Inés y la alegría (72 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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—Pero, bueno… —y Galán, muy contento, muy cansado, y muy delgado, asomó la cabeza por el umbral—. ¿Tú no salías de cuentas la semana que viene?

Aquel verano fue el mejor de mi vida, y no sólo porque Angelita hubiera encontrado, a la vuelta de la esquina, un local estupendo y razonablemente barato, con una cocina tan grande que al principio tenía la sensación de perderme en ella. Lo habría sido incluso si ella no hubiera decidido —lo tengo todo pensado y está clarísimo, chicas, hay que aprovechar la publicidad gratuita— que tenía que llamarse Casa Inés, y llevar debajo, como un reclamo o un imprescindible apellido, una frase que me seguiría emocionando incluso cuando consiguiera atravesar la puerta sin pararme a leerla sobre el toldo, «la cocinera de Bosost». Aquel verano fue el mejor de mi vida porque Galán había vuelto, porque había conocido a su hija Virtudes, porque cuando abría los ojos por la mañana, lo encontraba dormido a mi lado.

Nunca viviría un verano más feliz. Tampoco llegaría nunca a alegrarme tanto de no tenerlo cerca como el 16 de agosto, cuando la fiesta terminó.

Igual que en nuestra boda, aquella noche vino todo el mundo. En el comedor no cabía un alfiler, y mi cocina nueva se quedó que daba miedo verla, pero no me importó. Después de servir los entremeses, me quité el delantal y me senté al lado de Galán, a cenar y a celebrar la fiesta con los demás, aunque me levantaba de vez en cuando para ver cómo iban las cosas por allí dentro, y siempre encontraba la cocina casi perfecta, y a Lola fregando, limpiando, recogiendo.

—Pero ¿qué estás haciendo? —le dije varias veces—. Deja eso para luego y ven conmigo, mujer.

—No, de verdad, déjalo —y ella se resistió una vez tras otra—, si estoy mejor aquí.

—Pero ¿cómo vas a estar mejor aquí? ¡Que es la boda de Montse, Lola, haz el favor de salir ahora mismo!

—Es que hoy no tengo el cuerpo para fiestas, en serio…

—¿Cómo que no?

Al final, la saqué a empujones, la senté a mi lado, y no la dejé volver a levantarse. Ella se dio por vencida, pero apenas comió, bebió mucho y fumó sin parar, sin mirar nunca hacia el rincón donde el Pasiego, sentado al lado de su mujer, no comía nada, bebía mucho y fumaba sin parar, sin dejar tampoco de mirarla. Por eso, cuando la Pasiega se levantó para ir al baño y Lola me avisó de que iba un momento a la cocina, no le dije nada. Él fue detrás y no volvió, su mujer salió del baño y él no había vuelto, se sentó en su silla, miró a su alrededor y entonces sí que me levanté, y hasta me dio tiempo a escuchar el final de una conversación.

—Pues esta misma tarde, con haberme dicho que no… —él lo dijo en un tono tranquilo, sereno.

—¡Vete a tomar por culo, cabrón! —ella no.

Eso habría sido todo si el Pasiego, al cruzarse conmigo, no llevara pintada en la cara una sonrisa transparente, reveladora de que ningún insulto le había sentado mejor en su vida. Lola, en cambio, estaba tan alterada que ni siquiera se había dado cuenta de que les había escuchado, y al verme, salió conmigo sin rechistar, se sentó a mi lado, y no volvió a moverse hasta que quitamos las mesas para que bailaran Montse y el Zurdo, y después los demás, Galán y yo, también el Pasiego con su mujer. Antes de que pudieran dar un paso al compás de la música, se metió para dentro y no se lo impedí.

Al final, cuando Galán vino a decirme que iba a llevar a los novios a su casa, ya había limpiado tanto, y con tanta furia, que sólo quedaban algunos vasos sucios, pero me quedé a acompañarla, y después de cerrar, salí con ella a la calle, a dar una vuelta. «Necesito que me dé un poco el aire», me dijo, y lo entendí. La seguí sin decir nada en la dirección opuesta a la esquina donde había quedado con mi marido un cuarto de hora después, y enfilé tras ella el callejón al que daba la puerta trasera del restaurante, un pasillo estrecho con muchos cubos de basura y un par de portales aislados, para darme cuenta de que la pobre Lola se conformaba con dar una vuelta de verdad, rodeando simplemente la manzana.

Era un recorrido muy humilde, aunque no logramos completarlo nunca. El callejón estaba mal iluminado, pero antes de llegar a su mitad, distinguimos la sombra de un bulto confuso contra la puerta trasera de nuestro local. Si hubieran escogido cualquier otro edificio, quizás hubiéramos pasado de largo sin ver nada, pero nos asustamos, y no porque pensáramos que fueran ladrones. Si lo hubieran sido, se habrían asustado más que nosotras y habrían echado a correr, pero tampoco era solamente eso. Aquel bulto apenas se movía y era extraño, extraña su quietud, su perfil, su silencio, su tamaño. Por eso seguimos andando, y ellos debían estar tan absortos en lo que hacían, que cuando nos oyeron ya era tarde. Cuando el Ninot, que había sido uno de los últimos en dar el banquete por terminado, se volvió hacia nosotras, y nos reconoció, y cerró los ojos, y bajó la cabeza, y se apoyó tan largo como era contra la puerta de metal, ya habíamos visto su mano derecha apresando una polla que a mí, quizás por la sorpresa, pero seguramente porque era verdad, me pareció enorme, y que, sin margen de discusión alguno, estaba tiesa, dura como una piedra, pidiendo más, igual que los ojos turbios, los labios abiertos, húmedos, a medio besar, de su propietario, un chaval marroquí que no tendría más de veinte años y trabajaba en la frutería donde comprábamos todos los días.

En ese momento cogí a Lola del brazo, nos dimos la vuelta y nos alejamos de allí deprisa, pero sin correr.

—Yo no voy a contar nada de lo que acabamos de ver —proclamé sin mirarla, casi sin pensarlo, aunque mi memoria evocó por su cuenta la cara del Lobo, ardiendo de furia, mientras de mis oídos brotaba una letanía, la única palabra que sabrían pronunciar una y mil veces sus labios tensos, expulsión, expulsión, expulsión—. Ni a mi marido, ni a nadie, nunca. Y si tú cuentas algo, y alguien me pregunta, diré que es mentira, que yo no he visto nada —y por fin la miré—. Lo entiendes, ¿verdad?

Ella me devolvió una mirada que me pareció incrédula, antes de que me diera cuenta de que era más burlona que otra cosa.

—Yo soy de Cádiz —sentenció, y sólo al rato, por si eso no hubiera sido bastante, se explicó mejor—. Lo único que espero es que Pascual tenga más arte que yo para gastar lo que tenemos entre las piernas —volvió a mirarme, y sonrió—. Que parece que sí, porque, lo que es tener, tenía lo suyo y lo de su vecino, el chiquillo…

Nos echamos a reír al mismo tiempo, y después, a ninguna de las dos nos costó trabajo recuperar el tono de una conversación normal.

—No sabía que fueras de Cádiz, Lola, yo creía que eras de Huelva…

—No, de Huelva era mi madre. Yo soy de Cádiz, bueno, de un sitio que se llama Torrebreva, que no lo conocerás ni de nombre, porque ni siquiera es un pueblo, sólo cuatro casas juntas alrededor de una venta… Está cerca de Rota, entre Chipiona y Sanlúcar de Barrameda.

—Ya —asentí, más tranquila—. Y por cierto, tú no sabrás hacer albóndigas de rape, ¿verdad?

—¿Yo? —y se me quedó mirando, muy sorprendida—. Claro que sé.

Y claro que sabía. Sabía hacer albóndigas de rape y muchas cosas más. Escoger un brindis, por ejemplo.

El Ninot tardó más de dos meses en estrenar Casa Inés, y tuvo mucho cuidado en esperar a que Galán volviera a marcharse a España antes de hacerlo. Cuando volvió, a mediados de octubre entró sin saludar, aunque él había sido uno de los principales responsables del éxito de nuestro negocio. Por eso le pedí a Amparo que me avisara en el momento en que pidiera la cuenta, y antes de que se la llevaran, me quité el gorro, salí al comedor, me senté en su mesa y llamé a Lola.

—Yo te lo quería explicar, Inés —empezó a balbucir, la mirada humillada, fija en los cuadros del mantel, el miedo temblándole en la voz—, porque lo de la otra noche no es lo que parece, de verdad que no. Yo, antes, nunca… De verdad que…

—Cállate ya, Pascual, que mira que te gusta hablar —y me volví hacia Lola—. Trae tres copas y la botella de coñac, la buena, ¿quieres?, que vamos a brindar.

—¿A brindar? —él por fin me miró, con el terror pintado en la cara—, ¿y por qué? —pero Lola me había entendido.

—Vamos a brindar por los hombres —le dijo en un susurro, mientras llenaba las copas—, por lo malos que son y por lo buenos que están, los hijos de la gran puta… Por ti, Ninot, y por mí, que falta me hace —y me señaló con la suya en el aire—. Por esta no, que tiene de sobra, no hay más que verla.

—¡Sí, seguro! —protesté—. Sobre todo ahora, que acabo de quedarme otra vez a dos velas.

—Cuando quieras, te las cambio sin mirar —me replicó ella—, las velas, digo.

—Yo también te las cambio —y Pascual sonrió por fin, mientras hacía chocar su copa con la mía.

Entonces, como si las albóndigas de rape estuvieran suspendidas del hilo de aquella crisis, me acordé de que Lola y yo teníamos una cita pendiente, y se ofreció a enseñarme a hacerlas el lunes siguiente, cuando el restaurante estuviera cerrado. Quedamos a las seis y me llevé a Virtudes, que era muy buena y estuvo dormida en su cochecito todo el tiempo que Lola necesitó para explicarme lo que había que hacer, y hasta para contarme una parte de mi propia vida que yo ignoraba.

—No fue culpa de ella, te lo digo en serio.

A solas en la cocina, con todas las puertas cerradas, se había atrevido a preguntarme cómo conocí al Pasiego, pero lo que en realidad quería saber era si le había escuchado, o no, hablar de su situación, si había contado o no en voz alta, delante de mí, los planes que tenía para el futuro. Le respondí que no a todo, porque era la verdad. Hasta que él mismo no me presentó a su mujer, ni siquiera me había enterado de que estuviera casado. Lola se puso tan contenta al escucharlo que la conversación fluyó con mucha naturalidad hacia mi propia historia con Galán para desembocar en la de Carmen de Pedro y Jesús Monzón, aquel amor que había cambiado mi vida y estuvo a punto de cambiar la de todos.

—Mira, yo entiendo que no podáis ni verla —fue ella quien se apresuró a sacar el tema, como si nunca hubiera olvidado la escena de febrero, ni el papel, un tanto desairado, que le había tocado jugar en ella—. Lo entiendo muy bien porque, después de lo de Arán, vuestros maridos, que estuvieron allí, y Montse, y tú, todo eso… Pero el que daba las órdenes era él, Inés, no te equivoques. Él era el que sabía, el que pensaba, el que decidía. Carmen era una mandada, así de claro, bueno… Tan claro tampoco, porque estaba loca por él, esa es la verdad, pero chiflada, estaba, enamorada como una niña de quince años, no te lo puedes ni imaginar… Yo lo sé porque la conocía bastante, ¿sabes?, desde el principio. Una hermana de mi madre, que había emigrado antes de la guerra y se había casado con un francés, me ayudó a encontrar un piso, y como me sobraba una habitación, Carmen se la quedó. Pagábamos el alquiler a medias, y hasta que se fue a vivir con Jesús, estuvimos muy bien las dos, la verdad.

—¿Y Jesús?

—Jesús… —volvió a quedarse inmóvil, clavó los ojos en el techo, y me pregunté si no habría estado ella también enamorada de él—. En aquella época, Jesús no era nadie, la prueba está en que no lo mandaron a ningún sitio y todos los demás se marcharon, pero todos, uno detrás de otro, ya lo sabes. La única que se quedó aquí fue Carmen, y… Pasó lo que tenía que pasar. Ahora, que te voy a decir una cosa, no sé qué pensarás tú… —el tono de su voz fue adelgazando hasta apagarse en las últimas sílabas, y me miró como si se arrepintiera, negó con la cabeza, empezó a hacer otra albóndiga—. ¡Bah!, nada.

—No, nada no —y la cogí por la muñeca, para obligarla a parar—. Qué pienso yo, ¿de qué?

—Si no era nada, una tontería, total…

—Que no.

Porque yo también era comunista y, sin saber lo que iba a decir, sabía perfectamente lo que había pasado, el miedo instantáneo a decir alguna inconveniencia que le había soldado los labios de repente, el proverbio que la había paralizado, tensando todos sus músculos a la vez en medio de una conversación entre amigas, en la cocina de un restaurante vacío, con todas las puertas cerradas. Mejor callar que arrepentirse después. Eso era lo que había pasado, y me dio rabia, siempre me daba rabia, aunque yo me aplicara aquel principio tanto como los demás, aunque yo también hubiera aprendido a vivir con, y en, y desde, y por, y para, y según una organización que era mucho más que un partido político. Pobres, vencidos, desterrados como estábamos, el Partido era lo único que teníamos, lo único que habíamos conservado después de perderlo todo, nuestra única casa, nuestra única patria, nuestra familia, un mundo completo por el que había que sonreír, animar a sonreír a los demás, ofrecer la mejor cara a la adversidad y no perder jamás el control. Yo también había aprendido a guardarme mis opiniones para mí misma, a no perder nunca mi miedo de vista, me sabía de memoria esa lección, pero me daba rabia, porque había sido mi libertad, y no otra cosa, lo que me había hecho comunista. Por eso, y aunque la idea de que me expulsaran me inspiraba el mismo terror que a los demás, en determinadas condiciones de intimidad, de seguridad, o en auténticas emergencias, como el secreto del Ninot, incumplía todas las normas y, cuando se me pasaba el susto, me sentía mucho mejor.

—Mira, Lola, aquí estamos las dos solas, y puedes decir lo que quieras, ¿sabes?, porque en esta cocina mando yo. Y yo tengo veintinueve años, pero he vivido mucho. A mí me han pasado muchas cosas raras en esta vida, por eso no le voy nunca con cuentos a unos y a otros. Y tú deberías saberlo mejor que nadie.

Ella todavía se lo pensó unos instantes. Luego levantó la cabeza, miró a la pared, al mármol, a la masa que estaba trabajando en aquel momento.

—No es lo mismo, y tú lo sabes.

—No es lo mismo, ¿qué?

—Pascual en un callejón, con el pedazo de mandado que tenía el moro aquel, que daba gloria verlo… —me miró antes de dejar caer una albóndiga en la harina—. Y Jesús Monzón. No tienen nada que ver, reconócelo.

—Lo reconozco —admití—, pero tú y yo sí somos las mismas, ¿o no?

—Supongo.

—No, no lo supongas —respondí, sin molestarme en disimular que aquel verbo me había ofendido—. Si sólo lo supones, prefiero que no me cuentes nada —cogí un poco de masa, la moldeé como le había visto hacer a ella, y se la enseñé—. ¿Así está bien?

—Sí, está muy bien. Ahora tienes que pasarla por la harina, y lo que quería decir es que… —me miró, cogió aire, habló por fin—. Bueno, que a mí siempre me pareció muy injusto cómo trataba el Partido a Jesús, porque con otros de buena familia no lo hicieron. Además, creo que fue un error, y gravísimo, encima —asentí con la cabeza, y ella se animó—. Porque, vamos, que sea comunista yo, que nací en Torrebreva, en una choza con el suelo de tierra, pues… ¿Qué mérito tiene? Pero él tenía mucho que perder, y lo perdió todo, y no quisieron tenérselo en cuenta. Para Jesús, habría sido muy fácil quedarse en Pamplona, a pegarse la gran vida, o venirse aquí en el 36, con el dinero de su familia, pero él se quedó, hizo la guerra con la República hasta el final, cruzó la frontera igual que los demás, y… No sé si me entiendes.

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