Delante de ella, el animal se había detenido en un lugar desde el que tenía una buena visión del sendero que llevaba a la mina. La loba volvió la cabeza e Índigo oyó su silenciosa llamada.
«Puedo ver el lugar. No se distingue a nadie aún. »
«Muy bien. Me acercaré más. »
Avanzó hasta que pudo vislumbrar la cabaña del guarda, una silueta angulosa entre las sombras naturales de la pared rocosa; entonces
Grimya
le advirtió:
«No más cerca. Los pequeños dragones despiden mucha luz y te verían. »
La muchacha asintió y se agazapó detrás de un promontorio. El plan que le había esbozado a Jasker era muy simple, pero debía resultar efectivo; y, tal y como había dicho, ella sería un cebo ideal para la trampa. Cuando se enfrentaron en Vesinum, fue muy consciente de que Quinas la habría matado de buen grado, si no hubiera sido por el hecho de que era una forastera, una desconocida que pudiera poseer más influencias de las que las apariencias daban a entender. Delante de toda la población de la ciudad no se hubiera arriesgado a cometer tal acto; esta vez, no obstante, sin testigos y bajo la provocación a la que pensaba someterlo, contaba con una reacción muy diferente.
La luz de una antorcha brilló de repente junto a la cabaña, y largas sombras se proyectaron sobre el irregular suelo. Índigo se echó hacia atrás, apretando con fuerza su espalda contra la pared, mientras
Grimya,
el vientre casi pegado al suelo, cruzaba como una sombra a toda velocidad el sendero de la mina para desaparecer en la oscuridad del otro lado. Unas voces y el ahogado golpear de cascos rompió el silencio; luego se escuchó el metálico gemido de las puertas al abrirse. Al cabo de unos momentos, tres hombres a caballo y con unos hachones salieron de las minas.
Reconoció a Quinas de inmediato. Iba en cabeza, con sus compañeros siguiéndolo con aire deferente; a la luz de la antorcha su rostro era claramente visible. Una de las salamandras lanzó un agudo y excitado chillido, e Índigo se plantó en el camino.
—¡Quinas!
Su voz resonó con fuerza entre las rocas. Los jinetes se sobresaltaron y detuvieron en seco sus monturas. El aludido buscó el lugar del que procedía la voz; y su rostro se quedó helado.
—Vos...
Índigo le sonrió con ferocidad.
—Tenemos una cuenta que saldar, capataz Quinas. ¡Pienso obtener una satisfacción aquí y ahora!
Uno de los compañeros de Quinas siseó:
—En el nombre de Charchad, ¿qué son esas cosas?
El capataz levantó una mano, exigiendo silencio. Su caballo golpeó inquieto el suelo, temeroso de las salamandras; él tiró con furia de las riendas para calmarlo y dijo:
—Bien,
saia
Índigo. ¿Qué clase de truco es éste?
—No es ningún truco, escoria. ¡Son simplemente siervos de la Diosa Ranaya, cuyo nombre vos y los de vuestra ralea habéis blasfemado!
Retrocedió, orquestando sus movimientos como ella y Jasker habían preparado de antemano con mucho cuidado. Un paso, dos, tres; se detuvo.
—¿Qué sucede, Quinas? ¿Tenéis miedo de mis amigas? ¿Teméis que puedan quemar vuestra retorcida y negra alma si os acercáis demasiado? —Las salamandras, al escuchar la frase convenida, se alzaron sobre sus patas traseras, siseantes, e Índigo levantó los brazos—. ¡No esperaba menos de un cobarde seguidor de Charchad!
Los mutados ojos de Quinas brillaron enfurecidos.
—¡Hereje cachorro de furcia! —Espoleó su caballo hacia adelante, forzando al animal cuando éste se mostró reacio—. Debiera haber acabado contigo en Vesinum...
—¿Arriesgar vuestro rastrero pellejo ante una mujer con un cuchillo? —se mofó Índigo—. ¡No vos! Preferís mostrar vuestra hombría con niños indefensos, ¿no es así, Quinas? Preferís patear e injuriar a pobres criaturas como la esposa del minero. ¡Le resultan más fáciles de dominar a los gusanos de cloaca como vos!
Uno de los otros hombres dijo colérico:
—Quinas, dejadme...
Pero el capataz le hizo un nuevo gesto para que callara.
—Guarda silencio, Reccho —repuso, y sonrió fríamente—. Esta perra parece decidida a buscar pleito tan sólo conmigo, y resultaría grosero no complacer a una dama. —Tenía dominado el caballo, ahora, y empezó a hacerlo andar despacio y con firmeza hacia Índigo—. Si está decidida a suicidarse es cosa suya; cuando haya terminado con ella, puedes quedarte con sus restos, si es que te interesan.
«Grimya. »
Índigo proyectó una silenciosa llamada.
«¿Estás preparada?»
«¡Preparada!»,
llegó con rapidez la respuesta.
La muchacha dio otros dos pasos hacia atrás y dijo en voz alta:
—Lindas palabras, Quinas. ¡Pero carecéis del valor para ponerlas en práctica!
Las salamandras sisearon de nuevo, amenazadoras, y sus lenguas llameantes se precipitaron fuera de sus bocas, Quinas hizo una mueca burlona:
—Vuestras amiguitas no me impresionan, perra. ¡Y no tardarán en abandonaros cuando sufráis el castigo de Charchad por vuestra blasfemia!
Mientras hablaba, hundió con fuerza los talones en los costados de su caballo y el animal saltó hacia adelante, relinchando en señal de protesta. Índigo había estado esperando su intento de tomarla por sorpresa, y retrocedió a toda velocidad, mientras las salamandras se alzaban sobre sus patas y lanzaban agudos chillidos, en el mismo instante en que Quinas espoleó su caballo contra ella.
—Jasker! —resonó la voz de la joven—. ¡Ahora!
Una oleada de tremendo calor la golpeó hacia atrás cuando una blanca llamarada surgió de la nada con la velocidad del rayo, chisporroteando por el sendero que se abría frente a Quinas. Su caballo relinchó y empezó a dar vueltas. Al advertir el peligro, el capataz torció la cabeza y les gritó a sus amigos que se alejaran.
«¡Grimya!»
Índigo utilizó toda la energía que pudo reunir en su grito telepático, y al instante se escuchó un aullido de respuesta que salía de la oscuridad: el grito del lobo en busca de presa. El caballo de Quinas se encabritó, atrapado entre el terror al fuego y el terror a los depredadores, y de repente los dos compañeros del capataz penetraron a toda velocidad en el cañón, sus monturas desbocadas, mientras
Grimya
gruñía y lanzaba dentelladas a sus patas. Los caballos chocaron, un hombre cayó al suelo, e Índigo escuchó gritos procedentes de la entrada de la mina, los centinelas echaron a correr para investigar lo que sucedía.
Las salamandras estaban al borde del histerismo ahora: chillaban y escupían fuego. La joven se volvió para gritar en la oscuridad.
—Jasker! ¡Sólo Quinas..., sólo Quinas!
De la pared rocosa surgió una llamarada, dos columnas de fuego que atraparon a los tres jinetes en una abrasadora jaula. Uno de los centinelas lanzó un alarido de dolor al chocar contra la pared de fuego y retrocedió al momento. De repente, las salamandras saltaron de los brazos de Índigo y atravesaron el aire. Por un instante se convirtieron en veloces bolas de fuego verde, cegadoramente incandescentes; luego, sus cuerpos recuperaron su forma, y con alaridos de triunfo cayeron sin piedad sobre los atrapados hombres.
Aullidos inhumanos desgarraron el aire cuando las salamandras atacaron, el sonido de hombres y caballos presas de un terrible dolor. La joven giró en redondo y, en las tinieblas del cañón, detrás de ella, vio un contorno humano rodeado por un halo de chispas, con los brazos levantados y la cabeza echada hacia atrás, mientras el fuego chisporroteaba en sus manos extendidas.
—¡No, Jasker! —aulló, forzando al máximo sus pulmones—. ¡Lo quiero vivo!
Una salvaje negativa se estrelló contra su mente, y echó a correr hacia adelante, precipitándose en dirección a la reluciente figura del hechicero.
—¡No, Jasker, no! ¡Decidle que se marchen! ¡
Grimya,
ayúdame!
Una forma oscura y delgada apareció sobre su cabeza, ascendiendo penosamente la empinada ladera, y escuchó el aullido de respuesta de la loba. Llegaron hasta Jasker a la vez y se arrojaron sobre él, sin prestar atención a las chispas y las llamas. Cayó al suelo rugiendo enfurecido, e Índigo gritó:
—¡Salvad a Quinas! ¡En el nombre de Ranaya, salvad a Quinas!
Por un momento el hechicero se quedó inmóvil donde ellas lo sujetaban; su atolondrada expresión mostraba sorpresa. Luego, como si alguien lo hubiera abofeteado en pleno rostro, la inteligencia regresó a sus ojos.
—Ranaya...
Echó a Índigo a un lado, se incorporó como pudo y lanzó un agudo silbido. Unos gritos de respuesta le llegaron desde el interior de la pared de fuego, y el hechicero corrió, dando traspiés, hacia el pandemónium. La muchacha lo vio acercarse a la pared y arrojarse a través de ella; al cabo de un momento reapareció sin el menor rasguño, con un bulto informe sobre los hombros. Sus ojos se encontraron con los de Índigo y ésta vio odio, veneno... Luego arrojó el chamuscado cuerpo de Quinas sobre el suelo y se volvió de nuevo hacia el fuego. Alzó los brazos, gritó una palabra y un río de lava en forma de llamas cayó desde lo alto del despeñadero sobre los hombres, penetrando en el cañón con un titánico y atronador rugido. Pedazos de llameante magma salieron despedidos por los aires, girando sobre sí mismos; la roca fundida se alzó como una enorme ola marina. Y, de repente, las llamas desaparecieron, y todo lo que quedó fue una pared de seis metros de altura de sólida piedra
pómez
que relucía con un apagado tono rojizo.
Índigo retrocedió tambaleante hasta apoyarse en la pared del cañón, tanteando en busca de algún punto de apoyo que evitara que sus piernas se doblaran bajo su peso.
Grimya
corrió a su lado y la muchacha apretó la cabeza de la loba contra su muslo. El corazón le retumbaba bajo las costillas y le pareció como si no hubiera bastante aire en el mundo para respirar. Por fin consiguió absorber una bocanada de oxígeno, y vio a Jasker que se acercaba a ella despacio.
—Esos hombres... —Sentía la garganta irritada; tosió, intentando aclararse la sensación de ahogo—. Ellos...
—Están bien muertos ahora. —La voz del hechicero carecía de toda emoción—. Y los guardas de la mina no lograrán atravesar esa pared, incluso aunque no teman intentarlo.
Algo parpadeó en la parte superior de la barrera que se solidificaba rápidamente, y apareció una de las salamandras. Pareció escurrirse fuera de la roca, como un conejo saliendo de un agujero, y durante un breve instante se quedó allí inmóvil, contemplándolos. Luego, melindrosamente, mordisqueó algo que sujetaba entre dos de sus garras, levantó la cabeza, y con su oscilante lengua se lamió el hocico. Emitió un chirrido, un sonido conciliador, y después desapareció lanzando un destello.
Índigo sintió náuseas.
—Yo no tenía nada contra ellos...
—Eran seguidores de Charchad. Y las salamandras deben recibir su recompensa.
—Pero los caballos...
Los ojos de Jasker se clavaron en los suyos, y su voz se apagó cuando vio la expresión del hombre.
—Tenéis a vuestro prisionero. Índigo —dijo con calma—. ¿No es eso lo que queríais?
—Yo... —Pero era cierto; ella había hecho su elección y la responsabilidad era suya—. Sí —murmuró.
Jasker golpeó con un pie la figura caída de Quinas.
—Lo mejor será ocuparse de él —dijo distante.
Ahora que todo había terminado. Índigo apenas podía decidirse a examinar a su prisionero. Conteniendo las ganas de vomitar, se agachó a su lado y le dio la vuelta. Sus manos, rostro y ropas estaban chamuscados y las puntas de sus cabellos quemadas; aparte de esto parecía ileso.
—Está inconsciente, pero vivirá —dijo Jasker.
—Sí. —La muchacha se incorporó—. Hemos tenido éxito..., la verdad es que parece difícil de creer.
El hombre bajó los ojos hacia el inconsciente prisionero, luego meneó la cabeza.
—Fue sólo el primer paso. Tenemos un largo camino que recorrer todavía. —Contempló el cañón que se perdía en la oscuridad delante de ellos—. No sirve de nada perder más tiempo. Lo llevaremos a las cuevas; luego averiguaremos qué puede decirnos. —Una siniestra sonrisa hizo que su rostro resultase más tétrico que nunca en la penumbra—. Ése será un auténtico principio.
Cerca de la entrada de la cueva de Jasker les salieron al encuentro tres nuevas salamandras, diminutas bolas de fuego azules que saltaban agitadamente en el aire por encima de la cabeza del hechicero. Este se detuvo, y escuchó algo que sólo él podía oír; luego informó a Índigo:
—El estado de esa pobre muchacha, Chrysiva, ha empeorado. Puse a estas criaturas para que la vigilaran mientras estábamos fuera, y me dicen que está enferma de muerte. —Suspiró—. No es más que lo que esperaba.
Índigo miró con malevolencia a Quinas, a quien Jasker había transportado sin el menor miramiento montaña arriba como un saco de harina.
—Yo me adelantaré —dijo la muchacha—. A lo mejor puedo hacer algo por ella.
—Muy bien. —Aunque la expresión de los ojos del hombre le dijo que éste lo dudaba—. Al menos le podéis dar algo de agua. Debe de sentir ya una sed febril.
La joven asintió, y empezó a correr ladera arriba.
Habían dejado a Chrysiva dormida en la caverna principal. Cuando entró, la muchacha se movió e intentó sentarse; Índigo palideció al ver su rostro a la luz de las velas.
Chrysiva estaba a las puertas de la muerte. La enrojecida piel de su rostro parecía haberse hundido y encogido sobre su cabeza, confiriéndole un aspecto arrugado y cadavérico; sus ojos estaban muy abiertos y desorbitados, y sus pupilas parecían cabezas de alfiler inyectadas en sangre. Tenía grandes extensiones de piel escamada, que dejaban al descubierto la enrojecida carne de debajo, y el cabello le empezaba a caer, dando a su cuero cabelludo un grotesco aspecto moteado.
—¿Chrysiva... ? —Índigo luchó por mantener el horror que sentía alejado de su voz, pero sabía que era un esfuerzo inútil.
—A... ag... —La muchacha tosió; un hilillo de saliva rosada se deslizó por su barbilla—. Podéis... darme ag... agua...
—Desde luego. —Corrió al lugar donde Jasker guardaba sus odres y llenó una copa.
Grimya,
que la había seguido, se quedó a unos pasos de distancia observando con ojos preocupados; mientras Chrysiva bebía, la loba dijo:
«Su lengua se ha vuelto negra. ¿No hay nada que el hombre pueda hacer por ella?»
Índigo iba a responder, pero se detuvo cuando unas fuertes pisadas en el corredor de acceso a la cueva anunciaron la llegada de Jasker. Este dejó caer su carga sobre el suelo y anunció: