—Me voy a España dentro de dos meses —el Cabrero era el único que seguía en la brecha—. Estoy hasta los cojones de mi suegro, porque además, no se puede ser más rácano, pero si quieres mi furgoneta para ir tirando…
—No, Manolo, déjalo.
—Claro —y se echó a reír—. ¿Cómo vas a querer, con lo que acabo de decirte? Pero ya sabes lo exagerado que soy. Tú, piénsatelo, y si acaso…
—Que no, de verdad. Gracias, pero no me apetece ser pescadero.
En enero de 1950, no hacía falta putear a Carmen de Pedro. No después de haber bendecido su boda con Zoroa, de haber vuelto a admitirla en la dirección como a la esposa de un dirigente, de haber comprobado el entusiasmo con el que se apresuraba a arrastrar a Jesús por el barro a la menor insinuación. Quizás, precisamente por su deslealtad, lo mereciera, pero no hacía falta. Monzón había jugado y había perdido. Había perdido y había pechado con las consecuencias. Cuando le detuvieron, podría haber cantado. No lo hizo. Cuando le condenaron a muerte, podría haber ofrecido un trato a cambio de un indulto. No lo hizo. Cuando su familia recurrió a sus viejas influencias para lograr que le conmutaran la pena capital por treinta años, podría haber pagado con delaciones una reducción de condena. No lo hizo. Nunca lo hizo, ni siquiera cuando se enteró de que, tres meses después de su caída, dos hombres de Cristino habían matado a Gabriel por la espalda, como dos jodidos navajeros, en un descampado de Madrid. Jesús no había abierto la boca ni para pedir perdón, y a pesar de todo, y de los muertos de Arán, yo no era sólo de los que lo celebraban. Aunque seguían faltándome huevos para decirlo en voz alta, yo era, además, de los que opinaban que otros tenían más pecados que hacerse perdonar. Pero, por más que no se hubiera arrepentido, a pesar de que no se hubiera sometido ni humillado en ningún grado ante sus enemigos, la figura de Jesús Monzón no implicaba ningún riesgo para la organización, ni en Francia ni en España. No existía ninguna razón objetiva para putear a Carmen de Pedro, para humillarla en público, para divertirse un rato zarandeando por dentro y por fuera, hasta llegar a la ropa interior, a una mujer que ya no tenía un marido que la defendiera. Aquel proceso no era más que teatro, un auto sacramental alrededor de una hoguera encendida, la escenificación pública de un poder que nadie discutía. No hacía falta. Y menos, cuando no habían tenido cojones para venir a por nosotros.
—¿Gregorio?
—¿Perdón? —porque en julio de 1950, hacía mucho tiempo que nadie me llamaba por ese nombre.
—Gregorio, soy Herminio —entonces lo entendí—. ¿Te acuerdas de mí?
Estaba en Toulouse, quería verme, y era difícil que hubiera podido encontrar un momento peor. Mi desmoralización había tocado fondo. Unos días antes, al levantarme, me había jurado solemnemente a mí mismo que iba a aceptar la próxima oferta que me hicieran, pescadero, representante, vendedor, o lo que fuera, sin discutir el sueldo ni las condiciones. Me dio hasta vergüenza que Herminio me encontrara en casa a la una de la tarde, con una mano encima de la otra y Fernando gateando por el pasillo, para que Inés se ahorrara la guardería. Pero al entrar, me dio un abrazo y no hizo ningún comentario. Después, aceptó una cerveza y me pidió un favor que me arregló la vida.
Acababa de comprarse un camión, y quería preguntarme si conocía en el sur de Francia alguna empresa de importación que fuera seria y pagara bien. No era previsible que los franceses volvieran a cerrar la frontera, pero tampoco iba a resultarle fácil establecerse por su cuenta. Si yo pudiera darle algún contacto, él podría dedicarse a transportar productos españoles cobrando menos que una empresa grande, y ganando mucho más que su sueldo actual. Le pregunté adónde iba y me contestó que a Holanda. Le pedí que volviera a pasar a la vuelta, y cuando se marchó, vestí a Fernando, lo senté en su silla y me eché a la calle. Durante cuatro días, hablé con todas las personas, españolas y francesas, de las que me fiaba dentro y fuera de Toulouse. Cuando Émile me dijo que sí, descolgué el teléfono y marqué un número de Madrid.
—Dígame —volví a escuchar la voz de Juana, pero tampoco aquella vez hablamos más de lo imprescindible.
—Quiero preguntarte una cosa, Rafa —Guillermo, a cambio, se alegró mucho de volver a escucharme—, pero necesito que seas sincero conmigo…
Antes de que me diera tiempo a terminar, se ofreció a jurarme por lo que yo quisiera que, lejos de perjudicarle, le iba a hacer un favor. Y de la hostia, añadió. Los encargos de Inés nunca eran lo suficientemente importantes como para llenar ni una furgoneta, y cada vez le resultaba más difícil colocarlos.
—El día menos pensado, alguien me va a preguntar por qué me tomo tantas molestias por tan poca cosa. Y no es sólo eso. Aparte de Francisco, puedo pasarte algunos clientes más.
—¿Francisco? —le pregunté, porque me había perdido.
—Sí, hombre, el de Jaén. El que compra el aceite…
—Pero ¿ese no era Pepe?
—Antes —y se echó a reír—. Antes era Pepe. Ahora es Francisco.
—¡Ah! —apunté su nombre y su teléfono en un papel—. ¿Y los otros?
—Pues… Rita. Te lo puedes imaginar.
—¿Sí? —lo que no imaginaba yo era que las cosas hubieran llegado tan lejos—. ¿Y qué tal?
—Bien, pero discutimos mucho —volvió a reírse—. Está empeñada en convertirme, y se pone muy pesada. Yo ya le he explicado que perdí la fe hace muchos años, pero no hay manera… Últimamente, cada vez que la veo, me toca rezar el rosario antes de merendar.
—Pues lo siento por ti —le dije cuando pude dejar de reírme—. Aunque a lo mejor, ella tiene más suerte que yo.
—Hombre, no creo, pero qué quieres que te diga… Como predicadora, tiene méritos muy superiores a los tuyos, Gregorio. Es mucho más convincente.
Empecé en el salón de mi casa, con el camión de Herminio, que tampoco se llamaba Herminio, sino Pablo, y setecientos litros de aceite de oliva que mi mujer me ayudó a colocar entre sus colegas españoles, italianos y armenios, antes de que la carga pasara la frontera. Oficialmente, aquella importación no la hice yo, sino Émile Perrier. Sin embargo, antes de que llegara el camión, retiré sin contratiempos de la ventanilla del consulado español en Toulouse una licencia librada a mi verdadero nombre. Cuando ya no lo esperaba, la clandestinidad volvió a enseñarme su mejor cara, y hasta me devolvió una parte de lo que me había quitado. Para las autoridades franquistas, Fernando González Muñiz era un simple oficial de milicias del Ejército Popular, uno más de los que se habían retirado en febrero del 39 y no había vuelto a dar señales de vida hasta la fecha. No tenían nada contra él, y menos todavía contra las divisas en las que iba a pagar sus operaciones.
—Lo tuyo sí que es bueno, ¿comprendes? No querías ser vendedor, ni representante, ni repartir pescado… ¿Y qué haces ahora? Comprar, vender, representar y repartir. Pescado, entre otras cosas, ¿comprendes?
—Ya, si tienes razón —nunca se la quité—. Pero esto me divierte.
Quizás por eso me fue tan bien. A mediados de los años cincuenta, ya era el primer importador de aceite de oliva español de Francia, pero importaba muchas otras cosas, productos de primera calidad y muy baratos, desde algodón, muebles, carbón y zapatos, hasta conservas de todas clases, zumos, espárragos, mermeladas, pimientos del piquillo, encurtidos, aceitunas, tomate, atún, sardinas, mejillones, berberechos… Los aduaneros españoles, en su bendita ignorancia, nunca me echaron atrás un cargamento. Aquel negocio era lo más parecido al trabajo clandestino que podía hacer sin poner los pies al otro lado de la frontera y, como solía decir Angelita, «mientras no abolamos la propiedad privada, cuanto más dinero ganemos, mejor para todos». Yo nunca dejé de formar parte de ese todo, pero seguí estando al margen de los que tomaban las decisiones, hasta que el Lobo me llamó por teléfono una mañana.
—Ya sé que estás muy liado, pero necesito que me hagas un hueco para que nos tomemos una copa —hablaba en el mismo tono que usaba cuando era mi coronel, pero 1954 estaba a punto de expirar—. Tengo que hablar contigo.
En la primavera de 1951, volví a salir con Fernando todas las mañanas, una escena que no volvería a repetirse hasta que acabó la carrera y empezó a trabajar conmigo. Ya no podía seguir haciéndolo todo solo, ni en casa. Necesitaba una oficina, una secretaria, una línea de teléfono, dejar de ser un agente, empezar a ser una agencia. Cuando Ramón volvió a darme una orden, tenía agentes asociados en muchas capitales de provincia, dos secretarias, tres empleados, una participación en lo que ya era la empresa de transportes de Herminio y, por fin, unos ingresos superiores a los de mi mujer.
—El otro día me llamó Miranda —lo que quería contarme el Lobo, era que mi partido se había acordado de mí—. Me preguntó qué pasaba contigo, se quejó de que nunca vas por allí, de que apenas te ven, de que estás raro, perdido…
—Pero eso no es verdad. El domingo pasado nos encontramos en el restaurante a la hora de comer —asintió con la cabeza, como si no necesitara que se lo recordara, pero lo hice igual—. Tú lo sabes porque estabas comiendo en la misma mesa que yo.
—Ya, bueno… —sonrió, y se encogió de hombros—. Qué me vas a contar. Yo le dije que tenías mucho trabajo, y me respondió que precisamente por eso le preocupaba no saber de ti. Me explicó que desde que somos ilegales en Francia, todo se ha puesto más difícil. El Partido ya no puede tener propiedades, alquileres, imprentas, cuentas corrientes… Oficialmente, el PCE no puede hacer nada con sus siglas. Por eso necesitan testaferros, personas de confianza, titulares de empresas o fundaciones que dejen vías aprovechables para que las cosas sigan funcionando en Francia y, sobre todo, en España. En pocas palabras, les interesa invertir en tu negocio.
—Ya —lo entendía muy bien—. Pero a mí no me interesa que inviertan.
Tomé aire y se lo expliqué lo mejor que pude. Yo era comunista, siempre había sido comunista, y me iba a morir siendo comunista. Me había jugado la vida por el Partido durante muchos años, y en caso de extrema necesidad, lo más fácil era que me la volviera a jugar. Pero ni ese era el caso que se estaba dando, ni me gustaban las cosas que estaban pasando. La organización de combate a la que yo me había afiliado cuando era casi un niño, no se parecía a aquel ministerio de oficinistas vestidos de gris, que sólo sabían guardarse las espaldas mientras cuchicheaban por las esquinas. «Tú no sabes ni la mitad, eso no es lo que me han contado a mí, algún día te enterarás de la verdad, tú sólo sabes una parte de la historia, el criterio de la dirección no es ese, ten cuidado con lo que vas diciendo por ahí, te lo estoy aconsejando como amigo, por ahí no, Galán, Fulanito no es de fiar, por ahí tampoco, no te conviene que te vean tanto con Menganito, yo que tú, no pondría la mano en el fuego por Zutanito…». Me tenían hasta los cojones de cuchicheos, y hasta más arriba de ciencia ficción, «el próximo congreso va a ser importantísimo, se va a fijar una línea trascendental, tienes que leer la ponencia política, es un documento clave, pone los pelos de punta, por fin vamos a abordar el problema del mercado de cereales, los camaradas han preparado un informe de primera…». Yo les leía a mis hijos, por las noches, cuentos más elaborados y mucho mejor escritos. Si no podía seguir trabajando dentro, y eso era lo mismo que optar por el suicidio, prefería seguir pagando una cuota proporcionada con mis ingresos y mantenerme en el discreto anonimato de la base.
—Mañana, en cuanto llegue al despacho, yo mismo llamaré a Miranda. Estoy dispuesto a colaborar en todo lo que haga falta, a poner la agencia entera a la disposición del Partido —resumí—. Pero no quiero deberles favores. Prefiero que ellos me los deban a mí.
El Lobo asintió con la cabeza, y me atreví a decirle algo que no le había contado ni siquiera a mi mujer.
—No sé si lo entenderás, pero a veces pienso que, si viviera en España, me marcharía del Partido mañana mismo.
—Claro que lo entiendo —y mientras removía un antiácido en medio vaso de agua, sonrió—. Si viviera en España, yo me habría marchado ayer.
Ninguno de los dos nos marchamos nunca, ni las cosas volvieron a estar tan mal como en la primera mitad de los años cincuenta. No fue sólo la muerte de Stalin. Fueron más bien las huelgas de tranvías, las de estudiantes, unas protestas que iban adquiriendo consistencia, un relieve suficiente como para aparecer en la prensa francesa, y sobre todo, las visitas cada vez más frecuentes de comunistas españoles de veinte años, que nos miraban, y nos tocaban, y nos reverenciaban como si fuéramos imágenes de santos. Ellos, más que el cambio de la línea política de una dirección que fue capaz de pasar del estalinismo a la reconciliación nacional como si no hubiera pasado nada, nos devolvieron la ilusión que habíamos perdido entre delirios y cuchicheos, pero ninguno de mis camaradas sacó tanto partido de su perseverancia como yo.
A pesar de mis intenciones, acabé debiéndole al Partido casi tantos favores como los que le había hecho. En una simbiosis admirable, que rebasó todos mis cálculos, nuestro beneficio mutuo me permitió incrementar la oferta y, en proporción, el número de mis agentes en España, todos comunistas, igual que mis proveedores, mis clientes, los conductores, los dueños de los camiones que cruzaban la frontera forrados hasta los topes de propaganda, y hasta los funcionarios que, al revisar su carga, sabían dónde no había que mirar. Sólo hubo una excepción, y siempre fue Guillermo García Medina.
—¿Algún problema con los plátanos?
En la primavera de 1965, el Zurdo había vuelto a España después de más de quince años de ausencia. Su misión era tan clandestina como la última, cuando pasó andando para recoger a unos guerrilleros en la provincia de Huesca, las condiciones, a cambio, muy distintas. En Canarias, el Partido tenía una organización muy potente y una dirección muy frágil, jóvenes inexpertos que caían en cascada, como una fila de fichas de dominó por una pendiente. Era la consecuencia de un crecimiento que había desbordado las posibilidades de los cuadros concentrados en las grandes ciudades. También una putada, porque de una isla no se puede salir corriendo, pero cuando le ofrecieron irse a vivir a Las Palmas, para dirigir el Partido en el archipiélago desde allí, no se lo pensó dos veces, y yo le entendí.
—Mira por dónde, después de tanto lloriqueo —mientras le llevaba al aeropuerto, fui recordando en voz alta las quejas en las que se había atrincherado la primera noche que dormimos en Bosost—, vas a volver a casa antes que yo, Antoñito.