—¿Es verdad lo que ha dicho el chaval antes?
El que hacía de portavoz, acento arrastrado, seguramente madrileño, muy delgado, con la piel del color del cuero oscuro y poco pelo en la cabeza, no debía ser mucho mayor que yo, treinta y dos, treinta y tres años a lo sumo. Los dos hombres que lo flanqueaban tenían una edad, un aspecto semejante, aunque por detrás de ellos, como si pretendiera parapetarse tras sus cuerpos, asomaba un hombre más menudo que no cumpliría ya los cuarenta.
—¿Que si es verdad? —Comprendes puso los brazos en jarras para mirarle desde arriba, como a un insecto—. Pero vosotros ¿qué os habéis creído que…? No os entiendo, ¿comprendes?
—Es que… —y bajó la cabeza, como si se sorprendiera de sentirse avergonzado—. Es que nosotros no sabíamos quiénes erais, teníamos miedo, podía ser una trampa…
—¿Una trampa? —aquella palabra le hizo estallar por fin—. ¿Los de Franco iban a venir a soltaros diciendo que eran rojos? ¡Vamos, no me jodas!, ¿comprendes?
En ese momento, el mayor de los cuatro se atrevió a salir de su escondite, avanzó unos pasos, levantó la cabeza para mirar a Comprendes y le habló con una vocecita tímida, tan miedosa como el piar de un jilguero.
—Perdón, yo quería preguntar… ¿Es verdad que estamos libres? —mi lugarteniente no quiso darle la satisfacción de asentir—. Lo digo porque, en ese caso… Yo puedo irme a mi casa, ¿verdad?
—¡Sí, vete a tu casa! Pero vete corriendo, ¿comprendes? ¡Empieza a correr ahora mismo si no quieres que te mande yo de una hostia!
No será verdad, me dije, no será verdad, pero le vi subir a la misma velocidad que antes, atropellarse con sus propios pies, caerse, levantarse y seguir corriendo.
«Ojalá te cojan y te fusilen, cabrón», pensé, y eso tampoco podía ser, yo no podía estar pensando eso, y sin embargo, tampoco podía pensar en otra cosa. Mis pies volvieron a ponerse en marcha, tres pasos a la derecha, tres a la izquierda, y a la derecha, y a la izquierda otra vez, y obligué a mis ojos a vigilarlos, aunque no pude evitar que se elevaran por su cuenta, de vez en cuando, hacia el monte del que no bajó ningún hombre más. Podría haber ordenado a los míos que fueran a buscarlos, podría haber enviado a los tres que habían tenido la decencia de bajar, para que subieran a convencer a sus compañeros, pero me sentía demasiado indignado, demasiado hundido hasta para eso. No me cabía en el cuerpo ni un gramo más de amargura, y no hice otra cosa que seguir andando como una fiera dentro de una jaula, una máquina averiada, un autómata sin más objeto que su propia decepción. Así fue pasando el tiempo fuera de mí, como una magnitud ajena al instante que me había congelado por dentro.
—Siete hombres, ¿comprendes? Cuatro soldados y los tres que han bajado, y armas para otros nueve. Eso es lo que hay.
Le miré como si no pudiera entender de lo que me estaba hablando y me sorprendió su entereza, el ánimo que había logrado conservar cuando yo ya ni siquiera habría sabido identificar el agujero por el que se había colado el mío. No era la primera vez que ocurría, ni sería la última. Los dos compartíamos el misterioso talento de conservar la calma por turnos, un don que nos había salvado la vida más de una vez, pero que aquel día no serviría para rescatarme de un peligro que empezaba y terminaba en mí mismo.
—Te vas a arrancar la lengua, ¿comprendes? —ni siquiera me había dado cuenta de que me la estaba mordiendo, pero me encogí de hombros igual—. Vamos, Galán, si lo piensas, no está tan mal. Siete voluntarios, ¿comprendes? Ningún día hemos llegado a reclutar tantos.
—¿Qué ha pasado aquí? —pero yo no estaba dispuesto a dejarme consolar por aquellos miserables cálculos—. ¿En qué clase de país de mierda se ha convertido España? Esos que han salido corriendo eran nuestros hombres, ¿me oyes?, los mismos que hace cinco años se habrían dejado matar por una orden tuya, por una orden mía… Ahora prefieren estar en una cárcel de Franco a luchar a nuestro lado. Y no me lo puedo creer, Comprendes —porque hasta aquel día, yo aún había podido aferrarme al orgullo de haber nacido, de haber luchado en España, pero nunca más podría volver a hacerlo—. Eso es lo que pasa, que no me lo creo.
Fue Inés quien me lo explicó, muchas horas después.
—Es que estás equivocado, Galán…
Aquella noche, cuando volvimos a Bosost, no quise entrar en el cuartel general. No me apetecía mirar a mis camaradas a la cara, asistir a las explicaciones de Comprendes, mostrarme fuerte y risueño, animoso y paciente como un buen comunista. El Lobo intentó recordarme cuál era mi obligación, y le mandé a la mierda. Me miró, y comprendí al mismo tiempo que no iba a insistir pero que tampoco iba a tirar la toalla, eso nunca, jamás. Cuando entró en la casa, me quedé fuera, sentado en el banco. Volvió a estudiarme desde el umbral, y aposté conmigo mismo a que Inés no tardaba ni cinco minutos en salir. Gané aquella apuesta y todo me siguió dando lo mismo.
La miré, y vi cómo me miraba. Arrugó las cejas y me di cuenta de que no necesitaba más para comprender cómo me sentía. También de que ella, eso nunca, jamás, iba a considerar la posibilidad de rendirse. Esa apuesta también la habría ganado. Risueña y fuerte, paciente y animosa como la mejor comunista, fue ejecutando en orden, paso a paso, cada una de las instrucciones de un manual que yo me sabía de memoria antes de que ella empezara a deletrearlo. Primero me abrazó, me besó, me dio apoyo, calor, la seguridad de que siempre estaría de mi parte.
—¿Te molesto? ¿Quieres que te deje solo? —y después, cuando consiguió que le respondiera que no me molestaba, se empeñó en hacerme comer—. ¿Quieres que te saque unas sopas de ajo? Me han salido muy ricas, de verdad…
—No lo dudo —ya había oído a Perdigón, proclamando que estaban para cantarles coplas y cantándoselas él mismo, sin perder tiempo—. Pero no tengo hambre.
—Pues te hago otra cosa, lo que quieras… ¿Qué te apetece? Deberías cenar algo —distinguía la preocupación en su voz, y sabía que era auténtica, pero me seguía dando igual—. Con las palizas que te pegas todos los días, no puedes acostarte con el estómago vacío.
—No, de verdad, no es eso. Las sopas de ajo me gustan mucho, pero ahora no tengo hambre.
—Bueno, pues vente conmigo mientras…
—Que no —sacudí con suavidad el brazo del que intentaba tirar de mí hacia arriba—. Prefiero quedarme aquí.
Entró a servir el segundo plato, y volvió a salir, y volvió a entrar, y salió otra vez, para agotar lo poco que me quedaba de la principal virtud de un comunista.
Yo había fracasado, tenía derecho a sentirme fracasado. Había tenido mala suerte, y lo menos que podían hacer por mí era reconocerlo, dejarme en paz. Inés me gustaba mucho. Me gustaba que me besara, que me abrazara, que me metiera mano mientras se apretaba contra mí con esos ojos de cordero que me decían, lo que quieras, como quieras, todas las veces que quieras, pero en aquel momento no, de aquella manera no, porque se lo hubiera pedido el Lobo, no.
Yo había fracasado y necesitaba sentirme fracasado, pasarme la moral revolucionaria por el forro de los cojones, aunque fuera sólo por unas horas, sólo aquella noche. A la mañana siguiente, estaba dispuesto a levantarme, a sonreír, a volver a ser paciente, fuerte, animoso, y a leer aquel puto manifiesto todas las veces que hiciera falta, pero hasta entonces necesitaba que me dejaran en paz. Fracasado, solo, y en paz. No era mucho pedir, aunque nadie pareciera dispuesto a concedérmelo. Cuando Inés volvió a salir con un plato entre las manos, creí que ya no tenía fuerzas ni para eso, pero doblé la lengua dentro de mi boca y me la mordí a conciencia. Estaba tomando impulso para mandarla a la mierda, pero detecté en el tono de su voz que su actitud había cambiado, y la miré con curiosidad por primera vez en aquella noche.
—Ya está bien, Galán.
Me dio la impresión de que estaba enfadada conmigo. Luego, como si quisiera demostrarme que había acertado, se sentó a mi lado, a una distancia suficiente para no rozarme, y empuñó una cuchara como si fuera un puñal.
—Toma —desprendió un trozo del postre que había traído consigo, y la levantó en el aire—. Abre la boca porque esto sí que te lo vas a comer. Es un tocino de cielo, lo he hecho yo.
Su acento, su actitud, la determinación que tensaba sus labios, me interesaron más que ninguna otra cosa que hubiera visto o escuchado desde que volví a Bosost aquella tarde, pero ni así me abrieron el apetito.
—Ya te he dicho que no tengo hambre —al salir de mis labios, aquellas palabras adquirieron por su cuenta un acento áspero, más severo de lo que me habría gustado, pero Inés ni se inmutó.
—Me da igual —acercó la cuchara a mi boca, como si estuviera alimentando a un niño pequeño, y tanteó mis labios con ella hasta que logró que los despegara por un reflejo involuntario—. ¿Sabes lo que decía mi abuela? Que al cielo no le hace falta el hambre —después golpeó mis dientes con el canto de metal hasta que los abrí, y deslizó la cuchara dentro.
—Está muy bueno —reconocí, porque era verdad, estaba muy bueno—. Guárdamelo y mañana me lo desayuno.
—No. Te lo vas a comer ahora mismo —cogió mi mano izquierda, me puso el plato encima y me encajó la cuchara en la otra mano—. Vamos.
Lo último que habría esperado de aquella noche cargada de mimos y de consignas, de besos maternales y promesas de manual, era una escena como aquella, aquella Inés furiosa que me daba órdenes. Su actuación no formaba parte de ningún repertorio escrito por otros, y por eso me gustó. Mientras me preguntaba hasta dónde estaría dispuesta a llegar, llené la cucharilla, me la llevé a los labios y disfruté a mi pesar de la lenta explosión del azúcar en el paladar, la textura concentrada, melosa, de la yema dulcísima impregnando con su espesura mi lengua, mis dientes, mis encías, con un sabor capaz de permanecer en toda mi boca después de haber desaparecido garganta abajo. Al verme, ella se animó a sonreír, pero aquel gesto cargado de melancolía, una tristeza que afirmaba y desmentía a la vez la curva de sus labios, tampoco se correspondía con ninguna reacción que yo hubiera podido esperar.
—Es que estás equivocado, Galán… Lo que te ha pasado no es tan raro, porque aquí nadie vive en paz. No estamos en un país pacificado, sino en un país ocupado. Hasta que no entiendas eso, no entenderás…
—Tú no estabas allí, Inés —la interrumpí, y ya logré reconocer mi verdadera voz, igual que acababa de reconocer la suya—. No les has visto correr, salir huyendo monte arriba, como conejos asustados.
—Y tú no has estado aquí. No has visto cómo nos rompían todos los huesos, una vez, y otra, y otra más. Cinco años de palizas, uno detrás de otro, cinco años seguidos, y nosotros cada vez más encogidos, más pequeños, más cobardes —hizo una pausa para mirarme, y entonces, para demostrar que estaba dispuesto a respetar lo que decía, cargué en la cuchara lo que quedaba en el plato y me lo comí de un bocado—. Eso es lo que ha pasado aquí, y tú has tenido la suerte de no tener que verlo. Desde Francia, eso no se ve.
—Sí, es verdad —y después de darle la razón, dejé el plato en el banco, me levanté, la miré, y contraataqué con mis propias razones—. Pero, si eso es así…, ¿quieres decirme para qué he venido? ¿Para qué hemos cruzado la frontera, eh? Dímelo tú, que parece que lo sabes todo.
Ella también se levantó. Se acercó a mí, me cogió de los brazos, me sostuvo la mirada y no se arrugó.
—Has venido porque eso era lo que tenías que hacer.
«No, —pensé—. No, Inés, por ahí no», y negué con la cabeza, lamentando por dentro aquella frase hecha, la consabida píldora de responsabilidad histórica que más podía tocarme los cojones en aquel momento. «¡Qué pena! Ibas tan bien, —me habría gustado añadir—, tan bien», pero la firmeza con la que pronunció la consigna suprema me sacó de quicio antes de tiempo.
—¡Eso, lo mismo que el Lobo! —y fui mucho más ramplón, más vulgar de lo que me habría gustado—. Te advierto que él ya me ha soltado ese discursito, ¿sabes? Así que te lo puedes ir ahorrando.
Me solté de ella e intenté alejarme, pero no me lo consintió. Aún le quedaban palabras por decir, y a mí me aguardaba la sorpresa de escucharlas.
—¡No! —también la de descubrir que estaba más cabreada que yo—. ¡No te equivoques, Galán! El Lobo es igual que tú. Él también viene de Francia, él también se da mucha lástima a sí mismo, él tampoco sabe de lo que estoy hablando. El Lobo no ha estado en una cárcel de Franco, no le han detenido, no le han humillado, no le ha denunciado su hermano, ni su novia, ni su mejor amigo, no ha tenido que aprender cómo han sido las cosas aquí, ¿te enteras?, como siguen siendo…
Hablaba muy deprisa, con la vehemencia de quien no necesita comunicarse, sino escupir, vomitar un veneno que le está haciendo daño, y me miraba como si pretendiera taladrarme, subrayando con los ojos cada sílaba. Yo la escuchaba en silencio, aturdido por el asombro, consciente sin embargo de que ya había logrado hacerme un agujero y deslizaba por él, una tras otra, frases artilladas, explosivas, capaces de estallar en mi pecho como una secuencia de cargas de dinamita. Pero lo más extraño no era eso. Antes de que llegara al final, empecé a sospechar que no hablaba sólo para mí, que lo estaba haciendo también por ella misma. Y esa fue su arma secreta, decisiva.
—Al Lobo nadie le ha puesto nunca una pistola en la cabeza, ¿sabes? Ni él, ni tú, habéis tenido que oír cómo le quitaban el seguro a una pistola apoyada en vuestra cabeza, para obligaros a hacer cosas que no queríais hacer, y no habéis tenido que hacerlas, y no os habéis sentido igual que una mierda después. Así que no me vengas con tonterías. ¡No tenéis ni idea de lo que decís, ninguno de vosotros, ni idea tenéis! Pero yo sí lo sé, porque yo he pasado por todo eso, ¿me oyes? Por eso, y por cosas peores.
Se alejó unos pasos, se apartó el pelo de la cara, tomó aliento. Parecía haber terminado, pero cambió de opinión. Volvió a acercarse a mí, me agarró con las dos manos del cuello de la camisa, y me atrajo hacia ella como si quisiera besarme. En lugar de eso, me soltó de golpe y añadió algo más.
—Yo he tenido que pasar por cosas que tú ni siquiera te imaginas.
En eso estaba equivocada, porque sí me las imaginaba. No las sabía, pero las estaba viendo pintadas en su cara, las estaba escuchando en el ritmo entrecortado de su respiración, aquel jadeo de animal acosado que era más elocuente que las palabras. Sus ojos brillaban como un charco sucio, opaco y poco profundo, agitado por un temblor que me avergonzaba. Para huir de sus advertencias y de mi propia, súbita vergüenza, miré hacia la casa y me di cuenta de que llevábamos un rato discutiendo a gritos. El ruido había atraído hasta la puerta al Lobo, a Flores, a Comprendes, al Zurdo, y todos seguían allí, muy quietos, muy atentos. Cuando el coronel cerró los ojos, comprendí que Inés había seguido la dirección de mis ojos con los suyos, pero el inesperado aumento de su auditorio no la amilanó. Al contrario.