Inés y la alegría (58 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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—¿Qué es eso? —me preguntó Montse.

—No lo sé —contesté, pero sí lo sabía.

«No puede ser, —me dije—, no puede ser, me estoy confundiendo…». Y para desmentirme, tres aviones de caza, uno en punta, otros dos escoltándolo a derecha e izquierda, dibujaron un triángulo perfectamente regular por encima de nuestras cabezas. Al verlos, Montse se tapó la cara con el delantal. Yo los seguí con la vista hasta que desaparecieron en el horizonte.

—Esos eran… De guerra, ¿no? De los que tiran bombas.

Se le había puesto la cara blanca, e imaginé el color de la mía mientras las dos nos mirábamos sin hablar, sin movernos, pálidas y rígidas como dos estatuas, dos bloques de piedra dura, fría, que no querían comprender ni podían expresar lo que estaban pensando.

—Bueno —y mientras mentía, estaba convencida de que decía la verdad—, esos aviones son más rápidos que los otros. Los habrán mandado para reconocer el terreno, porque tres, solos, tampoco pueden hacer gran cosa… —Así logramos ponernos en marcha, volver a andar las dos al mismo ritmo, y hasta fingir que habíamos olvidado lo que acabábamos de ver.

—Oye, Montse, ¿en casa tenemos limones? —pero yo sólo podía pensar en aquellos aviones.

—¿Limones? —y ella tampoco podía pensar en otra cosa—. No creo. ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque estoy pensando… Yo creo que, de momento, los lomos del cerdo vamos a dejarlos como están, sin adobarlos, ¿sabes? Por lo menos, uno. El otro, lo vamos a cortar en filetitos y los vamos a aliñar.

—Para comerlos enseguida, ¿no? —lo preguntó con tanta naturalidad como si no hubiera adivinado que yo temía que no nos diera tiempo a comérnoslos de otra manera—. ¿Esta noche?

—Sí —y con la misma naturalidad pregunté yo—. ¿No te parece?

—Claro —asintió con la cabeza y mucho brío—. ¿Para qué vamos a esperar? ¡Qué tontería! Estará más rico ahora, ¿no?, más fresco.

—Dentro de un rato, los ponemos en un cacharro hondo, con sal, aceite, zumo de limón y unos ajos cortados en rodajas… —y mientras enumeraba los ingredientes, moviendo mucho las manos, como si necesitaran explicación, me fui sintiendo mejor—, los dejamos macerar, dándoles una vuelta de vez en cuando, y a la plancha, simplemente, no sabes lo ricos que están.

—Seguro. Y no se parecen nada a los de anoche.

—No, porque podemos servirlos de entrada. Son capaces de comerse dos o tres, y luego cenar, ya sabes. Pero necesitamos limones.

—Puedo preguntarle a la Celina, que trae fruta de Viella de tapadillo —lo había dicho muy deprisa y no se tomó mucho más tiempo para aclararlo—. Para no ir donde Ramona, ¿no?, mejor…

—Sí —entonces fui yo quien asintió con brío—, mucho mejor.

—Pues vete tú a casa, si quieres, y yo…

—No, yo voy contigo —y seguí hablando como si me hubieran dado cuerda—. También podríamos asarlo, el lomo, digo, pero como pienso asar las patas, mañana quizás, pues… Y no quiero que el panadero piense que soy una aprovechada, porque esta tarde vamos a hacer magdalenas.

—¡Magdalenas! Qué bien, qué ricas.

La verdad era que no quería separarme de Montse, no quería quedarme sola, no quería saber, no quería pensar, no quería darme cuenta de nada, sólo cocinar, encerrarme en la cocina y ensuciar todos los cuchillos, todas las sartenes, todas las cacerolas, para lavarlas, y secarlas, y ensuciarlas otra vez. Eso era lo único que podía hacer, poner toda mi atención, mi habilidad, mi capacidad de trabajo, al servicio de mi amor, cocinar con amor, por amor, derramarme entera sobre los fogones, para combatir las siluetas de aquellos cazas. «Cocinar, —pensé—, cocinar, —decidí—, cocinar es lo importante, tengo que cocinar muchos platos salados y dulces, contundentes y ligeros, de cuchara y de tenedor, vaciar la despensa y volver a llenarla para conjurar el peligro, para proteger a los hombres que tienen que volver a casa a comérselo todo, para salvar mi amor, por amor, cocinar todo el día».

—¿Y naranjas? —le pregunté a Celina cuando nos trajo los limones—. ¿Tienes? Pues dame… Tres kilos, por lo menos.

—¿Y para qué las quieres? —me preguntó Montse, poniendo mucho cuidado en no dejar de sonreír.

—Las ralladuras se las voy a poner a las magdalenas. Y después, voy a cortarlas en rodajas para echarles azúcar, aceite y canela, mucho de todo, ¿sabes? —y a pesar del aplomo en el que había decidido hacerse fuerte, abrió los ojos más de la cuenta al escucharme—. Ya sé que suena raro, pero están buenísimas, porque sueltan mucho zumo, y hacen un almíbar… En el convento las hice muchas veces.

Después las haría miles de veces más, para que aquel día siempre viviera conmigo, para tener siempre entre las manos el fruto de aquellas horas frenéticas que pasaban por los relojes con tanta lentitud como si cada segundo llevara colgando una bola de hierro, un lastre incompatible con la velocidad de mis movimientos, de mi pensamiento, la energía con la que arrastraba a Montse de un lado a otro para que ella me siguiera al mismo ritmo, con una sola respuesta entre los labios.

—Vamos a la carnicería, ¿quieres? Voy a ver si compro unos despojos de pollo y hago unas sopas de ajo como las del otro día.

—¡Ah! Muy bien.

—Tenemos verdura de sobra, y patatas, pero como voy a hacer tortillas…

—¡Ah! Muy bien.

—Si no se las comen esta noche, se las desayunan mañana. Y creo que también vamos a hacer una
esqueixada
, para aprovechar el bacalao…

—¡Ah! Muy bien.

—Y a lo mejor me animo y hago unos pimientos rellenos de segundo… ¿Te acuerdas de que le compramos a Ramona tres latas grandes?

—¡Ah! Muy bien.

A Montse todo le parecía muy bien, tanto que tampoco quiso separarse de mí en ningún momento, y no volvimos a ver los aviones, pero sí sus efectos, los efectos de las tropas a las que acompañaban, en las caras de los hombres con los que nos cruzamos, en el silencio compacto, sin risas, sin bromas, que llegaba hasta la cocina, ni una palabra acompañando al eco de los tenedores que batían huevos en los platos, al chisporroteo del aceite caliente, los chorros de agua y el chirrido de los estropajos sobre la loza. Yo tampoco hablaba, sólo cocinaba, pelaba cebollas, patatas, zanahorias, espumaba el caldo, amasaba, rehogaba, rellenaba, freía, guisaba sin hablar, sin saber cómo interpretar aquel silencio, bueno o malo, que hacía temblar las manos de Montse mientras rallaba las naranjas hasta la pulpa sin darse cuenta, y hacía temblar las mías para que se me resbalaran los cuchillos una y otra vez, por más empeño que pusiera en secarme los dedos en el delantal. Ella hablaba sola, en un murmullo, yo ni siquiera eso, pero cociné más, mejor que nunca. Aquel día, Montse aborreció la cocina para siempre, pero yo descubrí que cualquier desgracia me dolería menos si me pillaba cocinando.

Así estaba cuando me sobresaltaron aquellos gritos, «¡paso!, ¡paso!», y mientras Montse salía a toda prisa, terminé de rellenar el pimiento que tenía entre las manos, y hasta me las lavé antes de ver al Sacristán tumbado en la mesa donde comíamos, con una pulpa informe de carne y sangre donde antes estaban sus pies, más sangre manando de su cabeza, y al Pasiego ensangrentado, con las mandíbulas desencajadas, la boca abierta, la camisa empapada de una sangre que parecía suya, pero manaba del hombre acostado sobre el tablero. Antes de que me diera tiempo a comprenderlo, el médico de Vilamós, que se había instalado en la casa de su colega de Bosost, uno de aquellos vecinos que se habían largado sin llevarse consigo nada más que su pánico, entró corriendo para escuchar un relato inconexo, entrecortado por el esfuerzo del hombre que había subido la cuesta con su compañero a hombros mientras el camión iba a recoger a otros heridos, «una granada, de pronto, mala suerte, se ha golpeado en la cabeza con una roca al caer…».

—Necesito que alguien vaya a buscar a mi mujer.

—Voy yo —se ofreció Montse.

—Muy bien. Cuéntale lo que ha pasado, dile que me traiga el serrucho, y… —pero al descubrir que su interlocutora se había puesto pálida, decidió resumir—. Bueno, ella sabe, fue mi enfermera durante la guerra. Que traiga también anestesia, morfina o mejor, las dos cosas, lo que encuentre…

«Yo no quiero comer, no tengo hambre», me advirtió el Pasiego cuando se sentó conmigo en la cocina, después de lavarse y ponerse una camisa limpia, la suerte del Sacristán temblándole en los ojos todavía. «Claro que vas a comer, —le repliqué, rehuyendo su mirada—, son las tres de la tarde». Entonces apareció el Lobo, «¿qué ha pasado?», y ni él ni Zafarraya querían comer, pero también comieron, porque yo ya había cortado un solomillo en trozos, ya había pelado unas cuantas patatas, las había cortado, estaba a punto de ponerlas a hervir. Mientras el Pasiego repetía su relato con más calma y más detalles, tripliqué la cantidad, «nos han cogido por sorpresa», hice la carne a la plancha, con poco aceite, procurando que quedara jugosa por dentro y dorada por fuera, «ha sido un infierno, eran muchos más que nosotros, disparaban desde arriba, con ametralladoras», picaba una cebolla, la rehogaba en el aceite de la carne con un poco de harina, exprimía dos naranjas pensando que era una suerte haberlas comprado, añadía su zumo a la salsa, «no entiendo cómo han podido llegar hasta allí, es un fallo demasiado gordo, Lobo, ha debido empezar la desbandada», le daba unas vueltas, añadía un buen chorro de coñac, la flambeaba, «hemos salido bastante bien parados, no creas, hemos retrocedido sin demasiadas bajas hasta un cerro, les hemos aguantado bien», y dejaba que la salsa espesara a fuego lento mientras trituraba las patatas, mientras las trabajaba con un chorro de aceite y otro de leche, moviéndolas sin parar con una cuchara de madera, «cuando me he venido, había cesado el fuego y mis hombres estaban seguros, a cubierto, la situación estable, pero ahora tenemos un frente, te das cuenta, ¿no?», hasta que el puré estuvo a punto, y lo repartí en tres platos, con dos trozos de solomillo cada uno, la salsa por encima, «así que tienes que decidir qué hacemos, si mantenemos la posición o nos retiramos, lo que tú decidas, porque lo del Sacristán», corté pan, abrí una botella de vino, y le puse a cada uno su plato delante, «lo del Sacristán no tiene remedio…».

—A comer.

—No, de verdad, yo no puedo…

—Sí puedes —porque en el borde de mis párpados brillaban las mismas lágrimas que estaba viendo en los suyos—. Tienes que comer, Pasiego.

Mientras nos mirábamos, la mujer del médico entró corriendo en la cocina, la bata ya más roja que blanca.

—¿Alcohol tenemos?

—¿Vale esto? —me volví, cogí la botella de coñac que había usado para flambear la salsa, asintió con la cabeza, se la di, y cuando salió, tan deprisa como había entrado, volví a mirarles—. Comed, por favor. La carne es del cerdo que compré, está muy buena…

—¿Y tú? —preguntó el Lobo.

—Yo tengo que hacer la cena.

Media hora después, la enfermera volvió a entrar, cansada, sudorosa, pero mucho más tranquila.

—Su amigo está muy grave y no va a volver a andar sin ayuda, pero tampoco se va a morir. Ha perdido mucha sangre, aunque los torniquetes estaban muy bien hechos. Mi marido quiere hablar…

Pero Zafarraya ya se había desabrochado el botón de la manga izquierda, se la había subido y estaba andando hacia la puerta.

—Soy donante universal.

—¿Seguro? —le preguntó el médico.

—Y tan seguro —se echó a reír y señaló al Lobo—. Toda la sangre que tiene este en el cuerpo es mía.

—Es verdad —el Lobo sonrió—. Es agarrado para todo, menos para eso.

—Ya ves tú, el catalán fue a hablar…

El médico no tenía tiempo para bromas. Yo tampoco, porque les escuché sin mirarles, pendiente del Sacristán, dormido sobre la mesa, dos vendajes blancos, inmaculados, alrededor de sus piernas, el primero un poco más abajo de la rodilla derecha, el segundo a la altura del tobillo de su pierna izquierda, otro cubriéndole casi por completo la cabeza. Aquellas vendas destacaban por su limpieza en un lugar estampado de manchas rosas de todos los tonos, del más pálido al más intenso, sangre en la manta sobre la que estaba el herido, sangre en la bata del médico, en la de la enfermera, sangre en la mesa, en las sillas, en el suelo de aquella habitación que tenía todas las ventanas abiertas de par en par, en el intento de ahuyentar la pestilencia a carne quemada que había dejado en el aire la cauterización de las heridas.

—Vamos a transfundir directamente —Zafarraya se sentó en una silla, con el brazo estirado, muy tranquilo, pero cuando el médico estaba a punto de pincharle, se le quedó mirando—. ¿Y tú cómo estás? ¿Has comido?

—¡Claro que he comido! —sonrió mientras me miraba, para que yo le sonriera a la vez—. En esta casa, como para no comer.

—Muy bien. Voy entonces… —pero antes miró al Lobo—. No nos vendría mal otro donante.

—Ahora mismo —y el Lobo se puso en marcha enseguida, con tanta prisa como si se reprochara a sí mismo no haberlo pensado antes.

Aparte de traer al Novillero, que entró muy tranquilo y con los dos brazos ya arremangados, el Lobo cedió al herido su dormitorio, un cuarto pequeño pero con una ventana, que era un trastero antes de que Galán y yo le echáramos del dormitorio del piso de arriba. Mientras sus compañeros lo trasladaban, la mujer del médico volvió a su casa, Montse, que se había quedado cuidando de su hija, a la nuestra, y a media tarde, ya nos había dado tiempo a limpiarlo todo, aunque en el cacharro donde maceraban los filetes que había aliñado por la mañana, quedaban menos de la mitad. Había hecho montaditos para todo el mundo, Montse, el médico, Zafarraya, el Novillero, el Lobo, el centinela y al final, cuando el Sacristán ya estaba fuera de peligro, el zaguán limpio, vacío de hombres, y él sentado en una silla, esperando a que su compañero se despertara, también para el Pasiego.

—No te lo vas a creer, pero ahora, de repente, tengo mucha hambre.

Le preparé una bandeja y al llevársela, me lo encontré volcado sobre el herido, acariciándole la frente con una gasa. Al verme, se enderezó corriendo, tiró la gasa al suelo, como si no supiera qué estaba haciendo con ella entre las manos, dejó la bandeja en la silla donde estaba sentado, y me dio otro de los abrazos memorables de un día que yo habría preferido no tener que recordar. Pero cocinar era importante y seguí cocinando, no dejé de hacerlo, de ensuciar todos los cacharros para lavarlos y ensuciarlos otra vez, al principio con Montse y después, cuando vi entrar al Cabrero con una caja de cartón llena de magdalenas recién cocidas, sola. Ella había salido corriendo cuesta abajo para reunirse con el Zurdo, que había llegado andando con sus propios pies, sus piernas intactas, igual que sus brazos, sus dedos, su cabeza, y así, silenciosos y preocupados, pero enteros, fueron llegando los demás, todos menos Flores, que mandó a un soldado a avisar de que iba a quedarse a dormir en el puesto de mando de López Tovar, todos menos Comprendes, menos Galán, que no llegaban, que no habían llegado aún cuando Montse apareció por la puerta con el Zurdo, cerca ya de las nueve de la noche, mientras yo terminaba de limpiar lentejas sólo por entretenerme, por tener algo que hacer.

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