Son ellos, sus últimos discípulos, quienes caen y le arrastran en una caída de la que se libra su compañera, que está escondida en otra casa. En su declaración ante la policía, Jesús no la llama por su verdadero nombre, sino por el alias con el que es conocida en la clandestinidad, Elena Olmedilla. La auténtica Pilar Soler logra escapar del cerco de una manera peculiar y literaria como la protagonista de un lance de novela costumbrista. Cuando escucha el sonido del timbre en la casa donde está alojada, se esconde detrás de la puerta de su habitación y, al comprobar que los visitantes son dos policías, sale del cuarto llevando en la mano un orinal, con el que se abre paso entre los agentes, los ojos púdicamente fijos en el suelo, en su rostro una expresión azarada, propia del malestar de quien se ve obligada a proceder, contra su modestia, a evacuar aguas menores en presencia de extraños. Así baja al patio, tira el orinal y sale corriendo. Cuando la policía empieza a sospechar de su tardanza, ya ha ido al encuentro de los militantes del PSUC que la ayudarán a pasar la frontera.
Pilar Soler llega a Francia, y es alojada por la dirección de su partido en una casa de la que no sale hasta después de haber informado por escrito de su etapa como compañera y colaboradora de Monzón en Madrid. Eso es exactamente lo que hace, desde la más escrupulosa lealtad hacia Jesús. Después, se esfuma en un anonimato en el que su predecesora, Carmen de Pedro, no tardará muchos años en acompañarla. Santiago Carrillo cuenta en sus memorias que Pilar Soler sigue militando en el Partido, en Francia, durante muchos años y que colabora en numerosos proyectos, pero no consta que jugara un papel relevante en ninguno de ellos. Este detalle podría apoyar la tesis de un oportuno chivatazo de la dirección, si no fuera porque la redada policial que hace caer a su amante arranca, nada más y nada menos, del mes de junio de 1944, y su progreso, de caída en caída, está perfectamente documentado en los archivos policiales de la época. Esa circunstancia desmiente por igual las otras dos grandes hipótesis sobre lo que sucedió el 6 de junio de 1945, en Barcelona.
—Monzón se hizo detener a sí mismo porque era un cobarde, y un traidor —esta es la primera—, y porque no tuvo cojones para ir a Francia, a explicarse con Dolores mirándola a los ojos.
El policía que le detiene declara que al principio le cuesta trabajo creer en la suerte que ha tenido, al pescar a un pez tan gordo en lo que parecía una simple redada de pececillos temerarios y desorientados. Pasando esto por alto, los partidarios de la hipótesis de lo que podríamos denominar su autodelación, insisten en que, al identificarle, y averiguar que el verdadero nombre del secretario general del Partido Comunista de España en el interior incluye uno de los apellidos más ilustres de Pamplona, los policías no le torturan, ni siquiera le pegan ni le insultan, tratándole en todo momento como lo que es, un señor.
Este sorprendente tratamiento podría reforzar su postura, si no fuera porque, incluso en los primeros momentos de la primavera de 1939 —cuando cae, por ejemplo, Matilde Landa, que será sometida a presiones tan insoportables que culminan, en 1941, con su suicidio en la cárcel de Palma de Mallorca, sin que, entretanto, nadie le haya tocado un pelo—, los comunistas de buena familia han recibido siempre el mismo trato respetuoso, que se reproducirá en las décadas de los cincuenta y los sesenta, cuando entre los detenidos empiecen a proliferar los vástagos de grandes familias franquistas o los hijos de miembros de las fuerzas armadas de la dictadura. Además, Jesús Monzón no denuncia a nadie. Al margen de las debilidades de la organización que le acoge en Barcelona, y que determinan su detención, las consecuencias de su caída comienzan y terminan en él mismo. Sus apellidos tampoco impiden que sea condenado a muerte, una pena que su familia consigue conmutar, gracias a la intercesión de un obispo amigo de toda la vida, por treinta años de cárcel.
—Porque él mismo tuvo que dar el chivatazo para salvar la vida —esta es la segunda de las hipótesis que atribuyen a Jesús Monzón la responsabilidad sobre su propia detención—. Tuvo que hacerlo porque sabía que, si llegaba a Francia, lo iban a liquidar, como liquidaron después a Trilla.
Jesús Monzón tenía motivos para tener miedo, pero no era un cobarde, nunca lo fue. En el momento de su detención tiene muchos partidarios, muchos argumentos con los que defenderse, tantos que, quizás, si su condena a muerte, después a treinta años de cárcel, no hubiera dejado muchas manos completamente libres, el destino de Trilla podría haber sido distinto o, al menos, su vida más larga. Pero, además, si hubiera optado por traicionarse a sí mismo, un señor como Jesús Monzón nunca se habría hecho detener el 6 de junio de 1945, un día en el que su caída se complica con un grave problema personal.
La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con la carne de los cuerpos mortales, y mientras permanece escondido en Barcelona, a la espera del enlace que le ayudará a cruzar los Pirineos, la carne mortal de Jesús Monzón decide manifestarse de una manera rabiosa, con una saña tan inoportuna como desairada. De hecho, la policía lo halla en la cama, con cuarenta grados de fiebre debidos a una infección muy poco presentable, un contratiempo impropio de un hombre tan elegante como él. Desde hace bastante tiempo, Monzón tiene un divieso en el ano, un forúnculo enorme, tenaz y muy doloroso, que escoge el peor momento, el de una fuga a pie, a través de una cordillera montañosa, para llegar a su apogeo. Y es por esa razón, porque no puede levantarse de la cama, por la que, tal y como machaca la dirección del Partido una y otra vez en los años sucesivos, no acude a la cita con su enlace.
Hasta sin contar con ese purulento accidente, en el fiel de la balanza, a idéntica distancia de un número equitativo de versiones intermedias, está el azar, la imperfección congénita de los seres humanos, la traicionera confianza en su buena estrella que acompaña a quienes se arriesgan una y otra vez sin pagar jamás por su osadía, y el destino burlón de los toreros que han matado a centenares de toros de cinco años, seiscientos kilos y dos pitones afilados como puñales, para acabar partiéndose el cuello en una plaza de tientas, cuando una vaquilla mocha, frágil como una jovencita vestida de blanco, les pega un revolcón durante una capea festiva, dominguera.
La única hipótesis que parece verosímil de cuantas se manejan en los poquísimos, especializadísimos círculos cuyos miembros aún saben quién fue Jesús Monzón Reparaz, es la determinada por la combinación de la mala suerte con una larga y fecunda redada policial, y así lo establece su único biógrafo hasta la fecha, Manuel Martorell, después de haber investigado cuidadosamente el desarrollo de aquellos acontecimientos. Más allá del azar, que pese a su, en teoría, imprevisible naturaleza, desarrolla casi siempre una irritante tendencia a favorecer a quienes son más poderosos de antemano, con independencia de que lo merezcan o no, la involuntaria colaboración de la policía franquista en la tranquilidad del Buró Político del PCE cierra el capítulo de las impensables conexiones que perforan, como un laberinto de túneles entrecruzados, el subsuelo de la invasión del valle de Arán.
La detención de Monzón, además de quitarle un peso de encima a Santiago Carrillo, aportaría al espíritu de Dolores Ibárruri una paz no muy distinta a la que Francisco Franco experimenta en su despacho del Palacio de El Pardo siete meses antes, cuando le pone el capuchón a la pluma con la que acababa de firmar un montón de ceses. A principios de noviembre de 1944, Sir Samuel Hoare sólo espera un relevo que, a mediados de diciembre, le deparará la propina de un título nobiliario, con el que su Majestad Británica recompensa sus madrileños desvelos por los intereses de su patria. Y por estas mismas fechas, Stalin, su espíritu libre de enojosas perturbaciones españolas, vuelve a contemplar con serenidad el avance de sus ejércitos sobre Berlín.
Después, se hace el silencio.
Durante más de sesenta años no hay nada más, sólo silencio, una tácita condena a la inexistencia de una campaña militar que no existe para nada, para nadie. En ese punto confluyen las estrategias de todos los centros de poder que se ven implicados en una operación que pudo haber cambiado para siempre el destino de España.
Franco no quiere volver a oír hablar, en lo que le queda de vida, de aquel susto de muerte que revela una de las más tenaces deficiencias de su régimen. Porque ni entonces, ni en lo sucesivo, logra evitar que los Pirineos sean un coladero, una frontera tan simbólica como la verja de un jardín que los comunistas saltan y vuelven a saltar, en una y otra dirección, cuando y como les da la gana.
La dirección del Partido Comunista de España, por razones igual de evidentes, hace lo que puede, que es casi todo, para que no se hable del valle de Arán, ni de las circunstancias del ascenso de Monzón, ni de las causas que lo hacen posible, ni de su gestión al frente del Partido en Francia y en España, ni de la actuación de los miembros del Buró Político, ni antes, ni durante, ni después de la invasión. Y nadie ha sabido nunca gestionar el silencio con tanta maestría.
Los aliados, tanto en la época en la que el poder de Hitler bendice su unión como inmediatamente después, cuando su victoria común les permite ya reconocer hasta qué punto son enemigos, se guardan mucho de incluir la invasión en sus relatos de la última etapa de la Segunda Guerra Mundial, y aún más de las crónicas de sus, en teoría, espinosas relaciones con el régimen de Madrid, aquel dictador fascista tan desagradable al que, de una u otra manera, siendo más o menos conscientes de las decisiones que están tomando, apuntalan entre todos en el poder durante el mes de octubre de 1944.
En el silencio, perece la memoria de unos cuantos miles de hombres que arriesgaron su vida por la libertad y la democracia de su país. Ellos aportan el único elemento íntegramente positivo de este episodio. Mientras en las alturas, muy por encima del nivel de sus cabezas, los poderosos deciden su suerte, los hombres de la UNE no hacen más que lo que creen que tienen que hacer. En el contexto de un conflicto mundial que sigue deparando su trocito de gloria a héroes tan dudosos, tan accidentales como Klaus von Stauffenberg o el falso general Della Rovere, hoy nadie los recuerda porque nadie sabe que existieron, ni el precio que pagaron por ajustar sus acciones a su conciencia.
La Historia con mayúscula la escriben siempre los vencedores, pero su versión no tiene por qué ser eterna. Algunos países europeos, como Polonia o Hungría, han sabido integrar el fracaso de sus luchadores por la libertad en el patrimonio de su orgullo nacional, asumiendo que ciertas derrotas, lejos de implicar deshonor, pueden ser más honrosas que muchas victorias. Pero España es un país anormal, que circula a su aire, a trompicones, en dirección contraria a la del resto de las naciones del continente. Por eso, aunque parezca mentira, nadie se ha tomado nunca el trabajo de hacer un censo de los invasores de Arán, una lista con los nombres de los hombres que entraron y otra con los nombres de los que salieron, ni de comparar ambas.
Aquel intento le costó la vida a un número todavía, tal vez para siempre, indeterminado de soldados del ejército de la Unión Nacional Española. Ninguna cifra puede aceptarse como definitiva, porque el recuento de bajas varía en proporciones drásticas según las fuentes. Ciento veintinueve muertos es el dato que más se repite, aunque a juzgar por los testimonios de los supervivientes, se puede aventurar casi con certeza que no fueron tantos. Los números que se manejan para evaluar las pérdidas en el otro bando son abrumadoramente inferiores, pero también mucho menos fiables. El ejército franquista procuraba no declarar bajas, porque anteponía la propaganda a las honras fúnebres. Y en operaciones contra la guerrilla, sus mandos tenían órdenes de encoger, hasta el límite de lo verosímil, el número de los hombres que habían perdido, y eso sólo cuando no podían ocultarlo del todo.
Ciento veintinueve, algunos más o muchos menos, los soldados de la UNE que no lograron salir vivos de Arán, murieron para que nadie lo sepa. La Historia con mayúscula de los documentos y los manuales los ha barrido con la escoba de los cadáveres incómodos, hasta esconderlos debajo de la alfombra que marca el sendero que condujo a su patria hacia el futuro, y allí siguen, cubiertos de polvo, rebozados en pelusas.
Encima, sobre una sólida arpillera tejida con lana de buena calidad y colores cálidos, brillantes, se leen los nombres de los héroes útiles, públicos, confortables, los hombres y mujeres que consagraron su vida a consolidar, junto con su futuro personal, la libertad y la democracia de España.
—¡Inés! —fue Amparo quien me llamó, desde la barra—. ¡Sal un momento, que aquí te buscan!
En febrero de 1945, trabajaba en una cocina más pequeña y más fea que la del alcalde de Bosost, pero mía.
La Taberna Española de la Rué Saint-Bernard estaba instalada en un local de geografía muy complicada, dos cuartos más o menos cuadrados, dispuestos entre sí casi en diagonal, y comunicados por un paso tan estrecho que los clientes tenían que entrar al del fondo en fila india. A la izquierda estaba la barra, y justo detrás, un pasillo largo y estrecho que desembocaba en un espacio trapezoidal, difícil de aprovechar. Aquella era mi cocina, un prodigio de organización donde cada sartén y cada cacerola, cada espumadera y cada cuchillo, estaban siempre donde yo había decidido que estuvieran, entre otras cosas porque no cabían en ningún otro lugar. Tampoco había sitio para poner una mesa pero en el único hueco libre había una silla, y encima, un espejo pequeño, colgado en la pared, junto a la puerta, que a primera vista era el único objeto inútil en una habitación explotada hasta el punto de que la silla no servía para sentarse, sino para llegar a los ganchos clavados al borde del techo. Sin embargo, y a pesar de las apariencias, el espejo era indispensable, porque en aquella cocina no podía trabajar con el pelo suelto, ni recogido en ningún moño que me favoreciera. El gorro blanco que las autoridades sanitarias me obligaban a calarme hasta las cejas justo después de lavarme las manos, me sentaba tan mal, que cuando Amparo daba un grito por la ventanita que comunicaba la barra con la cocina, para anunciarme que tenía visita, me lo quitaba antes de llegar hasta el espejo, y sólo salía después de haberme despegado el pelo del cráneo, ahuecándomelo sobre la frente y las orejas hasta que lograba reconocer mi cara.