«¿A que me caigo?», me pregunté a mí misma. Empuñé la pistola, respiré hondo y conté hasta tres. «¿A que engancho un pie en una piedra y me abro la cabeza?». Busqué un saliente en la tapia para impulsarme, me senté encima para no correr riesgos, y tanteé con el pie hasta encontrar un punto de apoyo. «¿A que ahora me descubren, a que me disparan, a que me matan?». Busqué la protección de los barracones, avancé pegada a ellos para que no me vieran desde la casa, la puerta atrancada, las contraventanas cerradas, y así, apostando conmigo misma y con el corazón desbocado, llegué a lo que resultó ser un gallinero, entré en él y me escondí detrás de la puerta.
«Esto no puede salir bien, —me dije—, no va a salir bien», mientras le estudiaba a distancia. Arturo llevaba ropa de trabajo, un jersey azul con un roto grande en el cuello, otros más pequeños, como picotazos, repartidos por todas partes, y unos pantalones muy desgastados, los bolsillos dados de sí, flotantes y ahuecados como una bolsa vacía en cada pierna. Allí no podía llevar un arma, y en la cintura de los pantalones tampoco. O alguien había metido aquel jersey en agua caliente, o lo había heredado de un pariente más menudo que él, porque apenas llegaba a taparle el estómago. Cuando estuve segura de que yo llevaba en la mano un arma de fuego cargada con cinco balas y él, sólo una cesta de mimbre, me sentí reconfortada, aunque no dudé menos que antes de mis capacidades. Ajeno a mis cálculos, Arturo recogía los huevos con la mano derecha para colocarlos en el cesto. «¿Y ahora qué?, —me pregunté cuando terminó, y volvió sobre sus pasos para echar a andar hacia mí—. ¿Y ahora, qué?», pero estaba manco, no ciego, y distinguió una sombra junto a la puerta, porque se paró, frunció las cejas, abrió los labios. Va a gritar, comprendí, y que no podía consentir que abriera la boca.
—Manos arriba —le exigí en voz baja, saliendo de mi escondite con la pistola por delante. Él levantó la única que tenía y dejó caer el otro brazo para que la cesta se estrellara contra el suelo, todos los huevos rompiéndose a la vez—. No te muevas, no hables, y haz sólo lo que yo te diga. Más te vale, porque no me cuesta nada pegarte un tiro, como te puedes figurar.
Caminé hacia él muy despacio y vi cambiar la expresión de su cara, la sorpresa cediendo espacio al pánico a toda prisa. Me tenía miedo. Al descubrirlo, mi propio miedo empezó a aflojar, y aunque en ningún momento dejé de temblar por dentro, al menos conseguí aparentar por fuera el aplomo suficiente para dar órdenes.
—Abre la boca.
La abrió enseguida, y la rellené con un trapo que no estaba muy limpio, pero era el único que encontré por allí. Cuando terminé de embutirlo y retorcerlo entre sus dientes, seguía estando muy nerviosa, y sin embargo mi nerviosismo había cambiado de signo. Ya no se asemejaba a ninguna sensación que hubiera probado antes, porque nunca en mi vida había hecho nada ni remotamente parecido, y aquella excitación cercana a la euforia, un optimismo insensato que a mí misma me parecía peligroso mientras no lograba reducirlo, controlarlo, evitar que se desparramará por mis venas como una droga, era nueva para mí. «Tengo que pensar, —me advertí a mí misma—, tengo que pensar y no meter la pata, porque sólo lograré salir de aquí si consigo hacer las cosas bien, en orden».
—Dame la llave del gallinero —obedeció sin rechistar y me la guardé en el bolsillo—. Muy bien. Ahora, bájate la manga del brazo izquierdo.
Cuando lo hizo, le cogí la mano derecha, se la pegué en la espalda, y le até la muñeca con la manga vacía, haciéndome un lío con la tela, mis dedos y la pistola, antes de conseguir apretar un nudo corriente. Las jaulas de las gallinas estaban cerradas con un trozo de soga fijado entre los barrotes. Abrí dos, uní las cuerdas entre sí, y luego, mientras los animales cacareaban sin decidirse a saltar al suelo, me coloqué a la espalda de mi prisionero y atravesé el cañón sobre la cara interior de su antebrazo derecho, manteniéndola sujeta con el pulgar mientras trabajaba con los otros dedos.
—Sólo tienes una mano, te acuerdas, ¿verdad? —movió la cabeza para asentir—. Pues no hagas tonterías, no vaya a ser que te quedes sin ella.
Eso fue lo que me salió peor, atarle, porque no sabía, nunca había atado a nadie, excepto a Adela y a su doncella, que ya estaban sentadas. Eso había sido fácil, porque bastaba con dar vueltas alrededor del respaldo de las sillas, pero se me ocurrió a tiempo que atar la mano de Arturo a su manga vacía no era tan distinto a preparar un pollo para meterlo en el horno, y eso fue lo que hice, dejando un cabo de cuerda colgando, como si necesitara deshacer el nudo sin estropear las patas, un churro que daba pena verlo, la verdad.
—Y ahora, pedazo de cabrón, te vas a venir conmigo —cuando su atadura me pareció fea pero segura, me acerqué a él y le apoyé la pistola en el cuello—. Vamos a salir los dos muy despacio, sin hacer ruido, y te voy a llevar a Bosost para que expliques lo que pasó ayer, ¿entendido? —giró apenas la cabeza para mirarme, y hundí el arma en su cuello un poco más—. Que si lo has entendido —asintió con la cabeza y mucho cuidado—. Pues eso. Le vas a contar al coronel que yo no te conocía de nada, que me tendiste una trampa y por qué, y para qué. Como hagas cualquier gesto extraño, cualquier movimiento que no me guste, te dejo en el sitio… —me moví para mirarle de frente, la pistola apoyada en su pecho—. Te lo juro por mi madre. Me crees, ¿verdad? —volvió a mover la cabeza, me creía—. Pues vamos.
Antes de salir del gallinero, asomé la cabeza y comprobé que nada había cambiado. La casa seguía estando cerrada, el terreno desierto, ni siquiera un perro a la vista. Salí, moví la pistola en el aire para indicarle que saliera, cerré la puerta con llave y, él por delante, yo parapetada tras su cuerpo, fuimos avanzando, cubriéndonos con los muros de barracón en barracón. Todavía no habíamos alcanzado el más cercano al portillo cuando escuchamos el ruido de un motor y los dos levantamos a la vez la cabeza.
Le obligué a cruzar los metros que nos separaban del último parapeto y, antes de que pudiéramos dar dos pasos, oímos, aún mejor que el rumor del coche que se acercaba, el eco de puertas que se abrían, chirridos, pisadas, voces de hombres llamándose unos a otros. Calculé que desde el otro extremo de la pared podría ver algo, y vi más de lo que me habría gustado desde que una furgoneta negra derrapó en la arena y se detuvo frente a mí, ante media docena de hombres que la estaban esperando. Dos de ellos levantaron una trampilla que, en la fachada lateral del edificio, debía de dar acceso a un sótano o una bodega, mientras un señor de unos sesenta años, tan parecido a Arturo como si fuera su padre, y con el impreciso aspecto de ser el amo de todo aquello, aparecía por la esquina del porche con una gran sonrisa en la cara. El conductor de la furgoneta salió a abrir las puertas traseras y los hombres de la masía echaron al suelo unas cuantas balas de paja, después una lona, y por fin el verdadero cargamento que esperaban, cajas de madera y sacos abiertos, munición y fusiles, pensé, antes incluso de ver las ametralladoras que montaron en el suelo para guardarlas con lo demás. Entonces ya había visto bajar al acompañante del conductor, un hombre muy alto, muy grande, con un abrigo negro y una boina, de los que se despojó antes de apartarse a un lado para hablar con el masovero.
En ese instante, me olvidé de Arturo, de la pistola, del lugar en el que estaba, el momento en que vivía, y me tapé la boca con la mano izquierda, pero fue sólo un instante. Ya no me estaba jugando mi amor, mi honor, el éxito que parecía dispuesto a coronar mi audacia, la vuelta al paraíso del que había sido expulsada injustamente. Ni siquiera me estaba jugando la vida, porque lo que podría llegar a pasarme sería peor que la muerte, mientras Alfonso Garrido, vestido con su uniforme, le ofrecía tabaco a su anfitrión, encendía un pitillo, echaba un vistazo a su alrededor para que yo renunciara a seguir mirándole y me pegara a la pared como una lapa. Luego, sin pensar mucho en lo que hacía, le quité el seguro a la pistola, la apoyé en la nuca de Arturo, y le acaricié con el cañón, muy lentamente, toda la cabeza, hasta que llegué a la coronilla para hacerla descender con la misma lentitud.
—Pórtate bien y no hagas tonterías. Acabo de quitarle el seguro a la pistola, lo has oído, ¿verdad? Así que no te muevas, ni respires siquiera…
«Ya están aquí, —fue lo primero que pensé cuando pude volver a pensar—, ya han llegado», más allá del pánico que aquel hombre lograba inspirarme a distancia, y del asco que me amargó repentinamente la boca para desatar una alarma incontrolable que acabó con todo, el miedo, la euforia y los nervios, para devolverme a un temblor antiguo. No podía consentir que mi prisionero se diera cuenta, y por eso seguí acariciando su cabeza con mi pistola, una y otra vez, hasta que me atreví a asomarme de nuevo. Garrido había desaparecido. Debía de haber seguido al dueño de la finca hasta la casa, porque sólo alcancé a ver a los hombres que habían descargado las armas, bajando por la trampilla para cerrarla por dentro después. Un segundo más tarde, todo estaba tan desierto, tan silencioso como al principio, excepto por la furgoneta negra, las balas de paja tiradas por el suelo. Arturo seguía a mi lado, tan quieto como si estuviera muerto, tan dócil como un niño pequeño.
—¿Tienes la llave del portillo? —le pregunté, y negó con la cabeza—. Pues lo siento por ti, pero si no quieres que te mate, vas a tener que saltar la valla…
Volvió a negar, con más vehemencia, y me di cuenta de que movía mucho el brazo derecho, como si quisiera señalar algo con el índice extendido. Fui haciéndole preguntas, él contestándolas con la cabeza, hasta que me enteré de que había una llave escondida entre dos piedras. La encontré sin dificultad, abrí el portillo, lo cerré, me la guardé en el bolsillo donde estaba ya la del gallinero, y le guié hasta
Lauro
, que, una vez más, me miró como si me estuviera esperando.
Volví a poner el seguro de la pistola con disimulo antes de montar, y sin dejar de encañonarle desde arriba con la mano derecha, me eché hacia atrás, le pedí que pusiera un pie en el estribo, le agarré de la axila, le impulsé y estuvimos a punto de caernos los dos, pero Arturo sabía montar, y yo supe aguantar su peso hasta que se enderezó sobre la silla, siempre delante de mí. Salimos a galope entre los pinos y tardamos muy poco en encontrar la carretera que yo había esquivado con tanto afán en el camino de ida.
—Trae —le quité la mordaza, la miré con asco, la tiré al suelo—. Siento mucho haber tenido que usar este trapo tan sucio, pero no había otro.
Él no se molestó en contestar, yo se lo agradecí y seguimos cabalgando a un trote vivo, pero no tan rápido como para alarmar a los centinelas, que pudieron darnos el alto con mucho tiempo.
—¿Inés? —el jefe del puesto era Romesco—. Pero ¿qué haces tú aquí?
—Yo… —le miré, le sonreí, y por fin me sentí a salvo—. Es muy largo de contar. Mira, coge a este, llévaselo al Lobo, y dile que lo he traído yo. Él lo entenderá. Y le dices también que cuando estábamos en su casa, que le pregunte a Montse, que ella sabe dónde es, ha llegado una furgoneta camuflada que transportaba un montón de armas. Dentro del coche había un comandante del ejército vestido de civil, y los hombres de la masía estaban esperándole. Lo han guardado todo en la bodega, fusiles, ametralladoras y munición, pero tropas no he visto. ¿Te acordarás de todo?
Romesco pidió ayuda para bajar a Arturo del caballo, y se quedó mudo de asombro al ver el nudo que inmovilizaba su única mano.
—¡Joder, parece el pavo de Navidad a punto de entrar en el horno!
—Sí, bueno, es que no he sabido hacerlo mejor, vosotros le ponéis ahora unas esposas, o lo que sea. Y otra cosa… ¿Por dónde se va a Vilamós?
Bordeé el pueblo para esquivar el primer puesto de control y a la altura del segundo, en pleno campo ya, me saludaron con la mano desde muy lejos, como si el Lobo hubiera tenido tiempo de ordenar que no me detuvieran. Cabalgué casi en solitario hasta las inmediaciones de Arrós y encontré el desvío antes de cruzarme con ningún vecino. La carretera de Vilamós era, al mismo tiempo, una de las más hermosas que había recorrido en mi vida y la maldición del ingeniero que la diseñó, a juzgar por las agudas, incontables curvas que la torturaban. Sin embargo, y sin llegar a ser nunca recta, su trazado mejoraba algo en el último tramo, mientras la silueta del pueblo, cuestas y más cuestas bordadas de tejados de pizarra negra, permanecía visible en el horizonte durante intervalos cada vez más largos.
Antes de llegar a las primeras casas, vi que la placa con su nombre exhibía todavía el yugo y las flechas que los soldados siempre eliminaban, tapando o doblando el metal, inmediatamente después de detener a los guardias civiles, pero tal vez no habían tenido tiempo, no eran todavía las dos de la tarde. El lugar donde había desmontado por última vez para que
Lauro
descansara y bebiera agua, no estaría a más de tres kilómetros y decidí dejarle allí, para tapar aquel símbolo con sus riendas y encontrarlo con facilidad a la vuelta. Entonces, por segunda vez en una sola mañana, escuché el silencio, y su sonido me sobrecogió.
Mis oídos no fueron capaces de percibir ruido alguno, voces, pasos, el eco de ningún ser vivo, humano o animal, cerca o lejos de mí, en aquel pueblo donde todas las contraventanas estaban cerradas, las puertas atrancadas, los perros escondidos tras los gruesos muros de piedra de unas casas que habrían parecido deshabitadas si no fuera por el humo que escapaba de las chimeneas. Empecé a subir una cuesta, muy despacio, y me asaltó por sorpresa el rebuzno de un burro, un estrépito agudo, tres veces repetido, que me provocó una inquietud tan instantánea como el sonido de una alarma. El campanario de la vieja iglesia románica, armonioso y elegante, esbelto, muy hermoso, se recortaba sobre la irregular silueta de los techos de pizarra como la única referencia posible. En Bosost, la plaza donde estaba la parroquia era el único lugar llano de un barrio de casas trepadoras, un milagro de equilibrio sobre un terreno tan escarpado como una montaña rusa, y el perfil de Vilamós no era distinto, pero no me resultó fácil llegar hasta la iglesia.
—¿Adónde va? —un cabo apostado en una esquina volvió su arma contra mí—. Váyase a casa, ande. Hoy es peligroso andar por aquí.
—Yo no soy de este pueblo —le contesté mientras descubría a otros hombres, otros fusiles repartidos por toda la calle—. Vengo de Bosost, del cuartel general. Tengo que ver al capitán Galán.