—Nuestro principal problema es que no tenemos armas —Modesto Valledor, que compartía con su hermano José Antonio la titularidad de aquella y otras explotaciones forestales del PCE, en Haute-Garonne y en los departamentos limítrofes, organizó una reunión pocas semanas después de nuestra llegada, para explicarnos la situación—. Nuestros enlaces se juegan la vida todos los días para conseguirlas, pero nos llegan con cuentagotas…
Eso era tan cierto que pasó más de un año hasta que el Lobo, que trabajaba en las oficinas, subió una tarde al monte que estábamos talando antes de que sonara la sirena de la salida, para apartarse con nosotros y darnos instrucciones en voz baja.
El 15 de mayo de 1943, cuando nos levantamos todavía era de noche. No pude distinguir bien la expresión de Comprendes cuando me dijo que aquel día era San Isidro, pero la imaginé al escuchar su voz, mustia de nostalgia. «Hoy es fiesta en Madrid, ¿comprendes?, esta noche habrá verbena, baile y churros, y unas tías de Vallecas con unas tetas así…». «No te quejes, que tú también lo vas a celebrar», intenté animarle cuando aún no había deshinchado los dos enormes globos que sus manos dibujaban en el aire, y sonrió. Ninguno de los dos podía imaginar entonces hasta qué punto serían proféticas mis palabras.
Aquella mañana, no fuimos a trabajar al aserradero. Antes de que sonara la sirena, cargamos con dos sacos llenos de hachas melladas y una cesta de mimbre, con un asa y dos tapas, que nos habíamos encontrado en el barracón la noche anterior, como si fuéramos a ir de merienda campestre. Dentro, había un salvoconducto firmado por Émile Perrier, uno de los socios franceses de los Valledor, para justificar nuestra ausencia del campamento.
—Si os detiene una patrulla antes de llegar al pueblo —nos había explicado el Lobo—, se lo enseñáis, lleváis las hachas al herrero, le decís que os las afile y os volvéis enseguida, sin llamar la atención.
—¿Y si no nos detienen?
—Si no os detienen y no veis a ningún alemán, pero ni de lejos, ¿está claro?, por la carretera…
Lo que vimos a lo lejos, a las nueve en punto, fueron los pollos de cerámica vidriada que coronaban la verja de la granja Dupechez. La parada del autobús estaba justo enfrente, y más allá, por el lado opuesto de la carretera, en dirección contraria a la nuestra, venía andando una chica con una blusa blanca, una falda azul y una pamela de paja en la cabeza. Llevaba colgada del brazo una cesta de mimbre exactamente igual a la que nos habían dado, pero cuando se acercó a nosotros lo suficiente como para distinguir los sacos que llevábamos a la espalda, se paró, se quitó el sombrero con la mano derecha, lo dejó en el suelo, sobre la cesta, y sacudió la cabeza para liberar una cascada de bucles oscuros que le llegaban casi hasta la cintura. Sólo después de peinarse con las manos, se recogió la melena en un moño con mucha parsimonia, para asegurarse de que veíamos bien lo que estaba haciendo. Luego, recogió el sombrero, la cesta, y siguió andando hasta la parada con la mirada clavada en el horizonte, como si no nos hubiera visto.
—Mala suerte —murmuré en dirección a Comprendes, porque el Lobo había sido tajante, «si no hay sombrero, no hay pistolas», pero cuando miré a mi derecha no vi a nadie. Tuve que volverme para descubrirle, unos metros detrás de mí, tan inmóvil como si fuera un árbol recién plantado, mirando en la única dirección en la que no debería haber mirado con la boca muy abierta.
—¿Quién es esa chica? —me preguntó sin enderezar la cabeza, como si tuviera el cuello torcido, o una soga invisible tirara de él desde el otro lado de la carretera.
—¡Y yo qué sé! —y le cogí por la barbilla para obligarle a mirar hacia delante—. Vamos…
Pero aunque conseguí que echara a andar, no mantuvo la cabeza recta más de un segundo.
—No la mires —le dije, apretando los dientes con la misma fuerza con la que le habría estrujado a él si hubiera podido—. ¿Pero tú estás tonto o qué?
—No… —su acento era tan risueño como si estuviéramos los dos en una de esas verbenas que añoraba tanto—. Es que me gusta mucho, ¿comprendes?
—Pues si te gusta, no la mires, coño —y le di en la nuca para hacerle reaccionar de una vez—. ¿O es que no te acuerdas de lo que lleva en la cesta?
Por fin, volvió los ojos hacia mí con el ceño súbitamente fruncido, un insólito rubor en las mejillas.
—Es verdad —reconoció—. Tienes razón, ¿comprendes?
Y sin embargo, todavía la miró una vez más, mientras fingía atarse los cordones de las botas en el extremo de una curva. Cuando el autobús que iba en dirección al pueblo pasó a nuestro lado, volvimos a verla. Iba de pie, en el centro, agarrada a la barra, mirando hacia nosotros, y se había dado cuenta de todo, porque mientras Comprendes levantaba la cabeza hacia ella, le sonrió.
El pueblo estaba plagado de alemanes, pero todos de permiso y casi todos borrachos. Dimos varios rodeos para esquivar los burdeles, los cafés, las tabernas, y conseguimos no tener que enseñarle el salvoconducto a ninguno, pero entre eso y lo que tardó el herrero, cuando volvimos al campamento era tan tarde que el Lobo ya sabía que la entrega se había frustrado. Tres semanas después, nos anunció que íbamos a volver a intentarlo.
—Lo vamos a hacer en otra parada, lejos del pueblo, a unos cinco kilómetros de aquí, pero quizás sería mejor que fueran otros, porque…
—¿La chica es la misma?
—Claro. Ella es la que sigue teniendo las pistolas.
—Entonces vamos nosotros, ¿comprendes?
—Pero es peligroso, porque…
—Que no —y negó con la cabeza y tanta vehemencia como si se le hubiera descoyuntado el cuello—. Si no les enseñamos el salvoconducto, ¿comprendes?, no nos vieron la cara, ni nada… Vamos nosotros, que ya la conocemos, y mucho mejor —el Lobo no parecía muy convencido, pero Comprendes fue más rápido—. El otro día había dos chicas más en la parada, ¿comprendes?, y las tres iban vestidas por el estilo. Sólo falta que mañana haya otra con un sombrero, para que vaya cualquiera y meta la pata.
Y sin decir ni una palabra más, se levantó, se sacudió el polvo de los pantalones, y echó a andar con mucha decisión.
—Pero ¿adónde vas ahora? —le pregunté. No me contestó, y cuando el Lobo quiso saber qué le pasaba, le dije que no estaba muy seguro, porque nunca le había visto así. Tampoco había visto a dos chicas vestidas igual que nuestra enlace en aquella parada de autobús, pero eso no quise decirlo.
El 10 de noviembre de 1936, estuve seguro de que iba a morir. Me había quedado solo en una esquina de la tercera planta del hospital Clínico de Madrid, y aunque había ido aprovechando las de los cadáveres que me rodeaban, estaba a punto de quedarme sin municiones. En ese momento, para mí no había más frente que aquel pasillo. Las habitaciones de número par eran nuestras, las de número impar, del enemigo, a un lado estaba yo, y al otro, al menos tres tiradores. No era la primera vez que pensaba que iba a morir, pero nunca había visto la muerte tan cerca. Ya me había dado tiempo a despedirme del mundo, a pensar en mi madre, en mis hermanas, en las decisiones que había ido tomando aquel verano hasta que decidí presentarme voluntario en Toledo, cuando el gobierno pidió mineros asturianos para dinamitar el Alcázar. Ese era el camino que me había llevado a morir en Madrid, una ciudad de la que aún no conocía nada excepto aquel hospital al que se dirigía el primer camión al que pude subirme dos días antes, cuando llegué andando desde Aranjuez, el hospital donde llevaba más de treinta y seis horas seguidas luchando, primero por la República, luego por mi propia vida, la que estaba a punto de perder. Ya me había dado tiempo a decidir que no me arrepentía de lo que había hecho, cuando le escuché por primera vez.
—¡Aguanta!, ¿comprendes? —y antes de que pudiera preguntarme qué era lo que tenía que comprender, vi cómo caía derribado el moro que me estaba friendo desde la puerta de la habitación 311—. ¡Aguanta, que ya llego!
Lo primero que me llamó la atención de él, antes incluso que la pregunta que repetía en todas las frases, fue que tuviera tan buena puntería llevando las gafas tan sucias. Aquella mañana, además, se le habían roto, y cada dos por tres se las quitaba para arreglárselas con un rollo de esparadrapo que había cogido al pasar por una sala de curas. Aparte de eso, era muy alto, muy delgado, aún más desgarbado, y tenía el pelo rizado en caracoles pequeños, retorcidos, que le caían sin cesar sobre la frente. Otros hombres me habían salvado la vida antes de aquel día, pero ninguno me había caído tan bien. Tampoco me había compenetrado nunca con nadie como con aquel chico, que tenía la misma edad que yo, veintidós años, y parecía adivinarme el pensamiento. Cuando los nuestros aseguraron el sector que iba desde nuestra posición hasta las escaleras, habíamos liquidado ya, en un periquete, a los tres que teníamos enfrente, y el relevo nos encontró fumando un pitillo, muy tranquilos. Ya me había contado que era de Vicálvaro, que llevaba en Madrid una semana escasa, y que se había instalado en un pisazo con balcones al Retiro que sus dueños habían abandonado antes del 18 de julio. Le había dado el chivatazo la portera, que era de su pueblo, y cuando le dije que yo ni siquiera tenía donde dormir, me contestó que a él le sobraban doscientos metros, un montón de habitaciones donde elegir. Así nos hicimos amigos, y desde el día que me salvó la vida, hasta que se enamoró de una chica con una cesta y un sombrero, apenas nos habíamos separado.
—¡Joder, Comprendes! —la mañana de la segunda entrega, cuando me desperté, no estaba en el barracón, y al verle entrar por la puerta, me costó trabajo reconocerle, porque se había afeitado, se había cortado el pelo y llevaba una camisa recién lavada, que chorreaba agua todavía—. A tu lado, voy a parecer un pordiosero.
—De eso se trata, ¿comprendes?
—No sé yo si el Lobo pensará lo mismo —pero él cogió uno de los sacos, sonrió, no dijo nada.
—He estado pensando… —y llevábamos andando más de un kilómetro cuando volvió a abrir la boca—. Esa chica, ¿comprendes?, tú qué crees, ¿será francesa o española?
—No sé qué decirte —porque la verdad es que a mí no me había parecido para tanto, y ni siquiera la había mirado bien—. Por la pinta, parece más bien española, pero eso no significa mucho.
—Ya… —pareció abismarse de nuevo en sus pensamientos, pero reaccionó enseguida—. Sería mejor que fuera española, ¿comprendes? No porque a mí me importe eso, que me da igual, ¿comprendes?, sino porque como no vamos a tener tiempo de hablar mucho…
—¿Que no vais a tener tiempo de qué?
Entonces, el que se quedó clavado, paralizado por el asombro en medio de la carretera, fui yo, y él quien se volvió a mirarme, muy extrañado.
—De hablar…
—Mira, Sebastián —sólo usábamos nuestros nombres auténticos en las emergencias pero, para despejar cualquier duda, fui hacia él, le cogí por los brazos, y le sacudí por no darle dos hostias—. Como parece que no te has dado cuenta de dónde estamos, ni de qué pasa, ni de qué vamos a hacer, te lo voy a explicar. Esto es Francia, ¿te enteras?, un país ocupado por los nazis. Tú y yo somos dos presos españoles, o sea, una mierda, ¿está claro? Esa chica seguramente es otra refugiada española. Su vida vale lo mismo que la nuestra, o sea, otra mierda, y se la va a jugar, o no, mejor dicho se la está jugando ya, para entregarnos unas pistolas, así que nadie va a hablar con ella, ¿entendido? Ni tú ni yo, ¡nadie! —me paré a mirarle y vi que estaba tan fresco, haciendo cosas raras con los labios para no sonreír—. Te juro que como hagas algo peligroso, saco una pistola de la cesta y te dejo seco.
—Bueno, ya veremos, ¿comprendes?
Aquel día en Madrid no habría verbenas, pero San Isidro debía de sentirse en deuda con nosotros, porque todo salió bien. De milagro, pero muy bien. A la hora convenida, vimos a la misma chica, la misma blusa, la misma falda, la misma cesta de la otra vez, andando por el lado contrario de la carretera, hasta que llegó a una parada de autobús donde sólo había una señora mayor, dormitando contra un poste, y dos niños de unos doce años que no estaban mucho más despiertos. Dejó su cesta en el suelo pero no se quitó el sombrero, y al fin cruzamos la carretera, llegamos a la parada y nos pusimos a su lado. Comprendes maniobró para pegarse a ella y se quedó quieto, con la cabeza recta, mirando hacia delante, un minuto, y otro, y otro más. Menos mal, pensé, y ya creía que mi regañina había servido para algo cuando le vi ladear la cabeza con una expresión de bobo muy sospechosa pintada en la cara. Un minuto más tarde, cerró los ojos y sonrió. Entonces me alejé de él un par de pasos, me estiré hasta que logré bostezar, miré a la derecha como si quisiera atisbar a un autobús que no venía, y al volver la vista atrás, les vi haciendo manitas, los dos muy tiesos, muy serios, como si aquellos dedos que se tocaban, que se movían arriba y abajo para acariciarse mutuamente, no fueran suyos. Recuperé mi posición inicial, a la izquierda de Comprendes, y doblé la lengua dentro de la boca para mordérmela con los dientes. Eso habría bastado para que mi amigo descubriera hasta qué punto estaba cabreado, pero no resistí la tentación de blasfemar en un murmullo.
—Me voy a cagar en Dios, en la Virgen y en los Doce Apóstoles… —ninguno de los dos me miró, aunque él sonrió al escuchar mi juramento, pero no tuve tiempo de cabrearme otra vez, porque enseguida vi aparecer a lo lejos el autobús en el que ella tenía que marcharse.
Los niños se adelantaron para subir en primer lugar, y la señora adormilada se colocó detrás de ellos. La chica cogió nuestra cesta, empujó la suya con el pie hacia nosotros, avanzó hacia la puerta y, mientras esperaba a que la anciana encontrara las monedas exactas para pagar el billete, como si supiera en qué instante se había enamorado Comprendes de ella, se quitó el sombrero, sacudió la cabeza, se volvió a mirarle y le sonrió. Él siguió el autobús con la mirada hasta que se perdió de vista, y luego se volvió hacia mí.
—Tú me has dicho que no hablara y yo no he abierto la boca, ¿comprendes?
Se echó a reír y me pareció que nunca le había visto tan eufórico, así que sonreí con él. Al fin y al cabo, teníamos las pistolas, cuatro Luger alemanas, nuevecitas, las primeras que conseguíamos, y eso era lo importante, aunque a él le siguieran preocupando más otras cosas.
—¿Será francesa? —me preguntó en el camino de vuelta, y al día siguiente, todos los días, varias veces, durante más de tres semanas—. Porque si fuera española, cuando te cagaste en Dios debería haberse reído, ¿comprendes? Claro que lo dijiste tan bajito, que a lo mejor no te oyó.