—Vamos a brindar —era lo último que esperaba, pero levantó su vaso en el aire sin dudarlo—. Por nosotras, Montse. Porque, pase lo que pase a partir de ahora, siempre me alegraré de haberte conocido, y… —en ese instante, se me quebró la voz, y me limité a chocar mi vaso con el suyo—. Por nosotras.
Me bebí el vaso de un trago y me sentí mejor. Ella vació el suyo a la misma velocidad, lo dejó en la mesa, me miró.
—Llevo toda la mañana pensando en lo que me dijiste cuando salimos de la tienda de Ramona, ¿te acuerdas? —asentí con la cabeza—. Bueno, pues… No me arrepiento de lo que he hecho, ¿sabes? No me arrepiento de haberme juntado con el Zurdo, de habérmelo llevado a mi casa a dormir, de que se haya enterado todo el mundo… No me arrepiento.
—No —sonreí—. Yo tampoco.
—Voy a poner la mesa.
—Sí. Ve a ponerla.
Se iban. Nadie nos lo había dicho, nadie estaba seguro de lo que iba a pasar, nadie debía de haber asumido aún la responsabilidad de la retirada, pero Montse lo sabía y yo también. Las dos sabíamos que se iban y nada más, las dos ignorábamos por igual qué iba a pasar con nosotras, pero yo no quería pensarlo, y ella tampoco, como si las horas que teníamos por delante valieran por toda la eternidad. En ese pensamiento me refugié, «queda mucho tiempo, —y lo conté para mí misma como un avaro recuenta su tesoro—, toda la tarde, una noche entera como mínimo, todavía puede pasar cualquier cosa…». Así pude concentrarme en la comida, planificar las sobras de la noche anterior para sacarlas antes o después de las lentejas, y estofarlas, probarlas, asombrarme de lo buenas que me habían salido sin haberles prestado apenas atención, mientras la cocina empezaba a llenarse de hombres que, por una vez, no estaban interesados en meter los dedos en ninguna fuente, «ahora, ¿no?», «ahora sí», «¿y por qué no ha venido nadie antes?», «para que nos dejáramos matar nosotros solos, ¿comprendes?, no fuera a ser que esto saliera bien y ellos acabaran siendo los padres de la patria…». Hablaban y bebían, hablaban y fumaban, y volvían a hablar, y a beber, y a fumar, y yo les oía aunque no quisiera escucharles, les oía aunque no quisiera entenderles, no quería saber nada pero seguía oyéndoles, y sentía que mi cabeza se rompía, que estaba a punto de estallar por la presión de tanto humo, tantos vasos que chocaban, tantos puntos suspensivos, tanto amor. Cuando decidí que ya no podía más, los mandé a todos a la mesa y me obedecieron como una familia de niños bien educados. Entonces, me estiré el delantal, llené la sopera de lentejas, y al salir de la cocina los encontré a todos muy juntos, apiñados en el extremo de la mesa opuesto al que ocupaban los enviados del Partido. En medio, habían dejado un espacio vacío equivalente a dos sillas por cada lado, que aproveché para posar la sopera y volverme a mirarlos.
—He hecho lentejas estofadas —proclamé, con el acento de madre universal que brotaba de mi garganta en el instante en que los veía a todos sentados, esperándome—, pero anoche sobró mucha comida. Hay pimientos rellenos,
esqueixada
, una tortilla entera, otra por la mitad y unas cuantas croquetas, así que, de momento… ¿Quién va a querer lentejas?
Todos levantaron la mano, y empecé a servirles mientras Montse iba sacando de la cocina las fuentes que había dejado preparadas, hasta que se quedó a mi lado, con un plato entre las manos.
—Para el Sacristán —cuando terminé, me lo puso delante—. He ido a preguntarle y también quiere lentejas —el Pasiego se levantó, pero ella movió la mano hacia abajo—. Yo se lo llevo, Román, sigue comiendo.
Al escucharla, sonreí por dentro, en la misma dirección en la que debió sonreír el Pasiego al escuchar su nombre de pila, el auténtico, el de antes de la guerra, el que usaba con el don por delante cuando daba clases de latín, el que sólo conocían los íntimos. El suyo y el del Sacristán eran los dos únicos nombres verdaderos que conocíamos, porque cuando Pepe estaba al borde de la muerte, había nombrado varias veces a su compañero, «vete, Román, iros todos, dejadme aquí, yo ya estoy listo», para que él se negara a hacerle caso, «que no, Pepe, que no, que yo me quedo contigo porque tú no te vas a morir…». Montse no había usado aquel nombre por capricho, ni por un descuido. Lo había elegido para subrayar el abismo que dividía la mesa en dos sectores, para proclamar en qué lado estaba ella, en qué lado iba a quedarse para siempre, pasara lo que pasara aquel día, al día siguiente. Estábamos todos tan mal, ellos tan furiosos, nosotras tan asustadas, que cualquier gesto, cualquier mimo, la mano de Montse rozando la mejilla del Pasiego al pasar junto a él, la cabeza del Pasiego descansando un instante sobre aquella mano, adquiría de pronto un valor inexplicable. Por eso, y porque justo entonces cambió el turno de guardia y el centinela que abandonaba su puesto entró a despedirse, hice algo que nunca había hecho antes, algo que nunca habría sentido la necesidad de hacer si no hubiera escuchado sin querer la conversación de la cocina.
—¿Quieres quedarte a comer, Hormiguita?
Era un soldado raso, y no se atrevió a aceptar mi oferta hasta que el Zurdo le dio permiso con un movimiento de la cabeza. Mientras le servía antes que a mis invitados, les vigilé con el rabillo del ojo, y sólo cuando me aseguré de que lo habían visto todo bien, cambié la sopera de dirección.
—¿Y vosotros? ¿Queréis comer?
«De toda la gente que había en aquella casa, Inés, —me contaría Manolo Azcárate después—, nadie me dio tanto miedo como tú, —y los dos nos reíamos mucho mientras él seguía contando—, y mira que yo tenía motivos para tener miedo, y de todos, además pues, bueno, a pesar de que la mitad de los oficiales estaban comiendo con la pistola en la cartuchera, de que no tenía ni idea de lo que me podía pasar cuando volviera con Santiago a Francia, de que tampoco sabía cómo iba a reaccionar Carmen, cuando te volviste a mirarme y me preguntaste si quería comer, es que me cagué de miedo, te lo juro…». Eran camaradas, mis camaradas, y no debería haberles tratado tan mal, pero estaba más asustada que ellos. Por eso, cuando les miré, la mirada de la Medusa, decía Manolo, ninguno se movió enseguida. Después, los hombres fueron levantando sus platos hacia mí, tímidamente, mientras la mujer permanecía inmóvil.
—¿Y tú? —le pregunté al ala de un sombrero—. ¿No quieres comer?
Negó con la cabeza, pero un segundo más tarde cambió de opinión y levantó en un solo movimiento los ojos y el plato hacia mí. En ese instante, el cazo se me escurrió de entre los dedos y chocó con el fondo de la sopera, que estaba vacía. Acababa de ponerle cara, historia, a Carmen de Pedro, y no me lo podía creer. Por eso, saqué el cazo vacío de la sopera sin dejar de mirarla, y a punto estuve de servirle aire sin darme ni cuenta.
—Se han acabado —pero me corregí a tiempo—. Ahora traigo más.
Antes de entrar en la cocina, reconocí el ruido de los pasos de Galán, tras los míos. Cuando me preguntó qué pasaba, le respondí con otra pregunta, porque me resultaba imposible admitir que aquella vieja conocida de Madrid, la chica que abría la puerta y nos ofrecía un vaso de agua cuando iba con mis compañeras del Socorro Rojo a la sede del Comité Central, fuera la mujer de Monzón, la delegada del Buró Político, la que daba las órdenes desde Toulouse. Era tan increíble que dudé de mis ojos, de mi memoria, y la saludé con la remota esperanza de que me desmintiera.
—Perdona, no te había reconocido, antes. Con ese sombrero…
—Yo a ti sí —y asintió con la cabeza, como si pretendiera disipar todas mis dudas—. Tú eres Inés no sé qué, la del Socorro Rojo de Montesquinza, ¿no? —yo también asentí—. No has cambiado nada.
—Claro que he cambiado. Todos hemos cambiado.
Mis palabras quedaron flotando sobre la mesa, y después nadie dijo nada más. Me llevé los platos sucios, saqué otros limpios, el postre, y no escuché otra cosa que el ruido de los tenedores, de los vasos posándose en el mantel, los mecheros que se encendían por todas partes. Cuando la mesa estuvo despejada, Montse sacó sin consultarme una botella de coñac, otra de anís y una garrafa del orujo que hacía su abuelo. «Vamos a emborracharnos, —pensé—, pues mira qué bien», y cuando volví a salir, después de recoger la cocina, comprobé que las botellas estaban casi vacías y Perdigón cantando fandangos. Le había escuchado otras veces y siempre me había asombrado la potencia de aquella voz en un cuerpo tan pequeño. Le había escuchado otras veces desde que el sabor de unas sopas de ajo hizo brotar una copla de su garganta, pero las protestas de aquella noche —¡joder!, qué pesado eres, macho, yo soy gallego, ¿me oyes?, no tengo por qué aguantar esto, ¡pues anda que yo, que soy de Bilbao!— no tenían nada que ver con el silencio en el que sus camaradas le escuchaban ahora, como si necesitaran que siguiera cantando, que no dejara de cantar para que la tristeza que nos aplastaba se disolviera en la conmovedora amargura de su voz.
—Ahora por soleares, Perdigón —pidió el Cabrero.
Y cantó por soleares y nadie habló, nadie se quejó, nadie hizo otra cosa que escucharle, y fumar, negar con la cabeza y vaciar una copa detrás de otra. Yo también me serví un vaso de orujo, me bebí la mitad de un trago y miré a mi alrededor con el paladar arrasado, una sensación que hizo vibrar la maravillosa voz del Perdigón en mi garganta. Galán estaba sentado en una butaca, y me llamó con la mano. Me acomodé encima de él, vacié el vaso, apoyé la cabeza en su hombro y le advertí en un murmullo que me estaba quedando dormida. «Duérmete», me contestó, y me rodeó con sus brazos. Estaba agotada, pero el origen de mi cansancio no era físico. No estaba cansada por lo que había hecho, sino por haber sentido tanto, tantas cosas a la vez, en tan poco tiempo. Escuché la voz de Galán, pidiéndole a Montse una manta para taparme, y después dormí profundamente durante una hora que me pareció una noche entera. Al despertar, descubrí que Perdigón ya no cantaba y que era Galán quien se había dormido. Me quedé un rato mirándole, y luego me levanté con cuidado, le tapé con la manta, fui a hacer café. Cuando el Lobo volvió en el mismo coche que se lo había llevado, ya había empezado a atardecer y estábamos todos muy despiertos.
La ceremonia de las despedidas fue escueta, silenciosa, porque Carrillo no llegó a bajarse del coche y sus acompañantes apenas musitaron unas palabras colectivas, desganadas, desde el umbral, donde el coronel esperó a que se perdieran de vista para avanzar hasta el centro de la habitación y disparar, sin concedernos siquiera el consuelo de un preámbulo.
—Nos vamos —sus ojos, pequeños y redondos, seguían siendo negros, pero habían perdido el brillo de los botones de charol que relucían en su cara la primera vez que le vi—. Mañana, al amanecer, repasamos la frontera. El orden de la operación, igual que cuando vinimos.
Nunca llegaría a saber lo que sentí en aquel momento. Apenas podría recordar que mis venas se vaciaron de golpe, que las piernas no me sostenían, que me quería morir, que había empezado a morirme. Tambaleándome, busqué una pared donde apoyarme y miré sin ver, vi sin mirar la absoluta quietud de aquel instante, las figuras inmóviles de una docena de hombres partidos por la mitad entre lo que sabían y lo que deseaban, entre lo que les convenía y lo que deseaban, entre lo que les esperaba y lo que deseaban, hasta que Galán, la lengua doblada, sus dientes mordiéndola dentro de la boca, dio un paso hacia delante, luego otro, y otro más, «le va a pegar, —y me asusté—, se van a pegar…». Montse vino corriendo, se apoyó en la pared, a mi lado, y se tapó la cabeza con el delantal para no verle, tan cerca del Lobo que parecía a punto de comérselo o de besarlo en la boca.
—¡No! —pero no hizo más que gritar—. No nos vamos. Me toca los cojones lo que hayáis decidido en esa reunión, ¿me oyes? ¡No nos vamos!
—Galán… Párate a pensar lo que estás diciendo, por favor.
El Lobo hablaba en un tono sedante, parecido al que él mismo había escogido en la plaza de Vilamós, la tranquilidad de quien sabe que lleva razón y ni siquiera niega que existan razones para la rabia, para la desesperación de quien se empeña en sostener lo contrario, pero sólo espera a que la tempestad amaine. La semejanza de sus voces me hundió más que las palabras que pronunciaban, pero Galán no quiso aceptarlo todavía.
—No nos vamos —insistió, más sereno en apariencia—. No podemos irnos. No podemos abandonar, no podemos regalarles España otra vez.
—¿Y qué te crees, que a mí me gusta? ¿Que estoy deseando volver a Francia? ¡No me jodas, anda!
—Pero es que… No… —Galán se apartó de él, empezó a andar en círculo, dibujó uno completo alrededor del Lobo antes de seguir—. No hemos planificado esto bien. No lo hemos hecho bien. Hay que encontrar una manera, tiene que haber… Esta zona no es propicia para nosotros.
—Ese no es el problema, Galán, y tú lo sabes. Si la gente nos hubiera apoyado, todo habría sido distinto, aquí, en Toulouse, en todas partes. Si la gente nos hubiera apoyado, sólo dependeríamos de nosotros mismos.
—Pero aquí no hay fábricas, no hay jornaleros, la población no está politizada. ¡Si hubiéramos desembarcado en Asturias! Mira que os lo dije…
—¡Escúchame de una vez, Galán! —el Lobo fue a por él, le cogió por los brazos, le obligó a mirarle—. España ya no es nuestro país, te guste o no, esa es la verdad. Los españoles que nosotros conocimos ya no existen. Están todos muertos, o en la cárcel, o tienen tanto miedo que no saben ni cómo se llaman.
—¡Eso no es verdad! —él se zafó con tanta fuerza que su contrincante estuvo a punto de perder el equilibrio—. En el monte hay un ejército, decenas de miles de hombres que sí saben quiénes son, que nos están esperando…
Y eso fue lo que me hundió del todo. Mientras Galán repetía su propia versión del discurso con el que yo había intentado consolarle una noche en la que él no quería saber nada, excepto que los presos a quienes acababa de liberar habían salido huyendo monte arriba como conejos, comprendí la medida de mi desgracia, la desgracia de mi amor y de mi amante, la desgracia de España, mi pobre país aterrorizado, humillado, cada día un poco más pequeño, más encogido, más cobarde, su pequeña gente harta de sufrir, y nuestra propia desgracia, aquel círculo vicioso de energía y desesperanza, de fe y desconsuelo, en el que nos íbamos intercambiando los papeles, las mentiras, a medida que nos fallaban las fuerzas o las recobrábamos, aferrados todos al mismo poste, el mástil tambaleante de un barco que hacía agua, eso éramos nosotros, hasta que alguien gritaba ¡tierra! sin verla, y no la veía, pero los demás sí, los demás la veíamos donde no existía, y hasta se la enseñábamos con el dedo, ¡tierra!, y no había tierra, sólo aire, la aérea inexistencia de la nada, sobre ella pisábamos, pero no era tierra, y el aire cedía, y nos caíamos, nos hacíamos daño, aunque siempre había alguien para levantarse, para levantarnos, y cuando uno se rendía, otro volvía a empezar.