«No escribas poemas tan tristes». Dolores regaña con una firmeza maternal sólo en apariencia, a un buen poeta español, Eugenio de Nora, en los años más feos, más duros, más tristes de cuantos le tocaría vivir, «nosotros no somos, no podemos ser tristes». Y el pobre Eugenio de Nora, atrapado en la tristeza sin límites de vivir en España, en la tristísima cárcel que es España durante la década de 1940, aprieta los dientes del cuerpo, y los de la conciencia, para lanzarse a escribir poemas alegres, a cantar con la alegría que no siente, que no puede sentir, la sonrisa universal de Pasionaria.
Esa es la consigna, alegría. Para no acusar los mordiscos del destino, la muerte, el hambre, la farsa intolerable de los tribunales, el frío de los paredones al amanecer, la tenaz crueldad de una derrota que renace en la luz de cada mañana. Alegría para no venirse abajo, para no ablandarse, para no ceder al desánimo, para soportar las caídas, para caer con entereza, para aguantar la tortura con la boca cerrada en los sótanos de las comisarías.
—Me llamo… —Simón, Juana, Lucio, Soledad, y tantos, y tantos, y tantos, y todavía tantísimos nombres más—. Pertenezco al Partido Comunista de España y no os voy a decir nada más.
Alegría. Golpes. Alegría. Palizas. Alegría. Huesos rotos. Alegría. Quemaduras. Alegría. Descargas eléctricas en los genitales, en los pezones, en los labios, en las plantas de los pies. Alegría, alegría, alegría.
—Me llamo… —y el nombre ya sólo se entiende a medias, porque con tantos huecos en las encías y los labios hinchados, abiertos, rojos como fresones, el detenido o la detenida no articula bien las sílabas—. Soy miembro del Partido Comunista de España y ya sabéis que no os voy a decir nada más.
Habrían merecido una suerte mejor. Todos, también Ella, que fue capaz de convencerlos de que la alegría se come y se bebe, de que podían abrigarse, dormir en ella, porque no necesitaban más para aguantar, para resistir, para negarse a la tristeza que respiraban todos los días. Pero vivir no es sencillo, y vivir en la clandestinidad, muy complicado. La clandestinidad es el dominio del gris, que allí ni siquiera es un color, sino una exhaustiva escala de tonos intermedios, el ambiguo jardín donde lo mejor y lo peor del ser humano acierta a brotar de la misma raíz. En la legalidad, es relativamente fácil ser bueno, admirable, generoso, digno de ser recordado como tal, aunque muy pocos lo logren. En la clandestinidad, las sombras se alargan, los peligros se afilan, los sonidos se distorsionan, los enemigos brotan como níscalos en un bosque otoñal después de un chaparrón. Entonces, hasta la alegría se convierte en un arma de doble filo, un cuchillo puntiagudo, suspendido de una cuerda muy fina.
El irrevocable mandato de la alegría sirve para mantener fuerte y unido, vivo y cohesionado, al único partido político que se opone activamente a la dictadura de Franco desde abril de 1939, cuando es declarado ilegal en todo el territorio nacional, hasta abril de 1977, cuando es legalizado de nuevo en el mismo ámbito. Durante treinta y ocho años seguidos de clandestinidad, los comunistas españoles no dejan de luchar ni un solo día, y lejos de librar batallas simbólicas, congresos en países tropicales o conferencias en universidades extranjeras, se juegan la vida en el interior, en los montes y en las plazas, en las calles y en las fábricas, en las instituciones y en las universidades españolas. El precio de aquella lucha es astronómico e insignificante al mismo tiempo, porque por cada comunista que cae, se ofrecen más de dos para cubrir su puesto. Y así todos los días de cada semana, todas las semanas de cada mes, todos los meses de cada año, durante treinta y ocho años seguidos, uno detrás de otro.
Sin embargo, el deber de la alegría llega tan lejos que alcanza a desmentir a Lenin: «la primera obligación de un comunista consiste en comprender la realidad». Cuando termina la Segunda Guerra Mundial, la realidad española es más triste que nunca, pero al regresar a Francia, desde Moscú, Dolores se mantiene imperturbable en la alegría de ser comunista, una presunta bendición en la adversidad que apareja indudables ventajas para su autoridad. Porque la alegría militante, este fervor sin fisuras, también sirve para reprimir el análisis, para maquillar las contradicciones, para sujetar a las bases en una férrea disciplina y atajar las discrepancias antes de que lleguen a producirse. Para resistir lo irresistible, desde luego, pero también para mentir y para mentirse, para ver condiciones revolucionarias donde cada vez las hay menos, para mirar al futuro con un optimismo progresivamente insensato. Y, en consecuencia, para resolver cualquier intento de disensión doblemente interna —porque siempre los plantean camaradas de la dirección, y porque esos camaradas siempre dirigen el Partido del interior, nunca el del exilio— con una renovada llamada a la alegría frente al pesimismo, que no es más que cansancio, soberbia, derrotismo.
—Los camaradas que trabajan en España están tan pegados a la realidad del país, que no tienen distancia para advertir su situación prerrevolucionaria, que desde aquí distinguimos con toda claridad.
Aparte de producir extraordinarios juegos de perspectiva, aquel proceso es responsable de errores de apreciación muy graves. Tanto, que aceleran de forma decisiva la —por otra parte seguramente irreparable— decadencia del PCE en los primeros tiempos de la Transición democrática.
Pero esa es otra historia.
La que se cuenta en este libro, llega en apariencia a su final en el luminoso día de la primavera de 1945 que Dolores Ibárruri ha escogido para regresar a Toulouse y recorrer sus calles como una imagen sacada en procesión. Ella lleva ya algún tiempo en Francia, su avión aterrizó en París a finales de abril, pero sólo hoy, al volver a pisar esta ciudad, la capital simbólica de la España exiliada, de la España comunista del exilio, ha vuelto de verdad. A partir de ahora, durante algo más de tres años, Dolores vivirá en París, pero viajará a Toulouse para pasar temporadas que hará coincidir con sus grandes apariciones públicas. Así podrán mirarla, admirarla otras veces, los hombres que hoy corren a su encuentro con un traje oscuro y un pitillo colgando de los labios, las ancianas enlutadas, las mujeres jóvenes muy bien peinadas, los niños a los que llevan de la mano. Para los militantes de base, los que pagan su cuota y hacen lo que se les dice, ella es mucho más que la secretaria general de su partido, un icono, un ídolo, un símbolo universal de la lucha de su patria y del porvenir de la Humanidad. Pasionaria es tan grande que no llegan a advertir conflicto alguno entre su regreso y la gestión de Jesús Monzón. Al fin y al cabo, pensarían si acaso los más suspicaces, «Dolores eligió a Carmen, y Carmen eligió a Jesús. Y mira, ahí está ella, tan contenta…».
Tienen razón. Aunque resulte difícil de creer, Carmen de Pedro, aquella chica tan vulgar, la insignificante mecanógrafa del Comité Central que recibió el Partido de manos de Dolores Ibárruri hace cinco años, para entregárselo a Jesús Monzón en el instante en que él —en el verano de 1939, más bien ¡Él!— decide posar sus ojos sobre ella, forma hoy parte, tácita o expresa, del sonriente cortejo que acompaña a Pasionaria por las calles de Toulouse. Este es uno de los detalles más inverosímiles, más asombrosos y rocambolescos de una historia real que supera con creces la capacidad de fabulación de cualquier autor contemporáneo de
thrillers
políticos. Porque lo interesante no es que Carmen vuelva a estar en gracia con el Buró Político del PCE, seis meses después de haber sostenido como una fiera la invasión del valle de Arán, y con ella, los intereses políticos de Monzón, desde la sede de Toulouse. Lo verdaderamente increíble es por qué. O, para ser más precisos, gracias a quién.
En los cuentos infantiles tradicionales, como los que recopilaron Charles Perrault en Francia a finales del siglo XVII, o los hermanos Grimm en Alemania a principios del XIX, las princesas, casi siempre medievales, reciben en algún momento de su vida, a menudo en la cuna, la visita de un hada madrina que les otorga un don, un regalo inmaterial, tan precioso que les salvará la vida. Carmen de Pedro no era una princesa. No nació en un palacio, no la bautizó un arzobispo, tal vez ni siquiera un simple párroco, y no se celebró un fastuoso banquete para festejar su nacimiento. Pero para entender qué pinta hoy, aquí, sonriendo a la sonrisa de Pasionaria, hace falta imaginar a un hada madrina muy especial, un espíritu bienhechor y heterodoxo, plebeyo, audaz, omnipotente y, sobre todo, comunista, que la hubiera bendecido en la cuna con el precioso don de encontrar a un dirigente dispuesto a sacarle las castañas del fuego un segundo antes de que suene la campana.
—Hola, Carmen, ¿cómo estás?
El 25 de octubre de 1944, cuando va a abrir la puerta y se encuentra con Santiago Carrillo en el umbral, ni siquiera ella misma habría dado un céntimo por el futuro político de Carmen de Pedro. Carrillo, al que no ha vuelto a ver desde la primavera de 1939, llega a Toulouse procedente de París, donde sus consultas han dado un resultado bastante esclarecedor. En la sede del Partido Comunista Francés los militares apoyaban tan abiertamente la acción de sus camaradas españoles, que ya habían empezado a reclutar voluntarios. El Buró Político, integrado por dirigentes civiles curtidos en el juego dialéctico más popular del estalinismo, el sacrificio de la táctica en aras de la estrategia, e inspirados por un gran galápago de incontables conchas, André Marty, mantenía sin embargo una actitud de neutralidad, a la espera de otras indicaciones de Moscú. Esa actitud precipita el fin de la invasión del valle de Arán sólo después de que el gran error de Jesús Monzón la haya abocado ya al fracaso.
Si el 25 de octubre de 1944 Viella hubiera estado en manos republicanas, los representantes del gobierno provisional cruzando la frontera, Carrillo no habría podido hacer otra cosa que celebrarlo en público, más allá del cauteloso criterio del PCF. Pero los jefes del ejército de la UNE han descubierto muy pronto que les han engañado, y sienten que han entrado por su propia voluntad no ya en España, sino en una ratonera cuyo fondo no alcanzan a divisar. Y el día 21, Emilio Álvarez Canosa, Pinocho, uno de los mandos guerrilleros más experimentados, más condecorados y prestigiosos de las fuerzas españolas integradas en la Resistencia francesa, respira el aire del túnel de Viella, decide que no le gusta, y se da la vuelta.
Si le hubieran ordenado que cruzara los Pirineos para asestar un golpe de audacia, en condiciones dudosas y con plena conciencia del peligro que implica, lo más probable es que hubiera asumido el riesgo de atacar el túnel. En los últimos años, en Francia, él y muchos de sus compañeros han afrontado peligros semejantes. Pero ni a Pinocho, ni a los demás, les han propuesto una operación de esas características. Nadie les ha advertido que se trata de una oportunidad irrepetible pero sin garantías, una aventura que puede culminar en una gesta heroica con las mismas probabilidades que tiene un buen jugador de billar de hacer una carambola difícil. Ellos juegan bien al billar, pero esperaban algo muy distinto, una marea humana de aliento y gratitud que los llevara en volandas si no hasta, al menos sí hacia Madrid. Eso es lo que les han prometido, y lo único que encuentran es miedo. Asombro, recelo y pánico. El fin de sus esperanzas. El fracaso de sus vidas. Una encerrona intolerable, imperdonable. O, en el menos dramático de los casos, la humillante sensación de quien ha invertido hasta su último céntimo en hacerse un frac a la medida, para descubrir a destiempo que nadie le espera en la fiesta a la que creía haber sido invitado.
Santiago Carrillo, recién llegado a Francia, no puede saber todo esto, pero lo que sabe es suficiente para convocar todo su aplomo en el instante en que llama al timbre de la sede de su partido en Toulouse, para enfrentarse a Carmen de Pedro cara a cara.
—Hola, Carmen, ¿cómo estás?
La pobre Carmen estaría muy mal, y más que nada, temblando como una hoja. No es para menos, porque la han pillado con las manos en la masa. Unas horas después, sin embargo, logrará estar mucho peor. El joven cachorro de dirigente, que se limita a actuar en esta ocasión como el largo brazo de Pasionaria, ya goza del instinto político que le permitirá mantenerse en la cumbre del Partido durante tres décadas, flotando con gesto impasible sobre crisis de las más variadas especies. Él ha abandonado sus ocupaciones para emprender un viaje accidentado, urgente e imprevisto, con el primordial propósito de afirmar la autoridad del Buró Político sobre la dirección monzonista. Abortar la invasión representa un objetivo secundario. Lo fundamental es que la militancia francesa en general, y el ejército de la UNE en particular, advierta sin margen de duda posible que quienes nunca deberían haber dejado de hacerlo, han vuelto a mandar en el Partido. Por eso decide que no le conviene cruzar los Pirineos a solas.
El 26 de octubre de 1944 Santiago Carrillo entra en España a la cabeza de una comitiva integrada por la flor y nata del monzonismo francés, Manolo Azcárate, Manuel Gimeno y, por supuesto, Carmen de Pedro. Si alguien no hubiera afirmado ya, antes de aquel día, que una imagen vale más que mil palabras, cualquier oficial de la UNE podría haberlo exclamado, sin ser ni siquiera consciente de estar componiendo una frase feliz, al contemplar los rostros sumisos, humillados, de quien aún es oficialmente la compañera de Jesús Monzón, y de sus dos colaboradores más cercanos, flanqueando a Carrillo en el instante de atravesar la puerta del cuartel general.
La escenificación es impecable, el golpe de efecto, abrumador. Pero Carrillo, que se ha asegurado la docilidad de sus camaradas insumisos volcando sobre ellos reproches de una extrema gravedad, se comporta como un poli bueno con los mandos militares que acataron con entusiasmo las órdenes de aquellos. Si en Toulouse ha hablado de irresponsabilidad, y de responsabilidades, de inconsciencia, de ambición, de deslealtad, de las graves consecuencias de una chapuza tramposa y prematura, en Arán se limita a pintar un paisaje realista de la situación. «Los aliados no apoyan, los españoles ignoran lo que está pasando aquí, el ejército de Franco, en cambio, lo sabe tan bien que ya se ha puesto en marcha, habéis sido víctimas de la megalómana conspiración de un arribista, un aventurero sediento de poder y dispuesto a trepar a cualquier precio, incluido el de vuestro exterminio, ya sabéis que me parecéis admirables, que contáis con todo mi apoyo, con el apoyo de Dolores, y…». El último que salga, que apague la luz.