—¡No os riáis! —nos amenazó con un dedo extendido—. Como esto siga así, vamos a tener que cerrar, ya os podéis ir haciendo a la idea.
—¡Qué exagerada! —Amparo, que la conocía mejor que ninguna, siguió sonriendo desde la barra, y eso terminó de sacarla de quicio.
—¿Exagerada? Mira… —y nos miró con unos ojos que echaban chispas—. Reservan para treinta, pagan por cuarenta y vienen cincuenta y dos, devuelven el vino que les pongo porque les parece malo…
—Es que el de hoy, para una ocasión como esta —se atrevió a intervenir Montse—, era bastante malo.
—¡Pues claro que era malo! ¿Y qué querías, que se lo pusiera bueno para que lo paguen como si fuera mosto? —y volvió a encararse con Amparo—. ¿No te dije yo a ti que había que subir el precio?
—Sí, y lo he intentado, no creas —la mujer del Lobo se encogió de hombros—, pero no ha habido manera. Me han dicho que no podían pagar más, que habíamos negociado un precio cerrado, y… ¡Mujer, son camaradas! Y ella es Dolores.
—¡Ella, ella! ¿Y nosotras qué, eh? ¿Somos el Socorro Rojo, nosotras? ¡No, señora! Y vosotras, tan contentas, claro, vosotras, como no tenéis que pagar a los proveedores… Pero, a este paso, a Sole la va a echar su padre de la pescadería porque, por muy camarada que sea, es francés y no entiende estas cosas, y a ver quién me fía a mí entonces, ¿eh?, a ver quién me fía… Porque, anda que tú también, Inesita, guapa… ¡Merluza con costra, nada menos! ¿Y por qué no les has puesto langostinos? Ya, total…
—A Dolores le gusta esa merluza —me defendí yo.
—¡Y a mí las cigalas, no te jode! Pero me gusta más llegar a fin de mes, y así no llegamos, os lo digo en serio. ¿Habéis visto esto? —y levantó la factura en el aire para agitarla como si fuera una bandera—. Han pagado la merluza a precio de sardinas. Claro, ¿cómo no les va a gustar venir aquí, si nosotras somos gilipollas y los demás no? Vamos a abolir la propiedad privada, pues muy bien, pero mientras no la abolamos, lo que no podemos hacer es invitar a comer a gente que tiene mucho más dinero que nosotras, toreros, actores, Picasso… ¡Picasso! Y vosotras, ¡hala!, venga a haceros fotos, ¡qué bien, qué alegría! Pero él es uno de los que no ha pagado, a ver si os creéis que no me he dado cuenta.
—Sí que ha pagado —contraatacó Amparo, renunciando a recordarle que ella se había hecho las mismas fotos que los demás, mientras sacaba una carpeta de debajo de la barra—. Nos ha dibujado un marinero.
—¡Ah!, ¿sí? A verlo… —y se acercó a la barra para contemplar una gorra azul, una barba pelirroja, unos pocos, admirables trazos de ceras de colores—. ¿Y esto cuánto vale?
—Nada —Amparo se lo apretó contra el pecho como si fuera un escapulario—, porque no lo vamos a vender nunca.
—¿No? Cuando llegue la cuenta de la merluza, hablamos. Y de momento, Inés, la próxima vez, patatas guisadas con pimentón y torreznos, que te salen buenísimas. Y, si no, arroz con pollo, que es un clásico. O eso, o me voy, no os digo más.
Y cuando ya había cruzado medio comedor, muy sulfurada, dio un taconazo y se volvió a mirarnos, con el dedo extendido de nuevo.
—Y todo para que, al final, lo único que le ha hecho ilusión de verdad hayan sido los bombones de Adela —puso los ojos en blanco y meneó la cabeza como si no se lo pudiera creer—. ¡Tócate las narices!
Eso era verdad. El marinero de Picasso, al que le pusimos un marco grande, aparatoso, con márgenes proporcionados a su relevancia, estuvo siempre colgado en el sitio más visible de Casa Inés, junto a la barra. Debajo pusimos una foto ampliada donde Dolores, el pintor a su izquierda, Paco Antón a su derecha, en los rostros de ambos una sonrisa idéntica a la que el júbilo de la secretaria general del PCE despertaba en los espectadores de aquella foto, se reía igual que una niña, los ojos muy brillantes, la cabeza ligeramente echada hacia atrás, como si no pudiera sostener tanta alegría, y una caja de hojalata blanca, con danzarines vascos pintados sobre la tapa, cruzada sobre el pecho con las dos manos, para que nadie se atreviera a arrebatársela.
—Camaradas, si me lo permitís —llegó a decir aquel día, cuando salí de la cocina a la hora de los brindis y se la puse delante, sobre la mesa—, creo que voy a hacer una cosa muy fea, lo peor que puede hacer un dirigente comunista, pero… No pienso compartir esto con nadie —y entonces fue cuando Ana María hizo aquella foto.
Al volver a casa, llamé a Adela por teléfono para contarle el rotundo éxito de su regalo, y ella reaccionó con la misma sorpresa que me había llevado yo al recibir el paquete, junto con una carta en la que se justificaba por enviármelo con argumentos tan elaborados como si pretendiera exculparse de un crimen, «es que tuve que ir a Vitoria a ver a mi tía Evangelina, y al pasar por el escaparate de Goya, me acordé, y me dije, pues, mira, total, ¿qué trabajo me cuesta?, ahora que si no se la quieres dar, a mí no me importa, como si os los coméis vosotros, que mejor, fíjate, así que haz lo que quieras con ella…». Desde aquel día, cada vez que iba a Vitoria, mi cuñada compraba una caja de Vasquitos y Nesquitas que viajaba hasta Toulouse, pasaba por mis manos y acababa en las de Dolores, un circuito que no se interrumpió ni siquiera cuando los franceses cerraron la frontera. En 1948, de nuevo abierta, las dos volvieron a coincidir en Casa Inés, y Adela comprendió por qué aquella mujer vulgar, la anónima esposa de un minero vizcaíno, un ama de casa española como tantas otras, había llegado a convertirse en lo que era.
—Perdonadme un momento.
Aquel día, Dolores Ibárruri actuaba como anfitriona del secretario general del Partido Comunista Francés, del embajador de la Unión Soviética en Francia, de su cónsul en Toulouse, de su colega rumano, de una delegación del Partido Comunista de Bulgaria, de varios miembros de su propio Buró Político y de otros tantos dirigentes del PCF, pero cuando mi cuñada entró en el restaurante, los dejó plantados a todos a la vez.
—¡Adela! —avanzó unos pasos, y se quedó quieta, sonriendo, con los brazos abiertos, una imagen que atrajo a la mujer de mi hermano Ricardo como un imán—. Gracias, gracias, muchísimas gracias… —Durante unos segundos, todos los ojos capaces de distinguirlas miraron sin pestañear a aquellas dos mujeres abrazadas, una cabeza rubia teñida, otra canosa, las dos muy juntas, balanceándose al mismo ritmo, el ritmo de los brazos que las estrechaban entre sí, sin hablar, como nadie se atrevió a despegar los labios mientras las veía.
—No sabes cómo te lo agradezco —la mayor fue quien rompió el silencio.
—Pero, mujer, si no tiene importancia —y mi cuñada se disculpó, como de costumbre—. Tampoco son tan caros, y yo lo hago encantada, no merece…
—Claro que merece —y sin soltarla del todo, Dolores echó la cabeza hacia atrás para mirarla—, y sí que es importante, para mí sí, importantísimo, no te puedes imaginar… Tú vives en España, Adela. Para ti es sencillo estar allí, andar por las calles, ir al mercado, comprar bombones, comértelos, pero para mí, que estoy tan lejos… Para mí, ha sido como volver a estar en mi pueblo, volver a ver mi casa, a mi madre, a mis hijos cuando eran pequeños, mis primeros camaradas de los buenos tiempos, recordar tantas cosas… —en ese momento Dolores cerró los ojos, meneó la cabeza como si quisiera regañarse a sí misma, y cuando volvió a abrirlos, hasta yo pude ver, desde la puerta de la cocina, el velo que los empañaba—. Perdóname. Estoy tonta perdida, me estoy volviendo sentimental, con los años…
—No —y fue Adela quien la abrazó, ella quien la estrechó contra sí, quien la consoló y le dio la oportunidad de recobrar la compostura—, no, si yo lo entiendo, y me alegro, me alegro tanto de que te hayan gustado —Pasionaria, más tranquila, acarició la cara de Adela, que ya tenía los ojos tan brillantes como ella, la besó en la frente, miró un momento a su alrededor, como si buscara algo, se pasó los dedos de la mano derecha por la solapa de su chaqueta, y sonrió.
—Mira este broche, ¿te gusta? —y ya se lo estaba quitando—. Es una libélula, ¿ves? Me lo han regalado unas mujeres españolas, las exiliadas republicanas de Oaxaca, en México. Lo han hecho ellas mismas, y son unas artistas, porque es muy bonito, ¿a que sí?
—Sí —Adela lo aprobó con la cabeza—. Es precioso.
—Ten —y su dueña se lo prendió en el vestido, como si fuera una medalla—, te lo regalo.
—Pero, no, por favor, si no hace falta…
—Sí —y cuando la libélula relucía ya en el pecho de mi cuñada, Dolores la sujetó por los hombros—. Sí, es para ti, para que te acuerdes de mí. Y gracias otra vez, mil veces gracias, Adela…
Después, Pasionaria volvió a su mesa para que el secretario general del PCF, el embajador soviético en Francia, su cónsul en Toulouse, el cónsul rumano, la delegación búlgara, y sus propios camaradas españoles y franceses, estremecidos aún por la escena que acababan de contemplar, pudieran contar durante el resto de sus vidas que habían asistido en directo a una apabullante demostración del carisma de Dolores Ibárruri, y del aún más apabullante amor sin condiciones que las españolas sentían por aquella mujer irrepetible. Pero lo más apabullante de todo fue que ninguno de ellos llegó nunca a descubrir hasta qué punto eso había sido verdad.
—¡Qué simpática! —cuando Adela vino a verme a la cocina, temblaba más que ellos—. Y qué cariñosa, ¿verdad? Fíjate el broche que me ha regalado, y para ella tendrá mucho valor, porque se lo han hecho las mujeres esas, ¿no?
Asentí con la cabeza, y renuncié a explicarle que ni todas las mujeres republicanas españolas del mundo, trabajando doce horas al día, serían capaces de producir la incalculable cantidad de broches, collares, anillos, chales y monederos que Dolores regalaba continuamente.
—Lo que está claro —pero a cambio le dije la verdad—, es que la has hecho feliz, Adela.
—Sí —ella me sonrió con los labios y con los ojos al mismo tiempo—, y me alegro, ¿sabes?, me alegro, porque… La verdad es que me he emocionado mucho, cuando me ha dicho que se acordaba de su madre, de sus hijos, y eso, se me han saltado las lágrimas y todo… ¡Pobre mujer!
Miré un momento a mi cuñada, como si necesitara convencerme de que estaba hablando en serio.
—Adela.
—¿Qué?
—Eso tampoco, ¿eh? —me miró como si no me entendiera, y fui más explícita—. Lo de pobre mujer, digo…
—¿No?
—No.
—Bueno, pero que me ha caído muy bien —y asintió con la cabeza para confirmarlo, antes de echarse a reír—. Anda que… Si alguien me lo hubiera contado, no me lo habría creído, pero… Esa es la verdad.
En diciembre de 1948, poco después de regalarle aquel broche a mi cuñada, Dolores Ibárruri volvió a Moscú. Necesitaba curarse de una dolencia hepática que hacía temer por su salud y, de paso, evitar que Francia, deseosa de reactivar sus relaciones comerciales con España, la expulsara formalmente de su territorio. Un año y medio después, cuando el PCE se convirtió en un partido ilegal en el país donde vivíamos, su ausencia fue la señal más relevante de una clandestinidad más simbólica que otra cosa, porque nuestra vida no cambió, más allá del definitivo traslado de la dirección a París, donde podía camuflarse con más facilidad, para tranquilidad de sus miembros y, sobre todo, de Angelita, a la que desde entonces le cuadraron mucho mejor las cuentas.
Aparte de eso, nunca nos sentimos en peligro, ni tuvimos que renunciar a nada. Seguimos haciendo lo mismo, abriendo todos los días un restaurante presidido por una bandera tricolor bordada con las insignias del Quinto Regimiento, celebrando banquetes todos los catorces de abril, los diecinueves de julio y los sietes de noviembre, y recibiendo a los clientes de siempre, entre otros, Paco Antón, que vino algunas veces con una chica muy guapa, bastante más joven que él, a la que se comía con los ojos y más apetito del que le inspiraba la comida. Hasta que un día dejamos de verle, y ya no le vimos más, pero como los dirigentes del Partido se movían poco de la capital, y él había sido siempre de los que iban y venían, tampoco le echamos de menos, hasta que una noche, desde los fogones, escuché un cuchicheo que me llamó la atención, y me acerqué a la puerta para reconocer al Gitano y al Pasiego en los dos hombres que mantenían una conversación muy sigilosa en el único lugar, el pasillo de la cocina, donde creían que nadie podía oírles. Lo que escuché me sorprendió tanto que, al llegar a casa, me encerré con Galán en el dormitorio, para que los niños no se enteraran de nada, y se lo pregunté a bocajarro.
—¿Y ahora te enteras? —él abrió mucho los ojos al escucharme.
—¡Ah! —y su reacción me sorprendió tanto, o más, que aquella noticia—. ¿Es que tú lo sabías?
—¿Lo de Dolores y Antón? —asentí, y levantó las cejas—. Pues claro que lo sabía. Lo sabe todo el mundo, ¿no?
—No. Todo el mundo no —respondí—. Más bien, no lo sabe nadie. Yo no tenía ni idea.
—Bueno, es que en la época del cotilleo, tú todavía estabas en España, y después… Tampoco era una cosa como para ir comentándola por ahí, ¿no?
A principios de los años cincuenta, mientras repasaba ciertas imágenes que había visto, ciertas palabras que había escuchado, ciertos indicios que terminaban de redondear una historia que no había sabido interpretar hasta que capturé una conversación por azar en un pasillo, empecé a pensar que quizás Adela hubiera tenido razón. En la época dorada del cuchicheo, cuando aquel viejo axioma, «mejor callar que arrepentirse después», se convirtió en la norma primordial de nuestra vida, y de vez en cuando, al volver del restaurante, me encontraba a mi marido tomando copas en el salón con sus viejos camaradas para que todos bajaran simultáneamente la voz al oírme llegar, ordené el amor de Pasionaria en una secuencia expresiva, coherente, y comprendí que tal vez, sin haberlo querido nunca, ella podría haber sido alguna vez digna de la compasión de una mujer que aún no había probado la dulzura de ningún amor inconveniente.
Mientras me sentaba en la cama para quitarme los zapatos, dejaba abierta la puerta para escuchar fragmentos de su conversación, y les escuchaba hablar a media voz. «Pues me dijo que eso era lo que había, ¿sí?, pues a mí, que no era eso lo que le habían contado, yo que tú, de momento no haría nada, pero no puede ser, tengo que hablar con él, no, claro, a mí no me dijo eso, lo que me dijo a mí era que no sabía ni la mitad de lo que estaba pasando, pues ya sabes lo que pienso yo, ya, pero ten mucho cuidado…». A veces, llegaba tan cansada del restaurante, tenía tantas ganas de descansar y de divertirme un rato, que me iba con ellos y Galán me hacía sitio a su lado, me preguntaba qué quería tomar, se levantaba para ponerme una copa y me estrechaba contra él. Después, seguían hablando, pero de otras cosas, anécdotas intrascendentes, casi siempre graciosas, bromas, chistes que yo reía con ganas o sin ellas, para que se quedaran tranquilos. Y cuando se despedían, yo me iba a la cama con mi marido, le abrazaba antes de quedarme dormida, y me dormía como si no le hubiera escuchado decir que, si viviera en España, se marcharía del Partido mañana mismo.