Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (57 page)

BOOK: Inés y la alegría
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Andábamos juntos y separados por la carretera, muy cerca y muy lejos a la vez, vigilándonos mutuamente con el rabillo del ojo, él pegándose con el aire y mordiéndose la lengua a cada rato, cuando vimos unos faros que se acercaban. Comprendes había recogido al grupo más rezagado, que nos sacaba un par de kilómetros de ventaja, y nos esperó en el lugar más cercano donde pudo dar la vuelta con el camión. Galán abrió la puerta de la cabina y me invitó a subir, pero rechacé su oferta y le indiqué con la mano que subiera él primero. Comprendes me saludó en un susurro, con cara de circunstancias, y no le contesté mientras me disponía a mirar por la ventanilla hasta que llegáramos a Bosost, porque el camión llevaba la trasera cargada de hombres y avanzaba muy despacio, pero el trayecto era ya tan corto que cuando Galán lo intentó otra vez, ya distinguíamos a lo lejos las luces del pueblo.

—Oye, Inés —antes había rozado el meñique de mi mano izquierda con los dedos de su mano derecha, para asegurarse de que le mirara, aunque allí dentro no se veía gran cosa—. Bueno, lo que te he dicho esta mañana de… Eso también lo siento mucho, que se me haya calentado tanto la boca, porque… En fin, hablo de eso que… Ya sabes, ¿no?

—No —le mentí, mientras mis ojos, habituados ya a aquella penumbra, reconocían sus labios temblorosos, vacilantes.

—Hablo de eso de que… Lo de que tú… —y hasta vi que se limpiaba la cara con una mano, como si hubiera roto a sudar de repente—. Bueno, tú sola no, o sea, yo también, porque… Me refiero a lo de que los dos nos hayamos acostado sin conocernos… Pues mucho, ¿no?, de antes, y… Que ya has dicho tú que no te dijera eso porque yo no podía pensar así, que no te lo creías, y bueno, que tenías razón, ¿sabes?, porque la verdad es que yo nunca…

—Galán —pronuncié su nombre sin alterarme.

—¿Qué?

—Vete a la mierda —y tampoco me alteré al decir eso.

Él asintió varias veces con la cabeza, los ojos cerrados, los labios apretados, el gesto serio, compungido, de un niño pequeño que acepta un castigo que se tiene bien empleado, «pues bueno, pues sí, pues me voy a la mierda», antes de que Comprendes intentara interceder a su favor.

—Mujer, yo creo que tampoco…

—¡Tú te callas!

Entonces sí levanté la voz, y volví a mirar por la ventanilla, pero su dedo meñique siguió posado en el mío mientras mi nariz se abría de pronto para oler a madera, para oler a tabaco, para oler a clavo, y a jabón, un fondo ácido y dulce al mismo tiempo, como la ralladura de un limón no demasiado maduro, y una punta que picaba en la nariz, como el rastro de la pimienta recién molida. Reconocía el olor del hombre que estaba a mi lado, y reconocí sus manos, tan grandes, su tacto áspero y suave a la vez, el volumen del brazo que rozaba mi brazo, mientras el aire de aquel camión se volvía denso y caliente, mientras su presencia lo impregnaba de una nube de incienso imaginario, perfumado, espeso. Por eso dejé de mirarle, pero al cerrar los ojos, comprobé que era peor. Abrí la ventanilla, saqué la cabeza por ella, y al entrar en el pueblo, vi antes que nadie a dos niños que movían los brazos en el centro de la calle, para parar el camión.

—Mercedes —murmuré, cuando los reconocí—, y Matías… ¿Pero qué hacéis vosotros aquí?

—Esperarla. Le he dejado la cena hecha —y Mercedes me abrió una puerta por donde escapar—, que se habrá quedado helada, pero…

Aquella noche, había guisado un puré de verduras que estaba mucho más rico que la sopa de la noche anterior o, al menos, yo lo ataqué con muchas más ganas después de abrazarles y mandarlos a la cama con un beso. De segundo, había patatas con costillas de cerdo, un incremento de calorías tan notable que me hizo sospechar que mis anfitriones habían leído en mis ojos lo que pensaba de ellos, y se habían asustado de mis conclusiones. También me comí las patatas muy deprisa, y cuando me levanté a fregar los platos, Galán estaba mirando ya por la ventana.

—¿Qué quieres? —repetí la misma pregunta que él me había hecho por la mañana, mientras me comía la pera que había rechazado veinticuatro horas antes, pero ni siquiera así logré disimular del todo una sonrisa.

—Mira, Inés, yo ya no sé qué más hacer —él también sonrió y también intentó disimularlo, bajando la cabeza para rascársela con mucho empeño—. Te he pedido perdón de todas las maneras que conozco, y en este pueblo no hay nada, ya lo ves. No puedo comprarte bombones, ni llevarte a bailar, que tampoco es que sepa bailar, pero… En fin, tú ya sabes lo que yo sé hacer —volví a sonreír y ya no me importó que me viera—. Así que he venido a preguntarte que qué más quieres, porque como no me ponga de rodillas…

—No —tiré el corazón de la pera al suelo y fui hacia él—, de rodillas no.

A partir de ahí, todo fue muy fácil, abrazarle, besarle, adivinar la intención de las manos que me recorrieron de arriba abajo para apresar mis muslos e izarme como si me hubiera vuelto ingrávida, cruzar las piernas alrededor de su cintura y dejarme llevar, dando tumbos cuesta abajo, hasta que nos chocamos con un muro que él no pudo ver, tan concentrado en mí estaba. Hasta allí me llevó en brazos. Desde allí fuimos andando, no sé cómo, porque yo no miraba y no escuchaba, no veía nada fuera de mí, no sentía nada más allá de mi boca, porque de repente todo mi cuerpo era boca, todo mi cuerpo labios, toda mi piel, de la cabeza a los pies, las comisuras de mis labios, la punta de una lengua que era yo y lo era todo, y que no veía nada, pero lo sentía todo con esa forma extremada, radical, de sentir que es propia de la boca, de los labios. No sé cómo logramos volver a casa, porque yo era sólo boca, y él sólo dientes, pero al llegar arriba, hasta las sábanas de franela que me habían enseñado que las resurrecciones siempre son más felices que los nacimientos, me dejé anonadar por la perfección de aquel mundo pequeño y suficiente, la estrella líquida, recién nacida, que brillaba en cada centímetro de mi piel, de la suya, sólo labios, dientes todavía.

—No sabes cómo te eché anoche de menos —Galán trajo de vuelta las palabras, aunque me mantuvo apretada contra él mientras hablaba, como si no quisiera que le viera en el trance de pronunciadas—. Con lo furioso que estaba, que te habría matado, y la rabia que me daba echarte tanto de menos…

—Pues menos mal que no me mataste, ¿no? —me separé de él, me incorporé sobre un codo para mirarle, y me di cuenta de que mis ojos, aquellos ojos tontos, frívolos e insufribles, que me crecieron en Arán, habían fabricado dos lágrimas nuevas, pero no me impidieron sonreír.

—Menos mal —él cerró los suyos, me dejó besarle, me devolvió el beso, me miró con atención, sonrió también—. Porque si no… ¡A ver quién me iba a hacer ahora a mí dos huevos fritos!

El tradicional asalto nocturno a la cocina terminó de poner las cosas en su sitio, porque al entrar, vi en la mesa que había junto al fogón una cacerola de aluminio cubierta por un paño y me sorprendió que el cerdo hubiera dado tan poco de sí, pero al mirar en su interior descubrí que Montse me había dado la bienvenida a su manera, dejando preparadas las migas del día siguiente.

—No te atiborres —le recomendé al ponerle el plato delante—, porque mañana va a haber migas para desayunar.

—No te preocupes —me enlazó por la cintura, me apretó contra él, apoyó la cabeza en mi estómago—. Mañana voy a tener hambre de sobra.

Y la tuvo. Por segunda noche consecutiva, dormí mucho menos de lo que habría debido, pero mi cuerpo no necesitaba ni un segundo más de reposo, porque me levanté tan fuerte, tan descansada como si cada hora de sueño se hubiera multiplicado varias veces por sí misma, y cuando volví a encontrarme a solas en la cocina, preparando el desayuno, estaba tan contenta que el Lobo me sorprendió riéndome entre dientes.

—Inés… —me miraba con una expresión abrumada de seriedad, que entonaba muy bien con su flequillo repeinado, los surcos del peine tan perceptibles todavía como el olor de la colonia en la que se había empapado—. Lo siento. Lo siento mucho, todo fue culpa mía, nunca habría debido…

—No, por favor. Ayer ya escuché eso demasiadas veces —y le sonreí—. No me digas nada, no hace falta.

—Claro que hace falta, yo… Te debemos mucho, ¿sabes? Cuando asaltamos la masía, y vimos la cantidad de hombres que se habían concentrado allí, y el arsenal que tenían en la bodega… En fin, que espero que me perdones, aunque… —se paró en seco, para mirarme con atención—. Hay una cosa que no entiendo. ¿Cómo lo hiciste? —fruncí las cejas y se explicó mejor—. Lo del tío aquel que me trajo Romesco atado como un pollo.

—¡Ah, pues…! Lo de atarle, es que no supe hacerlo de otra manera, y lo demás… Bueno, tenía mi pistola.

—¿Tu pistola? —y abrió mucho los ojos—. ¿Galán no te la quitó? —negué con la cabeza—. ¡Joder! Debería arrestarle.

—Sí, hombre, eso era lo que me faltaba, ya…

Entonces, el Cabrero entró en la cocina con el gesto urgente, apresurado, de quien tiene algo imprescindible que hacer, para venir derecho hacia mí, coger mi cabeza con sus manos y besarme en la frente, como había hecho la primera vez que se comió una de mis croquetas.

—Que sepas que se lo dije, que le dije que la estaba cagando, que era imposible que a una traidora le saliera tan buena la comida —y se volvió para señalar al Lobo con un dedo—. ¿Te lo dije o no?

—Sí —su jefe lo reconoció con un acento desganado—. Me lo dijo.

Se marchó sin decir nada más, como si no le apeteciera ahondar en las razones de su equivocación, y yo me quedé mirando al Cabrero, que había nacido una semana antes que yo pero parecía mayor, porque tenía la piel curtida, menos morena que oscura, y al borde de los ojos, algunas arrugas tiesas, tan decididas como los rayos de sol que pintan los niños, para completar un aspecto propio de su apodo y absolutamente impropio de un cocinero.

—¿En serio? —asintió con la cabeza—. ¿Y por qué lo sabes? ¿Tú cocinas?

—¿Yo? —me miró con los ojos muy abiertos—. Por supuesto que no… —pero me contó una historia que nunca podría olvidar.

El Cabrero era el penúltimo hijo del menor de ocho hermanos, y su abuela, ya una anciana cuando él iba a su casa todas las mañanas para recoger las cabras que le devolvía al atardecer. Ella le recompensaba con un premio especial, que era al mismo tiempo un secreto entre los dos. Poco antes de que apareciera con el rebaño, se iba al huerto, escogía unas cuantas hojas de limonero, todas tiernas, pequeñas, del mismo tamaño, y se encerraba en la cocina a hacer paparajotes, un dulce barato aunque muy trabajoso, difícil de conseguir, porque no es fácil rebozar las hojas de limonero, ni freírlas sin que se rompa la cobertura dorada, crujiente, que se rocía con azúcar antes de que se enfríe. Pero la abuela del Cabrero era una maestra, y cada tarde, le hacía a su nieto unos paparajotes deliciosos, porque sabía que le encantaban, aunque nunca se le ocurrió imaginar que al verla tan vieja, tan encorvada, subiéndose a una escalera para llegar a las ramas más altas de los árboles y afanándose en la cocina después, él pensara siempre lo mismo, pobrecica, con lo mayor que está, darle tanto trabajo y total, para no comerme las hojas… Hasta que una tarde, los paparajotes le amargaron el paladar y se atrevió a preguntar, «pero, abuela, ¿no te cansas?». Y en vez de decirle que sí, o quedarse callada, ella le miró, se echó a reír y le hizo otra pregunta. «¿Te cansas tú de venir a por las cabras? Pues yo tampoco, ¿y sabes por qué? Porque te quiero. Si no te quisiera, los paparajotes me saldrían tan malos que me pedirías pan con manteca para merendar».

Después, todas las veces que algo o alguien me devolvió a la emoción de aquellos días amargos y dulcísimos, recuperé siempre aquel instante, el instante en que abracé al Cabrero, en el que me dejé abrazar por él, en aquella cocina mía y prestada donde pasaron tantas cosas memorables. Estuvimos abrazados un rato, sin hablar, y sin hablar, como si ninguno de los dos tuviera nada que añadir, nos separamos. Él salió para reunirse con los demás, y yo, sabiendo ya que nunca, por muchos años que llegara a vivir, dejaría de tener presente la lección de su abuela, le di la última vuelta a las migas.

Antes, había pelado peras y manzanas, las había cortado, había rallado tres tomates, había rebanado una hogaza de pan, había untado las rebanadas con aceite y sal, y les había puesto por encima lo que pude rebañar del jamón que había traído de casa de Ricardo. En el último momento y en dos sartenes a la vez, freí una docena y media de huevos y un par de butifarras, y cuando empecé a sacar las fuentes a la mesa, me los encontré a todos sentados y calladitos, como una clase de párvulos castigados sin recreo, con la excepción del Cabrero, que atacó la comida con mucha tranquilidad, y de Galán, que me tocó el culo cuando pasé a su lado. Entonces llegó Montse, me vio, me sonrió, y se quedó parada en medio del zaguán, su figura recortándose sobre la lechosa claridad del amanecer, la luz recién nacida que entraba por la puerta para fabricar otro recuerdo difícil de olvidar.

—¿Qué tal? —le pregunté—. ¿Cómo te salieron los filetes?

—Buenos, y muy tiernos. Tenías razón, aunque la salsa me quedó demasiado espesa.

—Te lo advertí.

Su respuesta consistió en salvar la distancia que nos separaba en tres pasos, para abrazarme con la misma decisión, y hasta con más fuerza que el Cabrero antes, y allí, en el centro del zaguán, nos balanceamos como si las dos niñas asustadas del día anterior, necesitaran celebrar a la vez que habían perdido el miedo al mismo tiempo, sin saber que el miedo nos estaba esperando, agazapado en los pliegues de las horas inmediatas, para dejarnos sentir sus zarpazos antes de que el sol coronara el cielo. Estábamos viviendo el único momento feliz de aquel día, un momento tan feliz como los que ya no se repetirían al día siguiente, el último del tiempo que aún pasaríamos en Arán, pero cuando nos separamos, yo sentí exactamente lo contrario, que lo bueno había vuelto a empezar, y volví con Montse a la rutina, a la cocina, sin comprender lo que estaba viendo al ver al Sacristán despedirse de nosotras con la mano, desde la puerta, antes de salir andando con sus dos pies, sus dos piernas intactas. Como todas las mañanas. Como nunca jamás.

Todavía pasarían cosas peores aquel día que amaneció cargado de besos, de abrazos, de sonrisas, una alegría que se consumió, como el último cohete de un castillo de fuegos artificiales, cuando le llevé a Mercedes las tres rebanadas de pan con tomate que había guardado para ella y para los niños. Su felicidad, el júbilo instantáneo, incondicional, que resplandeció en sus ojos al morder el jamón, fue el último reflejo de la mía. Cuando nos despedimos de ella, aún no logramos escuchar nada. Aquel ruido, como un zumbido impreciso, aún lejano pero capaz de crecer muy deprisa, se enredó en el eco de nuestros pasos mientras volvíamos a casa.

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