su legítima y no volvió a acercarse a Lola, pero tampoco dejó de mirarla. Desde aquella noche, yo también miré con más atención a aquella chica que siempre me había parecido especial, de entrada por su físico, porque no era una belleza, pero sí una mujer interesante, con un cuerpo flaco, escurrido, casi andrógino excepto por los pechos, grandes y redondos, aún más llamativos en relación con su delgadez, y un rostro afilado, pero atractivo, que declaraba nítidamente su origen mestizo de gitana rubia, la primera condición heredada de su padre, gitano por los cuatro costados, la segunda de su madre, que había nacido en Río Tinto, fruto del matrimonio de un capataz inglés con una nativa de padre escocés. Aquella mezcla, que explotaba en el aire cada vez que el Perdigón la reclamaba para que le acompañara con las palmas, se mantenía en un estado de combustión sostenida mientras trabajaba muy bien y muy deprisa, pero sin despegar apenas los labios, como si tuviera muchas cosas en las que pensar. Ese silencio clamoroso, cargado de ruido, era el único rasgo que tenía en común con el Pasiego, que solía estar tan callado como ella, sin dar tampoco nunca la impresión de estar obligado a hacerlo por no tener nada que decir. Quizás por eso, no me extrañó descubrir que había algo entre ellos, aunque me equivoqué al calcular que no tendría consecuencias. En el verano de 1945, cuando volví a pillarles, descubrí mucho más que una historia de amor que terminaría llevándose el matrimonio de la Pasiega por delante.
El Zurdo y Montse, que no consiguieron arreglar los papeles a tiempo para casarse en el otoño del 44, decidieron hacer coincidir su boda con la Virgen de agosto, y la celebramos en nuestro nuevo restaurante, una semana antes de abrirlo al público. Aquel día, yo volví a trabajar para ocuparme del banquete, después de tener una niña que nació el 17 de julio, exactamente nueve meses después de que escuchara la noticia de la Operación Reconquista en un noticiero de la Pirenaica, pero diez días antes de lo que había previsto el médico. Galán seguía en España, bien, según lo que me habían ido contando unos y otros, así que, cuando llegó el momento, Angelita se sentó a mi izquierda, y Amparo, a mi derecha, me cogió de la otra mano y me animó a decir barbaridades, tú di lo que se te ocurra, cariño, que yo soy valenciana y no me asusto de nada… El parto fue bueno, y el 22 de julio ya estaba levantada, haciéndome la comida, cuando escuché la puerta de la calle, que había dejado sólo encajada para que el timbre no despertara a mi hija, que acababa de dormirse.
—¡Estoy en la cocina! —avisé a la que viniera a verme, antes de que el eco de unos pasos sobre el parqué del recibidor, me dejara sin aliento.