Inés y la alegría (68 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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—No —pero eso también lo arregló Galán—. Entiendo lo que te pasa, pero no debes pensar así, Inés. Has hecho lo que había que hacer. Ahora no vivirá más lejos de su madre, y tú lo sabes. A más kilómetros, sí, pero no más lejos, y cuando quiera volver, podrá hacerlo. Mientras tanto tendrá un futuro, una vida mucho mejor que la de una criada en Bosost, por ese lado, puedes estar tranquila. Eso sí que lo hacemos bien —en ese instante, dejó de mirarme—. Yo creo que es lo único que sabemos hacer bien.

Hasta ahí llegó la energía de Galán, una entereza que logró evocar con precisión el auténtico sabor de una sopa de fideos y una tortilla de un huevo. Hasta el instante en el que traspasamos juntos la puerta de otro dormitorio prestado, provisional, fue más fuerte que yo, y todavía se ocupó de mí un buen rato antes de venirse abajo, pero yo no me di cuenta, porque estaba demasiado absorta en el balance de mi propia suerte. Desnuda en una cama grande de sábanas limpias, crujientes, acurrucada contra un hombre desnudo que seguía dándome placer sin hacer otra cosa que estar simplemente a mi lado, tumbado boca arriba, tocándome con la punta de los dedos y una pereza que le impedía hablar, moverse, tuve la debilidad de pensar en mí, y no en España. Recordé que dos semanas antes, sólo dos semanas antes, estaba prisionera en Pont de Suert, acariciando la quimera de una fuga improbable mientras acechaba la sombra de Alfonso Garrido por las esquinas de los pasillos. Así era mi vida sólo unos días antes, y aquella noche, sólo unos días después, estaba en Francia, en una suite de un buen hotel, en la cama con Galán. Por eso, a pesar de todo, me sentí tan afortunada que me apreté contra su cuello y se lo fui contando, casi sin darme cuenta.

—Daría cualquier cosa por ver la cara de mi hermano en este momento —mis labios sonrieron solos al imaginarlo—. Te lo digo de verdad, cualquier cosa. Cuando empiece a buscarme y no me encuentre… Eso sin contar con la que les va a caer encima a todos ellos —volví a sonreír—, porque se habrán quedado con el miedo en el cuerpo, eso seguro. Y los alemanes no se han rendido todavía —pero al mover la cabeza para acomodarla mejor sobre su pecho, me di cuenta de que podía ver mi cara, la suya, reflejadas en el espejo de la cómoda, y algo más que no logré descifrar enseguida—. Cuando acabe la guerra, ya veremos ¿no te parece? Entonces…

Nunca llegué a pronosticar lo que pasaría cuando acabara la guerra. Galán lloraba sin hacer ruido. Las lágrimas se le caían de los ojos, le rodaban por las sienes, empapaban la sábana sin que hiciera nada por impedirlo. Él no quiso explicármelo, yo no me atreví a preguntar, y así amaneció el 28 de octubre de 1944. Cuando se puso el sol, todavía no había encontrado ningún motivo para salir de la habitación y así amaneció el 29, hasta que a media tarde, después de comerse un bocadillo que le subí del comedor, se puso el uniforme y me informó, en un tono más seco que neutral, de que a las cinco tenía una reunión.

—¿Qué planes tienes tú? —me preguntó después.

—Pues… No sé. Iré con Montse y con los niños a dar una vuelta, a lo mejor les llevamos al cine. Pero volveremos aquí para cenar. ¿Tú…?

—No lo sé —fue hacia la puerta, agarró el picaporte, lo empujó hacia abajo—, pero no creo que nos veamos… —y como si acabara de apreciar el equívoco significado de sus últimas palabras, soltó el picaporte, vino hacia mí, me besó en los labios, pero no sonrió—. Lo que quiero decir es que no me esperes para cenar, porque seguramente llegaré muy tarde.

Montse y yo estuvimos haciendo tiempo en el restaurante hasta que nos avisaron de que iban a cerrar. Luego, intenté esperarle despierta y no lo logré. Tampoco le sentí llegar, pero al día siguiente, por la mañana, aprendí en su manera de abrazarme que aquello, lo que fuera, había pasado ya. Esa era la contrapartida de los bonitos cuentos que nos contábamos, un requisito más de nuestra implacable manera de sobrevivir. Las caídas eran fulminantes, pero provisionales, porque, desterrados de todo como estábamos, no podíamos permitirnos largas estancias en ningún otro lugar, menos aún en la melancolía.

—¿Qué pasa? —y sonrió.

Hasta aquel momento sólo le había visto desnudo o con uniforme, dos variedades que le favorecían tanto que se hacían justicia entre sí, pero cuando salí del baño, me lo encontré vestido de civil, con ropa fea, barata, unos pantalones grises, una camisa clara, una americana de mezclilla y, en el centro, dominándolo todo, un jersey espantoso de lana marrón, estampado en el delantero con grandes rombos rojos y azules.

—Nada, que es la primera vez que te veo vestido así.

—¿Así? —frunció el ceño, luego sonrió—. ¡Ah, de paisano! ¿Y no te gusto?

—Tú sí —me acerqué a él y rodeé su cuello con mis brazos, para que no se ofendiera por lo que iba a decirle—, tú me gustas de todas las maneras, Fernando. Pero esos rombos… Son feísimos, ¿sabes?

—¿Sí? —parecía muy sorprendido—. Espera, que tengo otro —fue a la cómoda, abrió un cajón, y sacó un jersey muy parecido al que llevaba puesto, el fondo verde billar, los rombos, más pequeños, amarillos, naranjas y granates—. ¿Te gusta más este?

—No, déjalo —porque, aunque pareciera difícil, era todavía más feo que el que llevaba puesto—, ¿para qué te vas a cambiar?

—Tampoco te gusta, ¿no?

—No es eso. Es que están pasados de moda.

—¿Sí? Pues me los compré en agosto, al llegar aquí… ¡Ah! —y cuando creía que ya nos íbamos, cerró la puerta y añadió algo más—. Prefiero que no me llames Fernando, ¿sabes? Me gusta más que me llames Galán, sobre todo si hay gente delante. Cuando estemos solos, puedes llamarme como quieras.

—Cuando estamos solos —le cogí del brazo, sonreí, y no le di importancia a lo que en aquel momento me pareció una simple carantoña— es cuando me gusta llamarte Galán…

Lo primero que hicimos después de desayunar, fue ir de compras. Yo escogí, y él pagó, dos jerséis lisos, uno rojo, fino, y otro más grueso, de color tostado y aspecto remotamente militar, que tenía mangas ranglán y unos corchetes a un lado del cuello que permitían levantarlo o dejarlo abierto. Intenté comprarle también una chaqueta pero se negó, «¿por qué?, si esta está muy nueva», aunque accedió a salir de la tienda con uno de sus jerséis nuevos, los rombos sepultados en el fondo de la bolsa, para enseñarme Toulouse a su manera, explicándome por qué me llevaba a determinados lugares, calles, plazas, cafés donde había vivido algo que le apetecía contarme. Luego, cogimos un taxi para ir a comer al restaurante de un hotel pequeño, extraño, una antigua villa rodeada de árboles frondosos, como una isla de elegancia en un suburbio. Cuando aún no me había sacudido del todo un regusto de malestar, consecuencia del estruendoso choque de mis gustos de señorita de buena familia con un jersey cuya mera existencia representaba una sórdida perversión estética, aquella exquisita elección me sorprendió.

—Aquí comí hace poco, con una mujer más fea que tú —me explicó con una sonrisa, antes de abrir la carta—. Y esta mañana, cuando me has obligado a cambiarme de jersey… No sé, he supuesto que te gustaría —puedo tener mal gusto, pero no soy tonto, interpreté, y de pronto, no encontré dónde meterme—. No te pongas colorada, Inés —él se estaba divirtiendo mucho, sin embargo—. La ropa me da igual, siempre me he puesto lo primero que he encontrado en el armario… Te he traído aquí para hablar de cosas más importantes.

Se puso serio, me cogió de la mano y la apretó un momento antes de preguntarme qué pensaba hacer. No le entendí. Fue más preciso, y le confesé que había venido a Francia con él para quedarme con él, si es que él quería quedarse conmigo. Lo primero que me dijo fue que él sí quería. Lo segundo, que me encargara de buscar una casa.

—Hace mucho tiempo que no tengo una casa, ¿sabes?, más de ocho años rodando por ahí, sin saber ni siquiera dónde voy a dormir. El hotel está bien. Es cómodo, y tengo una habitación grande, y eso, pero ya que no hemos podido quedarnos en España… Me gustaría vivir en un piso bonito, que tenga luz, y macetas en los balcones, una casa en la que pueda andar descalzo y desayunar en pijama.

—A mí también —y me enterneció aquella imagen tan sencilla de una vida ficticia, porque la nuestra iba a ser mucho más complicada de lo que yo era capaz de imaginar en aquel momento.

—Búscala tú, ¿quieres? Yo estos días voy a estar muy liado, de reunión en reunión…

Entonces llegó el camarero, pedimos la comida, y me extrañó no haberme preguntado nunca a qué se dedicaría Galán en Francia, si tendría algún trabajo, algo que hacer después de haber estado empleado durante tantos años en hacer sólo la guerra.

—Bueno, en estos momentos… —me contestó—. Estoy disponible.

«Claro, —pensé para mí mientras asentía para él con la cabeza—, claro, si es militar…». Aquel adjetivo, disponible, estaba tan ligado a la única profesión que le había visto ejercer, que bastó para saciar mi curiosidad, pero a él todavía le quedaban cosas importantes que decir.

—Y también he estado pensando que tú… —hizo una pausa para escoger con cuidado las palabras—. Deberías buscarte un trabajo, Inés. No es que corra prisa, no es eso, porque yo todavía cobro un sueldo del Ejército francés. No sé durante cuántos meses más lo seguiré cobrando, pero me han pagado atrasos y ahora tengo bastante dinero. Sin embargo, si vamos a montar una casa…

—Claro, claro —repetí, esta vez en voz alta—. Por supuesto que voy a buscarme un trabajo. Ya lo había pensado, no creas. En estos dos últimos días, he tenido mucho tiempo para pensar, ¿sabes?

—Ya —me sonrió—. Lo siento.

—No hay de qué.

Después del postre, miró el reloj, se bebió el café de un sorbo, y decidió que, si queríamos dormir la siesta, «y yo quiero», añadió, tendríamos que marcharnos ya.

—La mujer del Lobo ha organizado una fiesta… Bueno, igual sería mejor decir un funeral de bienvenida, en su taberna, a partir de las siete y media.

Yo tenía mucha curiosidad por conocer aquel local y sobre todo a sus dueñas, de las que tanto había oído hablar, pero antes de encontrarme con ellas, descubrí en una pastelería pequeña y coqueta, cerca de la plaza del Capitolio, que había otras mujeres en aquella ciudad.


Bonjour, Nicole
.


Hélas, mon capitaine! Mais, quel grand plaisir de vous revoir!
—y le sonrió con un gesto mucho más elocuente que sus palabras—.
Vous étes, vraiment, tres méchant. Il y a deux semaines, je crois, de votre dernière visite…

Porque Galán, que aquel día me había contado tantas cosas, no me había dicho nada de la jovencísima dependienta que empezó a coquetear con él en el mismo instante en que le vio atravesar la puerta.


Done…
—levantó las pinzas en el aire con una expresión traviesa—.
Laissez-moi deviner, vous voulez un demi-kilo de ces petits gâteaux russes, nest-ce pas?


Pas du tout, Nicole
—y al escucharle hablar en francés, llamando a aquella chica por su nombre, no sentí celos de ella, pero sí de que no me dejara llamarle Fernando—.
Aujourd'hui, j'aimerais mieux un kilo de gâteaux assortis
.


Bien sur, mon capitaine!

—Pero, bueno, ¿y esto? —le pregunté en cuanto se dio la vuelta.

—Ten cuidado, que entiende el español —me contestó él, riéndose entre dientes—, la tengo muy bien enseñada.

Desde que le conocí, había vivido tan deprisa que hasta aquel momento ni siquiera se me había ocurrido que él, a la fuerza, habría tenido que tener otra vida, otras mujeres en España y en Francia, antes de encontrarse conmigo en Bosost. Averiguaría algo más muy pronto, aquella misma tarde, aunque los indicios de su vida previa perdieron importancia cuando entré en un lugar destinado a convertirse en uno de los grandes escenarios de mi vida.

—¡Anda, coño! —al llegar a la Taberna Española, nos dimos casi de bruces con un hombre vestido con unos pantalones azul marino y una camisa jaspeada, que era el Lobo, aunque parecía la mitad del coronel que yo había conocido en Bosost—. ¿Y esta mariconada? —señalaba con el dedo los corchetes del jersey que Galán acababa de abrirse.

—Ya ves —contestó él, y los dos se rieron al mismo ritmo.

No pude defenderme porque en ese instante, un montón de mujeres se había arremolinado ya a mi alrededor, para curiosear con el pretexto de saludarme. La única excepción fueron las dos que llevaban puesto un delantal y prefirieron esperar hasta el final, cuando ya habían podido cotillear también los hombres. Nunca las había visto, pero sabía quiénes eran, aunque si no me hubiera fijado a tiempo en la fotografía que el Lobo había colocado de pie, en su mesilla, antes de que le echáramos del dormitorio del alcalde de Bosost, su estatura me habría llevado a asignarles una pareja equivocada.

La más baja, que estaba embarazada de muchos meses y de muy mal humor, era la mujer de Comprendes. Tenía más o menos mi edad, cinco o seis años menos que Amparo, que era casi tan alta como yo y varios centímetros más que su marido. Angelita, menuda y frágil, era guapa de cara, una belleza delicada, un tanto antigua, como de Inmaculada pintada por Murillo, excepto por el pelo, oscuro, fuerte, que le caía por la espalda como una cascada de bucles brillantes. Amparo no era fea, pero tenía la cara demasiado redonda, los huesos enterrados bajo mejillas musculosas y un precoz indicio de papada, aunque en su cuerpo, aquella rotundidad se convertía en una virtud. Tenía la cintura, las caderas muy bien marcadas a pesar de la abundancia de su carne, dura, y tan apretada que el Lobo decía que era imposible darle un pellizco. Quizás por eso, de vez en cuando le daba un azote en el culo al pasar por su lado, una afición a la que tardé en acostumbrarme, porque me resultaba muy difícil conciliar la imagen del coronel al que había conocido en Bosost con aquella mano que solía desencadenar un torrente de quejas en valenciano. Aquella noche no. Aquella noche, Amparo no protestó por nada, porque estaba muy contenta de que el Lobo hubiera vuelto a Toulouse, y tampoco se conformó con dedicarme un saludo convencional. Después de plantarme en cada mejilla una larga serie de besos pequeños y sonoros, me cogió por los hombros, me volvió a mirar, aprobó con la cabeza y fue enumerando mis virtudes en voz alta.

—Una chica española, soltera, joven, morena, cocinera y comunista —y mientras yo calculaba cómo habrían sido las mujeres que no cumplían ninguno de aquellos requisitos, se volvió hacia Galán, para aclarar con quién estaba hablando—. ¿Pues sabes lo que te digo? Que ya iba siendo hora, guapo.

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