Inés y la alegría (33 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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—Entra en la guerra —sin embargo, cuando cambia el orden de los factores, Hitler no tiene ni idea de lo que es un gallego—. Entra, y cuando ya seas un aliado, volvemos a hablar. Entonces, todo será más fácil.

El 23 de octubre de 1940, en la estación ferroviaria de Hendaya, Franco pide mucho a cambio de una vaga promesa. A partir de febrero de 1943, cuando se consuma la derrota alemana en Stalingrado, el clima ha cambiado tanto que está dispuesto a darlo todo con tal de sobrevivir.

—¡Ay, la Gran Bretaña…!

Es la mano de Sir Samuel Hoare la que Franco sostiene entre sus dedos poco tiempo después, mientras deja escapar un suspiro ante los miembros del raquítico Cuerpo Diplomático acreditado en Madrid, en una recepción que tiene lugar cuando la División Azul permanece aún desplegada en el frente del Este. Aquel cuerpo de voluntarios, concebido, reclutado y organizado, sin disimulo alguno, por el aparato estatal franquista, lucha del lado alemán pero bajo mando español, por lo que resulta muy extravagante sostener que no forma parte del ejército nacional. Por eso, nadie duda aún de la alineación de España con el Eje cuando Franco chaquetea, aunque sabe guardar los secretos de su corazón con la misma flemática discreción con la que Sir Winston ha sabido siempre mandarle recados de amor.

A cambio de condescender en la acrobática pirueta de considerar a España un país neutral, pasando por alto el pequeño detalle de las decenas de miles de soldados españoles que combaten contra la Unión Soviética, Hoare logra una enorme victoria. Gracias a sus gestiones, las exportaciones españolas de wolframio, un mineral estratégico, escaso en el resto del mundo e imprescindible para la industria armamentística de la época, dejan de representar un monopolio nazi para repartirse, en proporciones cada vez más favorables a sus intereses, entre Alemania y Gran Bretaña. Servidor de dos amos que se hacen mutuamente la guerra, Franco reparte también su angustia desde este momento, entre el temor de que se descubra su juego —no sólo en Berlín, sino también entre su propia gente, los altos mandos del Ejército y la Falange que siguen tragándose de buena voluntad el cuento de su germanofilia— y las dificultades para pagar, en una moneda que no sea wolframio, la descomunal deuda económica contraída con Alemania a cambio de su ayuda en la guerra civil.

—Más se gastó Mussolini y, mira, se ha portado como un señor —porque se diría que, hasta que le llega la cuenta de la Legión Cóndor, él tampoco ha tenido nunca ni idea de lo que es un alemán—, sin cobrarnos un duro…

Es también Sir Samuel Hoare quien consigue que la División Azul sea desarticulada en noviembre de 1943, y quien, a finales de enero del año siguiente, ya no ruega, sino exige sin contemplaciones que la Legión Azul, sucesora de la División integrada a todos los niveles en la Wehrmacht, ya sin relación orgánica aparente con el ejército franquista —
excusatio non petita, accusatio manifesta
—, sea desmantelada por completo. Francisco Franco Bahamonde, el mismo hombre que en 1940 había especificado, respondiendo a una pregunta de sus amigos del Tercer Reich, que los únicos españoles a quienes reconocía como tales vivían en España, y en consecuencia, podían hacer lo que mejor les pareciera con los ex españoles republicanos a los que tenían internados en sus campos de exterminio, recuerda en aquella entrevista a Sir Samuel la gran cantidad de —entonces ya de nuevo— compatriotas suyos, soldados y oficiales rojos, que están luchando en el ejército aliado. Después de dejar constancia de que siempre lo ha sabido, aunque nunca haya rechistado, agacha la cabeza. Y la Legión Azul desaparece.

Como si quisieran compensarle por tantas humillaciones, lo más probable es que sean los representantes de Londres quienes le dan por fin una alegría en la segunda mitad de octubre de 1944. Aunque, desde que empezó a cambiar el tiempo, Franco también corteja abiertamente al embajador norteamericano, Hayes —a quien no deben complacerle mucho sus arrumacos, porque presenta su dimisión a mediados de este mismo año—, sólo las garantías británicas, en el sentido de que su gobierno no tiene la menor intención de intervenir en un conflicto que considera un asunto interno del de Madrid, pondrán un punto final definitivo a la vertiente diplomática de la crisis de Arán. Eso no impide que todos los tontos bien informados de España, Pilar Franco Bahamonde a la cabeza, atribuyan la invasión a los designios y maquinaciones de la Pérfida Albión.

La larga y fructífera farsa de la hostilidad entre la España franquista y el gobierno británico resulta tan beneficiosa para ambas partes que cabe pensar que también es obra de Hoare, todo un experto en la materia. Llega a serlo tanto, que Ramón Serrano Súñer nunca le perdona su versión de la conversación telefónica que ambos sostienen el 24 de junio de 1941. Aquella mañana, mientras una marea de falangistas furiosos tira piedras contra las ventanas de la representación diplomática de su Británica Majestad para celebrar la creación de la División Azul, que a su entender, y al de cualquiera, no significa ni más ni menos que la entrada de España en la guerra al lado de Alemania, el cuñado y ministro de Asuntos Exteriores de Franco llama al embajador británico para ofrecerle más medidas de seguridad.

—No, Serrano, no me mande usted más policías —contaba Hoare que respondió al mismo hombre que, como falangista y no como jefe de la diplomacia española, había proclamado esa misma mañana, desde un balcón de la calle Alcalá, que el exterminio de Rusia era «una exigencia de la Historia y del porvenir de Europa»—. Mándeme usted mejor menos estudiantes.

—Mentira, mentira —repitió Serrano después, durante años, a quien le quiso escuchar—. No dijo eso, no lo dijo, será ingenioso, pero no es histórico, se lo inventó para quedar por encima de mí, para dejarme en ridículo, me saca de quicio oírlo…

Sir Samuel Hoare, enviado a España en 1940 para neutralizar cualquier tentación de Franco de entrar en guerra como aliado del Eje, cumple tan escrupulosa como admirablemente con esa misión. Por lo demás, pasa a la Historia como un hombre antipático, al que sus subordinados aprecian tan poco como la sociedad madrileña a la que él desprecia en la misma proporción. Quienes le frecuentan en aquellos años, cuentan que es un inglés distante, adusto, huraño y soberbio, a quien no le gusta el cocido, ni el flamenco, ni la siesta, ni la Iglesia católica. Es justo, sin embargo, anotar algo más.

El 16 de octubre de 1944, cuando las fuerzas de la UNE ya están concentradas, preparándose para cruzar la frontera, Hoare, que unos días antes ha regresado a Londres para pedir el relevo por su propia voluntad, envía un memorándum al Foreign Office para subrayar la evidencia de que la España de Franco es un estado fascista y colaboracionista, y recomendar que, en el momento oportuno, los aliados tomen las medidas necesarias para acabar con él. Quizás, esa es su opinión desde el principio, y por eso en Madrid le cae tan mal a todo el mundo. Quizás, al recibir su nombramiento, no tiene un criterio tan definido, pero lo cierto es que, en el umbral de la invasión, no vacila en manifestar su radical discrepancia con las tendencias de Winston Churchill, quien, tal vez por influencia de su primo Jimmy-Fitz-James Stuart, descendiente de Arabella Churchill y, pese a sus apellidos, duque de Alba, embajador oficioso del gobierno de Franco en Londres durante y después de la guerra civil, nunca oculta en qué bando están sus simpatías.

No es probable que, al abandonar España, Hoare esté absolutamente en la inopia de lo que se trama al otro lado de los Pirineos, aunque sólo sea porque, en octubre de 1944, Madrid sigue siendo una de las ciudades del mundo con más espías por metro cuadrado. Pero tampoco parece razonable suponer que, al pronunciarse en Londres contra el franquismo, Sir Samuel quiera formular un hipotético apoyo personal a la operación de Arán. Si esa hubiera sido su intención, habría hecho una mención explícita. En cualquier caso, y por más que sus superiores no van a prestar, ni entonces ni después, la menor atención a sus recomendaciones, su oportuna retirada le ahorra el mal trago de asistir a lo que está a punto de suceder como representante oficial del gobierno británico.

Porque Gran Bretaña es una potencia aliada y los aliados están en guerra con Alemania. En 1939, muy poco antes de convertirse en un territorio ocupado por el Tercer Reich, Francia ha recibido a medio millón de refugiados y soldados republicanos españoles que se integran después, por decenas de miles, en la Resistencia francesa, para jugar un papel decisivo en la vertiente occidental de la derrota alemana. Esos mismos hombres, que siguen vistiendo el uniforme del ejército aliado, son quienes acaban de cruzar los Pirineos bajo la bandera de una plataforma democrática que aspira a restablecer la legalidad constitucional suspendida por un golpe de Estado militar. Pero Gran Bretaña, en lugar de ayudarles, como la han ayudado ellos a ganar la guerra, va a ponerse de parte de su enemigo, viejo amigo a su vez de sus enemigos de Roma y de Berlín.

Si en el Palacio de El Pardo alguien se atreve a formular alguna vez un cálculo inverso, no estará desde luego entre los colaboradores del dictador, entre quienes inspira tanto terror como en cualquiera. Franco, para no desmentir a su padre, no tiene amantes. Tampoco amigos. Entre sus allegados más próximos hay que ir descontando al primo hermano a quien manda fusilar en el 36, al hermano menor que se mata en un inverosímil accidente aéreo en el 38, al hermano mayor a quien manda a Lisboa aquel mismo año para quitarse de en medio sus iniciativas, con o sin faldas de por medio, y por último, al cuñado —conocido por unos como «Cuñadísimo», y por otros, más específicamente otras, como «Jamón Serrano» Súñer, apodo que no requiere más explicaciones que cualquiera de sus retratos de juventud, y aún de madurez—, a quien destituye como responsable de Asuntos Exteriores en septiembre del 42, en teoría por ponerle los cuernos a la hermana de su señora con, entre otras, la marquesa de Llanzol, esposa legítima de otro de sus ministros, y seguramente, en la práctica, por mantener incólume su lealtad por la causa alemana cuando eso ya no le conviene. Así, en 1944 sólo le quedan su hermana Pilar y su primo Pacón, Francisco Franco Salgado-Araujo, militar de carrera que comparte su nombre de pila y los apellidos de su padre. Sin embargo, a juzgar por las memorias que el pariente y secretario privado del dictador publica tras la muerte de aquel, a él tampoco le permite nunca grandes confianzas, más allá de confesarle su admiración por la inteligencia de Dolores Ibárruri.

Si en el Palacio de El Pardo alguien se atreve a decir en voz alta, alguna vez, lo que está pensando, a la fuerza tiene que llamarse Carmen. Y no resulta difícil imaginar lo que Franco habría respondido si cualquiera de las dos Cármenes de su vida le hubiera recordado que jamás habría podido ganar la guerra civil sin la ayuda de Italia y de Alemania, y hasta que está muy feo traicionar a un amigo sólo porque han empezado a irle mal las cosas. «Te voy a decir lo mismo que les digo a mis ministros, —esa habría sido su respuesta—, tú hazme caso y no te metas en política». En 1932, cuando le deja colgado en una intentona golpista que no prospera, el general Sanjurjo lo explica con más gracia.

—Franquito —como le apodaban sus compañeros de carrera, debido a su baja estatura— es un cuquito que va a lo suyito.

Al margen del desmesurado crecimiento de estos diminutivos, y para poder valorar en todos sus matices la tierna, aunque discreta, amistad que vincula a Francisco Franco con el gobierno de Londres, resulta útil recordar cuál es la situación política de Francia, por citar un país cercano a España en todos los sentidos, en octubre de 1944. Aquí, donde el papel de los comunistas ha sido decisivo para lograr la derrota alemana, no está en marcha, por ejemplo, ninguna revolución proletaria. Los comunistas se integran en un gobierno de concentración nacional, respetando las reglas del juego democrático con la misma transparencia que proponen, por ejemplo, los estatutos de la Unión Nacional Española fundada por Jesús Monzón. Esa es la misma actitud adoptada por los partidos comunistas en otros países situados fuera del área de influencia de Moscú, por más que sus miembros hayan desempeñado un papel tan destacado en la liberación de sus respectivos territorios como el que juegan, por ejemplo, los comunistas italianos o, por no abandonar el parentesco mediterráneo, los griegos, que lejos de asaltar el poder, van a ser compensados por su contribución a la victoria con una fulminante ilegalización. Este desarrollo es ya tan evidente antes del fin de la guerra mundial, que no llegan a producirse ni siquiera intentos revolucionarios aislados, al margen de la más o menos sangrienta represión de colaboracionistas, en la que los comunistas nunca están solos, en ninguno de estos países.

Pero España siempre ha sido una excepción, el pecado original de los campeones de la democracia y la libertad del mundo. El hombre que el 19 de octubre de 1944 no altera ninguna de sus agradables rutinas cotidianas en su casa madrileña de Ciudad Lineal, un chalé apartado, confortable y con jardín, ya cuenta con eso. Jesús Monzón lo tiene todo pensado. Sabe muy bien lo que ha hecho, dónde se ha metido, pero no confía solamente en la parcialidad de la suerte, su amorosa debilidad por los audaces.

Monzón sabe que en el mismo instante en que sus hombres logren instalar un gobierno republicano provisional en Viella, todo lo que hayan logrado levantar hasta entonces Franco, Dolores, Stalin, Churchill y cualquier otro actor del panorama internacional, se vendrá abajo como un castillo de naipes.

Todo, entrevistas secretas y telegramas cifrados, movimientos de tropas y conspiraciones cuarteleras, recomendaciones amistosas y órdenes tajantes, actividad diplomática y exabruptos blasfemos, perderá cualquier valor al estrellarse con una fotografía que va a dar la vuelta al mundo desde las portadas de todos los periódicos.

Porque no es lo mismo no apoyar en secreto la instauración de un gobierno que representa una causa tan universalmente prestigiosa como la de la Segunda República Española, que derrocar en público a ese mismo gobierno.

Porque las autoridades británicas pueden permitirse intrigar de lo lindo para impedir que don Juan Negrín vuelva a presidir un gobierno republicano en España, pero nunca se atreverán a afrontar el coste político y moral, la ruina de su reputación a los ojos de sus aliados y de sus propios ciudadanos, que les reportaría apoyar abiertamente a Franco cuando exista ya otro gobierno español que represente la legalidad constitucional interrumpida por un golpe de Estado en 1936.

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