Inés y la alegría (47 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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—Que le quede muy claro a todo el mundo —nos advirtió el Lobo, y ninguno sonrió, nadie se atrevió a hacer bromas, ni chistes, al escucharle—. No pienso tolerar el menor acto de pillaje, la más leve tentativa de abuso de las mujeres ni, muchísimo menos, un solo acto indiscriminado de represalia. No volvemos a España para tomar represalias, ¿entendido? Espero que vuestros hombres se lo aprendan de memoria. Y me dan igual las historias que les cuenten los civiles, las escenas de odio o de venganza que puedan contemplar, lo que hayan podido sufrir los nuestros en los pueblos por donde avancemos, y hasta los hijos de puta que puedan llegar a ser los fascistas que hagamos prisioneros. Porque, por descontado —y levantó el dedo índice de la mano derecha en el aire—, vamos a hacer prisioneros. Los únicos fusilamientos que estoy dispuesto a firmar son los de los soldados que se atrevan a tomarse la justicia por su mano, y hasta los de quienes permitan que alguien se la tome en su presencia. No voy a consentir, de ninguna manera, ejecuciones sumarias, torturas, ni malos tratos a civiles, sean quienes sean, hayan hecho lo que hayan hecho, o lo reclame quien lo reclame con las lágrimas temblándole en los ojos… —hizo una pausa, nos miró, uno por uno, y de nuevo se detuvo en el Sacristán—. Por muy guapa que sea, por muy buena que esté, y por muy bien que haga las cosas que mejor sepa hacer. ¿Está claro?

—Clarísimo —y el Sacristán ni siquiera se quejó de que hubiera vuelto a dirigirse a él.

—No se trata de que yo no tenga ganas de devolver las hostias, sino de demostrar por todos los medios posibles que nosotros somos la legalidad —remachó el Lobo de todas formas—. Aprendéroslo bien, porque ya va siendo hora de que en el resto del mundo se enteren de una puta vez. Nadie nos ha regalado nunca nada. Nadie nos ha puesto jamás las cosas fáciles, y no podemos permitirnos ni un solo error, porque no podemos contar con nadie. La solidaridad, el internacionalismo y el amor a España, se quedan en los mítines, en las pancartas y en la fachada de la Sociedad de Naciones, pero nunca llegan hasta los despachos. Ninguno de vosotros necesita que yo se lo recuerde.

Esa era la verdad más indiscutible de todas las que se pronunciaron en aquella reunión. Nadie nos había regalado nunca nada, todos lo sabíamos y Flores no era una excepción. Por eso, cuando me quedé a solas con aquel teniente coronel fascista que tenía la cabeza baja y los ojos fijos en sus pies para no devolverme la mirada, estuve seguro de que a Pinocho se le habían torcido las cosas. El comisario había insistido en alargar un interrogatorio infructuoso para escurrir el bulto, pero aún no me desanimé, no quise desanimarme. La guerra es impredecible, escapa a la lógica de las fechas, de los mapas, de las correlaciones de fuerzas y las ofensivas trazadas con tiralíneas. La guerra es caprichosa, caótica, rebelde. De lo contrario, nunca habríamos podido aguantar casi tres años frente a un ejército profesional, más poderoso, mejor armado y con una escala de mando impecable, tan jerarquizada y completa como la que el Lobo echaba de menos desde el verano de 1936. En una guerra, siempre puede pasar cualquier cosa. Eso también lo sabíamos todos, incluido el teniente coronel Gordillo, que no entendía los motivos de que le hubieran dejado a solas conmigo, y pasó un rato muy malo hasta que el Lobo abrió la puerta para reclamarme.

—¿Capitán?

Me cuadré antes de contestarle.

—A sus órdenes, mi coronel.

Me hizo un gesto con la cabeza y, al salir, ya no vi a Flores.

—Vámonos a cenar, anda —y me sonrió—, que tú, desde luego, te lo has ganado.

Gané algo más, porque cuando entré en el cuartel general y descubrí a Inés bajando por la escalera, el tumulto de mi sexo trepó hasta mi corazón sin ceder un milímetro del terreno conquistado. Llevaba un vestido que parecía nuevo, unas sandalias de verano y los labios pintados de punta a punta, palpitando entre las comisuras como una promesa generosa, coloreada y carnal. Parecía más mujer y más joven a la vez, porque el tejido azul se ceñía a sus brazos, a sus hombros, a sus pechos, como ningún traje de amazona, pero se había sujetado el pelo como suelen hacerlo las niñas pequeñas, con unas horquillas a ambos lados de la frente. Sin embargo, ninguno de estos detalles aislados me emocionó tanto como su conjunto. Aposté conmigo mismo a que se había comprado el vestido aquel mismo día, y me enterneció imaginarla en aquel pueblo tan pequeño, sin aceras, sin tiendas, sin escaparates, buscando ropa imposible de encontrar, y arreglándoselas para encontrarla. La primera vez que la vi, no pude adivinar que iba a gustarme más desnuda que vestida. Después de descubrirlo, jamás se me habría ocurrido imaginar que un vestido sobre su desnudez pudiera llegar a conmoverme tanto.

—¡Qué guapa!

Le ofrecí una mano para ayudarle a bajar el último escalón, y mis oídos siguieron captando por su cuenta la conversación de los demás. Las revelaciones del Lobo sobre sus dificultades para hablar con Toulouse, impregnaban con un tono familiar las respuestas del Pasiego, del Zurdo, de Comprendes. Yo conocía aquel acento, el cansancio de la confusión, del desánimo, y podía oírles, pero no lo reconocí, porque no podía escucharles. La noche acababa de empezar y llegaría mucho más allá de los postres de una cena espléndida, como la que ninguno de nosotros estaba acostumbrado a probar en un cuartel.

—Ya puedes tenerla contenta, camarada —después de ovacionar a Inés, que tuvo que levantarse y saludar, el Pasiego declaró que, para ser justos, deberían aplaudirme también a mí, y Zafarraya aprovechó la ocasión para susurrarme una advertencia—. Porque como tengamos que volver al rancho del campamento, vas derecho a un consejo de guerra. El que avisa no es traidor.

Nos reímos tanto como habíamos disfrutado de la cena antes, pero aún quedaba mucha noche por delante. Para los demás, Inés sería, desde aquel mismo momento, una bendición del cielo en forma de cocinera. Yo me seguí llevando sorpresas que me fueron atando más y más a aquella mujer imprevista, tan imprevisible al mismo tiempo que, después de preguntarme si estaba muy cansado, no me llevó a la cama, sino a inspeccionar el frente.

—Pero ¿tú estás tonto, o qué?

Y al volver, cuando ella le prometió que iba a hacerle cinco kilos de rosquillas para él solo, al día siguiente de que entráramos en Madrid, Comprendes se me quedó mirando como si nunca me hubiera visto antes.

—Pero ¿cómo se te ocurre decirle que vamos a llegar a Madrid? —se levantó y se apartó unos metros conmigo, para que el Piñón no oyera cómo me regañaba—. Es lo más irresponsable que he oído en mi vida, ¿comprendes?

—Ya, pero tú…

Tú no has estado allí, dije sólo para mí. Tú no has ido con ella a caballo hasta el mirador de arriba con las manos escondidas debajo de su ropa, y no has visto cómo su entusiasmo encendía media docena escasa de luces mortecinas. No la has visto sonreír, no la has besado, no has escuchado el cuento de la lechera, tomar Barcelona, salir al mar, desembarcar en Valencia, atravesar La Mancha y llegar a Madrid en dos patadas. Tú no sabes, Comprendes, porque no la has mirado, no has sucumbido a esta inexplicable borrachera de sentimientos opuestos, casi contradictorios, que me tiene empalmado como un asno y con los ojos blandos a la vez. Todo eso tendría que haberle dicho, y lo más probable es que ni siquiera así lo hubiera entendido. Porque yo tampoco lo entendía muy bien.

—Además, yo no le he contado nada —por eso, opté por resumir—. Se lo cuenta todo ella sólita, y se pone muy contenta. Me gusta mucho. Y me gusta verla contenta.

—Anda que tú, también… Has ido a elegir el mejor momento para encoñarte, ¿comprendes?

Podría haber protestado. Podría haberle recordado que él tampoco había tenido el don de la oportunidad. Podría haberle dicho, ya sabes, hoy por ti, mañana por mí, ayer en Francia, hoy en España, pero no tenía tiempo que perder. Aún ganaría mucho más antes de que amaneciera. Y al día siguiente, cuando creí que lo había perdido todo, Inés volvió a estar allí para lo peor, con el mismo fervor, la misma intensidad con la que hasta entonces había sabido estar para lo mejor.

El 22 de octubre de 1944, yo había vivido ya muchos días malos. Me había hundido muchas veces en la tristeza, en el fracaso, en la rabia, en los puestos fronterizos, en la arena de la playa de Argelés. Conocía la derrota mejor que la victoria, y sin embargo, no encontré en mi memoria nada comparable a aquel anonadamiento. De la moral revolucionaria, el arrollador impulso de la Historia, la inercia liberadora de las masas, ni me acordé. Lenin había dicho que la paciencia debía de representar la principal virtud de un comunista. Pero también había dicho que su primera obligación consistía en mirar a su alrededor y tratar de comprender la realidad.

—Ten mucho cuidado, por favor —me pidió Inés al despedirse de mí.

—Ayer no me dijiste eso.

—Ayer no —y me sostuvo la mirada sin soltar las solapas de mi guerrera—. Pero hoy sí te lo digo.

Aquellas palabras me pusieron de buen humor, mucho antes de que el sol hiciera una aparición tan espectacular como si hubiera decidido amanecer sólo para mí.

Cuando salimos del pueblo y la carretera empezó a empinarse, las copas de los árboles nos escamotearon la luz. La humedad que la noche había posado en los helechos que crecían al borde del monte, contribuía a crear el efecto de un túnel descubierto, una penumbra agitada, cambiante, que olía a tierra mojada y mordía como el frío del invierno. Mientras avanzaba, sólo podía escuchar el eco de mis pisadas, multiplicado por la respuesta de las botas de mis hombres, el susurro disperso de conversaciones lejanas y, de vez en cuando, el rumor del agua que se movía dentro de la cantimplora que llevaba enganchada en el macuto. Comprendes caminaba a mi lado y se me quedaba mirando de vez en cuando, pero yo no le devolvía la mirada, no tenía ganas de hablar. Me encontraba bien. Me gustaba estar allí, caminar en aquella penumbra húmeda y fría, apurar una armonía solitaria, efímera, que tenía las horas contadas pero se aferraba a su naturaleza como si ignorara que el sol viajaba por el cielo, que se movía deprisa, codiciando el centro, para acabar con ella en un instante. Me encontraba bien, y no necesitaba nada que estuviera fuera de mí para seguir estando bien. No todavía.

—Cuéntame algo —Comprendes me dio un codazo cuando llevábamos una hora y media de marcha—, que me aburro, ¿comprendes?

—¿Sí? Pues vete con el Bocas, que seguro que te entretiene.

—Que no, que prefiero hablar contigo…

—Ya, pero hoy yo no tengo ganas de hablar —le miré, le vi resoplar, sonreí—. Lo siento, Comprendes.

Media hora después, el sol empezó a filtrarse entre las copas de los árboles, y sólo entonces empezó a hacer un buen día. El cielo estaba azul, despejado, limpísimo, y la visibilidad era tan buena que, al fondo, las montañas se recortaban sobre el horizonte con la precisión de una fotografía. La carretera empezó a describir curvas más y más amplias mientras se desprendía de su monótona escolta vegetal, y al alcanzar un mirador natural, decidí dar el alto, veinte minutos para descansar y beber agua. El pueblo al que nos dirigíamos estaba al otro lado del monte. Trepé hasta unas peñas próximas a la cima para comprobar si podía verlo, y cuando ajusté los prismáticos a mis ojos, contemplé algo muy distinto.

La vertiente opuesta estaba explanada en la base por la construcción de una pista forestal. Una serpentina de tierra rojiza, apisonada, de la anchura suficiente para que transitara por ella un camión, desembocaba en un ensanchamiento donde había un centenar de hombres trabajando. Un tercio de ellos se dedicaba a limpiar y allanar el tramo recién terminado. Otros tantos picaban y desescombraban el sucesivo. Por delante de ellos, y todavía serán asturianos, calculé, sonriendo para mis adentros, otro grupo barrenaba la montaña. Repartidos entre todos ellos, unos quince soldados de Infantería, cada uno con un subfusil ametralladora montado entre las manos, les vigilaban paseando, sin demasiado interés.

Cuando vi todo esto, dejé caer a la vez los prismáticos y los párpados, y me obligué a contar hasta diez. No puede ser, me dije, no te hagas ilusiones, pero mi corazón no debió escucharlo, porque siguió latiendo muy deprisa, con tanta fuerza como si pretendiera romperme las costillas. Volví a ajustar las lentes antes de acoplarlas a mis ojos, y el aire me picó en la nariz, el silencio del monte se hizo sonoro, ruidoso, cada músculo de mi cuerpo se tensó en la misma fracción de segundo. Convoqué toda mi atención para volver a mirar aquella escena. Buscaba una trampa, un error, cualquier indicio que desmintiera la interpretación que mis ojos habían impreso en mi cerebro. No lo encontré.

Los detuve en cada uno de los soldados, tan inofensivos desde el otro lado de los cristales de aumento como una colección de figuritas de plomo, y comprobé que no estaban a las órdenes de un oficial, sino de un simple sargento. Ese detalle confirmó mi impresión de que en Arán no nos esperaba nadie, en una situación muy diferente a la estampa de un simple cuartelillo de pueblo. Porque ni siquiera nosotros, ni siquiera en el verano del 36, cuando aún éramos mineros, campesinos, albañiles o panaderos, y no todavía soldados, nos habríamos permitido una chapuza semejante. Yo llevaba cinco años viviendo fuera de España, pero era español, y sabía cómo se hacían las cosas en mi país. Lo que estaba viendo, sólo podía interpretarse de una manera, y ni en mis mejores sueños habría podido concebir un golpe de suerte semejante.

Miré hacia abajo, hacia mis propios hombres, y aunque estaba seguro de que desde el otro lado no habrían podido oírme, renuncié a gritar para reclamar a Comprendes. No estaba dispuesto a correr el menor riesgo, y por eso, cuando me reuní con ellos, puse la mano encima de una peña.

—Ven aquí, Bocas —existía una mínima, remotísima posibilidad, de que, desde el último extremo de la explanada, alguien, con unos prismáticos más potentes que los míos, pudiera vislumbrar una silueta en aquella curva, pero no estaba dispuesto a arriesgar ni eso—. Hasta que yo diga lo contrario, tú te quedas en esta peña, y que nadie pase de aquí. Ni un paso, ¿está claro?

—Sí, mi capitán, no se preocupe. O sea, que tenemos que estar resguardados contra la curva, como si dijéramos, de aquí hacia mi izquierda, ¿no?

—Justo —aprobé con la mano derecha extendida hacia él—, y cállate ya, que no tengo tiempo que perder. Comprendes, ven conmigo.

—Pero ¿qué pasa?

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