Inés y la alegría (69 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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Con eso, estuvo todo hecho. Nunca en mi vida volvería a asistir a un bautismo tan rápido, ni tan eficaz. Angelita me cogió del brazo para confirmarlo, y mientras señalaba a Galán con la otra mano, ninguna de las dos nos dimos cuenta de que estaba explicándome algo que iba a convertirse, y muy pronto, en una parte fundamental de mi vida.

—Un sinvergüenza, ahí donde le ves… Bueno, igual que su amigo porque, anda que… —y resopló como un toro enfurecido para revelar un carácter que yo tampoco habría logrado deducir a simple vista—. ¡A quién se le ocurre quedarse en España sin necesidad, estando yo como estoy!

—Angelita, por favor —él intentó apaciguarla sin mucha convicción—. Sebas no está en España para irse de juerga, ¿sabes? Ya te lo he explicado.

—Sí, me lo has explicado, me lo has explicado… Y cuando tenga el niño, ¿qué, eh? ¿Qué hago? ¿Me lo traigo a trabajar?

—Ya nos arreglaremos —Amparo, de quien habría parecido más lógico esperar un estallido semejante, había nacido en cambio con el don del sosiego, una capacidad prodigiosa para pacificarlo todo—. Tú no te preocupes.

—Puedo venir yo —al escucharme, las dos se me quedaron mirando a la vez, como si hubiera dicho algo incomprensible, y me expliqué mejor—. Cuando Angelita tenga el niño o incluso antes, si queréis. Tengo que buscarme un trabajo, y soy cocinera, así que… —y como ninguna de las dos decía nada, avancé un poco más—. Aquí habrá una cocina, ¿no?

—¡Uf! Tanto como eso… —Amparo meneó la cabeza para enfatizar sus dudas—. No sé yo.

Entonces me llevaron a ver aquel pasillo largo y estrecho que corría en paralelo tras la barra, la cocina que hasta aquella noche habían utilizado solamente como almacén, porque era más cómoda que el sótano. Cuando les pregunté por qué no la usaban, Angelita se me quedó mirando con la boca abierta.

—¡Ah! Pero… ¿Tú crees que podrías cocinar aquí?

—¡Pues claro! —y sonreí—. He cocinado en sitios peores.

—No me lo creo —Amparo negó con la cabeza.

—Bueno, la verdad es que… —tuve que admitir un par de matices—. Tan pequeños y tan incómodos, no —y ellas sonrieron conmigo—, pero peores, desde luego que sí. Y además, si esto es una taberna española… Deberíais poner tapas, ¿no?

—¡Y las ponemos! —Amparo se echó a reír—. Aceitunas sevillanas, pinchos de escabeche con pimientos del piquillo, berenjenas de Almagro, sardinas en aceite… Nos pasamos el día abriendo latas.

—No seas así, mujer —su socia soltó una carcajada antes de mirarme y completar la lista—. También ponemos huevos duros que nos traemos de casa, con un trozo de anchoa por encima.

—Bueno, pues si no queréis…

—¡No, no, no! —Angelita me demostró en ese instante que tenía la mejor cabeza para los negocios de todas nosotras—. Claro que queremos. Si tú te apañas con esto, ya ves, mucho mejor. Hasta ahora, casi siempre vienen hombres solos, a beber, pero si damos tapas buenas, podrán venir con sus mujeres, traer a los niños, y el comedor del fondo, que ahora casi no lo usamos… —y los engranajes de una calculadora congénita, perfectamente engrasada, empezaron a trabajar entre sus sienes.

Cuando volvimos a la fiesta, Galán se levantó como si estuviera inquieto por el resultado de mis gestiones.

—¿Qué, te han contratado? —asentí con la cabeza, y me besó, me abrazó con un gesto de preocupación—. Qué bien, eso es lo mejor para los dos, sobre todo para mí.

Luego me besó otra vez, un beso largo, profundo, que desató una oleada de silbidos en nuestros espectadores, y ya no tuve tiempo de investigar el sentido de sus últimas palabras, porque mientras tanto había llegado el Zurdo, con Montse, que tuvo que soportar su propio escrutinio, y unos minutos más tarde, entró por la puerta el Perdigón con su mujer, Hélène, una francesa de origen antillano que parecía más andaluza que Angelita. Después, volví a la cocina un par de veces, yo sola, para llevarme la alegría de descubrir un horno enmascarado por una pila de cajas de cerveza e ir haciéndome una idea del espacio, y entre unas cosas y otras, se me olvidó preguntarle a Galán por qué tendría él que alegrarse más que yo de que hubiera encontrado trabajo enseguida.

Al día siguiente, volví a la taberna a media mañana para pactar mis condiciones, un trato que resultó tan sencillo como todos los que pusieron mi vida boca abajo en tres o cuatro días. A ellas les pareció bien que me tomara las dos semanas que habría previsto dedicar, a partes iguales, a aprovechar la disponibilidad de Galán para estar en la cama con él, a buscar una casa luminosa y bonita, con balcones en los que poner macetas, a limpiar y acondicionar mi nueva cocina, y a escoger proveedores en los mercados de la ciudad. A mí me pareció bien que el restaurante funcionara como una cooperativa donde todas las socias trabajaban las mismas horas y se repartían a partes iguales lo que quedaba después de restar los gastos de los ingresos. Amparo me advirtió que, cuando se pusiera de parto, habría que cubrir a Angelita, porque estaba sola, Comprendes en España, y yo le pedí a cambio que, si no tenía otro compromiso, contratara a Montse para sustituirla cuando ya no pudiera venir a trabajar. En total, la reunión no nos llevó más de diez minutos. Después, Angelita me comentó que había visto un cartel,
Á louer
, en un edificio con muy buena pinta, en la mismísima plaza de San Sernín. Aquel piso, oscuro, con habitaciones pequeñas y un pasillo angosto, interminable, no me gustó, pero desde el balcón, vi un cartel idéntico en una esquina. No me dio tiempo a ir a verlo aquella mañana, pero volví con Galán un par de días después, y aunque era más grande de lo que necesitábamos, y más caro de lo que yo había calculado que nos convenía, a los dos nos encantó, porque casi todas las habitaciones daban a la calle, y el salón, con tres balcones estrechos, tan próximos entre sí que creaban el efecto de una cristalera, recibía toda la luz de la plaza.

—Yo la alquilaría —pero, a pesar de todo, me sorprendió que fuera capaz de tomar tan deprisa una decisión como aquella—. Ahora mismo.

—¿Sí? Pues… —su firmeza me desconcertó—. ¿Y no sería mejor esperar, ver otros pisos?

—No, ¿por qué? Hace muchos años que no tengo una casa, ya te lo dije, y esta me gusta mucho. No necesito ver más —a partir de ahí, y aunque el señor que nos la había enseñado no podía oírnos, prosiguió en un susurro—. Vamos a alquilarla, pero tú no hables. Déjame a mí, y luego te lo explico.

La agencia inmobiliaria estaba a la vuelta de la esquina, demasiado cerca para hacer preguntas. Después, cuando aquel hombre terminó de desplegar formularios sobre la mesa con una sonrisa radiante, Galán, con una expresión no menos jubilosa, se fue sacando del bolsillo un montón de documentos que parecían auténticos, con fotos auténticas y un nombre falso, un pasaporte de refugiado, un permiso de residencia, un talonario de cheques y un certificado de una empresa de maderas de Bagnéres de Luchon, cuyo propietario, Monsieur Émile Perrier, acreditaba que Monsieur Carlos de la Torre Sánchez, nacido en Cartagena (Murcia), en 1913, era el director de su oficina comercial en Toulouse.

Al salir de allí, me pegué a él, le cogí del brazo y apreté la cabeza contra su hombro antes de echar a andar. No me atrevía a decir en voz alta lo que estaba pensando, y él tardó un rato en decidir que quería saberlo.

—¿No vas a preguntarme nada?

—Sí —me paré, le miré, lo que estaba pensando era que todo aquello era demasiado bueno para no tener un precio—. ¿Cuándo te vas?

—No lo sé —me sonrió—. Estoy disponible, ya te lo dije, pero supongo que podré quedarme contigo unos tres meses, hasta finales de enero, más o menos.

—¡Ah! —asentí con la cabeza y toda la serenidad que me quedaba—. Mucho tiempo, todavía… Y luego, te mandarán a España, ¿no?

—Claro. Aquí ya no hay nada que hacer —sonrió de nuevo—. Pero volveré. Y volveré a marcharme, y volveré a venir, ya sabes cómo son estas cosas.

—Ya, por eso no quieres que te llame Fernando. Y por eso querías hacerlo todo tan deprisa, ¿no? Encontrar un trabajo para mí, una casa, alquilarla…

—No, para marcharme, no. La he alquilado para vivir allí contigo… No llores, Inés.

—Si no lloro —yo también sonreí, antes de limpiarme los ojos con las manos—. Mira, ¿ves? No estoy llorando.

Me preguntó si quería que nos acercáramos a la taberna a saludar, y le dije que no, que quería irme al hotel y no volver a salir hasta dentro de tres meses. Él se echó a reír, y yo volví a llorar, y a decirle que no estaba llorando, hasta que nuestros ánimos se contrapesaron mutuamente, como los brazos de una balanza bien educada, y a la mañana siguiente, los dos nos levantamos de buen humor, muertos de hambre. Debería haberme recordado a mí misma que el hombre que me sonreía desde el otro lado de la almohada estaba a punto de convertirse en un clandestino, pero no me dio la gana de ser consciente.

En la clandestinidad, que es la peor, y sobre todo, la mejor de las vidas posibles, sólo se puede vivir de una manera. Antes de quedarme sola por primera vez, aprendí a apoderarme de cada minuto, cada hora, cada día que pasaba, y a pensar que mañana no, mañana nunca. Mañana era una palabra, un plazo, un concepto que dejó de existir para mí. Sólo existía hoy, ahora, en este mismo momento. Ese era el único tiempo verdadero, el único que lo sería en muchos años, ahora, un presente rabioso que apenas alcanzaba a proyectarse en un futuro siempre lejano, un plazo que comenzaría mucho, pero mucho después de mañana, esa palabra hueca e inútil, temible y odiosa, que no podía pensar, y por lo tanto, ni siquiera decir, porque para mí, el futuro sólo sería hoy, otro hoy que empezaría el día que él volviera.

Aquella vez, la primera, mañana significaba febrero de 1945, y por eso, febrero de 1945 dejó de existir. Y el 15 de noviembre de 1944, cuando empecé a trabajar, comprendí por qué eso era lo mejor para los dos. Encerrada en aquella cocina tan pequeña, tan incómoda, subiéndome y bajándome de la silla sin parar mientras disfrutaba del bullicio, la creciente frecuencia con la que Amparo me cantaba los pedidos desde la barra, febrero se alejaba un poco más, en lugar de acercarse un poco más cada día. Lo que había aprendido en Bosost, seguía sirviendo en Toulouse. Fuera de una cocina, todo sería peor que dentro, y lo peor, siempre menos malo si me encontraba cocinando. Galán y yo no hablábamos nunca de febrero. Ni siquiera cuando los dos sabíamos que febrero acechaba detrás de las palabras que pronunciábamos.

—Oye, Inés, los papeles que te ha hecho Amparo, el permiso de trabajo, y eso… ¿los tienes tú? —Asentí con la cabeza—. Dámelos.

—Bueno —y fui a mi mesilla, a buscarlos—. Toma, pero no se… Ella ya lo ha arreglado todo.

—Ya, pero yo los necesito para otra cosa.

A primeros de diciembre, todavía no habían florecido los geranios en los balcones, pero ya vivíamos juntos en una casa que se inundaba de luz por las mañanas, y esa no era la única novedad. Yo me encontraba bien, muy fuerte pero un poco rara, porque no había vuelto a tener la regla desde mediados de octubre, antes de marcharme de Pont de Suert. No quise decírselo antes de estar segura, y él pegó primero.

—Ten —me devolvió los papeles y se quedó mirándome, esperando otra vez que comentara algo—. ¿No vas a preguntarme para qué los quería?

El 24 de enero de 1945 cociné para el banquete de mi propia boda. No era la primera vez que preparaba en la taberna una comida para mucha gente. Lo había hecho ya un mes y medio antes, para celebrar el regreso del Pasiego y del Sacristán, y lo hice unos días después, cuando el Partido nos encargó la cena de fraternidad con la que celebrábamos a nuestra manera la Navidad, sin necesidad de mencionar jamás esa palabra. También cenamos todos juntos en Nochevieja. En los primeros minutos de 1945, Angelita, que había parido dos semanas antes y se animó a venir con el bebé por no quedarse sola en casa, se sentó en la silla de la cocina para darle de mamar, y desde allí nos dedicó una advertencia que se convertiría en un clásico.

—Chicas, os voy a decir una cosa y os la digo muy en serio. ¿Vamos a abolir la propiedad privada? Pues muy bien, ojalá, pero mientras no la abolamos… Aquí estamos perdiendo dinero —se cambió de pecho a Miguelito, el mayor de los Migueles que se llamarían así en memoria del Bocas, y sonrió—. En cuanto pueda salir a la calle de paseo con el niño, voy a empezar a mirar restaurantes que estén en traspaso, a ver si encontramos un local que tenga un comedor hermoso y una cocina en condiciones. Porque, con el éxito que estamos teniendo, si nos organizamos bien…, nos podemos forrar.

Había empezado haciendo tapas clásicas, tortillas de patatas, empanadas de lomo, croquetas, boquerones en vinagre, soldaditos de Pavía, ensaladilla rusa. Tuvieron mucho éxito, y no sólo porque la clientela, casi exclusivamente española, estuviera empachada de encurtidos y conservas de pescado, sino porque mis comensales de Bosost se dedicaron a hacerme una propaganda que nunca habríamos podido pagar, entre los camaradas que no habían llegado a comer en aquella casa. Así, unos días antes de que se marchara Angelita, Montse empezó a venir a mediodía para servir las mesas del comedor del fondo, donde ya teníamos clientes fijos que venían a comer, aunque fuera sólo a base de tapas, todos los días. Uno de ellos, Pascual el Ninot, entró en la cocina sin avisar, cuando yo ya había demostrado que sabía hacer algo más que freír croquetas. Habíamos estado juntos un par de veces, porque era amigo de Galán, y me caía muy bien. Sabía que estaba soltero y que había resistido heroicamente todos los envites casamenteros de Amparo, obsesionada por emparejarle aunque sólo fuera porque él era de Alboraya, y ella de Catarroja. Sabía también que había luchado en Francia con Pinocho, y que con él, en la brigada que no tomó el túnel de Viella, había entrado en España en octubre. Sabía que trabajaba en una fábrica de componentes de automóviles, y que vivía en una pensión, pero hasta aquella noche no me había enterado de lo mal que comía.

—Verás, Inés, yo… quería pedirte un favor —y se frotó la frente con la mano, como si no supiera por dónde seguir—. Yo estoy encantado de venir aquí a comer, porque no me gusta nada como guisa mi patrona, pero como los fritos, por muy buenos que estén, acaban cansando, y yo, además, soy muy friolero… Supongo que tienes mucho trabajo, y tampoco es que te pongas a asar un cabrito todos los días, pero, si las haces para ti, o si algún día te sobrara tiempo… ¿Tú no podrías hacerme unas sopas de ajo de esas que cuenta el Perdigón que te salen tan ricas, o unas lentejitas? En fin…

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