Inés y la alegría (80 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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—Y cuando quise darme cuenta —recordé en voz alta, para el Lobo y para los demás—, tuve que reconocer que ningún jefe me había impresionado tanto como Duran, ni siquiera Modesto. Ninguno me había parecido nunca tan inteligente, tan audaz, tan capaz de ganar la guerra. Era maricón, ¿y qué? Mejor nos habría ido con muchos más maricones como él, y muchos menos machos como El Campesino. ¿O no?

—Puede ser —el Lobo cerró los ojos, apretó los labios y trituró su respuesta entre los dientes—. No lo sé.

—Claro que lo sabes, ¿comprendes? Lo sabes tan bien como los demás. Y si no… ¿Por qué a Duran no le pasó nada? ¿Por qué no lo expulsaron, por qué no le quitaron el mando, por qué no le impusieron otro estado mayor? Era comunista, ya lo sabes, y la mayor parte de sus oficiales, tan comunistas como él, ¿comprendes? Pero además eran demasiado buenos como para renunciar a ellos. Eso lo sabes tú, lo sé yo, y lo sabían hasta los rusos, Lobo.

Aquella noche, yo fui el más pesimista de todos. Cuando me desprendí de la extrañeza que había sobrevivido a la aprensión en la que sedimentó aquel susto de muerte, me convertí en el aguafiestas de la cena. Muchos años después, en la soleada placidez de un café de Toulouse, también desmenucé en voz alta el último fruto de mi desconcierto. «Hay que joderse, —porque aquella conclusión me amargó el postre—, aquí están todos estos maricones, hirviendo de ardor guerrero, deseando acabar con los fascistas a mordiscos, dispuestos a correrlos a capones hasta el mar, y yo, venga a llevarles la contraria». Ellos se veían ya en Zaragoza, y su fe era tan irresistible que acabó sacándome del hoyo, tirando de mí hacia el Ebro. Me hizo bien verles así, tan seguros, tan decididos. Me gustó escucharles, oírles hablar con tanta energía, una firmeza que fulminó mi escepticismo y llegó a ponerme de buen humor mientras bebía y me reía con ellos. Aquella noche cambió mi manera de ver muchas cosas, gracias, entre otros, al Ninot. Y cuando me lo encontré en Argelés, comprendí que él había tenido más motivos que yo para ganar aquella guerra.

—¿Y qué querías? —le pregunté a mi coronel en la mañana de su entierro—. ¿Que lo señalara con el dedo? ¿Que te lo pusiera en una bandeja, para que lo machacaras? No. Yo no podía hacer eso, Ramón. Y si no he contado esto antes, ha sido porque a él no le gustaba hablarlo con nadie, no porque me dé vergüenza. No me avergüenzo de haber luchado en el mismo ejército que Gustavo Duran, al revés. Me dan vergüenza otras cosas. Esa, no.

—¡Joder, Galán! —protestó el Lobo, con un gesto apesadumbrado, en el que pesaba toda la vergüenza de la que yo acababa de renegar—. Lo estás contando de una manera que…

—Lo estoy contando como fue. Ni más ni menos.

—Pues no, porque te saltas la mitad de la historia. Parece que ya no te acuerdas de los problemas que causó en Argelés, la desmoralización… —no encontró en ninguna parte un final digno de aquel principio, pero al mirar a su alrededor, se tropezó con el único hombre que no había intervenido todavía—. Coño, Pasiego, y tú también podrías decir algo, que eras el que más me presionaba para que arreglara aquello.

—Yo hablo muy poco, Lobo, ya lo sabes.

Después, tal vez por aligerar el ambiente, o por recurrir a una fórmula que le consintiera aplazar su opinión, se volvió hacia Lola y la invitó a revelar el secreto que Inés y ella habían guardado durante tantos años.

—Ya —y cuando terminaron de contarnos el fin de fiesta de la boda del Zurdo, el Pasiego sonrió—. ¿Y cómo dices que tenía la polla el moro aquel?

—Así —Lola se levantó, se colocó la mano izquierda en la tripa, para que hiciera de tope, y estiró la derecha todo lo que pudo.

—Ya sería menos.

—Pues no, mira por dónde… —su mujer se volvió hacia él como una furia, y todos adivinamos por dónde iba a seguir—. Me acuerdo muy bien, porque aquella noche tenía con qué comparar, ¿sabes? Que ese mismo día, a la hora de comer, un cabrón se había presentado en mi casa diciéndome que se había cogido media jornada libre para que estuviéramos juntos antes de ir a la boda. Y a las siete menos diez, después de haber estado toda la tarde en la cama conmigo, me soltó a cincuenta metros escasos del ayuntamiento como si le hubiera dado un calambre, me dejó atrás sin despedirse, se colgó del brazo a su mujer, que le estaba esperando en la puerta, y si te he visto, no me acuerdo —al llegar a ese punto, muy cercano al final de una historia que todos habíamos escuchado muchas veces y él muchas más, Román era quien más se reía—. Claro, que tú no te acordarás… ¡Ah, no, quita! Por supuesto que te acuerdas. Tienes que acordarte tan bien como yo, porque aquel cabrón eras tú.

—¡Joder, Mariloli! Ya está bien, ¿no? Llevas veinte años regañándome por lo mismo. ¿Cuándo piensas parar?

—Cuando se me olvide. O sea… —hizo una pausa para mirarle—. ¡Nunca, jamás, en mi puta vida!

Y tras ese colofón, se cruzó de brazos, muy enfurruñada, muy graciosa, muy tiesa en su silla. El Pasiego se la quedó mirando, sonrió, se acercó a ella, le pasó un brazo por los hombros. Lola se soltó, él la rodeó con los dos brazos, la apretó fuerte, logró hacerla sonreír, y sólo después respondió a la pregunta que no había contestado todavía.

—Es que yo soy muy lento, Lobo, ya lo ves. Sólo acierto a la segunda. Y es verdad que en Argelés estaba de acuerdo contigo, no lo niego, pero creo que nos equivocamos. Yo, por lo menos, estaba equivocado —hizo una pausa para señalarme con la cabeza—. Ellos son los que tienen razón.

A finales de 1937, en la provincia de Teruel, hacía un frío de muerte. Sin embargo, después de cenar, salí afuera, a despejarme un poco y fumarme un cigarro. Ya no tenía miedo. Por un lado, la idea de dormir dentro, entre aquellos hombres, me seguía inquietando, pero por otro, estaba seguro de que ninguno iba a hacerme proposiciones. Me equivocaba. Uno de ellos salió detrás de mí con una manta, y se sentó a mi lado, en el poyo que había junto a la puerta.

—Alegra esa cara, hombre —me echó la manta por encima de los hombros y sonrió—, que eres demasiado guapo para estar tan triste.

Yo no supe qué decir, pero él no se dejó desanimar por mi silencio. Lió un cigarrillo, lo encendió, y después de aspirar el humo, me miró.

—¿Te apetece que nos acostemos? —estaba muy tranquilo.

—No —yo me puse tan nervioso, en cambio, que me atraganté sin saber con qué—. No, no, yo… No.

—Pues es una pena —él siguió sonriendo, como si no me hubiera tomado muy en serio—, porque se te iban a quitar todas esas tonterías de la cabeza.

—A lo mejor —logré responder por fin—, pero mis tonterías son mías y ya les tengo cariño, así que, si no te importa…

—Hombre, importarme, sí que me importa —y se echó a reír— pero qué le vamos a hacer.

Y no pasó nada más. Cuando volvimos a entrar, el cuarto entero era una cama y sólo había un espacio libre, así que nos tumbamos el uno al lado del otro, nos dimos las buenas noches, luego la espalda, y me dormí enseguida. Por la mañana, después de desayunar, nos abrazamos para despedirnos. Y no le volví a ver hasta que acabó la guerra.

—Aquel hombre era el Ninot —Inés me miró como si ya lo hubiera adivinado—, pero no le dije nada a Comprendes a la mañana siguiente, ni después. Nunca se lo he contado, ni a él, ni a nadie. Pascual no volvió a mencionar aquella noche. Y, por descontado, yo tampoco lo hice.

—¿Y por qué me lo cuentas a mí ahora?

Al salir de aquel café, nos habíamos ido a comer al restaurante. Inés había estado un rato en la cocina, supervisándolo todo, y se había sentado a comer a mi lado. A comienzos de los años sesenta, Casa Inés ya se había anexionado el local contiguo, una antigua tienda de alfombras que multiplicó su superficie por algo más del doble para convertir la vieja mesa de la familia en un comedor privado, que no era el único. La cocina había crecido en la misma proporción, y mi mujer ya no trabajaba como antes, aunque le gustaba tanto cocinar, que muchos días se encerraba a hacerlo todo sola. Le molestaba mucho que se lo dijéramos, pero esa manía suya de no soltar nunca del todo el mango de las sartenes, creaba fricciones constantes entre el personal de Casa Inés, un conflicto en el que consiguió que nadie se sintiera nunca tan agraviado como su propia hija. Vivi no había querido ir a la universidad, pero se estaba formando en algunas de las mejores escuelas de cocina francesa. Entre curso y curso, intentaba trabajar con su madre y se pasaban el tiempo discutiendo, pero Inés no aflojaba ni con ella.

—Yo lo siento mucho, de verdad, pero esta cocina es mía y aquí mando yo. Si alguien no está a gusto… El mundo está lleno de restaurantes.

Antes de que terminara de decirlo, Vivi salía dando un portazo, Inés se arrepentía, iba a buscarla, hablaban, se pedían perdón, se reconciliaban. Y después, al volver a casa, cuando su madre se encerraba en el baño, mi hija venía a verme, muy sulfurada, y me arrastraba hasta la otra punta de la casa.

—No se puede ser más soberbia, papá —aunque no se atrevía a levantar la voz—. De verdad, yo no sé para qué estudio tanto, si no me deja hacer nada, ni a mí, ni a nadie. Todo hay que hacerlo como ella dice, sin cambiar ni una coma de sus recetas… No te rías, ¿por qué te ríes? Claro, si tú la consientes, así no hay manera…

—¿Que yo consiento a tu madre?

—Todo el rato —y ponía los ojos en blanco, como si no pudiera creer que aquella pregunta hubiera brotado de mis labios—. Más que a ninguno, y no pongas esa cara de tonto, porque lo sabes de sobra, papá.

El día del entierro del Ninot, Vivi ya había encontrado a un hombre que la consintiera, y su madre había aprendido a delegar en ella de vez en cuando. Por eso se levantó de la mesa con los demás, y sólo entró en la cocina un momento, para felicitar a nuestra hija por la comida.

—¿Qué te pasa? —me preguntó mientras volvíamos andando a casa.

Entonces, muy cerca de la baldosa en la que ella se había parado bajo la lluvia en noviembre de 1949, me detuve yo bajo el sol de otoño para mirarla, sostener su cabeza con las manos y besarla en la boca con mucho cuidado, dieciséis años después. Y ya no volvió a hacerme ninguna pregunta, hasta que me preguntó por qué le había contado lo que pasó aquella noche en Teruel, entre el Ninot y yo.

—Porque estoy muy orgulloso de ti.

Esa había sido mi vida. Saber y hacer como que no sabía. Saber y no hablar. Saber y callarme, saber y no olvidar, saber y, si acaso, escoger. La vida me había convertido en un almacén de secretos. Secretos que sólo podía compartir con Comprendes, secretos que no podía contarle a Comprendes pero sí al Lobo, secretos de los que el Lobo nunca podría enterarse, secretos para compartir a solas con el Pasiego, secretos que sólo me atrevía a descargar sobre los hombros del Zurdo, otros que el Cabrero me confiaba a mí y a nadie más, y Zafarraya advirtiéndome que el Sacristán no podía enterarse de lo que me iba a contar, porque bastante tenía encima ya, el pobre… Esa había sido mi vida, nuestra vida, la de todos nosotros. Pero nunca se me había ocurrido que también pudiera compartir eso con Inés, la mujer a la que había preservado de todos mis secretos durante más de veinte años, los mismos que llevaba consintiéndola. Por eso me había emocionado tanto al descubrirlo.

—Pues hay más, ¿sabes? Porque el día que Lola me enseñó a hacer albóndigas de rape, en el 45, sería, ¿no? Sí, en el 45…

Estábamos solos en casa, en la cama, como si no hubiera pasado el tiempo, como si no hubiéramos tenido hijos, como si todavía nos asombrara encontrarnos juntos y desnudos debajo de una sábana. Aquella también había sido mi vida, nuestra vida, y yo fui muy feliz aquella tarde. Cuando Inés terminó de contarme lo que había ocurrido en realidad en su cocina, me eché a reír. Ella se me quedó mirando con una sonrisa ambigua, sembrada de inquietud, pero no se atrevió a preguntarme nada, y la abracé para atraerla hacia mí, hasta que nuestras narices se rozaron.

—¿Tú sabes quién fue el último de todos nosotros que vio a Jesús Monzón libre, en su casa de Madrid?

Cuando Ramiro Quesada González entró a desayunar en el bar La Parada, hacía mucho frío, sobre todo porque él no era un señor, y por lo tanto, no podía usar el fabuloso abrigo de Fernando González Muñiz que descansaba en su maleta. Eran las ocho de la mañana del 14 de marzo de 1945, pero en los Picos de Europa, el invierno se reía de los calendarios que prometían la primavera para una semana después.

—Hay que ver, Ramiro… —Virgilio, el dueño del bar, también se rió de mí cuando entré con las solapas levantadas—. ¡Qué blandos sois los de Madrid!

En marzo de 1945, yo me llamaba Ramiro Quesada González, y había nacido en Navalcarnero, provincia de Madrid, casi dos años después de que Fernando González Muñiz naciera en Gera, concejo de Tineo, provincia de Oviedo. Ramiro Quesada trabajaba para una empresa de productos lácteos, y había establecido su base en Vega de Liébana casi tres semanas antes, para negociar con los ganaderos de la comarca. Ya había terminado su trabajo, porque yo había terminado el mío. En la cartera que Ramiro llevaba siempre encima, había una libreta llena de anotaciones tan inocentes como pulcramente caligrafiadas, nombres, direcciones, número de vacas, litros de leche, fechas, plazos, pagos. Era una clave que sólo yo podía descifrar, una medida de seguridad suplementaria a la que nunca acudía. Mi memoria era un archivo tan pulcro y bien organizado como la libreta de Ramiro Quesada.

Aquel viaje, el primero que hice después de Arán, tenía dos etapas. El propósito de la primera era inspeccionar las guerrillas del norte y cambiar impresiones con sus hombres sobre la situación. En Cantabria, había terminado ya. Tenía prohibido poner un pie en Asturias, donde seguía viviendo demasiada gente que me conocía, pero pensaba ponerme en marcha dos días más tarde, para pasar por el sur de Galicia y el norte de León, siempre con la misma cobertura, ese que compra leche para una fábrica de Madrid. Más tarde, ya en mayo, me movería hacia el oeste y después de pasar por las sierras de Cuenca y Teruel, cruzaría la frontera por el Pirineo de Huesca, para llegar a Toulouse con tiempo de sobra para ver nacer a mi hijo mayor. No lo conseguí.

Aquel día, antes de terminar el desayuno, un parroquiano de Virgilio al que sólo conocía de vista, se paró a mi lado, apoyó la mano izquierda en la mesa en la que yo estaba desayunando y, con la derecha, se calzó bien un zapato que le molestaba. Cuando se fue, había un papelito doblado debajo de mi tostada. Me lo guardé en el bolsillo y no lo abrí hasta que volví a estar solo, en el cuarto de mi pensión. «Jesús quiere verte». Eso era todo lo que decía aquella nota, que Jesús quería verme, y debajo, una dirección de Madrid. Me la aprendí de memoria, quemé el papel en el cenicero y salí a dar una vuelta. Al volver, le dije a mi patrona que seguramente tendría que quedarme algún día más, porque no había encontrado una solución. En marzo de 1945, mis camaradas me daban más miedo que la policía de Franco.

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