Inés y la alegría (38 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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—Toma —era mi pistola.

—Ya no me hace falta —le respondí, sin decidirme a recuperarla.

—Lo sé —cogió mi mano derecha, puso el arma encima y la apretó con sus dos manos.

—Gracias —me la encajé en la cintura del pantalón y le devolví una mirada confusa, complicada por la emoción, pero él se limitó a sonreír.

—Cierra la puerta al salir, por favor. Y dile al centinela que avise al sargento Moreno de que, cuando le venga bien, puede mandar a alguien a buscar al comisario Flores, aunque no tengo ni idea de dónde estará. ¿Entendido?

Transmití sus órdenes sin vacilar, y sin saber tampoco hasta qué punto no había llegado a entender la última, pero en aquel momento, la tensión que había aflorado a los labios del Lobo al pronunciar el nombre del comisario no me pareció importante. Nada era importante después de lo que había pasado dentro de la casa, y mi revancha, mucho menos que su gesto. Porque era evidente que todos, Zafarraya, él mismo, los soldados que le acompañaban y los que trajeron a Gordillo esposado, habían procurado transmitir a su prisionero una imagen impecable, propia del estado mayor de un ejército experimentado y eficaz, disciplinado y temible. Su repentina marcialidad era muy diferente de la risueña escena que yo me había encontrado al llegar a aquella casa, la tarde anterior, pero en cualquier ejército habría ocurrido algo parecido, porque la guerra también es cuestión de propaganda, y de compañerismo. Y aunque estaba segura de que el Lobo había tenido en cuenta que su decisión de armarme serviría para darle otra vuelta de tuerca a la mortificación de Gordillo, eso no bastaba para justificar aquella prueba suprema de confianza, que me había convertido en uno de sus soldados. Mientras andaba por las calles de Bosost con la pistola guardada en el bolsillo, la emoción no me impidió advertir, sin embargo, que mi posición no había cambiado sólo para mí. La mujer enlutada debía de haberse apresurado a comunicar mi llegada a sus paisanos, porque la gente no me trataba como a una cocinera, ni para lo bueno ni para lo malo. Los vecinos del pueblo me miraban como a una ocupante más.

—¡Salud!

Un hombre joven al que le faltaban la mano y un buen trozo del antebrazo izquierdo, levantó el puño derecho en el aire para saludarme, cuando apenas nos habíamos alejado del cuartel general, y ese saludo rompió el silencio que había provocado mi encontronazo con Gordillo.

—¿Y este? —cuando bajé el brazo con el que le había devuelto el saludo, Montse frunció el ceño—. ¿Desde cuándo es rojo este?

—¿Le conoces?

—De vista. No es de aquí, vive en una granja, fuera del pueblo, pero que yo sepa… No sé, me extraña.

—Bueno, pero no es tan raro, porque la gente tiene mucho miedo, se nota que la represión ha sido brutal —y cuando más me interesaba escuchar su opinión, el Bocas decidió ser sorprendentemente escueto—. Ayer, en los pueblos que tomamos… Todo el mundo tiene mucho miedo.

—¿Qué quieres decir?

—Pues eso. Que tienen miedo.

Esperé a que se explicara mejor, a que se lanzara a comentar sus propias palabras, como había hecho antes en el zaguán, en la cocina, pero no quiso pasar de ahí y se quedó callado, escogió callarse sin que Montse dijera una palabra, sin que yo levantara una mano en el aire, sin que nada ni nadie le obligara a hacerlo. Se calló, y en el repentino silencio de una calle desierta, dimos un paso, luego otro, otro más, y cuando le miré, vi que ni siquiera me estaba mirando. Caminaba con los ojos suspendidos en el horizonte, como si al fondo de la cuesta hubiera algo interesante, pero al fondo de la cuesta no había nada, a los lados, sólo casas con las puertas cerradas. No quise preocuparme por su parquedad, porque yo sabía más que él de la dureza de la represión, de los fecundos frutos del terror, del miedo que la gente respiraba, el miedo que comía y bebía, el miedo en el que se arropaba para dormir, y Bosost no podía ser una excepción. En cada paso que di por sus calles, aquella mañana, pude detectar ese miedo, aunque percibí también algún gesto aislado de simpatía, detalles discretos, sonrisas a medias, una mujer que se escondió tras la puerta de su casa para asentir con la cabeza al vernos pasar, sin que nadie la viera, y nos mandó después a su hijo para ofrecernos unos pollos limpios, casi regalados. Era muy poco pero también era muy pronto, concluí, y la hostilidad manifiesta de Ramona, la dueña del colmado mejor abastecido del pueblo, que fue poniendo encima del mostrador todo lo que le pedimos sin desfruncir el ceño, se vio compensada por las sonrisas que algunas muchachas dedicaron al Bocas, que tenía buena planta incluso empujando la carretilla que habíamos pedido prestada para transportar nuestras compras.

—Si es que aquí somos cuatro gatos, la mitad parientes, y contando a los mozos que murieron en la guerra, los que están en la cárcel, y los que aprovecharon para irse y no volver, pues… —Montse me lo explicó sin levantar la voz—. Aquí casi no hay hombres jóvenes, solteros, ¿sabes? Y de repente llegan más de mil, así, de golpe, ¿y qué quieres? Pues más de una que se veía vistiendo santos está tonta perdida.

Ninguna tanto como su prima, la dependienta del bazar que era la otra tienda importante del pueblo, porque vendía de todo menos comida.

—¡Qué
fort
eres tú!, ¿no?

Mari hablaba un castellano mucho peor que el de Montse, que había vivido algunos años en Barcelona, en casa de una hermana casada con un andaluz, pero muy gracioso, porque tenía un acento cerradísimo, y en lugar de pararse a buscar las palabras que necesitaba, las sustituía alegremente por sus sinónimos en aranés. Sin embargo, al ver cómo la miraba, descubrí que el Bocas iba a entender su idioma a la perfección, así que les dejé tonteando mientras me paseaba por la tienda para echar un vistazo. Pero la prima de Montse no sólo era lanzada con los hombres. También era la vendedora más espabilada, la más perspicaz que yo había conocido nunca.

—Es
polit
, ¿eh? —la miré como si no la entendiera, y no por el adjetivo que había escogido, sino porque no creía haber mirado aquel vestido durante más de dos segundos—. Bonito, ¿verdad? —la perspectiva de vendérmelo la ayudó a encontrar las palabras justas—. Pues dentro tengo uno
pariér…
, lo mismo pero azul turquesa, que… Se lo voy a enseñar.

La puerta del cuartel general estaba abierta, el centinela nos confirmó que dentro no había nadie. Mejor, pensé, y subí corriendo al dormitorio con la intención de esconder mi botín, aquel vestido tan sugerente, tan favorecedor, tan pasado de moda, que no habría llamado la atención de nadie en otra época, cuando las mujeres podían ponerse guapas sin parecer indecentes, cuando resultar atractiva no estaba prohibido, cuando llevar un cuello tan original como aquel, con dos solapas pequeñitas que se cerraban con un botón casi en la garganta para enmarcar un escote redondo y ni siquiera muy profundo, no era pecado. Un vestido que, sin embargo, en el otoño de 1944 parecía un prodigio, un tesoro, un vicio escogido y clandestino.

No debería habérmelo comprado, me reproché mientras me lo ponía por encima para mirarme en el espejo y seguir regañándome, no debería haber cedido a aquella tentación, una frivolidad, una simpleza, pero tampoco podía dejarlo abandonado en su percha, porque aquella belleza de falda amplia, ondulante, mangas estrechas y cuerpo ceñido, era lo mismo que yo, una superviviente de la Segunda República Española que había llegado de milagro hasta aquel día, como si llevara más de cinco años en un almacén esperando a que yo fuera a rescatarlo, igual que el ejército de la Unión Nacional había venido a rescatarme a mí. Por eso, abrí el carmín que Mari me había regalado, lo probé en un dedo y me pinté con él los labios por encima, mientras me absolvía pensando en lo guapa que iba a estar y en que, al fin y al cabo, Zafarraya me había preguntado aquella mañana cuánto quería cobrar. Le había contestado que nada, porque no necesitaba nada, pero eso sólo era cierto antes de que empezara a necesitar aquel vestido. Él me había respondido que, de todas formas, me comprara lo que me hiciera falta, y desde que lo vi, aquel vestido era lo que más falta me hacía.

Había dejado la puerta del dormitorio abierta porque, al subir, no pensaba hacer ninguna de las tonterías que estaba haciendo delante del espejo, pero había asegurado a Montse, y al Bocas, que bajaría en un momento. Eso fue lo que hice cuando escuché un repentino estrépito de pasos y gritos, un rumor violento, confuso, que identifiqué con el sonido universal de las emergencias.

—¿Qué significa esto?

El comisario Flores giraba sobre sí mismo, como si estuviera furioso con el mundo en general, pero al verme me señaló expresamente con el dedo.

—¿Qué significa qué? —yo también miré a mi alrededor, pero no encontré nada que justificara su cólera.

—¿Dónde está el coronel?

—¡Y yo qué sé! —su mirada me recomendó que no le impacientara, y me expliqué un poco mejor—. La última vez que le vi fue aquí, pero de eso hace más de dos horas. Luego, he estado haciendo…

—No me refiero al Lobo —se acercó a mí, y fue más amable—. El coronel fascista, el prisionero, ¿dónde está?

—No lo sé —entonces recordé las palabras del Lobo, la extraña y perezosa fórmula que había escogido para mandar en busca de aquel hombre—. No sé nada de ese coronel fascista. Yo me he ido a hacer la compra, y cuando he vuelto, aquí ya no quedaba nadie. Y ahora, si me disculpas, me voy a la cocina —asintió con la cabeza y no dijo nada más—, que tengo mucho que hacer.

Yo sabía mucho, demasiado, pero por desgracia no sólo de tenientes coroneles, de comandantes fascistas. Pedro Palacios me había enseñado cómo podían llegar a ser las cosas en el otro bando, en el mío, antes de venderme con dos palabras. Durante el resto del día estuve muy ocupada, pero tampoco dejé de pensar un momento en Flores, en el Lobo, en Galán y en los demás, el espacio invisible, casi imaginario, que separaba a todos esos hombres delgados y atléticos de las carnes blandas de un civil uniformado que sin embargo había tenido que venir andando, igual que ellos.

Hasta que cayó la noche, estuve en la cocina, organizando la despensa, haciendo menús, cocinando. El Bocas me hizo de pinche y no dejó de hablar ni un momento, pero yo no le presté más atención que la imprescindible para contestarle con monosílabos mientras pensaba también en él, en lo que no había querido explicarme cuando íbamos andando al colmado de Ramona. «Pues mi madre no le pone huevo duro a las croquetas», «pues yo sí», «¿y para qué haces pisto si ya has hecho tortillas?», «para que cada uno escoja lo que quiera», «¿y lo que sobre?», «lo guardamos para mañana, que estará más rico», «¿y vas a hacer un bollo?», «no, voy a hacer dos, uno con manzana y otro sin ella, Montse va a venir ahora para llevárselos al panadero», y así, mientras la despensa se iba llenando de fuentes, troceé los pollos, «¿y para qué guardas los despojos?», «para hacer un caldo», «pues no te va a dar tiempo», «hoy no, pero mañana sí», y piqué dos cabezas de ajos para empezar a guisarlos sin dejar de pensar en lo que no podía ser otra cosa que un conflicto de autoridad, en la cima de una escala de mando de la que dependían miles de hombres armados que se estaban jugando la vida ahí afuera, sabiendo seguramente menos que yo.

Y Montse vino, se llevó los moldes rellenos de masa cruda, trajo los bollos cocidos, dorados, su superficie agrietada de puro crujiente, y seguí cocinando mientras me preguntaba por qué siempre tenía que ser así, siempre igual, cómo era posible que el coraje y la abnegación, el trabajo y el dolor de tantos, siguiera dependiendo aún de la ambición personal de unos pocos. Me acordé una vez más de la guerra, de la consigna del mando único, un millón de veces repetida y jamás acatada, ni siquiera entendida, y de la amargura de aquel capitán de artillería que me cortejaba como un caballero, la amargura en la que le acompañaba su comisario político, que era comisario pero no era imbécil, que sabía que lo único importante era ganar la guerra, y por eso se fiaba más de aquel militar de carrera, capaz, leal, seguro de sí mismo, que de los civiles que le daban órdenes desde un despacho. «Cómo es posible, —seguía pensando yo—, que tantos años después, hayamos aprendido tan poco, cómo es posible que haber perdido una guerra no haya servido de nada, cómo es posible que sigamos igual después de haber ganado otra…».

—¡Anda! —entonces llegó Comprendes, señaló al Bocas, y en lo único que pude pensar fue en que no me había dado tiempo a arreglarme—. No me digas que llevas todo el día con este. Pues te habrá puesto la cabeza como un bombo, ¿comprendes?

—No —miré al Bocas y le sonreí, pero no pude evitar que se sonrojara—, qué va. Me ha ayudado mucho. Pero ya se va, porque tiene una cita en el pueblo, ¿no?

Me miró con los ojos muy abiertos, asentí con la cabeza, y se quitó a toda prisa el mandil que le había obligado a ponerse encima del uniforme para ir derecho a la pila, a lavarse las manos.

—¿Qué pasa? —el teniente se le quedó mirando con una sonrisa y ninguna intención de dejar de tomarle el pelo—. ¿Se ha echado novia?

—Eso me temo —admití.

—Pues por su bien, espero que sea sordomuda, ¿comprendes? —y hasta el Bocas se rió, antes de que yo volviera a intervenir a su favor.

—No. Es muy parlanchina, y muy mona. Y por cierto, ¿qué tal os ha ido?

—Bien, mejor que ayer.

—¿Y Galán? —me atreví a preguntar por fin, sin controlar del todo una sonrisa boba, cuando el Bocas ya se había marchado.

—Está con el Lobo, interrogando a un prisionero conocido tuyo, por lo visto.

—¿Y lo sabe Flores? Porque antes ha venido en un plan…

—Ya —Comprendes me contestó tan deprisa como si no quisiera dejarme seguir—. Ahora está con ellos, así que tienen para rato, ¿comprendes?, porque eso significa que habrá que repetir cada pregunta dos veces, como mínimo.

—¿Quieres una croqueta?

—Claro que quiero.

Se comió tres en el rato que pasó conmigo en la cocina, casi una hora charlando y bebiendo vino, pero le prometí guardarle el secreto, igual que a los demás, que llegaron poco a poco para hacerlas desaparecer a tal velocidad que cuando la mitad de la fuente estaba vacía, guardé una docena entre dos platos. Hasta que llegó Montse, para poner la mesa, y casi a la vez, el Cabrero, que era a quien le había tocado ir más lejos.

—¡Mmm! —cerró los ojos para paladear la penúltima croqueta que quedaba en la fuente, y cuando los abrió, cogió mi cabeza con las dos manos y me estampó un beso en la frente—. Voy a proponerte para una condecoración, no te digo más. Me llevo la otra para el camino.

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