—Sí, hay mercado —el coronel lo admitió en voz alta antes de dejar caer los prismáticos sobre su pecho—. Estoy seguro de que tienen a sus hombres acuartelados pero, por lo demás, es como si no supieran que estamos aquí.
Se levantó, nos miró, se sacudió el polvo de los pantalones y me vine abajo. Le conocía tan bien que adiviné, antes de que hablara, antes incluso de que se moviera, que no íbamos a atacar Viella aquella misma tarde.
—Bueno, pues… Vámonos —se dio la vuelta y bajó el primer peldaño—. Ya hemos visto lo que teníamos que ver.
—¿Qué? —la voz de Flores sonó como una detonación, mientras el Pasiego seguía paralizado, tan inmóvil que todavía no había encendido el pitillo—. ¿Cómo que vámonos?
El Lobo giró sobre sus talones, le miró, levantó la barbilla. Ya había calculado que le tocaría pelear, pero había venido preparado.
—He venido a recoger información, y he recogido la que necesitaba. Si quieres quedarte aquí, allá tú. Yo me vuelvo al cuartel general.
—No —Flores se acercó a él, su actitud tan amenazante como el tono de su voz—. No puedes marcharte así como así, no te lo voy a permitir. Ahí abajo está Viella, tu objetivo, y está desprotegida, hay mercado, ya lo has visto. Tienes que atacar, Lobo, está clarísimo.
—Yo decidiré cuándo ha llegado el momento de atacar, si no te importa —y su voz se endureció—. No sé si te acuerdas de que quien manda aquí soy yo.
—Perdona, no quería ofenderte, pero es que no entiendo… —el comisario reculó, retrocedió unos pasos, intentó ganar tiempo, hallar otro camino para llegar al mismo sitio—. Yo creo que no vamos a encontrar un momento mejor. Retrasar el ataque es dar opción a los franquistas a enviar refuerzos en cualquier momento. Hay que aprovechar la ocasión, no sabemos cuándo…
—Efectivamente —el Lobo avanzó los mismos pasos que Flores había retrocedido—, no sabemos nada. Ese es el problema.
—No, Lobo, eso no es cierto. Sabemos que Viella está ahí, mírala. Sabemos que es posible tomarla, que podríamos lograrlo ahora, hoy, no sé si mañana, hoy sí, eso es lo que estamos viendo, ¿o es que tú no lo ves? —se volvió a mirarnos, y nos encontró dándole la razón con la cabeza—. Eso es todo lo que tienes que saber, que Viella está ahí, que puedes tomarla, que debes tomarla… —y con una astucia que me pilló desprevenido, me señaló con el dedo—. Díselo tú, Galán.
—Tómala, Lobo —me incliné hacia él con una vehemencia que habría podido resultar agresiva si mi voz hubiera tenido un tono menos suplicante—, tómala ya, hoy, esta misma tarde, con dos cojones, ahora que no nos esperan, ahora que piensan que no nos vamos a atrever…
Él me dirigió una mirada intensa, pero no hostil. Tenía un gesto preocupado, extrañamente amargo al mismo tiempo. No se decidió a decirme nada, y en el silencio que se abrió tras mis palabras, escuché el chispazo del chisquero del Pasiego, el ruido que hicieron sus labios al aspirar el humo, e inmediatamente después, su voz.
—Galán lleva razón —y me puso la mano izquierda en el hombro antes de seguir hablando—. Tómala, ahora, ya, lo antes posible. Es la capital del valle. Todo lo que hemos hecho no servirá de nada si no la tomas.
—Escucha a tus hombres, coronel —Flores insistió con suavidad—. Todos piensan lo mismo.
—Tómala, Ramón —volví a rogar—. Ya que estamos aquí, vamos a hacer algo grande.
En ese instante, el Lobo al fin reaccionó. Sacudió al mismo tiempo la cabeza y los hombros, consiguió desprender de sus ojos la gasa imaginaria, grisácea, melancólica, a través de la cual nos había mirado hasta hacía un instante, e incluso sonrió.
—Cuando llegue el momento —hizo una pausa y volvió a bajar el mismo peldaño que ya había bajado antes, dando la conversación por terminada—. Lo haremos cuando llegue el momento.
—¿Y cuándo va a llegar ese momento? —la pregunta de Flores le detuvo antes de que llegara a la mitad de la escalera—. No te entiendo, Lobo. ¿Qué te pasa, por qué dudas? No vamos a encontrar una oportunidad mejor que esta.
El Pasiego me quitó la mano del hombro, Comprendes se acercó a mí por el otro lado, y me di cuenta de que los tres habíamos detectado a la vez la misma alerta. Las preguntas de Flores, la suavidad con la que había infiltrado en ellas el verbo dudar, el tono irónico, amable en apariencia, de su última intervención, había deslizado una batalla verbal que había vuelto a ser de dos, desde el terreno de la guerra hasta el de la política, y más precisamente, al de la política del PCE. El Partido era nuestra casa, la de todos nosotros, por eso habríamos reconocido hasta con los ojos cerrados cada uno de sus recovecos, sus sótanos y sus desvanes, sus curvas y sus atajos. Todos. Ramón Ametller Rovira, alias «el Lobo», tan bien como los demás, porque el comisario no le había llamado inepto, ni cobarde, porque había preferido sugerir que estaba dudando, y eso era lo mismo que invitar a que sospecháramos de él en público.
—¿No, eh? —pero el Lobo sabía hablar el mismo lenguaje, y se puso a su altura muy deprisa—. ¿Y tú, cómo sabes tanto? ¿Por qué estás tan seguro de lo que dices, y de que no podemos esperar hasta mañana?
—Sé lo mismo que los demás, lo que te están pidiendo tus propios oficiales. Todos queremos lo mismo, menos tú —y se tiró de cabeza a una charca de aguas turbias—. Parece que tienes tus propios planes. ¿O lo que tienes son tus propias fuentes de información?
En ese momento el Sacristán bajó de la peña donde se había sentado para pegarse a nosotros, y yo volví a acordarme de Jesús Monzón, en un sentido en el que nunca antes lo había hecho. La violencia de mis primeras conclusiones me asustó, y sin embargo, antes de que el Lobo aportara argumentos para confirmarlas, adiviné que eran ciertas. No deberían haberme sorprendido tanto, pero no pude evitarlo. Y aunque no llegué a percibir dentro de mí ningún indicio de un verdadero conflicto de lealtades, la desilusión me hizo más daño que las palabras que estaba escuchando. Yo quería a Jesús, le admiraba. Siempre había estado de su parte, de la parte de su ambición, que era compatible con la mía, con la de todos. La lealtad, la admiración, el afecto, no se pueden tirar al borde del camino de buenas a primeras, como si fueran un peso muerto, una maleta vieja, inservible, o al menos, yo no supe hacerlo. Pero tampoco logré mantenerlos intactos mientras el Lobo llegaba a las manos con Flores, Viella cercana e indefensa, tentadora e intacta bajo nuestros pies.
—Lo que yo tengo es la obligación de velar por la suerte de mis hombres —el coronel aún conservaba la calma—. Y no voy a arriesgar sus vidas sin estar seguro de que puedo sostener una posición después de tomarla. Para atacar, tendría que saber qué está pasando ahí fuera, y no lo sé, porque hace dos días que no puedo hablar con Toulouse, ni de día ni de noche. No descuelgan el teléfono a ninguna hora. Así que no tengo información, ni buena ni mala.
—Eso no tiene nada que ver. Tú eres un militar, no un político —Flores hizo una pausa antes de echar mano de su último recurso—. Tu deber es cumplir órdenes. Y tus órdenes son tomar Viella.
Cuando terminó de decirlo, giró la cabeza para mirarnos, como si esperara que le aplaudiéramos. Por eso, no vio venir al Lobo, que se le plantó delante en dos zancadas, le agarró de las solapas y le atrajo hacia sí, para hablarle desde tan cerca como si quisiera rematar cada frase con un cabezazo.
—Si quieres llegar a viejo —nunca en mi vida le había visto tan furioso—, no se te ocurra volver a recordarme, en tu puta vida, cuál es mi deber. ¿Me oyes?
—¡Suéltame! —el rostro de Flores revelaba que él tampoco esperaba tanta violencia, pero el Lobo no aflojó los puños.
—Que si me has oído —y le zarandeó un poco más.
—Sí, te he oído.
—Me alegro —sólo entonces le soltó, dándole un empujón que le hizo trastabillar—. Porque yo sé de sobra cuál es mi deber. ¿Está claro? Lo sé mejor que tú. Mejor que nadie.
Luego dejó caer los brazos, respiró hondo, y se volvió a mirarnos mientras Flores se recomponía la camisa, la guerrera, el rostro sudoroso, la mirada torva, desafiante y temerosa a la vez.
—Sé cuál es mi deber, pero también sé lo que me prometieron en Toulouse, antes de venir —y eso nos lo estaba contando a nosotros—. Que nunca me dejarían solo, y ya estoy solo. Que recibiría miles de voluntarios, y no han llegado. Que tendría enlaces, y no he visto a ninguno. No he escuchado ni una palabra de la huelga general que iba a darnos la bienvenida, y mi mujer, que es la única mujer con la que he logrado hablar en Toulouse, tampoco ha escuchado ni ha leído una sola noticia de protestas, manifestaciones a nuestro favor, ni disturbios de ninguna clase, en ninguna parte. Me aseguraron que estaría en contacto permanente con la organización del interior, y no han mandado a nadie para contactar conmigo, ni con ningún otro mando de ningún sector. Soy militar, pero no soy tonto, y no voy a atacar Viella en estas condiciones. No voy a hacerlo hasta que no me entere de qué ha pasado con el túnel, hasta que no sepa dónde está Pinocho, cómo están las cosas en mi retaguardia. Si es verdad que en Lérida, en Zaragoza, en Barcelona, en Madrid no se está moviendo nada, que nadie cuenta con nosotros ni sabe que estamos aquí, ¿para qué vamos a atacar? ¿Qué sentido tiene tomar una ciudad con cuatro mil hombres, para que el enemigo la cerque al día siguiente con diez, con veinte, con treinta mil? Hemos venido hasta aquí para derrocar a Franco, no para jugar a los soldaditos. Y tengo las mismas ganas de entrar en Viella que vosotros, pero mientras no cambien las cosas, no contéis conmigo para dar una orden que puede terminar en una masacre.
En ese momento fue cuando me atreví a creer que todavía me quedaba Inés, que aquel viaje me había dado algo que necesitaba. Si no un país, al menos una mujer donde vivir. Porque después de escuchar al Lobo, las pocas esperanzas que me quedaban se desplomaron de golpe. Llevaba demasiados años haciendo la guerra. Había escuchado ya demasiados discursos. Había perdido demasiadas batallas. Conocía muy bien el mecanismo de la derrota, la maquinaria de aquel agujero minúsculo que sabía agrandarse hasta el infinito para devorar cualquier sueño, por inmenso que sea, en una ínfima fracción de segundo.
Lo sabía todo pero me lo guardé para mí, y exactamente igual hicieron los demás. «Bueno, todavía puede pasar cualquier cosa, ¿comprendes?», «sí, es demasiado pronto, quién sabe si mañana…», «por supuesto, sí, y Pinocho tendrá que aparecer, antes o después…», «hombre, no se lo habrá tragado la tierra, si el túnel no fuera nuestro, ya nos habríamos enterado, ¿comprendes?», «eso está claro…». Esto último lo dije yo y estaba tan claro como una mierda, pero mis camaradas asintieron con la cabeza y la misma vehemencia con la que yo había asentido antes a sus fantasías. Después, como si mentirnos en todas las direcciones, por dentro y por fuera, los unos a los otros, íntima y públicamente, nos hubiera tranquilizado de verdad, subimos al camión en silencio, y en silencio volvimos a Bosost.
Por el camino, decidí que yo era el más desgraciado y, a la vez, el más afortunado de los oficiales del ejército de la Unión Nacional Española. Porque era amigo de Jesús, pero había encontrado a Inés. Si ella no hubiera estado allí, la certeza de que Monzón nos había mentido, de que nos había engañado para que nos precipitáramos por nuestro propio pie en una trampa que aún podía resultar mortal, y de que lo había hecho sólo para disponer de una pequeña posibilidad de hacerse con el poder, tal vez habría podido terminar conmigo. Que el hombre más inteligente, más simpático, más valiente y con más talento de cuantos yo había admirado nunca, hubiera sido capaz de planear una jugada tan brillante y tan sucia al mismo tiempo, me habría hundido si no hubiera podido agarrarme a Inés, si ella no hubiera servido para mantenerme a flote.
Cuando bajé de aquel camión, lo único que deseaba era meterme en la cama con ella, abrazarla, cerrar los ojos y olvidarme de todo lo que pudiera existir fuera de aquellas sábanas. Y celebré que aquellas judías blancas, que no se parecían a una fabada, estuvieran tan ricas, porque ya sabía que iba a pasar mucho tiempo antes de que pudiera volver a comer fabes en Asturias. Por lo demás, el ambiente de la comida resultó tan difícil, tan espantosamente tenso y sombrío, que me levanté antes de que estuviera hecho el café, pero el Lobo no me dejó marchar.
—Espera un momento, Galán —y tuve que volver a sentarme—. Quiero hablar contigo…
Media hora después, me ofrecí a detener a Inés, a ir a por ella y a encerrarla donde me dijeran. Luego, lo único que pude pensar fue que Dios existía.
Existía, pero nunca iba a cambiar de bando, el muy hijo de puta.
A las cinco y media de la mañana, aún no era de día. Hacía frío.
Durante las últimas horas no había sentido otra cosa, sólo frío, un hielo implacable, avariento, que brotaba de mí para impregnar todo lo que me rodeaba y retornar crecido, más intenso y feroz, tan poderoso como una glaciación súbita, la negra desolación de un hielo negro, hielo y húmedo, helado pero vivo, sus dientes puntiagudos ávidos de morder, de desgarrar, penetrando en mi piel como el vaivén de un cuchillo oxidado que aserraba los músculos, los huesos, los cartílagos, su blanca lengua arrasando lo demás, deteniéndolo todo, paralizando el ritmo de la vida, mi corazón un pedazo de hielo, mi cuerpo un helado vestigio de mi amor, mi amor un triste charco de sangre congelada, derrumbada en una silla fría, en una casa fría, aquel comedor feo y negro, negro y triste, y la sopa fría, tristísima, de mi destierro.
—¿No quiere más?
Era una niña. Tan alta como la dueña de la casa y más corpulenta, pero una niña, con la cara redonda, los mofletes mullidos y sonrosados, tersos, y la frente, la nariz, tapizadas de granos. Tenía las manos fuertes, los dedos hinchados, la piel áspera, rojiza y tirante, pero ni siquiera era una adolescente, sólo una niña grande, doce años vestidos de luto, el raído borde de su vestido asomando bajo una bata a cuadros muy desgastada, las alpargatas también negras, las piernas desnudas y un acento extraño, muy lejano y sin embargo familiar, el acento de Eugenia, la portera de mi casa de Montesquinza.
—¿Me llevo el plato, entonces?
Antes de asentir con la cabeza, la miré un momento y descubrí la costumbre de una tristeza demasiado vieja para una cara tan joven, una pena amarillenta que entonaba muy bien con aquella habitación de muros deslucidos, muebles de madera ahumada, las sillas desparejas y, en el techo, una araña de muchos brazos y sólo dos bombillas pequeñas, como enfermizas llamas de cristal. Una niña extremeña con las manos quemadas por la lejía era lo único que faltaba aquí, pensé mientras miraba las placas de metal grabado, una Sagrada Cena y unas Bodas de Canaán, que colgaban en las paredes del comedor donde mis anfitriones habían liquidado sin hablar, él sorbiendo a cambio cada cucharada, un tibio sopicaldo de fideos. Al rato, la niña volvió con tres platos, una tortilla francesa de un huevo en cada uno, y el dueño de la casa se sintió en la obligación de disculparse.