Inés y la alegría (45 page)

Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
4.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

Los campos, las cárceles, el hambre, la intemperie, los trabajos forzados, la guerrilla y la guerra, todo lo que habíamos hecho, lo que habíamos sufrido, tenía un solo sentido. Habríamos dado más a cambio de una oportunidad como la que yo tenía aquella mañana, un pueblo español, una escuela española, una victoria española, pequeña, tierna como el brote de una rama en una mañana de abril, el primer grano de arena de la montaña del futuro. En todo eso pensé antes de empezar a hablar. Y en que tendría que haber estado eufórico, porque había pagado un precio muy alto para llegar hasta donde estaba. Todos habíamos pagado un precio muy alto, y sobre nuestros hombros pesaban los nombres, las historias de los que no habían podido acompañarnos, porque habían dado sus vidas a cambio de una oportunidad que no llegarían a tener.

Pensé también en ellos antes de empezar a hablar, a leer el manifiesto de la Unión Nacional Española,
ningún español honrado puede dejar de acudir al llamamiento de la Patria
, y al principio, todavía les miraba,
queremos que todos, fraternalmente unidos, puedan honrarse con su participación en la causa que hoy exige el esfuerzo unánime de la nación
, todavía esperaba un grito, un gesto, una sonrisa,
el desarrollo de la lucha tenaz de nuestro pueblo y la fatal derrota de Hitler hacen inminente el hundimiento de Franco y su Falange
, pero sólo veía cabezas agachadas, escuchaba solamente silencio,
y con ellos, el de todos cuantos han contribuido a prolongar el martirio de España
, y Comprendes estaba nervioso, el Bocas estaba nervioso, el Pollito estaba nervioso,
se acerca la hora de las batallas decisivas
, y no se movían, no hablaban, no se miraban,
debemos estar preparados, y preparados quiere decir unidos
, pero tampoco sabían mirarme a mí sin mover la cabeza, sin apartarse el cuello de la camisa de la garganta, removiéndose en la ropa como si la tela les irritara la piel,
unidos no en la espera pasiva que atrofia
, me estaba acercando al final de mi discurso y me sentía peor por ellos que por mí mismo,
sino en la acción combativa que fortalece
, porque presentía que lo que había sabido hacer con un comandante de la Wehrmacht iba a estrellarse contra la indiferencia de mis propios compatriotas.

—¡A la lucha! —aunque, cuando llegó el momento de gritar, grité—. ¡Abajo Franco y Falange! —y por fin, unas pocas voces respondieron a mis gritos—. ¡Viva la Unión Nacional de todos los españoles! —dos hombres, tres muchachos, una docena de mujeres se pusieron en pie para gritar conmigo—. ¡Viva la República!

Mis hombres gritaron a la vez, para hacer bulto, y se lo agradecí, pero no me sentí mucho mejor. Sin embargo, mientras la mayoría de los vecinos enfilaba la puerta en silencio, vi que al fondo se había formado un grupo y calculé que estaban esperando a que se despejara el aula para acercarse a mí. Cuando lo hicieron, más que calcular, estaba ya a punto de ponerme a rezar en latín, como en mis viejos tiempos de seminarista, pero por fortuna no tuve que llegar tan lejos.

—¡Salud! —un hombre de mi edad, vestido de jornalero, levantó el puño antes de darme la mano—. Me llamo Eusebio.

—Yo me llamo Martín —el que estaba con él, era algo más joven pero tenía el mismo aspecto—. Y de verdad que me alegro de veros —Antes de responder a su saludo, ya me había dado cuenta, por sus acentos, de que ninguno de los dos era de allí. Eusebio era de un pueblo de Alicante, Martín, de uno de Segovia, y no se conocían de nada hasta que coincidieron en el valle de Arán. Los dos habían estado en la cárcel, el primero en Valencia, el segundo en Madrid, y todavía les había tocado hacer el servicio militar al salir. Al encontrarse en libertad, los dos habían tenido la misma idea, mudarse a una provincia fronteriza con Francia, buscar trabajo por allí, ahorrar un poco, y esperar a la primera ocasión para cruzar los Pirineos.

—¿Y qué vais a hacer? —me preguntaron, después de contarme todo esto—. ¿Vais a abandonar el pueblo o vais a dejar un retén?

—Desde luego, abandonarlo no, pero todavía no sé… No tenemos tropas suficientes para defender todos los pueblos sin perjudicar nuestras posibilidades de avanzar. Lo mejor sería armar a los hombres de izquierdas.

—No hay —me interrumpió Eusebio—. Mujeres hay bastantes, y chicos también, pero hombres… Yo no conozco a ninguno.

—Bueno, estamos nosotros —sonrió Martín.

—Y nosotros…

El que acababa de ofrecerse era casi tan alto como yo, pero no tendría más de quince años y parecía hablar en nombre de otros dos, tan críos como él y bastante más bajos.

—Puede contar con nosotros, capitán —insistió, con un acento aranés muy fuerte—. Somos tres. Ellos nos conocen. ¿O no? —añadió en un tono desafiante.

—Sí —Eusebio sonrió—. Claro que los conocemos. Y son muy buenos chicos, pero… —se inclinó hacia mí y bajó la voz—. Bueno, ya les estás viendo.

El portavoz, un guaje, habrían dicho en mi pueblo, tenía las piernas tan largas como el Bocas cuando le conocí, y la piel de la cara como una paella a medio hacer, algunos granos grandes, aislados, con la punta amarillenta, otros arracimados, pequeños y oscuros como lunares minúsculos. No me gustaba la idea de armarle. Nunca había sido partidario de armar a los adolescentes, por muy hombres que les hiciera parecer su estatura. Y no porque me pareciera más inmoral que la vida a la que les había abocado la miseria, al ponerles un azadón, en lugar de un fusil, entre las manos, antes de que dieran el primer estirón, sino porque no eran de fiar. Los niños, incluso los que estaban acostumbrados a trabajar como adultos, se ponían nerviosos, hacían barbaridades, no aguantaban la presión. Podían ser tan valientes como los hombres, pero eran más crueles, impacientes y muy irresponsables. En casos de extrema necesidad, prefería armar a las mujeres. Sin embargo, en los ojos de aquellos chicos había calor. Había dolor, y fe, mucho más de lo que yo había recibido de sus vecinos, los adultos que les habían visto nacer, crecer, sufrir, y levantarse de su silla para aplaudir mi discurso de aquella mañana, en un pueblo donde no quedaba ningún hombre de izquierdas.

—¿Sois huérfanos? —les pregunté, y dos de ellos, el alto y el que estaba a su izquierda, asintieron con la cabeza—. ¿De padre?

—Yo, de padre y de madre, que los fusilaron a la vez —respondió el que no había hablado todavía—. Vivo con mi abuela y mis hermanos pequeños.

—Yo no soy huérfano —precisó el tercero—. Bueno, creo que no, pero tampoco sé dónde está mi padre. Mi madre cree que salió cuando la retirada, pero… Hace cinco años que no sabemos nada de él.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete —y al contestarme, estiró el cuello, levantó la barbilla, intentó parecer más alto y más hombre a la vez.

—No —sonreí—. No tienes diecisiete. Dime la verdad.

Tenía catorce, sus amigos, quince, al más alto le faltaban dos meses para cumplir dieciséis, pero su determinación era la única señal alentadora que me iba a llevar de aquel pueblo.

—Bueno, vamos a hacer una cosa. Os voy a armar. A los cinco —los críos me miraron con una sonrisa que no les cabía en la boca—, y voy a dejar a diez hombres aquí. Pero vosotros —señalé a Eusebio, a Martín— sois responsables de los chicos, ¿de acuerdo? Que no hagan ninguna tontería. Guardias y vigilancia, sí, pero nada más. Y en el momento en que pueda mandaros refuerzos, los desarmáis y que se vayan a su casa.

—Has hecho bien, ¿comprendes?

Yo no estaba muy seguro de eso, pero cuando salimos del pueblo para volver andando a Bosost, mi lugarteniente aprobó aquella decisión en voz alta antes de que tuviéramos tiempo de dejar atrás las últimas casas.

—Aunque sean tan pequeños, si no los hubieras aceptado, se habrían desmoralizado, y habrían desmoralizado a sus familias, a sus madres, a sus hermanos, ¿comprendes? No van a correr ningún riesgo, pero así es posible que avergüencen a algunos vecinos, que den ejemplo, ¿comprendes? Porque es imposible que no haya ningún hombre de izquierdas en este pueblo. Que esté emboscado, puede, que no hable, que no se señale, pero que no haya ninguno… —hizo una pausa, me miró, levantó las cejas para subrayar su asombro—. ¿En España? —y él mismo negó con la cabeza, para responderse—. Yo, por lo menos, no me lo creo, ¿comprendes?

«¿De dónde habrás sacado tú tanto optimismo?», pensé, pero le di la razón con la cabeza, me guardé mis preguntas para mí mismo, y al llegar a Bosost me limité a informar al Lobo de que habíamos alcanzado los objetivos.

El ambiente que se respiraba en el cuartel general era muy bueno. La sorprendente falta de resistencia de los guardias civiles, que habían abandonado los cuarteles con las manos en alto antes de que empezara el tiroteo, nos había dado una ventaja con la que no contábamos. Era, sin embargo, un dato ambiguo, difícil de interpretar. Los guardias habían abandonado su puesto por su propia voluntad, pero sin haberlo decidido previamente, sin que nadie les hubiera dado la orden de hacerlo, sin la menor intención de unirse a nosotros después. Todos declararon lo mismo, que se habían entregado porque no nos esperaban. Porque nadie les había avisado de que hubiera un ejército enemigo dentro de sus fronteras. Porque nadie les había pedido que resistieran.

Al escuchar otros relatos casi idénticos al que yo había hecho de aquel día, me di cuenta de que eso era lo que no me había gustado. Desde el punto de vista militar, la pasividad del enemigo representaba un regalo que compensaba con creces la indiferencia de la población. Eso era indiscutible, pero aún lo era más que sólo la desinformación general podía explicar a la vez la frialdad de las escuelas y la desconcertante resignación de los cuarteles. Sin embargo, no encontré un buen momento para compartir mi aprensión con ninguno de mis compañeros. Cuando ya estábamos a un paso de los bailes regionales, Perdigón cantando por alegrías, el Lobo comiendo butifarra negra con los ojos cerrados, el Sacristán haciendo en voz alta la lista de las novias que tenía desperdigadas por Aragón, total, a un paso, decía, y el Zurdo suspirando porque, pasara lo que pasara, él iba a ser el último en llegar a su casa, aparecieron dos soldados diciendo a la vez que teníamos una invitada y una prisionera. Como no se ponían de acuerdo, salí a curiosear, y me encontré en la puerta con mi propia versión de la patria perdida.

España medía un metro setenta. Nunca antes había sido tan alta, pero su estatura no era lo único que llamaba la atención en ella. Llevaba el pelo, liso, casi negro, recogido en un moño medio deshecho, algunos mechones sueltos, tan estratégicos como si los hubiera liberado con sus propios dedos, enmarcando su rostro. A partir de ahí, nada era previsible. España era guapa y no era guapa. Su rostro no encajaba del todo en la definición clásica de la belleza, pero estaba muy lejos de los dominios de la fealdad, aunque lo que más la favorecía era que ni Amparo, ni Angelita, podrían haberla despachado diciendo que era «una chica mona». Tenía los ojos oscuros, la piel bronceada, colores típicos en una cara atípica, angulosa, de huesos finos y expresión decidida, un rostro delicado pero no frágil, alargado pero nada espiritual. España podía presumir de nariz, estar contenta con su barbilla y celebrar aún más la desnuda elegancia de sus mandíbulas. A cambio, tenía una boca tan grande que no le daba opción a pintarse sólo el centro de los labios en forma de corazón, según la moda de la época, y para compensarla, una cabeza redonda, demasiado pequeña para tanta mujer, que desmentía sus pómulos eslavos. Mucho más indiscutible era su cuerpo.

España tenía un esqueleto interesante, poderoso, incluso vestida de aquella extraña manera, un cruce pintoresco entre señorita amazona y miliciana aficionada, botas y pantalones de montar, una camisa blanca con volantes en el pecho, una americana de terciopelo, un chubasquero muy usado, una manta sobre los hombros y una pistola bien visible, encajada en la cintura del pantalón. Hasta con tanta tela encima, adiviné que tenía los hombros anchos, aunque no tanto como parecían, unos pechos lo suficientemente rotundos como para abrir un hueco entre el tercero y el cuarto botón de una blusa que no le estaba pequeña, unas caderas prometedoras, a pesar del ridículo abultamiento de los pantalones, y las piernas muy largas. Eso fue lo primero que vi de ella, porque cuando salí, se había tapado la cara con el pico de la bandera, como si fuera un quinto obligado a besarla en el patio de un cuartel. Yo nunca había besado aquella bandera por la que llevaba diez años jugándome la vida, y aquel gesto me pareció excesivo, teatral, un poco histérico. Pero cuando le di las buenas tardes, España me saludó como un soldado de los de antes, llevándose el puño cerrado a la sien, y sus ojos me enseñaron que no había estado besando la bandera, sino limpiándose la cara con ella. Porque cuando salí a su encuentro, España estaba llorando.

Eso fue Inés para mí, un país cuyos límites coincidían exactamente con el que yo añoraba, la España que había poseído, a la que había pertenecido una vez y ya no sabía dónde encontrar fuera de mi memoria. Eso fue Inés desde que empezó a darme con creces, cada noche, todo lo que buscaba de día, en vano, fuera de su cuerpo. Una fuente de energía tan formidable que, si su beneficiario no hubiera sido yo, lo habría sido cualquiera de los hombres que se quedaron dentro de la casa, sin presentir lo que se estaban perdiendo. Aunque, tal vez, si se hubiera abandonado en otros brazos, su dueño no habría sido tan torpe como yo, ni habría provocado en ella la torpeza que contribuyó a que, en lugar de mover nuestras cabezas hacia fuera para separarlas, las moviéramos hacia dentro, y a la vez, para darnos un cabezazo sonoro, doloroso y mutuo, antes de soltarnos.

Luego, cuando la acompañé adentro, mientras la oía hablar, explicarse, contar que había venido a caballo, que nos había traído tres mil pesetas y cinco kilos de rosquillas, que estaba dispuesta a hacer lo que fuera con tal de que no la devolviéramos, la miré, miré a los demás, y comprendí que estaban pensando lo mismo que yo. Aquella mujer encajaba como un guante en nuestras esperanzas, y su llegada le daba sentido, consistencia, a la invasión. Porque habíamos cruzado la frontera para luchar por gente como ella, al lado de personas como ella, y en su nombre. Veinticuatro horas después de nuestra llegada, cuando cualquier desarrollo, cualquier presentimiento de felicidad era aún posible, Inés fue nuestra primera voluntaria, la primera que vino a nosotros libre y espontáneamente, sin que hubiéramos tenido que reclutarla ni convencerla, sin que hubiéramos salido a buscarla. Sería también la última, pero antes de que empezáramos a sospecharlo, yo estaba ya tan encoñado como un niño pequeño y no demasiado listo.

Other books

Surface Tension by Brent Runyon
Someday Beach by Jill Sanders
Wyoming Lawman by Victoria Bylin
The Prestige by Priest, Christopher
The Dead Man's Doll by Kathleen O'Neal Gear, Kathleen O’Neal Gear
Golden Christmas by Helen Scott Taylor
Shattered Soul by Verdenius, Angela