Inés y la alegría (89 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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Ninguno de nosotros volvió a ver en Francia a la secretaria general del PCE. Por eso, nunca llegué a contarle a mi cuñada que quizás tuviera razón, que Dolores, sin dejar jamás de ser ella misma, grande como ninguna, inmortal como muy pocas, podría haber sido al mismo tiempo una pobre mujer, que tal vez lo fue más que nunca cuando aquella historia llegó a su oscuro final. Pasionaria se fue a vivir al este, primero a Moscú, después a Bucarest, y Adela siguió viajando entre Madrid y Toulouse con una libélula de plata y esmalte de color morado, seis élitros alargados, de tamaño decreciente, y dos amatistas minúsculas en el lugar de los ojos, prendido en las solapas de todas sus chaquetas. También lo llevaba puesto el 14 de abril de 1967.

Ya había conmemorado, no exactamente con nosotros pero sí a nuestro lado, muchos aniversarios de la Segunda República, porque en la primera mitad del mes de abril, la Iglesia católica celebraba su propia fiesta en honor de Bernadette Soubirous, aquella niña francesa que contempló a la Virgen en una gruta de Lourdes sin imaginar los beneficios que tal aparición proporcionaría, mucho tiempo después, a dos amigas españolas separadas por una dictadura. A lo largo de veintidós años, Santa Bernardita nos había consentido reunimos en Toulouse casi todas las primaveras, pero en 1967, las visitas de Adela habían dejado de representar un milagro en sí mismas. La vida de mi cuñada había cambiado tanto que ya se había emancipado hasta de la Virgen María.

Ricardo y ella seguían estando casados y, oficialmente, vivían juntos, pero en 1957, a él le nombraron gobernador civil de Córdoba, y ambos se apresuraron a acordar que los estudios de sus hijos no aconsejaban que ella se moviera de Madrid. La rehabilitación de mi hermano les permitió pasar semanas enteras sin verse, hasta que en 1961 le trasladaron a Salamanca, la ciudad dorada de su juventud, y las semanas se convirtieron en meses. Adela tampoco estaba sola del todo, porque poco después de que su hija Mati, la más afín a su padre, se casara con un diplomático, Ricardo, su favorito, se había separado de su mujer y había vuelto a la casa familiar para hacerle compañía al precio de sumirla en un estado de confusión permanente.

—Yo no lo entiendo, porque con lo formal que ha sido él siempre, que no se cortará el pelo así le maten, pero acabó la carrera a curso por año, con un montón de matrículas, y encontró trabajo enseguida, que ahora se haya separado de Marta, con lo bien que se llevaban… —desde hacía un par de años, aquel era uno de sus temas favoritos de conversación—. Y luego, para que sigan acostándose juntos, que ya me he encontrado dos veces a mi nuera en bragas por el pasillo, ¿tú lo entiendes?

Yo no le decía ni que sí ni que no, pero me daba cuenta de que las cosas en España estaban cambiando tanto que no sólo la clandestinidad había dejado de ser lo que era. Aunque ella no se atreviera a admitirlo, la evolución de mi cuñada reflejaba ese cambio mejor que la vida sexual de su hijo, y hasta que el bronceado de Montse. Adela prefería considerarse a sí misma una excepción, pero al levantarse, cuando se miraba en el espejo, tenía que ver la cara de una mujer a la que la esposa del jefe de Falange en la provincia de Lérida, no habría podido reconocer en 1944. Y a veces, por más que ella misma insistiera en lo contrario, esa mujer podía mirarse en las calles de una ciudad francesa igual que en otro espejo.

En 1967, el 14 de abril cayó en sábado, y como ocurría siempre que alguna de nuestras fiestas coincidía con un fin de semana, la evidencia rebosó las calles, se desparramó por las plazas, inundó Toulouse con una encrespada marea de españoles jóvenes que chillaban como si llevaran toda la vida mimando sus gargantas sólo para despellejárselas en aquella ocasión. Aquel día, en la manifestación hubo más gente que nunca, demasiadas banderas y pancartas, demasiados chicos y chicas con el pelo largo, demasiados vaqueros y camisas por fuera de los jerséis como para que ningún encuentro fuera inevitable, pero el azar escogió aquel tumulto para enfrentar a Adela con su destino, y cuando no llevábamos andando ni media hora, me clavó las uñas en el brazo izquierdo.

—No puede ser… —murmuró con los ojos como platos, la mandíbula desencajada, una expresión indecisa entre la cólera y el asombro—. No puede ser… Lo mato, lo mato, de verdad que lo mato…

—Pero ¿qué te pasa? —la vi tan alterada que me asusté, pero ella no me contestó, y por más que miré a mi alrededor, tampoco logré encontrar una causa que justificara la alarma pintada en su rostro.

—¡Ricardo! —se separó de mí sin mirarme, se adelantó unos pasos, empezó a pronunciar a gritos el nombre de su marido—, ¡Ricardo! —y aunque sabía que era imposible que le estuviera llamando, el corazón se me encogió de pronto—. ¡Ri-car-do!

Entonces, uno de aquellos chicos desaliñados de pelo largo, que llevaba abrazada a una chica morena e igual de típica, melena hasta la cintura, vestido minifaldero y zapatos planos, se volvió de pronto, con los ojos muy abiertos y una sonrisa incrédula en los labios.

—¿Mamá? —y fui yo la que se dijo que aquello no podía estar pasando.

—¡Ricardo, baja ese puño inmediatamente!

—Pero, mamá… —y cuando apenas empezaba a distinguir los rasgos de un niño de cuatro años en un hombre de veintisiete, Adela lo alcanzó al fin—. ¿Qué haces tú aquí?

—¡Que te estés quieto ya, jo… —se acercó a él y tiró de su brazo derecho hacia abajo, hasta que logró pegárselo al cuerpo—… pé! Anda que, si te ve alguien, es que no quiero ni pensar…

—¡Pues anda, que si te ve alguien a ti, mamá! —y mientras se partía de risa, reconocí ya a un niño al que había abrazado y besado muchas noches, cuando se hacía pis en su cama y se venía a la mía, porque sabía que yo le cambiaba las sábanas por la mañana sin decírselo a nadie.

—Lo mío es distinto. Lo mío… —Adela negó con la cabeza, se la sujetó con las manos, no encontró una manera de empezar—. Es muy largo de contar, así que… —hasta que sus ojos se tropezaron con una puerta inesperada para salir de aquel embrollo—. Y esta, ¿quién es?

—¿Esta, quién? —su hijo estaba tan desconcertado que tuvo que seguir la dirección del dedo de su madre para comprobar que seguía teniendo a una chica a su derecha—. ¡Ah! Es Marina, una amiga… Marina, esta es mi madre.

—No, si ya me he dado cuenta —y la pobre se acercó a Adela con la misma cara con la que habría avanzado hacia el patíbulo, para darle un beso, luego otro—. Mucho gusto.

—Lo mismo digo —pero mi cuñada apenas se fijó en ella, y se volvió hacia mí, nerviosa como no la había visto desde que le presenté a Dolores Ibárruri—. Te das cuenta, ¿no? —al escuchar esa pregunta, su hijo me descubrió, y descubrió que ya nos conocíamos—. ¿Ves lo que te digo, tú te crees que así se puede…?

Yo no le presté atención, y avancé despacio hacia aquel chico que me miraba con el ceño fruncido, una intuición de mi nombre aflorando a unos labios que no se decidían a pronunciarlo.

—¿Y yo? —traté de ayudarle—. ¿Quién soy yo?

—¿Mi tía Inés? —preguntó por fin, y asentí con la cabeza—. ¡Inés!

Y sólo mucho después, cuando ya había tenido tiempo de besar a mi marido, a mis hijos, de abrazarnos a todos con un entusiasmo que a punto estuvo de partirnos alguna costilla, se volvió hacia su madre y la interpeló con suavidad, en un tono casi risueño.

—Pero, mamá… ¿Cómo has podido hacerme esto?

—¿Cómo he podido hacerte qué? —Adela le miró como si no estuviera muy segura de a qué se refería—. Pues anda que tú… Ayer me dijiste que este fin de semana te ibas a ir de acampada.

—¡Ay, mamá, mamá! —su hijo la abrazó, dejó que apoyara la cabeza en uno de sus hombros, y la meció de un lado a otro, como a una niña—. ¡Qué inocente eres! Llevo más de diez años colándote lo de las acampadas y no te enteras, es increíble. Pero, vamos a ver… —la separó de su pecho, la peinó con los dedos, la miró—. ¿Es que yo tengo botas de montañero, mamá? ¿Tú has visto alguna vez en mi armario un saco de dormir, o una tienda de campaña? ¿Me voy yo a los Pirineos, o a los Alpes, en verano?

—¡Ay, hijo, y yo qué sé! —y volvió a salir por una puerta inesperada—. Más años llevas tú tragándote lo de Lourdes…

Y sin embargo, cuando Ricardo decidió unirse a nosotros, todavía se volvía a mirarme de vez en cuando, con los ojos muy abiertos.

—Pero este niño… —porque mi sobrino se lo sabía todo, todas las consignas, todos los eslóganes, todas las canciones—. Siempre ha sido muy rebelde, y se lleva fatal con su padre, pero no sé yo dónde habrá aprendido…

—Mujer, yo creo… —no me dejó explicárselo.

—No, déjalo, prefiero no saberlo.

Seguimos andando juntas en silencio, Adela murmurando a veces consigo misma, «yo no lo entiendo, de verdad que no lo entiendo», poniendo otras los ojos en blanco y negando casi siempre con la cabeza, mientras su hijo, a quien en un principio aquel encuentro parecía haberle impactado menos que a ella, iba por delante, hablando con Galán en una actitud casi reverencial, los hombros encogidos para no parecer más alto que él y tan ausente del resto del mundo como si nunca hubiera conocido a ninguna chica morena y minifaldera. Quizás por eso, antes de que llegáramos al final, su madre se paró de repente y me cogió de un brazo.

—Oye, y mucho cuidado con lo que le cuentas, ¿eh? —fruncí el ceño, señalé la libélula que le había regalado Dolores, y volvió a negar—. ¡No, mujer, de esto no…! —y bajó la voz, aunque nadie podía oírla—. De las conservas.

—¡Ay, Adela, por favor! Pero ¿cómo se te ocurre?

Cuando Galán se empeñó en que tuviéramos otro hijo, decidí que si era niña, se llamaría Adela, y me costó trabajo no contárselo al darle la noticia.

—Pero ¿otra vez? ¡Hija mía, parecéis de Acción Católica!

—Ya ves —me eché a reír—, mi marido, que está empeñado en darle brazos a la revolución…

—¿En serio?

—No, mujer, es una broma.

—¡Ah!

Por eso, en mayo de 1953, cuando fue niña, hablé con ella antes que con nadie, y se alegró tanto al dar por sentado que iba a ser la madrina, que me dio pena recordarle que nosotros no bautizábamos a los niños. Después, Galán me dijo que hiciera lo que quisiera, pero que a él le parecía una tontería que se llevara un disgusto por tan poca cosa, y me propuso que celebráramos una fiesta, una especie de bautizo sin bautismo, la próxima vez que viniera. A ella le encantó la idea, y a principios de septiembre, volvió a Toulouse con el propósito de convertirse para siempre en la madrina de la recién nacida, pero trajo consigo algo más, y yo no fui la única en darme cuenta. Seguía teniendo treinta y ocho años, no había cambiado de estilo, iba peinada, vestida, maquillada de la misma manera, con los mismos colores, los adornos de siempre, pero se había quitado diez años de encima, los cinco de más que siempre había aparentado, y otros tantos de propina, desde la última vez.

—¡Pero qué guapa estás, Adela! —el primero que se lo dijo fue mi marido, luego mis hijos, después, las chicas, y por fin, en la fiesta, sus admiradores habituales, pero ella les contestó a todos de la misma manera.

—¿Sí? —y sonreía—. Pues muchas gracias, pero no sé…

Por supuesto que lo sabía, pero yo no quise preguntarle nada, porque imaginaba que tampoco iba a tardar mucho tiempo en enterarme.

—¿A qué hora quieres que te llame mañana? —y lo logré aquella misma noche, cuando volvimos a casa.

—No, no me llames. Ya me despertaré yo.

—¿No vas a ir a misa? —Galán se había quedado a tomar la última, pero ella no quiso contestarme hasta que los niños se acostaron y nos quedamos solas en el salón.

—No, no voy a ir a misa, porque… —y se sentó en el otro extremo del sofá mientras yo empezaba a amamantar a su ahijada—. Dime una cosa, Inés… ¿Tú tienes amantes?

—¿Yo? —me eché a reír mientras señalaba con la barbilla la cabeza del bebé—. No sé cómo.

—Ya, pero digo… No sé, alguna vez, antes de ahora —sonreí, y negué con la cabeza—. ¿Y por qué?

—No sé, nunca lo he pensado —y era verdad que no lo había pensado nunca—. Supongo que porque no me han hecho falta, no he necesitado tenerlos.

—Ya, pues… A ver si ahora va a resultar que soy más moderna que tú.

Porque ella sí tenía un amante, el profesor de dibujo de su hijo Ricardo, un delineante de treinta años que estaba soltero y se llamaba Santiago.

—Pero fue una casualidad, te lo juro, pura casualidad, yo no quería…

Le dije que no se disculpara, que no hacía falta, pero ella no sabía contar las cosas de otra manera, y no cambió de tono para contarme que a mediados de julio, cuando estaba sola en Madrid, su hijo en un campamento, su hija en la playa con su abuela, su marido, en teoría, en Portugal, en visita oficial, aquel chico la había parado por la calle. «¡Qué sorpresa!, ¿no?», y no era la primera que coincidían, ya habían estado hablando otras veces, en la representación navideña del colegio, en la fiesta de fin de curso, y siempre empezaba él, me lo juró con tanta vehemencia como si aquel dato no me trajera sin cuidado, que siempre empezaba él.

—Y como yo no bebo, pues… Me tomé tres vermús y… A lo tonto, a lo tonto… —hizo una pausa, apretó mucho los ojos, tomó aire y se lanzó—. Pues podríamos acercarnos a tu casa, y me enseñas esos cuadros que ha comprado tu marido, ¿no?, me dijo, y yo, que estaba medio borracha, pensé, bueno, total, por ver unos cuadros, y subimos, y… Eso.

Y por eso, que era pecado mortal, no iba a ir a misa al día siguiente.

—¡Ah! Pero si ha sido sólo una vez, con confesarte…

—Ya, pero… —y por fin se echó a reír—. El caso es que… He perdido la cuenta.

—Mira, Adela, Dios no existe —y en aquel momento me inspiró tanta ternura como la niña a la que me estaba cambiando de pecho—. Pero estoy segura de que es capaz de empezar a existir en este mismo instante sólo para perdonarte a ti, no te digo más.

—Ya, pero… No es sólo eso… Yo había pensado, también que, de paso… —y aunque en la penumbra del cuarto de estar no podía verla, me di cuenta de que había vuelto a ponerse colorada—. Aquí, en Francia… Venden condones en las farmacias sin receta ni nada, ¿no?

Eso era lo que ni siquiera se me pasó por la cabeza contarle a mi sobrino cuando volví a verlo en 1967, que durante muchos años, le había enviado regularmente a su madre un paquete lleno de cajas de conservas, a las que les quitaba las latas que traían dentro para rellenarlas de condones, y volver a cerrarlas muy bien con pegamento escolar, del que usaban mis hijos para hacer los deberes, un suministro que ella se negaba a llevar consigo por si algún aduanero le obligaba a abrir el paquete en la frontera.

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