Índigo permaneció en silencio. Junto a ella,
Grimya
se hallaba tumbada con la cabeza sobre las patas delanteras. Parecía tener los ojos clavados en la oscuridad, pero la joven tuvo la sensación de que la loba no veía nada, de que su mente no estaba totalmente pendiente de las palabras de Jasker. No muy segura, proyectó una pregunta con suavidad.
«¿Grimya?
¿Qué te preocupa?»
El animal parpadeó y, a pesar de que su cabeza no se movió, sus ojos se clavaron en el rostro de la muchacha.
«¿Por qué hacen cosas así? Hombres que envían a otros hombres a la muerte. Hombres que se alegran de su propia enfermedad. ¿Por qué. Índigo? ¿Qué poder puede desear que sucedan tales cosas? Se lo preguntaría a este hombre, pero es inútil; no sabe que puedo hablar a los humanos. Pregúntale por mí. Quiero comprenderlo. »
«Lo haré. »
Era exactamente lo que ella había querido preguntar, pero
Grimya
lo había articulado de una forma mucho más simple de lo que ella hubiera podido hacerlo. Miró al hechicero.
—¿Qué
es
el Charchad, Jasker? —Con una mano indicó el lúgubre paisaje que se extendía a sus pies—. Poseen un dominio absoluto; obligan a los hombres a trabajar contra su voluntad; castigan a los supuestos pecadores encerrándolos en ese valle diabólico. Pero
¿por qué?
¿Qué esperan obtener con ello?
Jasker meneó la cabeza.
—No lo sé. ¿Poder? ¿Dominio? ¿Quién puede decir lo que mueve a tales mentes depravadas? —Jugueteó con el catalejo—. También nos podríamos preguntar sobre la auténtica naturaleza de lo que se oculta en el valle.
La muchacha sintió como un nudo en la garganta; la respuesta estaba clara, aunque no quiso reconocerlo.
—¿De modo que no lo habéis visto por vos mismo?
—No. Un pozo resplandeciente; eso es todo lo que sé sobre él. Pero hay algo maligno ahí, algo más siniestro de lo que alcanzo a comprender, y es poderoso. —Sus ojos se iluminaron con fuerza—. Podéis llamarlo demonio.
Un demonio. Jasker tenía más razón de lo que pensaba... Recuerdos recientes se agitaron con fuerza en la mente de Índigo, y se volvió de nuevo hacia el hechicero, hablando con más brusquedad de lo que pretendía.
—Vuestro aparato, el catalejo. Dejadme mirar por él, Jasker. Dejadme ver lo que puede hacer.
El hombre hizo un gesto de asentimiento y le entregó el tubo de latón.
—Como queráis. Pero no posee nada parecido al poder de las grandes lentes que utilizan allá abajo.
—No importa. —Tomó el instrumento y se lo acercó al ojo derecho—. Decidme qué hay que hacer.
La mano de él se cerró alrededor de la suya.
—Hay que dirigirlo, de esta forma, hacia la zona que se quiere inspeccionar. Cuando se tiene una imagen a la vista, se hace girar el cilindro exterior hasta que ésta resulte clara.
Grimya
inquirió:
«Índigo, ¿qué sucede? ¿Por qué tanta prisa?»
Pero la muchacha no le pudo contestar. Estaba absorta en las complejidades del catalejo, fascinada y no poco atemorizada por todo lo que alcanzaba a ver a través de su lente. Dirigió el instrumento hacia los lejanos hornos de fundición, y tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse atrás cuando enfocó, de repente, la oleosa superficie del río: reflejaba con tanta fuerza las llamas de los hornos que daba la impresión de que las mismas aguas poseían vida. Enfocó un poco más allá —se arrastró sobre los codos, sin darse cuenta siquiera de que la roca le arañaba la piel— y vio la pared norte del valle, resquebrajada y agujereada, con un malsano resplandor verdoso derramándose por sus laderas. Levantó la lente un poco, y lanzó un juramento cuando la imagen quedó absorbida por una luminiscencia nacarina que inundó su campo visual y borró todo detalle. El fulgor proveniente del valle de Charchad. Pero no consiguió ver lo que había más allá de sus límites, no pudo vislumbrar la menor señal que le diera una idea sobre la naturaleza del demonio que buscaba.
—Índigo. —Jasker posó su mano sobre el brazo de ella y la sacó de sus preocupaciones—. Hay que tener cuidado. Incluso la luz de Charchad resulta peligrosa.
Ella hubiera querido responderle con amargura:
No para aquel que no puede morir,
pero se mordió la lengua, y dejó que la lente se deslizara de nuevo sobre el río, sobre el infernal resplandor de los hornos, y regresara otra vez a la principal zona de excavación. Una antorcha se reflejó por un instante en una esquina de la lente y le hizo pestañear; mantuvo firme la mano, hizo retroceder un poco más el punto de mira...
Y se detuvo.
Hombres, moviéndose por entre la basura y los escombros de una de las laderas inferiores. Aumentados a proporciones humanas, se los veía encorvados, arrastrando los pies para formar una larga hilera desigual, como guerreros poco dispuestos que se reúnen antes de la batalla. Movió el catalejo unos centímetros y vio otras figuras humanas con lo que parecían látigos de trallas largas colgando descuidadamente de sus cintos; uno, dos... El cuerpo y la mente se le paralizaron cuando una de las figuras adquirió la forma de un hombre de cabellos negros y actitud arrogante.
—¡Quinas! —Siseó el nombre en voz alta sin darse cuenta, y todos los músculos del rostro de Jasker se tensaron.
—¿Qué?
A punto de repetir lo que había dicho. Índigo se contuvo. No podía estar segura; el fosforescente resplandor nocturno atravesado por la luz de las antorchas resultaba engañoso, y muchos hombres de aquella región tenían los cabellos negros.
—¡Índigo! —Jasker la agarró por el hombro y la sacudió con tal fuerza que el catalejo se le escapó de la mano y rodó sobre las rocas produciendo un cierto estrépito—. Ese nombre...
¿Cuál era?
Asustada y desorientada, lo miró parpadeando como un durmiente que acabara de salir de su letargo.
—¿Qué... ?
—¿Dijisteis
Quinas?
La atmósfera se cargó de repente.
—Un capataz de las minas —repuso Índigo—. Pensé... —Una ardiente e indefinible emoción crepitó entre ambos—. ¿Lo conocéis?
El rostro del hechicero tenía un aspecto extraviado.
—Es el reptil que asesinó a mi esposa.
Grimya
se incorporó de un salto y lanzó un aullido de angustia. Tanto ella como Índigo sintieron la repentina oleada de ciega y ardiente cólera que brotó de la mente de Jasker. Por un horrible instante la silueta del hechicero pareció arder; luego se dejó caer otra vez sobre las rocas, cubriéndose el rostro con ambas manos.
—¡Nunca pensé que volvería a escuchar ese nombre! —Su voz sonaba distorsionada por el dolor—. Lo creía muerto, pensé que Ranaya se habría vengado de ese diabólico...
—Jasker!
Índigo lo sujetó por los hombros y lo sacudió con todas sus fuerzas, hasta que le hizo perder el equilibrio. Unos ojos como brasas al rojo vivo se encontraron con los suyos y la muchacha sintió una renovada oleada de furia demente: entonces Jasker consiguió dominarse, y la miró con una expresión de desconcertado sobresalto.
—Quinas... —Su voz era un susurro áspero y apagado.
—Está vivo. Lo conocí en Vesinum; yo... —Se interrumpió, ya que no deseaba relatar las circunstancias de su encuentro—. Es un capataz de las minas, Jasker; eso es lo que me dijo. Se están reuniendo hombres allá abajo, y hay otros con látigos.
—Está a punto de cambiar el turno. Antes de enviar de vuelta a los mineros, los cuentan, por si... —El hechicero meneó la cabeza con violencia—. Quinas...
—Es el lugarteniente de Aszareel, ¿no es así?
¿No es así?
—Lo sacudió de nuevo, con furia.
—Sí. Uno de los que gozan de más favor.
—Entonces él sabrá el secreto de lo que se oculta en ese valle. Y él... —Se detuvo, pensando con rapidez—. Jasker, ¿dónde está Aszareel ahora? ¿Todavía predica?
Sacudió de nuevo la cabeza; parecía que el hombre empezaba a volver en sus cabales.
—No..., no lo creo. Poco antes de que ellos..., poco antes de que yo huyera de Vesinum, Aszareel desapareció. Se dijo que había ido al valle de Charchad para recibir la gracia y ser transformado. —Hizo una mueca—. Eso es lo que dicen sus acólitos, es la bendición final para los que le son fieles.
—Entonces, sin Aszareel para guiarlos, Quinas ocupa uno de los puestos más altos en la jerarquía del Charchad.
—Sí.
Una desagradable sonrisa apareció muy despacio en el rostro de Índigo. Ella también tenía una cuestión personal que arreglar con Quinas, aunque mucho menos importante que la de Jasker. El capataz había sido el artífice de la desgracia de Chrysiva...
Dijo entonces:
—Cuando cambia el turno, ¿se van los capataces junto con los hombres?
—No se van hasta al cabo de una media hora, más o menos.
—Entonces puede que lleguemos a tiempo. Jasker, debemos tenderle una trampa a Quinas cuando abandone las montañas. Yo facilitaré el cebo, y vuestra hechicería creará la trampa.
Los ojos de Jasker se iluminaron feroces.
—Daría cualquier cosa por vengarme de ese putrefacto engendro infernal... —Se quedó mirando su mano cerrada—. Las cosas que le haría, cómo lo haría sufrir antes de que muriera...
—No. —Índigo posó una mano conciliadora sobre su brazo—. Lo quiero vivo, Jasker.
La miró con ojos atormentados.
—¿Vivo?
—Vivo y sin el menor rasguño. —Sintió cómo una perversa emoción se agitaba en su interior, y sus dedos se cerraron con fuerza alrededor de los bíceps del hombre—. Cuando haya acabado con él, podéis matarlo tan despacio y dolorosamente como os permitan vuestras habilidades. Pero primero quiero que me diga cómo encontrar a Aszareel, ¡y cómo llegar al valle de Charchad!
«¡No me importa el motivo!»,
dijo
Grimya
con desdichada vehemencia.
«Debe de existir otro modo. No puedes hacerlo. Índigo, ¡no puedes penetrar en ese valle!»
«Cálmate. »
La joven intentó tranquilizar en silencio a la loba.
«Si encontramos a Aszareel, quizá no haya necesidad de tomar medidas tan drásticas. No veas fantasmas donde puede que no haya ninguno. »
«Pero si no lo encontramos... »
«Entonces haré lo que deba hacer. Ya lo sabes,
Grimya.
No existe otra elección, si es que queremos eliminar al demonio. »
—¿Índigo?
El susurro de Jasker interrumpió su privado intercambio. Índigo volvió la cabeza, medio incorporándose del lugar donde estaba agachada al abrigo de un pliegue rocoso. El hechicero surgió de la oscuridad y la muchacha vio una débil aureola dorada que brillaba, como diminutas llamas espectrales, a su alrededor.
—Ya las he llamado. ¿Estáis lista?
Ella asintió.
—Decidme qué debo hacer.
Un sonido, tan tenue que podría haberlo imaginado, chocó contra sus oídos; era un débil silbido, como si el aire a su alrededor se hubiera visto desplazado por manos invisibles. Sintió un soplo cálido que pasó rozándole el rostro, y se irguió totalmente. Jasker sonrió.
—Extended los brazos, como si fuerais un halconero que llamase a sus aves. No os acobardéis: sentiréis algo de calor, pero nada más.
Hizo lo que se le decía y el hechicero cerró también los ojos, murmurando entre dientes. Al cabo de unos instantes se produjo un vivo resplandor en el aire, y una brillante bola de fuego verde se materializó sobre su cabeza. Estuvo flotando allí durante unos segundos antes de retorcerse en pleno aire, dividirse y adquirir la parpadeante forma de dos salamandras verdes y rojizas que se acomodaron en sus extendidos antebrazos. Tal y como Jasker le había advertido, sintió una oleada de calor procedente de sus cuerpos translúcidos; pero no era más que el hormigueante calorcillo que se siente al estar sentado cerca de un buen fuego en el invierno. Unas garras doradas se clavaron ligeramente en su piel; diminutos ojos, como piedras preciosas, la miraron con una inteligencia diferente a la suya; y ardientes lenguas color escarlata, de punta bífida, lamieron el aire y lo hicieron chisporrotear.
Índigo vio cómo
Grimya
retrocedía ante aquellos luminosos seres, pero ella, por su parte, no sentía el menor temor; más bien una sensación de admiración por el hecho de que tales criaturas estuvieran dispuestas a aceptarla de tal forma. Miró a Jasker, con ojos brillantes, y el hechicero dijo:
—Id, pues. Índigo. Estaré esperando.
Grimya lanzó
un gañido: no le gustaba nada la repentina carga eléctrica que adquirió la atmósfera cuando las salamandras alzaron la cabeza y sisearon. La joven bajó los ojos hacia ella y sonrió tranquilizadora.
«Todo va bien, querida. No nos harán daño. Vamos ya: ve delante por el sendero. »
Por un momento
Grimya
la contempló dubitativa, pero no respondió. En lugar de ello dio la vuelta y se alejó corriendo. Índigo le dirigió un último saludo con la cabeza a Jasker y la siguió.
Tomaron la ruta más corta que descendía por la ladera de la Vieja Maia; luego subieron por el barranco en el que Índigo se había encontrado, en un principio, con la fortaleza de Jasker y resiguieron a toda prisa el sendero que conducía de regreso al río y a la carretera. Otras salamandras convocadas por el hechicero —diminutas llamas vivientes que flotaban y danzaban a lo largo del camino las iban iluminando. Avistaron las puertas de acceso a las minas justo cuando los últimos mineros subían al carromato descubierto que les conduciría de regreso a Vesinum. Los capataces, había dicho Jasker, saldrían dentro de una media hora, e Índigo y
Grimya
se sentaron a esperar mientras el hechicero se retiraba para realizar sus preparativos.
El corazón de la joven latía de forma muy irregular cuando la entrada de la mina apareció en su campo visual. Durante todo el trayecto montaña abajo,
Grimya
había intentado persuadirla de su plan, e incluso Jasker le había aconsejado en un principio que tuviera paciencia. Le dijo que si no dedicaba más tiempo a cuidar los detalles y tomar precauciones correría un gran riesgo. Pero Índigo había hecho caso omiso de ambos. Se les ofrecía una ocasión inesperada de coger por sorpresa a Quinas, y ella no pensaba dejarla escapar. Al final había costado poco convencer a Jasker para que aceptara su punto de vista; su propio odio por el capataz fue acicate suficiente.
Grimya,
no obstante, seguía sin sentirse muy feliz: temía por la seguridad de su amiga, y tan sólo la promesa de Índigo de que tomaría todas las precauciones posibles había aplacado lo suficiente a la loba como para que consintiera, finalmente y de mala gana, en tomar parte.