—Buenos días.
No sabía si aquel dependiente con gafas era el único enlace con el que contábamos en aquel negocio, pero al entrar, descubrí que no estaba solo. Al fondo, ante la cortina de terciopelo que separaba la tienda del obrador, dos hombres miraban las tartas que había en una vitrina. Uno de ellos estaba demasiado cerca de la otra dependienta, rubia, treinta años, resultona, para ser un simple cliente. Como ella no hablaba, ni le sonreía, pese a que el muslo izquierdo del hombre rozaba descaradamente su trasero, calculé que lo más probable era que aquella indecorosa proximidad se debiera a que él la estaba apuntando con una pistola, oculta tras el abrigo que llevaba en el brazo.
—Buenos días, señor —me respondió el chico, añadiendo una coletilla que no recordaba haber escuchado otras veces.
Antes de bajar la vista hasta el mostrador, me di cuenta de que estaba muy nervioso. Entonces, el hombre que no estaba rozando a la chica se apartó de la cortina y avanzó despacio, como curioseando el mostrador opuesto al que yo tenía delante, hasta que se colocó detrás de mí. Y no tuve que pensar dos veces, ni siquiera una sola, que iba a abandonar la contraseña.
«¿Tienen violetas?», debería haber preguntado. «Claro, ¿cómo las prefiere, de caramelo o escarchadas?», deberían haberme contestado. «Escarchadas, mejor», debería haber rematado yo. El chico me habría hecho un paquete con papel de regalo y, después de cobrarme los dulces, me los habría entregado dentro de una bolsa de papel con un sobre encajado en el fondo. Dentro, estarían los textos que yo debería entregar a un impresor clandestino después de examinarlos y aprobar, o corregir, su contenido, de acuerdo con las consignas que me habían enviado desde Toulouse, por un medio desconocido para mí, unos días antes. Luego, habría vuelto a mi pensión sin más tareas pendientes que acudir a una cita de despedida con la persona que fuera a relevarme y cuya identidad tampoco conocería hasta que la tuviera delante, hacer las maletas y regresar a casa.
—¿Puedo ayudarle?
Cuando el dependiente, con la cara tan blanca ya como los merengues que reposaban a su izquierda, sobre una bandeja, volvió a interesarse por mí, ya había comprendido que sólo tenía una opción, y que si era capaz de ejecutarla con éxito, Inés habría vuelto a salvarme la vida.
—Vísteme de señor.
—¿Qué?
Tres días antes de mi primer viaje, mientras pensaba en mi equipaje, eché de menos aquel jersey marrón, con rombos rojos y azules, que había desaparecido de todos los cajones. Tampoco había vuelto a ver ni rastro de su compañero color verde botella. Ella los había quitado de en medio para sustituirlos por otros más discretos, antes de emprenderla con mis americanas. Yo me ponía todo lo que me compraba por tenerla contenta, pero hasta aquel momento no se me había ocurrido que podría sacarle partido a sus gustos.
—Sí —me expliqué mejor—. Imagínate que, cuando esté dentro, algún día me conviene parecer un amigo de tu hermano… ¿Cómo tendría que vestirme?
Al escucharme, sonrió. Fue la primera vez que sonrió de verdad en varios días, antes de levantarse para vaciar el contenido de mi armario sobre la cama, separando cada prenda para examinarla con atención, antes de tirarla sobre la almohada o colocarla con cuidado en el otro extremo. Pero sus silencios se fueron alargando a medida que se acentuaba una mueca de disgusto.
—No es suficiente —y negó con la cabeza antes de explicarse—. Necesitas, por lo menos, tres cosas que no tienes. Un buen abrigo, un buen sombrero y un par de corbatas de seda natural. ¿Cómo andamos de dinero?
En el invierno de 1945, el dinero todavía era asunto mío. Por eso intenté negarme, le dije que no, que ni hablar, que no iba a gastarme ni un céntimo en esas mamarrachadas, pero ella fue inflexible.
—Muy bien, pues entonces nos olvidamos —y fue doblando con cuidado todo lo que había desplegado antes—. Porque, si vas bien vestido pero sin abrigo y sin sombrero, lo único que vas a conseguir es llamar la atención.
El abrigo, largo y grueso, de un tejido extraño, que parecía tener pelo pero no era de piel, pesaba sorprendentemente poco para lo que abultaba. De un color marrón acaramelado, «camel», lo llamó Inés en sus conversaciones con el dependiente, era carísimo, pero me gustó. Sin embargo, habría preferido ahorrarme el sombrero, no sólo por la puñalada del precio, sino por su inutilidad. Nunca los había usado, no me gustaban. Quizás por eso me costó tanto trabajo aprender a ponérmelos.
—No, hombre, así no… —ella se partía de risa ante el espectáculo de mi torpeza—. No es una gorra, ¿sabes? Tienes que encajártelo por aquí, y bajar un poco el ala, así, levantándola por este lado… Muy bien. Ahora tú sólo…
Perdí una noche entera aprendiendo a ponerme el sombrero, y en ningún momento conseguí verme guapo, ni apuesto, ni distinguido, por mucho que Inés discrepara de mi opinión. Pero eso había ocurrido en enero de 1945. En mayo del 49 no renunciaba a él salvo en las ocasiones en las que pudiera perjudicar a mi cobertura. Ya tenía varios, de invierno, de entretiempo y de verano. Aquel día había entrado en la confitería con el más adecuado. Llevaba sobre los hombros una gabardina inglesa que me había comprado yo solo en una tienda de la Gran Vía. Sabía que, sólo por ir vestido así, mi aspecto habría infiltrado una considerable dosis de incertidumbre en los cálculos de los policías que me estaban esperando. Pero, además, el roce del fieltro sobre mi frente, la crujiente tiesura de la tela sobre mis hombros, me ayudaron a interpretar el papel que más me convenía.
—Si está buscando algo en concreto… —y eso fue lo que empecé a hacer justo después de que el dependiente se ofreciera a ayudarme.
—No, por favor, atienda a este señor —y me volví para comprobar que, efectivamente, el que no estaba interesado en la rubia, se encontraba justo a mi espalda—, que ha llegado antes que yo.
—No se moleste —percibí el desconcierto en su voz—. Sólo estoy mirando.
—¡Ah! Pues… tengo que hacerle un regalo a mi suegra, y me he fijado en esas bomboneras que tienen ahí —el chico se volvió y cogió una caja de cristal tallado, pero le corregí sobre la marcha—. No, esa no. Me refería a las que están más arriba, las de metal, esas, sí, ¿le importaría enseñármelas?
Eran dos esferas de un metal esmaltado, quizás bronce, con una técnica de nombre francés. Se lo había escuchado a Inés alguna vez, pero en aquel momento no conseguí recordarlo. Descarté la más grande, decorada con un motivo vagamente chino, porque la tapa se levantaba del todo. La más pequeña, que era a su vez un globo terráqueo, tenía un broche metálico por delante que permitía desprender el hemisferio norte y sustentarlo sobre una bisagra que parecía sólida. La sostuve entre las dos manos, celebrando su peso, y me acerqué al escaparate, como si quisiera apreciarla a la luz del día.
—Creo que me voy a llevar esta —proclamé en voz alta mientras estudiaba de reojo la luna que protegía del aire de la calle las tartas y pasteles dispuestos a diversas alturas en anaqueles de cristal, sobre una meseta de madera cuya altura no llegaba a medio metro—. La otra es más femenina, ¿no?, pero los colores son más apagados… —enfrente de la confitería, al otro lado de una acera por la que pasaba un río de gente, había un semáforo que en aquel momento estaba en verde—. Esto es esmalte, ¿verdad?
—Sí —me volví a mirar al dependiente y al comprobar que estaba recuperando el color, comprendí que él no había sido el traidor—.
Cloisonné
.
—Claro,
cloisonné
—lo pronuncié con un acento impecable, mientras el semáforo destellaba en ámbar, antes de recurrir a una frase típica de Inés que siempre me había parecido una gilipollez—. Gracias, había olvidado la palabra. Pues sí, me voy a llevar esta, pero no me gustaría regalarla vacía… ¿Con qué le parece que podríamos rellenarla?
Un instante después, el semáforo ya en rojo, me pareció ver el piloto verde de un taxi libre a través de los cuerpos que pululaban por la acera. «Ahora», decidí.
—Pues tenemos… —ahora, mientras el dependiente se acercaba a las cajas de cristal rellenas de dulces de todos los colores, ahora—. Caramelos, bombones,
marrons
…
Antes de que le diera tiempo a decir
glacés
, levanté el brazo derecho en el aire, tiré la bombonera con todas mis fuerzas contra la luna del escaparate, y me abalancé sobre él, pisando tartas, pasteles, cajas de bombones y bandejas de bartolillos, para agrandar el hueco con mi cuerpo. Al atravesar el cristal, me protegí la cabeza con los brazos cruzados sobre la cara. Creí haber salido indemne, no como el pobre señor al que la bombonera había derribado sobre la acera, provocando un remolino de transeúntes caritativos que bordeé deprisa, por la derecha, mientras levantaba la mano para llamar la atención del taxista que, en efecto, esperaba a que se abriera el semáforo. Al entrar en el coche, vi que la suela de mi zapato izquierdo estaba pringada de una masa rosácea, en la que se distinguía un rizo de nata montada y un par de fresones aplastados. Cuando me acomodé en el asiento, sentí un dolor tan agudo en el costado derecho, que no reconocí mi voz en la que pronunciaba una dirección a la que nunca había tenido que recurrir hasta entonces.
—Buenos días —fui corrigiendo mi posición despacio, con cuidado, pero el dolor no cesó—. Al mercado de la calle Santa Isabel, por favor.
—¿Qué ha pasado ahí? —me preguntó él mientras arrancaba—. Parece que han roto la luna de la pastelería esa, ¿no?
—Pues… —me recliné en el asiento, estirando el cuerpo todo lo que pude, y el dolor aflojó ligeramente—. Yo no he visto nada.
En total, mi fuga no había durado más de dos minutos, pero cuando llegamos a Antón Martín ya sabía que no había salido bien del todo. Al notar el contacto de un líquido caliente y espeso en mi mano derecha, me sacudí la gabardina de los hombros y me la coloqué por delante. Pretendía taponarme la herida, pero me corté con un filo antes de lograrlo, y decidí esperar. Por fortuna, el taxista no era hablador, Lavapiés no estaba lejos, y el paseo del Prado, tan despejado como la calle Atocha. Pagué la carrera con mucha torpeza y la mano izquierda, y salí del coche apretando los dientes. Esperé a que su conductor se perdiera cuesta abajo, y crucé andando muy despacio, vigilando mis pasos, las gotas de sangre que, más allá del parapeto de la gabardina, goteaban sobre mis zapatos, despacio al principio, más deprisa cuando enfilé por fin la calle Buenavista. Al entrar en el portal del número 16, ya no podía andar erguido. El dolor me obligó a mirar mis propias huellas, nata, crema, mermelada y sangre, a lo largo de tres pisos de escaleras en penumbra. Al llegar arriba y tocar el timbre de la puerta marcada con la letra D, estaba a punto de desmayarme.
—Las naranjas, en invierno…
El hombre que me abrió la puerta, me sostuvo por las axilas antes de que pudiera terminar la contraseña. No llegué a perder el conocimiento por completo, pero tampoco estuve consciente del todo durante los minutos siguientes. Luego me contaron que les había encontrado comiendo y habían recogido a toda prisa para tenderme sobre el mantel, y yo conservaba un vago recuerdo de aquella escena. Pero no recordaba haberles advertido que limpiaran la escalera, y al parecer, lo hice. Lo que nunca podría olvidar fue la forma triangular del cuchillo de cristal que tenía clavado en el vientre, ni lo que dije cuando vi que la dueña de la casa hacía ademán de quitármelo.
—No… —eso fue lo que dije—. No, es mejor…
—¡Ay, madre mía! —y eso fue lo que dijo ella cuando dejó escapar un chorro de sangre que salpicó hasta la lámpara—. ¡Madre mía, madre mía!
A partir de ahí, ya no recordaría nada hasta que me desperté a oscuras en una cama desconocida. Sentí algo extraño en el brazo derecho, y a tientas comprobé que estaba conectado a un tubo. Sentí también un dolor extenso, amortiguado, que sin dejar de existir en el presente, era a la vez un recuerdo y un presentimiento del mismo dolor. Su compañía me bastó para comprender que no podía levantar la voz, ni golpear la pared para llamar la atención. No podía hacer otra cosa que dormir, y eso acabé haciendo, una y otra vez, hasta que en uno de mis despertares comprobé que hacía calor. Me destapé y me di cuenta de que tenía mucha hambre, pero no pasó nada, sólo un tiempo parsimonioso, lento como las gotas de suero que entraban en mis venas sin anunciarse, hasta que sentí la necesidad de volver a taparme. En ese momento se abrió la puerta. Mis ojos, entumecidos por la oscuridad, se dolieron al percibir una luz amarillenta, el pobre resplandor de un farolito que alumbraba un pasillo.
—¡Vaya! Ya estás despierto… —una voz de mujer me devolvió de nuevo al mundo—. Menos mal, menudo susto. ¿Cómo te encuentras? ¿Tienes hambre?
—Muchísima.
—No me extraña. Llevas muchos días sin comer nada —me sonrió antes de levantarse—. Espera un momento, ahora mismo vuelvo…
Cuando lo hizo, trajo consigo una bandeja y, pegado a sus faldas, a un niño de unos doce años que se quedó en la puerta, mirándome.
—Es mi hijo Rubén —su madre, cuarenta y tantos, baja, regordeta, era agradable y olía a productos de limpieza—. No te preocupes, está muy acostumbrado…
Por la forma en la que me ayudó a incorporarme y me enganchó una servilleta en el cuello de un pijama desconocido, antes de colocarme la bandeja sobre las piernas, me di cuenta de que ella no estaba menos acostumbrada que su hijo a ocuparse de huéspedes como yo.
—¿Podrás comer tú solo? —asentí con la cabeza y ataqué una sopa de cocido—. Hoy no me atrevo a darte nada más. A ver qué dice el médico…
El 18 de julio de 1936, Guillermo García Medina ya había terminado la carrera de Medicina, pero le faltaba un año para completar la especialidad. La guerra triplicó ese plazo, y le ofreció una docena larga de especialidades donde elegir, pero en su caso, los vencedores no estuvieron dispuestos a reconocer ni una cosa ni la otra. Él se enteró a tiempo, antes de reclamar un título que le habría mandado derecho a la cárcel por un delito de adhesión a la rebelión, y se resignó a no ejercer su oficio. Se equivocaba. Cuando yo le conocí, llevaba más de ocho años ejerciéndolo clandestinamente.
—Todavía no le he cambiado la cara a nadie —me comentó con una sonrisa la primera vez que le vi—, pero todo se andará…
Había aparecido al borde de la medianoche, vestido de oficinista, con un maletín más acorde con su aspecto que con el instrumental que transportaba. Un año mayor que yo y algo más alto, delgado desde siempre, de los de antes de la guerra, llevaba unas gafas redondas, pasadas de moda, y tenía la piel cetrina, la cara larga, un vago aire de caballero antiguo pintado por El Greco. De entrada, su aspecto le habría hecho parecer serio, incluso adusto, si él no lo hubiera desmentido en menos tiempo del que yo tardé en pensarlo. Le gustaba hablar, tenía un sentido del humor inquebrantable, y el don de inspirar confianza desde el primer momento.