—Dolores está abúlica —empiezan a susurrar los más audaces a mediados de los años cincuenta, cuando se muda a Bucarest—. No tiene ganas de nada, todo le da lo mismo, está mayor y cansada, como vacía por dentro.
Si fue así, esa es su penitencia. Cuando todo termina, se mira las manos y las encuentra vacías. Entonces le toca aprender que la venganza nunca da, que siempre quita, y a medida que va pasando el tiempo, el rencor desdibujándose en la monótona grisura de los días sin emoción, los celos dejarán de morderla para tumbarse a sus pies como un perro saciado de su rabia, y empezará a soñar con él, dormida y sobre todo despierta, tal y como era cuando le conoció, tan joven, tan guapo, tan digno de su amor. Ese será su tormento, la autocrítica que nadie la obliga a hacer jamás en público, mientras se sigue vistiendo de Pasionaria para que la saquen en procesión, mientras sonríe, y saluda, y besa a los niños que le entregan ramos de flores sin lograr quitárselo jamás de la cabeza, sirviendo todavía a la pasión vieja y eterna de la piel de Paco Antón, de sus ojos, de sus labios, de su despiadado cuerpo de hombre joven, recordando cada gesto, cada beso, la línea de sus brazos, el tacto de sus manos cuando la acariciaban, lo que más ha amado, lo que más le ha dolido, lo único que le importa cuando, en 1960, cede a Santiago Carrillo la secretaría general de un partido que para ella sigue siéndolo todo, que al mismo tiempo no es nada en comparación con lo que ha perdido.
Y mientras se va empapando despacio de la lluvia fina, destemplada y constante, que le llueve por dentro en los días iguales, las noches desprovistas de horizonte, quizás llega a pensar en él de otra manera. A Paco no le habría costado ningún trabajo mantener dos historias a la vez, seguir haciéndole compañía en Moscú, de vez en cuando, y convivir discretamente con su novia en las largas temporadas que pasaba en Francia. Tampoco le habría resultado difícil proponerle un trato, uno de esos acuerdos a los que acaban llegando los viejos amantes en situaciones parecidas, «mira, Dolores, esto es lo que hay, y yo no quiero dejarte, que nadie piense que te dejo, tú has sido la mujer de mi vida, lo de esta chica no tiene importancia, pero tengo que vivirlo, déjame vivirlo y seguiremos estando juntos como antes, como siempre…». A la larga, cualquiera de esas dos soluciones no habría sido mejor, sino peor, y mucho más humillante para ella.
Dolores, que es tan lista, acaba quizás comprendiendo eso, aceptando una verdad que el tiempo va haciendo menos cruel, más consoladora, porque aquel chico que parecía un arribista, un guapo profesional, un explotador de su propio atractivo sexual, se ha portado como un hombre, y no ha hecho más que lo que tenía que hacer, a costa de echar a perder su carrera política. Tal vez, llega un momento en el que Dolores está orgullosa de haberse enamorado de un hombre como él. Si fue así, muchos años después, la Historia con mayúscula le regala un epílogo piadoso.
En 1968, el destino de Dolores Ibárruri vuelve a cruzarse con el de Francisco Antón, en unas circunstancias que ninguno de los dos habría podido prever en el momento de su separación, quince años antes. De repente, los camaradas incómodos, apartados en Checoslovaquia, vuelven a ser útiles, incluso imprescindibles. Pasionaria vuelve a ver el nombre, la firma de Paco, en un informe apasionadamente favorable a la gestión de Dubek, y quizás, la memoria de su amor influye en su no menos apasionado apoyo a la Primavera de Praga, el penúltimo gesto juvenil de su vida, un arrebato de ternura y su primera disidencia, a los setenta y dos años, respecto a las directrices del PCUS. Los dirigentes de su partido nunca han apreciado mucho el romanticismo, y sin embargo, tal vez aquella decisión sigue calentándole el corazón nueve años más tarde.
En marzo de 1977, exactamente cuatro décadas después de haber compartido el escenario del Monumental Cinema con un joven dirigente en ascenso, Dolores Ibárruri, Pasionaria, puede por fin subirse a un avión para volver a España. Fotógrafos del mundo entero inmortalizan el momento en el que desciende por una escalerilla de la compañía Iberia, para pisar de nuevo el suelo de Madrid, su sonrisa más plena, más luminosa que nunca, su inmaculado candor de Virgen María del proletariado internacional tan intacto como en 1939, su condición de Madre Universal de los antifascistas españoles de todos los tiempos, a salvo de toda sospecha. Con ella, vuelve a Madrid la memoria de uno de sus hijos, el amor de su vida, un comunista olvidado, desconocido ya por los jóvenes que se agolpan en el aeropuerto para darle la bienvenida. Francisco Antón muere unos meses antes que Francisco Franco, pero a pesar del signo de los tiempos, nunca representa un peligro para el intachable prestigio de Dolores. Su lealtad le sobrevive, porque después de haberse portado tantas veces como un hombre, muere siendo un señor.
La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales.
Si en la primavera de 1939 Dolores Ibárruri no hubiera estado enamorada de Francisco Antón, no se habría marchado a Moscú con la angustia de dejarlo abandonado en Francia, y tal vez se habría pensado mejor en qué manos depositar la responsabilidad de dirigir el Partido al norte de los Pirineos.
Si unos meses después, Carmen de Pedro no se hubiese enamorado de Jesús Monzón, seguramente se habría limitado a ventilar por las mañanas y quitar el polvo de vez en cuando, tal y como la dirección esperaba de ella.
Si el amor de Pasionaria no hubiera sido tan grande, tan auténtico que, en lugar de disminuir, creció con la distancia de un mundo en guerra, nunca habría aprovechado la ocupación alemana de Francia para mostrar en público la debilidad que le impulsó a pedirle un favor personal a Stalin.
Si tanto amor no hubiera logrado el milagro de que Francisco Antón fuera liberado de su cautiverio, y despachado a Moscú en el primer avión, el Buró Político del PCE habría seguido teniendo un representante en Europa Occidental.
Si Paco no se hubiera reunido con Dolores en la otra punta del continente, Jesús Monzón no se habría atrevido a salir a la luz en el verano de 1940.
Si el amor de Carmen de Pedro no hubiera sido tan ferviente, tan constante como para animarla a desafiar, tan pequeña como era, a la cúpula de su Partido, Jesús Monzón nunca habría llegado a ser el máximo dirigente del PCE en Francia y en España.
Si Jesús Monzón no hubiera llegado a estar tan seguro del amor de aquella mujer, no se habría atrevido a marcharse a Madrid en marzo de 1943.
Si Carmen de Pedro no hubiera estado dispuesta a hacer lo que fuera con tal de recuperar el favor, el amor de aquel hombre, la invasión militar del valle de Arán no habría llegado quizás a producirse.
Y entonces, la inefable Pilar Franco Bahamonde no habría podido escribir en sus memorias que sólo recordaba haber visto a su hermano fuera de sus casillas en 1944, cuando lo de los maquis. Ni que el Generalísimo procuró ocultárselo a los españoles para que no se preocupasen.
Las barras de carmín no afloran a las páginas de los libros. El amor de la carne mortal se desvanece en esa versión oficial de la historia que termina siendo la propia Historia, con una mayúscula severa, rigurosa, perfectamente equilibrada entre los ángulos rectos de todas sus esquinas, que apenas condesciende a contemplar los amores del espíritu.
La Historia con mayúscula desprecia los amores del cuerpo, la carne débil que la distorsiona, la desencaja, la desordena con una saña que no está al alcance de los amores del espíritu, más prestigiosos, sí, pero también mucho más pálidos, y por eso menos decisivos.
En los libros de Historia no caben unos ojos abiertos en la oscuridad, un cielo delimitado por las cuatro esquinas del techo de un dormitorio, ni el deseo cocinándose poco a poco, desbordando los márgenes de una fantasía agradable, una travesura intrascendente, una divertida inconveniencia, hasta llegar a hervir en la espesura metálica del plomo derretido, un líquido pesado que seca la boca, y arrasa la garganta, y comprime el estómago, y expande por fin las llamas de su imperio para encender una hoguera hasta en la última célula de un pobre cuerpo humano, mortal, desprevenido.
Los amores del alma son mucho más elevados, pero no aguantan ese tirón.
Nada, nadie lo aguanta.
Y, por fin, llegó una tarde luminosa y soleada de otro mes de abril. Y, por fin, me encerré en la cocina de un piso de Madrid, para cumplir una promesa más vieja que mis hijos. Treinta y tres años después de haberla formulado, respiré hondo, apoyé las manos en una encimera blanca, flamante, destinada a envejecer más despacio que mi cuerpo, y cerré los ojos.
Había copiado muchas veces los ingredientes, las proporciones de esa receta, para repartirla como un recordatorio de mí misma entre varias docenas de mujeres y unos pocos hombres. Aquella tarde de primavera de 1977 podía recordarlas a todas, a todos, en los momentos buenos y en los peores, ellas embarazadas tantas veces, ellos serios, flacos, a veces deprimidos, otras eufóricos, y tan jóvenes al principio, tan jóvenes todavía, siempre y todavía, para siempre en mi memoria. «¡Ah!, pues no es tan difícil…». No era tan difícil, y por eso, yo nunca había escrito aquella receta para mí. Harina, la que admita.
Mi cocina era nueva, y olía a nuevo. Tenía una ventana que daba a un patio grande, rectangular, por donde casi todas las mañanas subía hasta el cuarto piso un aroma confuso de sofritos emboscados en caldo de cocido. Por eso me gustaba abrirla de par en par, apurar hasta la última nota de aquel perfume antiguo que cocía a fuego lento, y lentamente se iba imponiendo a la frialdad sintética de los plásticos y la silicona. Mi cocina era nueva y muy moderna, bastante amplia, regular, despejada. Cuando Miguel fue a ver aquel piso, en la frontera de mi antiguo barrio, Sagasta casi esquina con Francisco de Rojas, le pregunté por ella y no supo qué decirme.
—¿La cocina? —y se quedó callado, como si acabara de acordarse de que era hijo de una cocinera—. Pues no sé. Yo creo que está bien, mamá, ¿qué quieres que te diga?, es… una cocina. Todas se parecen, ¿no?
Le pedí que volviera a verlo con su hermana antes de dar una señal, y con Vivi me entendí mejor, aunque aquella casa me seguía pareciendo demasiado grande. Al final, no lo fue tanto, porque aparte de Fernando, que seguía yendo y viniendo entre Madrid y Toulouse, en los dos meses largos que llevábamos viviendo allí, todavía no había pasado un fin de semana sin que tuviéramos al menos dos nietos, los hijos de Miguel, o los de Vivi, a veces los cuatro, instalados los viernes, o los sábados, o los viernes y los sábados. Y los domingos, cuando venían todos a comer, tenía que sentar a alguno en la escalera que usaba para llegar a la última balda de la despensa.
Aquel sábado, sin embargo, era especial, y ellos lo sabían porque se lo habíamos avisado con mucho tiempo. Vivi, que a veces parecía hija de Angelita, se había resistido a cerrar el restaurante para nosotros, pero su padre se puso serio, y eso resultó más eficaz que mis veladas amenazas de deserción. Cuando decidimos volver a España para quedarnos, Galán sabía de antemano que él no iba a tener problemas. Dos, tres, cuatro días después de volver, lo único que tendría que hacer sería madrugar, vestirse, salir a la calle y sentarse en un despacho de la oficina que Fernando había abierto unos años antes, para seguir dedicándose a lo mismo de siempre aunque en dirección contraria, y con Guillermo García Medina tan a mano como para comer juntos la mitad de los días. Aunque no quise decirle nada, yo me desvelaba todas las noches pensando en el precio que tendría que pagar por mi regreso, aquel anhelo que había cultivado como un jardín minúsculo, secreto y tropical, en la devastación helada del exilio, la meta de una larga carrera cuyo premio iba a dejarme a solas con la monótona rutina de un ama de casa jubilada, una vida que no entendía y que tampoco me gustaba.
Pero mi hija mayor, que estaba aprendiendo a dominar su soberbia como había tenido que aprender yo a dominar la mía, y por eso ya no se enfrentaba conmigo más veces, ni más resueltamente que sus hermanos, me preguntó hasta qué punto estaba dispuesta a ser su socia cuando todavía tenía el piso lleno de cajas sin abrir. Un año y medio antes, yo había pedido un crédito para sufragar las dos terceras partes de la inversión inicial del Casa Inés de la plaza de Chueca, y lo había pagado con mi parte de la venta del Casa Inés del Boulevard d'Arcole, pero Vivi no estaba hablando de eso.
—Mi cocina es lo bastante grande como para que trabajemos juntas, mamá.
Al mirarme de nuevo en un espejo para comprobar que, con un gorro blanco calado hasta las cejas, estaba tan horrorosa en Madrid como en Toulouse, me sentí bien, tan en mi sitio, que decidí limitarme a cobrar los rendimientos de mi inversión y regalarle mi trabajo a mis hijas. No habíamos abolido la propiedad privada, pero tampoco me hacía falta montar otra cooperativa. Desde entonces, cocinaba con Vivi todas las mañanas de los días laborables y, de vez en cuando, por las tardes, me daba una vuelta por allí para echarle una mano durante un par de horas.
Aquel sábado de abril de 1977, mi primer sábado español libre de nietos, también fui al restaurante por la mañana. Mientras Vivi se ocupaba del trabajo del mediodía, yo me aislé del ruido, del ajetreo, la aparente confusión de una cocina bien organizada y en pleno rendimiento, para quedarme a solas con el menú de la cena, una emoción en la que nadie podía acompañarme. Galán y yo comimos juntos en otra cocina, la de nuestra casa, huevos fritos con patatas, como si al otro lado de la ventana fuera de noche, y nosotros, jóvenes, desnudos. Después, él se fue al salón, encendió la televisión y se quedó frito. Yo hice memoria, apilé sobre la encimera tres paquetes de harina, un kilo de azúcar, nueve huevos, un litro de leche, una botella de coñac y un paquete, esta vez sí, de mantequilla. Treinta y tres años después, en mi nevera había mantequilla de sobra.
Medí los ingredientes, hice la masa, la amasé lo justo, ni poco ni demasiado, la separé en fragmentos iguales para fabricar con cada uno de ellos un cilindro del grosor de un dedo pulgar más grande que el mío, y uní sus extremos para formar un círculo.
—¿Cómo puedes hacerlas así de bien, abuela? —me preguntaba Inés, la hija mayor de Vivi, cuando me veía—. ¿Cómo lo haces para que te salgan todas del mismo tamaño?
—No te lo puedo decir —contestaba yo—, las hago sin pensar, será que he hecho tantas, tantas, en mi vida…