Inés y la alegría (90 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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—¡Joder con Adela! —Galán se reía cuando se los daba, para que los mandara a Madrid con algún camionero de confianza—. Yo no digo nada, pero menuda carrerilla está cogiendo, ¿eh?

Yo tampoco dije nada aunque, tal vez, ni siquiera eso habría sorprendido tanto a su hijo como algunas cosas que tuvo que aprender cuando traspasó el umbral de Casa Inés, un restaurante que ya conocía. Había comido allí un par de veces, sin saber quién le había puesto nombre pero apreciando muy bien otros detalles, y más que ninguno, la caja de bombones que Pasionaria apretaba contra su pecho en la foto que estaba al lado de la barra.

—Mira, mamá, ¿tú te has fijado alguna vez en esto? —por eso, lo primero que hizo al entrar, fue enseñársela—. Parecen Vasquitos y Nesquitas, ¿verdad?

—No parecen, hijo mío —confirmó ella—. Son Vasquitos y Nesquitas.

—¿Y tú cómo…? —lo sabes, iba a decir, pero se calló de pronto.

—Tu madre lo sabe —contesté yo, de todas formas—, porque fue ella quien se los regaló, el día que Dolores cumplió cincuenta años. Esta foto es de aquel cumpleaños.

—¿Tú? —y si la Virgen hubiera escogido aquel momento para volver a aparecerse, mi sobrino no se habría asustado tanto—. ¿Tú le regalaste…?

—Sí, yo, yo —Adela asintió con la cabeza para subrayarlo—. Pero fue sólo para que no le cogiera manía a tu tía.

—¡Adela! —así logró asombrarme también a mí—. ¿Por qué dices eso?

—Pues porque es verdad, Inés, ¿qué te creías? —hasta que me di cuenta de que estaba diciendo la verdad—. Luego, ya, cuando la conocí, le cogí cariño, pero al principio pensé, con lo que manda esta mujer, a ver si no le compro los bombones y se enfada con mi cuñada…

—¡Adela! —no había tenido tiempo de digerir esa noticia cuando entró el Lobo—, ¡Adela! —después, el Gitano, con María Luisa y una bandera tricolor más alta que él—, ¡Adela! —luego, el Botafumeiro, y Perdigón, y sus mujeres—, ¡Adela! —y por fin, Zafarraya, que había venido desde Lyon—. ¡Qué alegría verte! ¿Cómo estás?

—Muy bien —ella aguantó el tipo como pudo—, muy contenta de veros… —e intentó que aquellos encuentros, tantos besos y abrazos, no tuvieran consecuencias, pero mi sobrino no se lo consintió.

—Pero, mamá —y en la primera oportunidad, dio un paso adelante—, ¿no me vas a presentar a tus amigos?

El último en llegar fue un primo del Afilador que se llamaba Juan Alberto Domínguez y que, antes de ser comandante de Air France, había pilotado aviones de caza en una escuela de vuelo de la Unión Soviética a la que sus jefes de las Fuerzas Aéreas de la República Española le habían enviado para formarse. Luego los pilotó en España, durante casi dos años, y de nuevo en la URSS, hasta que terminó la Segunda Guerra Mundial. Aquel día, iba vestido de paisano, como todos, pero llevaba en el ojal de la americana una estrella roja de cinco puntas, rodeada por dos ramas de laurel, con una inscripción en caracteres cirílicos en la base.

—Mira, Juan Alberto, te voy a presentar a mi hijo Ricardo, que… Fíjate, yo no tenía ni idea de que estuviera aquí, pero… —y después de haberse puesto colorada tantas veces, se puso colorada una vez más—. Nada, que nos hemos encontrado, ya ves…

Los dos se dieron la mano con mucha educación, el mayor muy sonriente, el joven no, sus ojos clavados en aquella condecoración que podía entender perfectamente, aun sin conocer el significado de ninguno de los símbolos grabados en ella. El silencio duró un segundo muy largo. Después, el comandante Domínguez se fue a su mesa, Adela se lanzó a hablar como una cotorra borracha, y los demás nos dejamos dirigir mansamente por ella.

—Pues nada, que me voy a acercar un momento a ver a Lola, por si quiere que le eche una mano, y… Le voy a decir a Angelita que me ponga con vosotros, y Ricardo, que se siente con tus hijos, ¿no, Inés? —sólo después de decirlo, se atrevió a mirarle—. Así, vas conociendo a tus primos, que son un montón, ya verás, y… —se quedó parada, miró al techo, se encogió de hombros—. Bueno, que luego ya nos vemos.

—Espera un momento, mamá —y cuando estaba a punto de darse a la fuga, Ricardo la retuvo para hacerle la única pregunta que se le habría ocurrido a una persona sensata en aquella situación—. Dime una cosa, ¿tú eres comunista?

—Pero ¿cómo voy a ser yo comunista, hijo mío, cómo voy a ser comunista? —se llevó las manos a la cabeza, volvió a cerrar los ojos, hizo un puchero de puro nerviosismo—. ¿Quieres dejar de decir tonterías?

Se marchó taconeando casi con furia mientras Amparo me llamaba a gritos, «¡Inés, que es para hoy!», pero no quise irme a la cocina sin abrazar a Ricardo, y besarle en la cara como si siguiera siendo un niño de cuatro años.

—No entiendo nada —confesó él a cambio.

—Pues no es tan difícil —fue Galán quien se lo explicó—. Tu madre es una compañera —y sonrió—. Lo que pasa es que ella todavía no lo sabe.

La ignorancia de Adela terminó abruptamente un día de septiembre de 1973, cuando su primogénito advirtió por primera vez que le había brotado un séptimo sentido, y lo conectó con un consejo que había recibido muchas veces de su tío Fernando. Como norma general de la clandestinidad, nunca hay que olvidar que es mejor hacer el ridículo que meter la pata.

Ricardo no estaba acostumbrado a correr riesgos porque era abogado, pero llevaba diez años dedicándose casi en exclusiva a defender a presos políticos, y cuando vio venir de frente dos coches de policía con las luces encendidas, pasó de largo por el edificio al que se dirigía y siguió andando por la calle Lista, como si tal cosa. Al doblar la esquina, le dio tiempo a ver a media docena de grises entrando en el portal y comprendió que, en aquel barrio, aquella casa de ricos cuyo aspecto había bastado para protegerla hasta entonces, sólo podían ir a uno de los despachos con los que trabajaba. Mientras esperaba a que se abriera un semáforo para cambiar de acera, escuchó la voz de Galán y, al mismo tiempo, una distinta, la del séptimo sentido que sólo sabía repetir una frase, «no vayas a dormir a tu casa, no vayas a dormir a tu casa, no vayas a dormir a tu casa…». Aquella noche, cuando la policía tiró la puerta abajo, su ex mujer ya había tenido tiempo de llevarle en coche hasta Zaragoza, y a la mañana siguiente, cuando le buscaron en casa de su madre, ya se había marchado de Barcelona. «Vas a tener que pasar andando, como en los viejos tiempos, —le habían dicho allí—, si estás en busca y captura y lo que quieres es irte a Francia enseguida, no hay otra». Él aceptó sin saber que nadie iba a poder prestarle unas botas de montañero que fueran de su número. A mediodía, cuando Adela me llamó, deshecha en llanto, fui yo quien le conté que eso era lo más grave que le había pasado a Ricardo.

—No te preocupes, han ido a buscarle los dos Fernandos, el padre y el hijo, pero está bien, aunque le duelen mucho los pies.

—¿Los pies?

—Sí —me eché a reír—. Por lo visto, ha tenido que pasar con unas botas que le estaban grandes, y le han salido unas ampollas espantosas, así que está muy arrepentido de no haber ido nunca de acampada, pero nada más…

En enero de 1974, Adela recibió una llamada de una desconocida, una mujer joven que después de pronunciar su nombre, Julia, se echó a llorar por teléfono. «Perdóneme, señora, pero esto no es nada fácil para mí, me da mucha vergüenza…». Lo primero que se le ocurrió pensar fue que su hijo la había dejado embarazada, y hasta contó cuatro meses con los dedos, pero no se atrevió a interrumpirla, y así se enteró de que aquella misma mañana se había quedado viuda. Su marido había muerto en plena calle, de un ataque cardíaco, igual que nuestro padre, y sus escoltas lo habían llevado a la casa donde convivía discretamente con aquella mujer desde hacía más de cinco años. Ella estaba destrozada, pero la muerte de mi hermano había afectado tan poco a su legítima esposa que ni siquiera ella lo entendía.

—Parece mentira, ¿verdad?, con lo que quise yo a ese hombre…

Me confesó que había intentado quitarse el entierro de encima, aunque no lo había conseguido porque aquella chica no quería hacerse cargo de nada, y todavía menos enterrarlo en Salamanca, para darle a su historia la publicidad que siempre habían esquivado. «Lo único, —añadió al final—, si a usted no le importa que asista…». A Adela casi le dio pena escucharla, y que hubiera escogido el verbo asistir para pronunciarlo con esa voz tan relamida. «Le aseguro que a mí me da lo mismo, haga lo que usted quiera…». «Y sus hijos, ¿no se molestarán?». «Pues no creo. Ni siquiera sé si a mi hija le va a dar tiempo a llegar desde Washington, y a mi hijo, desde luego, no pienso dejarle venir».

—Y menos mal —me contó después, para confirmarme que tantas visitas a Toulouse le habían enseñado más de lo que yo creía—, porque había dos policías de paisano en la Almudena, esperándole, ¿sabes?

Les dijo que no había logrado ponerse en contacto con su hijo para informarle de la muerte de Ricardo, y uno de ellos, que era comisario y se le había presentado diciendo que conocía al difunto de los tiempos de la Cruzada, le dio un doble pésame, compadeciéndola más por haber parido un monstruo como mi sobrino, que había amargado los últimos días de la vida de su padre y a saber si no le habría matado del disgusto, que por haber perdido un marido como mi hermano. Eso resultó definitivo para una mujer que, ya treinta años antes, había sabido anteponer su cariño por mí a su fe religiosa, su aproximada ideología política y hasta su lealtad hacia el hombre al que amaba.

—¿Qué tendrá que decir el cabrón ese de mi niño? —porque su amor por su hijo era mucho más fuerte todavía—. ¡Vamos, hombre, pues no faltaba más! ¿Y usted qué es? Un torturador, ni más ni menos, un torturador y un hijo de la gran puta, ¿o es que se cree que yo me chupo el dedo?

—¡Adela! —sus palabras resonaron con tanta vehemencia, tanta sinceridad en mis oídos, que me asusté—. ¿Eso le dijiste?

—No, ¿qué te crees, que soy tonta? —y casi pude verla sonreír a través del teléfono—. Pero te juro que lo pensé, eso sí.

Yo tampoco le dije nunca que la muerte de su marido me había afectado más que a ella, pero la verdad fue que en el invierno de 1974, pensé mucho en Ricardo, aquel hermano tan divertido, tan protector al mismo tiempo, que quería acortarle la falda a España mientras disfrutaba del mundo por mí, para contármelo al día siguiente. Pensaba en él como si todavía tuviera veinte años, y me asombraba lo que nos había pasado después, haberlo perdido tan pronto, no haber podido despedirme de mi madre, haber vivido tantos años sin mi hermana Matilde, no saber qué cara se les habría puesto a sus hijos al llegar a adultos. Me acordé muchas veces de Dolores, mientras me daba cuenta de que yo también me había vuelto tonta perdida, con los años.

Me había hecho mayor sin darme cuenta, pero no era sólo eso, y lo sabía. El tiempo había vuelto a tener prisa, la pereza de los calendarios había sucumbido a la velocidad de los cronómetros, el final definitivo estaba cerca, y me daba miedo. El año que murió mi hermano, volví a cruzar muchas veces los Pirineos, el valle de Arán a mi espalda, cada vez más abajo, y aquellas cuestas que no se acababan nunca, que tampoco terminaron cuando llegamos al llano y siguieron desafiándome cada mañana, todos los días, durante treinta años. Me había tocado vivir cuesta arriba, pero no había podido permitirme el lujo de la inmovilidad, el consuelo de un desaliento cultivado con paciencia, con mimo, para cosechar el fruto de una elegante indolencia, la tristeza asumida como el inevitable contratiempo de un clima extranjero, templado y lluvioso. Me había tocado vivir cuesta arriba, y cuesta arriba había excavado la pendiente con las manos, me había fabricado un abrigo en la despiadada dureza de una roca, y allí, mientras creía haberme puesto apenas a salvo de la intemperie, había sido feliz, tanto que me daba miedo caminar mirando al suelo, abandonarme al vértigo de bajar, en un instante, la cuesta que había tardado tantos años en subir, precipitarme en el vacío para dejarme caer en el país cuya añoranza había estructurado mi vida entera. Y sin embargo, la cuesta abajo era inevitable. Yo lo sabía porque ya tenía un pie, un hijo, en España.

Mientras mi sobrino Ricardo se embobaba escuchando los episodios de la clandestinidad de Galán, mi hijo Miguel se embobaba todavía más escuchando los episodios de la clandestinidad de su primo, asambleas universitarias, infiltrados sindicales, saltos en la Gran Vía, citas de seguridad y carreras por los túneles del metro que para nosotros representaban muy poca cosa, pero para él, que sólo conocía la apacible democracia francesa, aderezaban una jungla tan irresistible que con el mayo del 68 no tuvo bastante. Si hubiera vivido en París, tal vez habría bastado con eso para saciar su instinto aventurero, pero como vivía en Toulouse, y al cumplirse el primer aniversario de aquel estallido, todos los adoquines volvían a estar en su sitio, aquel verano decidió irse de vacaciones a Madrid para celebrar que ya era abogado. Lo que pasó después, se veía venir. Se instaló en casa de Adela, le cogió el gusto a vivir peligrosamente, convenció a su primo para que alquilaran un piso a medias en la calle del Olivar, y consiguió casi al mismo tiempo un título español, una novia española, un puesto en el bufete de Ricardo y un par de detenciones, la primera en el 71, sin mayores consecuencias, la segunda en el 74, cuando mi nieta María todavía no había cumplido un mes, con un apercibimiento de expulsión que a su padre le dio mucho menos miedo que a mí, a su primo, más bien poco, y a él, ninguno en absoluto.

—Vuelve, Miguel —durante una larga temporada, mis conversaciones con él no tuvieron otro argumento—, vuelve, por favor, vuelve unos meses, aunque sea, y luego te vuelves a ir. ¿No ves que ahora, ya, ni siquiera está Ricardo allí para defenderte?

—Mira, mamá, no me llores, que ya me defiendo muy bien yo solo.

—¿Sí? Ya lo veo.

—Pues claro que sí —y se reía—. ¿No ves que me han detenido dos veces, y las dos han tenido que soltarme? ¿Te parece poco? Tengo veintisiete años, mamá, soy muy mayor. Tú no te preocupes.

—Pero ¿cómo no me voy a preocupar, hijo mío, cómo no me voy a preocupar, con la carrera que llevas?

—Que no me van a hacer nada, soy ciudadano francés, no sé si te acuerdas, así que si me expulsan, mala suerte. Pero vivo con una mujer, tengo una hija, no puedo dejarlas solas aquí, ¿sabes? Tengo responsabilidades.

—Pero puedes traértelas, puedes…

—¡Que no! —y en ese punto se extinguían sus responsabilidades y nuestras conversaciones—. Que no pienso volver a Toulouse, a aburrirme como una ostra, con lo bien que me lo estoy pasando aquí.

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