Inés y la alegría (17 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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—¿Y de dónde era esa chica, Comprendes? —el Sacristán le tomaba el pelo.

—Era francesa, ¿no? —y el Cabrero también—. ¿O era de Cartagena? Es que no me he enterado bien.

—A ver si va a ser mi prima Conchita porque por la descripción…

—Iros a tomar por culo —y se volvía como si acabara de picarle una avispa—. Los dos, ¿comprendéis?

—¡Qué poco sensibles sois! —Zafarraya se hacía el comprensivo—. ¿No veis que está perdidamente enamorado?

Eso era lo que peor le sentaba. Al escucharlo, se levantaba de un brinco, se sacudía el polvo de los pantalones, como si no pensara volver a sentarse en la vida, y echaba a andar, menos digno que indignado, sin volverse a mirarnos. No tardaba ni dos minutos en volver, para seguir haciéndose preguntas en voz alta y preguntar por ella a los demás, sin más datos que unos rasgos que la muchacha del sombrero compartía con la prima del Sacristán y con varios millones de muchachas más, de cualquier nacionalidad y en cualquier lugar del mundo. Más bien baja, castaña tirando a morena, delgadita, con los ojos oscuros y el pelo largo, ondulado, los dientes muy blancos… Hasta que ella misma puso fin a su zozobra.

—¡Comprendes! —grité el día que se presentó en el claro del bosque donde yo estaba cortando troncos.

—¡Mande! —respondió él, que aquella mañana estaba trabajando de carbonero, un poco más arriba.

—Tu chica es española, andaluza, de Pozoblanco, y se llama Angelita.

—¿Sí? —y una cabeza completamente negra apareció por encima de una humeante montaña de escoria—. ¿Y cómo te has enterado tú de todo eso?

—Porque me lo acaba de decir ella misma, que está aquí delante.

—¡No me jodas! —y sonreí al recordar el esmero con el que se había pelado, y afeitado, y lavado la camisa unos días antes—. Bueno, dile que espere un momento, ¿comprendes?, que me voy a lavar la cara, por lo menos…

Angelita trabajaba muy cerca del aserradero, en una granja que pertenecía a los padres de Émile Perrier y en unas condiciones semejantes a las nuestras, porque había sido reclamada por indicación del Partido desde la fábrica a la que había llegado después de pasar por un campo de mujeres. A pesar de todo, tenía mucha más libertad de movimientos que nosotros, porque madame Perrier, además de camarada, era muy mayor y apenas salía de casa. Angelita era la que iba al pueblo a hacer la compra y la que venía a las oficinas de la empresa cada vez que sus padres querían darle a Émile algún recado que no se atrevían a transmitir por teléfono. Así había llegado hasta el aserradero aquella mañana, y no tuvo que preguntar dos veces para averiguar el paradero de un chico muy alto, con el pelo rizado, la nariz aguileña y las gafas sucísimas, porque no había otro con esas señas.

A partir de aquel momento, Comprendes y Angelita se pusieron de acuerdo para jugarse la vida el doble que los demás, de día pero también de noche. Todas las tardes, unos minutos antes de que sonara la sirena, él trepaba hasta unas peñas desde las que se veía la granja Perrier, y estudiaba el patio trasero. Angelita programaba sus encuentros con un código de ropa tendida a un lado o al otro de este o de aquel poste, y Comprendes descubría en las sábanas, en los vestidos y los calcetines, la hora y el lugar en el que ella estaría esperándole, o no, aquella noche.

—Fernando…

Si había suerte, repetía mi verdadero nombre en un susurro, zarandeándome con suavidad, hasta que conseguía que abriera los ojos. La primera vez que me desperté y encontré a mi lado un petate vacío, le dije que, por lo que pudiera pasar, prefería saber dónde estaba. Aunque oficialmente, para las fuerzas alemanas de ocupación, éramos trabajadores presos, dentro del campamento podíamos movernos libremente, y no había guardias en los barracones. Sin embargo, el recinto estaba rodeado de alambradas, y en las puertas había hombres armados cuya auténtica misión no consistía en impedirnos salir, sino en protegernos de las visitas que pudiéramos recibir del exterior. Muchos de nosotros habíamos llegado hasta allí como miembros de una Compañía de Trabajadores Extranjeros, pero eran más los ilegales, soldados republicanos, comunistas o no, que se habían fugado de los campos o de las fábricas, y carecían de cualquier permiso para estar en el aserradero. Ellos eran la única razón de que el recinto estuviera vigilado, y de vez en cuando, hacíamos un simulacro de emergencia para que cada uno supiera dónde tenía que esconderse, y nos partíamos de risa.

Cuando le tocaba guardia a algún conocido, Comprendes entraba y salía sin problemas. Cuando no, estaba sin tabaco una semana, pero nunca faltó a una cita. Lo sé, porque yo no podía volver a dormirme hasta que regresaba. Antes de que me diera tiempo a coger la postura, el muy cabrón ya se había quedado frito, y a la mañana siguiente, parecía que no había sido él quien se había corrido una juerga, porque se levantaba como una rosa y atacaba los troncos como si fueran juncos, mientras yo subía la cuesta arrastrando los pies, entre bostezo y bostezo.

—Lo que está haciendo tu amigo es muy peligroso —me decía el Lobo.

—Ya… —pero mientras le daba la razón, procuraba no mirarle a la cara.

—No lo digo sólo por él, lo digo también por ella.

—Ya…

—Cualquier día, vamos a tener un disgusto.

—Ya…

—No tiene sentido que se estén jugando la vida de esa manera.

—¿Tú crees que no? —hasta que una mañana, el Zurdo intervino en una conversación a la que nadie le había invitado—. ¿Y para qué sirve la vida entonces, en tu opinión?

Yo estaba de parte de Comprendes, él estaba de parte de Comprendes, todos estábamos de su parte, de parte de aquel amor dificilísimo, que florecía en el desierto desolado y áspero de una derrota interminable como una garantía de que la vida seguía existiendo, de que existiría el futuro, por ahí, en alguna parte, mientras Comprendes y Angelita siguieran encontrándose por las noches en el bosque, mientras se las arreglaran para ser felices sin nosotros, y por nosotros a la vez. «¡Hay que joderse con el romanticismo!», protestaba el Lobo, y tenía razón. Todos estábamos incumpliendo todas las reglas, Angelita y Comprendes los primeros, por largarse de sus dormitorios de madrugada, después él, por consentirlo, y luego los demás, por ampararles. Habíamos tejido con mucho esfuerzo una red muy frágil, y una debilidad de cualquiera de sus miembros repercutiría sin remedio en la fortaleza del conjunto. Así eran las cosas, y todos lo sabíamos, pero más nos importaba saber que seguían existiendo los besos en la boca. Eso nos importaba más que comer.

En aquella fase, Angelita, el cordón umbilical que unía al Partido de fuera con el Partido de dentro, era más valiosa para la organización que todos nosotros juntos. Ella, con sus veinticuatro años y su aspecto de muchachita española sin rasgos particulares que destacar, era la que coordinaba a los comités de las empresas de la zona, la que distribuía a los ilegales por los aserraderos, la que nos entregaba las armas que se hubieran podido robar a los alemanes, la que transcribía las emisiones en onda corta de la BBC y la que las descifraba, para avisarnos de las entregas de armamento que los aliados dejaban caer en paracaídas para el Ejército Secreto de De Gaulle, sin saber que nosotros íbamos a intentar llegar a recogerlas antes que ellos. Cuando lo lográbamos, y cuando no, en el claro del bosque donde nos hubiera citado, estaba ella, corriendo riesgos innecesarios. Al ver a Comprendes, salía de detrás del matorral donde se hubiera escondido, sonreía, y se dedicaba a hacer tonterías, como si fuera una niña pequeña. Él la veía balancearse, arreglarse la cinturilla de la falda, apartarse el flequillo de la frente y, cayeran o no fusiles del cielo, se iba derecho a ella, la abrazaba y, después de mirarla un momento como si nunca antes lo hubiera hecho, la besaba en la boca para que los demás sonriéramos a la vez, como si acabáramos de acordarnos de que nosotros también seguíamos teniendo labios, lengua, dientes. Mientras tanto, el Lobo mascullaba una letanía monótona, aburrida y rancia como el rosario de las beatas, «os voy a expulsar, os voy a expulsar, os voy a expulsar, a mí me expulsarán, desde luego, y me estará bien empleado, pero antes os voy a expulsar a todos, no se va a librar ni uno, ¿me oís?, ni uno…».

Nunca nos lo tomamos en serio, porque sabíamos que se le iba la fuerza por la boca. «Si me dieran una peseta por cada vez que has dicho que me ibas a expulsar del Partido, Lobo, sería ya el hombre más rico de la provincia de Granada, —solía decirle Zafarraya, que era su mejor amigo y el único que se atrevía a reírse de él en su cara—. Conque me dieran dos reales, mira lo que te digo, ya tendría yo un carmen en el Albaicín, con sus cipreses, y sus macetas, y sus fuentecicas…». Eso era verdad, aunque al final, el Lobo tuvo razón. Al final, Comprendes nos dio un disgusto cuando menos lo esperábamos, cuando ya estábamos en el monte, metidos hasta el cuello en la guerra.

—Voy a bajar, ¿comprendes?

Dentro de poco, volvería a ser San Isidro, pero en 1944 ya no vivíamos en el aserradero, donde otros tantos ilegales cortaban troncos y hacían carbón con los nombres y los apellidos de los que estábamos arriba, luchando contra los alemanes. Los grandes combates no habían empezado aún, pero ya habíamos dejado atrás los sabotajes para debutar en la guerrilla. Nuestra base estaba cerca de nuestros antiguos barracones, prácticamente encima de la granja Perrier, pero cuando Comprendes me dijo que iba a bajar, yo le contesté que no, y lo dije en serio. Aquello era la guerra, y no hacía falta ser el Lobo para asustarse de las consecuencias de lo que antes era una simple travesura. Cuando se escapaba por las noches, en el llano, Comprendes corría sus propios riesgos, pero en el monte, y en aquellas circunstancias, cualquier imprudencia suya nos pondría en peligro a todos. Sin embargo, cuando le advertí que estaba dispuesto a detenerle antes que a dejarle bajar, me miró, me sonrió, y siguió hablando como si no se hubiera creído una palabra.

—Hace casi dos meses que no bajo, ¿comprendes? —y por la forma en que lo dijo, me di cuenta de lo preocupado que estaba—. No es un capricho, no tengo un calentón, no me ha dado una ventolera, te lo juro. No es eso. Es que me está llamando. Lleva diez días seguidos llamándome y eso es que le ha pasado algo. Ella está sola ahí abajo, ¿comprendes? Tengo que verla.

—Escúchame un momento, Sebas…

—No —y lo subrayó con la cabeza—. Si quieres avisar al Lobo, ya estás tardando, ¿comprendes? Y si no, más vale que te calles, porque esta noche voy a bajar.

A las cinco y media de la mañana, él llevaba casi cuatro horas fuera y yo ya no tenía estómago. No tenía huesos en las piernas, ni las tripas en su sitio, sólo un hueco debajo del ombligo, los pulmones atascados de humo y la peor clase de miedo que puede tener un soldado, que no es el miedo a morir, sino a la responsabilidad de haberla cagado, de ir a morir con una masacre sobre la conciencia. Cuando llegó, ya le había visto muchas veces muerto, derribado en una cuesta con un tiro en la espalda, torturado hasta la muerte y agonizando en una calle, tumbado en el suelo de un calabozo con un agujero de bala en la cabeza, antes o después de haber confesado la situación de nuestra base, y guiando a un destacamento de alemanes, muerto o vivo, hasta nosotros. Cuando llegó, ya estaba a punto de despertar al Lobo, de contarle lo que había pasado, de pedirle que me fusilara aquella misma noche, si quería, pero sólo después de despertar a los demás y de levantar el campamento. Cuando llegó, ya había pensado en todo y le había visto de todas las maneras, de todas excepto con la angustia pintada en los ojos, tal y como le vi cuando tuve tiempo de mirarle.

—¡Tú eres un cabrón! —porque lo primero que hice fue ir hacia él y soltarle un puñetazo en el hombro—. Menos mal que no te ibas a entretener.

—Y es verdad que no pensaba —sólo después le miré, y eché de menos la euforia, el eco pastoso que el placer solía dejar en su voz, el brillo que no relucía en sus ojos—. Pero como eso ya no importa, ¿comprendes?, como ya no puede volver a pasar, y ella está tan mal, tan asustada…

—¡No me jodas! —le cogí por un hombro, le miré, y le vi asentir con la cabeza—. No me jodas, Comprendes…

Amparo Gómez Ripollés, que se había casado con Ramón Ametller en 1932, un año después de posar como una República con volúmenes de odalisca, apetitosa pero poco convencional, para el cartel del congreso de la FETE donde se conocieron, se había librado de los campos gracias a las gestiones de unos camaradas franceses que se apiadaron del asma alérgico de su hijo menor. Desde entonces vivía en Toulouse, con él y con su otra hija, en una habitación que ya era pequeña antes de que una cortina la convirtiera en dos. El propietario de la taberna donde trabajaba le descontaba el alquiler del sueldo, pero no la trataba demasiado mal, sobre todo desde que empezó a sospechar, por fortuna después de Stalingrado, que en sus ratos libres servía de enlace entre el PCE y el PCF. Amparo veía casi a diario a su contacto con los comunistas franceses, el dueño de la pescadería donde compraba para su casa y para la taberna. Claude Renaud era un buen hombre, aunque tan tacaño que tenía el puesto abierto durante más de diez horas sin otro empleado que su hija Solange, que a los veinte años estaba tan politizada, o más, que su padre. Ella fue quien resolvió en realidad aquella crisis.

Cuando el Lobo se cansó de anunciar que iba a expulsar a Comprendes y a Angelita, y Zafarraya de pedirle por favor que no dijera más gilipolleces, Amparo ya le había contado a Renaud, con los tintes más trágicos que pudo improvisar, el drama del callejón sin salida donde había desembocado aquel amor clandestino y admirablemente antifascista. «Hay que sacarla de allí, Claude, te das cuenta, ¿no?, tiene que marcharse antes de que se le note el embarazo. Ella ha trabajado mucho, se ha expuesto mucho, es muy valiosa. Si sigue adelante, a lo mejor no le pasa nada, pero a lo peor… En la granja no hay ningún hombre joven. Si los alemanes la detienen y le hacen preguntas, el aserradero está ahí al lado y los del monte dando guerra, así que…».

Mientras Amparo hablaba, el pescadero se limitaba a asentir con gesto preocupado, pero su hija, a quien la militancia, lejos de vaciarle la cabeza de pájaros, la estaba volviendo un poco más romántica cada noche, suspiraba con la cara entre las manos y los ojos cerrados, imaginando un claro del bosque, un guerrillero arriesgando la vida por amor, dos cuerpos desnudos a la luz de la luna… «Pues ya está, —le dijo a su padre—, tú la reclamas y que se venga aquí, a vivir con Amparo y a trabajar con nosotros». «Es que eso es lo que no está claro, —se defendió él—, porque a mí no me importa reclamarla, al contrario, yo, encantado, pero luego hay que justificar el permiso de trabajo, y aquí ya estamos tú y yo, así que…». «Bueno, yo le cedo la mitad de mi jornada, y la de mi sueldo, claro está». «¡Pero si a ti no te pago nada, Solange!». «Pues por eso, —y su hija se levantó, dando la conversación por concluida—, ya llevas demasiados años explotándome, ¿no te parece? Si viene esa chica, sigo trabajando como hasta ahora. Y si no, quiero cobrar…».

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