Inés y la alegría (52 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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—Nosotros comemos muy poco, porque, a nuestra edad, figúrese…

—No se preocupe —le contesté, mientras su mujer me miraba por el rabillo del ojo—. No tengo hambre.

Pero ya había empezado a comerme la tortilla, sosa como todas y con poca sal, cuando se abrió la puerta para dejar pasar a otros dos niños, el mayor ya un muchacho, el menor, más pequeño que la criada. No había más que verlos para comprender que eran hermanos. Tampoco hacía falta fijarse mucho en ellos, los pantalones sucios de barro, las uñas negras, y tierra en las camisas, en el pelo, en las alpargatas, para adivinar a qué se dedicaban.

—Con permiso, señor, y que aproveche —el mayor inclinó la cabeza, el pequeño se escondió detrás de él—. Ya hemos dado de comer a las mulas.

Él tampoco era de Bosost, ni del valle, no era catalán, ni siquiera aragonés, pero su acento era distinto al de la niña, y cada una de sus palabras incrementó la presión del aire sobre mi cabeza, el peso de una atmósfera enrarecida y turbia, tan miserable como la tortilla que dejé por la mitad mientras presentía que nunca tendría ganas de volver a comer.

—Muy bien —mi anfitrión asintió con la cabeza, satisfecho—. Pues a cenar, y luego a la cama, ¿eh?, que a las cinco hay que estar de pie.

Con una sopa de fideos y una tortilla de un huevo, concluí, y mis conclusiones debieron asomarse a mi cara, porque volvió a disculparse.

—Son buenos chicos, ¿sabe?, pero hay que estar encima de ellos, porque no les gusta trabajar… —cuando parecía dispuesto a justificar esa afirmación, su mujer terminó de doblar su servilleta y se levantó.

—Nosotros nos acostamos ya. Aquí nos levantamos con las gallinas. Y nunca tomamos postre, pero si quiere una pera…

Me dieron las buenas noches, se las devolví, y me quedé sola con los muebles ahumados y la lámpara tullida, la violencia de los objetos, de los gestos y las palabras, que se derramaba sobre mi tristeza para sumar la incalculable temperatura de un frío definitivo.

Yo no me merecía lo que había pasado y no entendía nada, ni siquiera podía imaginar cuál había sido mi culpa, qué había hecho yo, qué había dicho para que los ojos de Galán se volvieran de hierro, mineral su garganta, aquella voz metálica, dura, infranqueable como los barrotes de una celda, puntiaguda como la espada de fuego que me había expulsado del paraíso. Yo era inocente, sólo sabía eso, que era inocente, que no había dicho nada, no había hecho nada excepto tratarles bien, a todos y a él más que a ninguno, esa era mi culpa, hacer unas sopas de ajo que estaban para cantarles coplas y chillar de placer después, sólo eso, y no era la primera vez que se me venía encima una desgracia injusta, no era la primera vez que me maltrataban sin que lo mereciera, para apartarme a la fuerza del lugar al que pertenecía, pero nunca me había dolido tanto. La traición de Pedro Palacios, fea y sucia, tenía un sentido, feo y sucio también, pero sentido. La suya no, porque no tenían derecho a tratarme así, a hacer conmigo lo que habían hecho. Ninguno, y él menos que ninguno.

Eso sí lo sabía con certeza, que nunca me habían hecho tanto daño, porque las heridas que inflige el enemigo se pueden soportar con la cabeza alta, sin dudar, sin descreer de lo que se sabe, de lo que se siente, pero las que abre un amante no se cierran jamás, y yo amaba a Galán. En la helada compañía de aquel frío infinito lo comprendía mejor que en la tibieza narcótica de su piel mullida, dulce, un sol de caramelo nimbando su cabeza. Le amaba entonces, a solas, en una noche negra y helada, más que en ninguna, la nostalgia de su cuerpo más poderosa que su cuerpo, el deseo tan intenso en la ausencia que sólo deseaba no haberlo sentido jamás, para no tener nada que recordar. E intentaba pensar, consolarme pensando que apenas le conocía, que una semana antes no formaba parte de mi vida, y que no era él, madera y tabaco, clavo y jabón, limones verdes y un grano de pimienta recién molida, lo que latía detrás de aquel amor. Intenté pensar que ni siquiera era amor, sólo un espejismo de mi corazón maltrecho, las esperanzas perdidas que él había levantado, como si pudiera sostener el universo entero con una sola mano mientras empleaba la otra en acariciarme, cuando nuestros caminos se cruzaron por azar, sólo por azar. Eso intentaba pensar, pero me daba igual, porque el origen del dolor no afectaba al dolor, su naturaleza no lo disminuía.

Mientras sentía que la cabeza iba a estallarme por el esfuerzo de repasar, una y otra vez, todas las acciones, las frases, los gestos que hubiera podido hacer en el día de mi desgracia, ya sabía que había una explicación obvia, y que no era buena. También sabía, y demasiado bien, cómo eran las cosas en mi bando, y que un ataque de cuernos, la incomprensible conjura de un centinela dispuesto a contar que Arturo y yo nos habíamos besado con pasión, habría provocado una crisis diferente a aquella cuyo aroma, clásico y pestilente, poco elaborado, parecía surgir de una única y clásica palabra, traición. Si hubieran sido celos, lo habríamos arreglado los dos solos, gritos, lágrimas, ofertas y juramentos detrás de una puerta cerrada. Yo me habría arrastrado con ganas, ojalá hubiera podido arrastrarme ante él. Eso llegué a pensar, y por no seguir pensándolo, recogí los platos y los llevé a la cocina.

—¡Uy, señorita, deje eso, que ya lo hago yo!

Mientras la niña me los arrancaba de las manos, vi que los dos hermanos jugaban con un botón, impulsándolo por turnos con un movimiento de los dedos como si fuera una canica, para intentar colarlo entre dos migas de pan, sobre el mantel de hule de la mesa donde habían cenado.

—¡Gol! —el mayor simuló un grito mientras alzaba los brazos en el aire.

—No, no ha sido gol, ha sido poste —se quejó el pequeño, señalando el hule con un dedo—. La portería llegaba hasta aquí, ¿ves?, hasta esta florecita. Lo que pasa es que el balón ha chocado con el poste y lo ha movido.

—Pues eso, poste y luego gol.

—No, ha ido fuera, fuera… ¡Eres un tramposo, Matías!

Volví al comedor para quitar los vasos y el mantel, que sacudí con cuidado sobre el cubo de la basura.

—Deje eso, señorita, por favor… —insistió la niña—. Es mi trabajo.

—No me llamo señorita —aclaré, mientras me resignaba a que no se dejara ayudar—. Me llamo Inés. ¿Y tú?

—Yo me llamo Mercedes García Rodríguez —me contestó mientras terminaba de sacudir el mantel, pero antes de doblarlo, dio un respingo, cerró los ojos y se mordió los labios, como si estuviera arrepentida de algo—. ¡Hala, ya me he vuelto a equivocar! —y entonces me miró—. Es que ahora no me llamo así. Me llamo Mercedes Rodríguez Calvo, eso es.

—¿Y qué ha pasado con el García? —le pregunté al rato, mientras cogía un paño y empezaba a secar los platos que iba fregando.

—Es que… ¡Pero estese quieta, señorita, en serio, que me van a regañar!

—¿Quién? Si están los dos durmiendo… —y señalé el escurridor con la barbilla—. ¿Los pongo ahí?

—Bueno, sí, póngalos… —y la vi sonreír por primera vez—. Gracias.

—De nada. ¿Y el García?

—Pues, el García… Es que, como a mis padres no les casó un cura, pues, ahora, por lo visto, resulta que no estaban casados… —dejó de fregar para explicarse mejor—. O sea, que casados sí estuvieron, porque yo he visto la foto, que mi madre estaba embarazada y me decía, mira, sí tú también estabas, y se señalaba la tripa, que no se le notaba, pero ella lo sabía, claro, lo que pasa… —y volvió a hundir las manos en el agua, sacó un plato, lo aclaró—. Pues que ahora esa boda no vale, que no estaban casados, pasa. O algo así, no sé… Total, que ahora me apellido sólo como mi madre.

—Pero eso es mentira, Mercedes —al escucharme, soltó el plato que estaba fregando, y la loza hizo ruido al caer sobre el fondo de la pila—. Anular los matrimonios fue una decisión política, pero sólo cambia las cosas por fuera, no por dentro. Pueden quitarte el García en los papeles, pero tus padres estaban casados y tú tienes que saberlo. Por ti, pero sobre todo por ellos.

—A mi padre lo fusilaron, señorita… Digo, Inés. Y mi madre, la pobre… Bastante tiene encima, para preocuparse por los apellidos.

Siguió fregando y aclarando en silencio, un plato, dos, tres. Yo los secaba, la miraba, y me asombraba verla tan entera, una mujer de doce años recogiendo la cocina, mientras dos hombres que no sumarían muchos más de veinte entre los dos, nos miraban en silencio, con los ojos muy abiertos.

—¿Y dónde está tu madre, Mercedes? ¿Por qué no estás con ella?

—Se quedó en Zafra, con los pequeños. Es que en casa no había para tantos, y… A mí me mandaron a servir aquí las del Auxilio Social —volvió la cabeza para señalar a los niños—. A ellos también, pero son de un pueblo de Toledo.

—Urda —Matías pronunció su nombre sin que yo se lo preguntara, cuando me volví a mirarles—. ¿Lo conoce? —negué con la cabeza—. Pues tiene un Cristo muy nombrado, ¿sabe? De allí somos Andrés y yo.

Andrés acababa de cumplir nueve años, pero Matías siempre le había echado dos encima para que no los separaran, porque estaban solos, bueno, casi solos, añadió. Su padre había muerto en la guerra, y el cadáver de su madre amaneció tirado en una era al día siguiente de que cayera su pueblo. Tenían una hermana mayor en alguna parte, y un tío en Francia. El resto de su familia seguía en Urda.

—Pero lo están pasando muy malamente, y por eso, cuando nos dijeron de venir, Andrés no quería, porque es un cagado y todo le da miedo, pero yo dije que sí. Lo hago casi todo solo, porque él es muy pequeño, pero como el amo no nos ve, pues… No es que estemos bien, pero mal tampoco estamos.

Matías aún no tenía catorce, pero hablaba como una persona mayor. La gravedad de sus juicios, esa responsabilidad precoz y forzosa que encogía sus hombros y oscurecía su mirada, me pareció más dura, más cruel que su historia. Entonces recordé aquel lema, «ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan», y cómo me impresionó su acierto la primera vez que lo leí. Qué bueno, pensé, y lo comenté en la cárcel, con mis compañeras del Socorro Rojo, tendría que habérsenos ocurrido a nosotras, ¿cómo no se nos ocurriría una cosa así? Ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan, una frase sencilla, elemental, pero capaz sin embargo de transmitir fe, calor, una modesta y, por tanto, verosímil confianza en un modesto porvenir sin hambre, sin frío. Aquel era el lema del Auxilio Social, ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan. Lo demás, lo que estaba aprendiendo aquella noche, no se leía en ninguna parte.

—A la cama —y chasqueé los dedos para que comprendieran que hablaba en serio—. Vamos, los tres a la cama, que ya recojo yo todo esto. ¿Es que no estáis cansados? —Andrés se levantó, se estiró, bostezó, asintió con la cabeza—. Yo no tengo sueño.

Cuando se fueron, metí las dos manos en el agua, helada como el mundo, y dediqué toda mi atención al estropajo, al jabón, la efímera resistencia de la grasa. Estaba más triste que antes y sin embargo mejor, más entera, como si la cantidad de tristeza que me cabía hubiera llegado a su límite, mi desolación, a anularse a sí misma. Mientras limpiaba el fregadero, había comprendido ya que no era eso, sino la certeza de que, por mucho que pudiera pasarme todavía, mi destino nunca sería tan negro como el de aquellos niños. Tenía muchas cosas que hacer, pero acabé con todas, y no me quedó más remedio que meterme en una cama helada para empezar a tiritar. Era normal, porque en aquel cuarto no había calefacción, ni una triste estufa, así que me levanté, me puse otro jersey, otros calcetines, volví a la cama y no logré entrar en calor. Tampoco quería llorar, porque llorar cansa y no sirve de mucho, pero mis ojos lo decidieron por mí, se abandonaron al llanto durante mucho tiempo, me obligaron a llorar por Galán, por los niños a los que acababa de conocer y por aquellos a quienes no conocería jamás. Por eso lloré, porque mis ojos quisieron, pero no logré dejar de temblar, sólo llorar, y el llanto me dio sueño, y dormí un rato hasta que el frío me despertó otra vez, y volví a llorar, y volví a dormirme, y al despertar, mis ojos volvieron a ser útiles, disciplinados y dóciles, secos. Seguía estando muerta de frío, pero ya ni siquiera lo sentía.

A las cinco y media de la mañana, aún no era de día y Bosost parecía un pueblo abandonado de calles desiertas y puertas atrancadas. No me crucé con nadie por el camino, pero antes que la fachada del cuartel general, distinguí de lejos al centinela. A tanta distancia y a la luz de una sola bombilla, no era fácil que me reconociera, pero me metí por la calle paralela para vigilar la casa. Desde aquella esquina se veía el balcón de nuestra habitación. Al otro lado de esas persianas, estaría él, solo en la cama, y pude verlo como si estuviera a su lado, las sábanas, la manta, los barrotes dorados de la cama, una
Madonna
de Rafael enmarcada con un listón dorado sobre mi mesilla, el palanganero al fondo y, en primer plano, su cuerpo, una cicatriz muy fea, como un tronco con dos ramas torcidas, en el brazo derecho, y el pie izquierdo al aire, porque lo sacaba de la cama antes de dormirse.

Por aquel hueco se fue también mi aplomo. Allí, escondida como una espía en el portalón de aquel establo, me pregunté a mí misma qué pensaba hacer y no supe responderme mientras una luz se encendía en la planta baja. Casi al mismo tiempo, escuché una pisada, y otra, y otra más, cada vez más cerca. Abandoné mi escondite, avancé por una calle que desembocaba en la fachada del cuartel general sin hacer ruido, y al principio me sentí tan expuesta como si me estuviera ofreciendo a una pistola nerviosa, codiciosa de un cuerpo donde hacer blanco, pero reconocí a tiempo el origen, la naturaleza de aquellas pisadas que no venían del pueblo, sino del camino por el que los dos nos habíamos alejado una noche a caballo. Antes de verle, supe que era él. Volví a preguntarme qué iba a hacer, volví a comprobar que no tenía ninguna respuesta para aquella pregunta, di un paso, otro más, llegué a la esquina y le vi venir, andando despacio. Él me vio, pero apenas me miró. Se pegó al lado derecho de la calle para apartarse de mí y siguió andando, más deprisa. Aquello no fue fácil, nada fácil.

—¡Galán! —cuando pasó a mi lado sin volverse, me pareció extraño pronunciar su nombre, extraño el cuerpo de aquel hombre que no volvía la cabeza, extraña mi voz, reclamándole—. ¡Galán, espérame!

No me esperó. Iba derecho a la casa, la casa estaba cerca, y si entraba dentro, ya no habría nada de que hablar. Por eso corrí hacia él, le enganché de la camisa y le rodeé con mis brazos por detrás. Pero no llegué a estar abrazada a él ni un instante, porque lo primero que hizo fue apartarme de su cuerpo con las manos, y sólo después, por fin, se dio la vuelta.

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