Infierno (24 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantastico

BOOK: Infierno
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—Gracias.

—¿Qu... qué quieres ha... cer? —preguntó ella.

—Antes de pensar en rescatar a Índigo, debemos eliminar la influencia que Némesis ejerce sobre ella —dijo Jasker mientras se incorporaba—. Y eso significa utilizar poderes mayores que los de ese demonio, para penetrar en su mente y hacer que se dé cuenta de la verdad. Ahí es donde tú desempeñas un papel de vital importancia.

—Pero yo no pu... puedo llegar a ella —le recordó
Grimya.

—Tal y como está ahora, no. Pero creo que podré poner en marcha una fuerza que se abrirá paso por entre las defensas del demonio, y canalizaré esa fuerza hasta la mente de Índigo a través de ti.

—Una fuerza... ¿como los dra-dragones de fu-fuego?

—No. —La voz de Jasker sonó lúgubre—. No como los dragones de fuego. Es algo mucho más grande, mucho más antiguo. —Bajó los ojos hacia ella con simpatía y respeto—. Se necesitará valor, pequeña loba; todo el valor que tú y yo podamos reunir. Pero lo conseguiremos.

—No tengo miedo. Pero, ¿qué poder es éste, Jasker? ¿Qu... qué es lo que pi-piensas hacer?

Los ojos del hechicero adoptaron una expresión extraña y distante, que
Grimya
no había visto nunca en ellos con anterioridad. Luego, con calma, replicó:

—Pienso despertar a las Hijas de Ranaya de su largo sueño.

12

—No sirve de nada. —La boca de Quinas se dilató en un penoso rictus que quería ser una sonrisa irónica—. Podéis hacerme lo que queráis,
saia,
pero no cambiaréis el simple hecho de que no puedo seguir adelante.

Índigo bajó los ojos para mirarlo. En la creciente oscuridad, el rostro del hombre era una espantosa mezcla moteada de cicatrices y sombras, y su único ojo, que reflejaba la fría luz verdosa que inundaba ahora el firmamento sobre la estrecha hondonada, parecía burlarse de ella. Sintió bullir la cólera en su interior y reprimió un impulso de extender el pie y ponerlo a prueba por el método de aplastar su muñeca bajo el talón. La verdad es que le creía, ya que casi era un milagro que hubiera conseguido llegar tan lejos en las condiciones en que estaba. Durante los últimos cien metros, más o menos, se había visto obligado a arrastrarse apoyado en codos y rodillas —había intentado utilizar sus manos fundidas y destrozadas, pero el dolor había resultado excesivo— y sólo había cubierto los últimos diez pasos cuando ella agarró el extremo de la cuerda que rodeaba sus hombros y lo arrastró físicamente sobre el accidentado terreno. Pero ahora no dudaba de que estuviera acabado.

Levantó la mirada y la dirigió hacia adelante, donde la hondonada se elevaba para convertirse en una loma. La última cresta. Se lo había dicho él. La última cresta, y en el extremo opuesto estaba el valle de Charchad.

Se volvió de nuevo hacia su prisionero. Su ojo se había cerrado y permanecía inmóvil; le golpeó con la punta del pie.

—Despertad, despertad, rata de cloaca. No he acabado con vos aún.

La lente roja parpadeó levemente.

—Agua... —Quinas tosió al hablar—. Si tenéis... un poco desagua...

Índigo le hubiera escupido al rostro, pero no pudo reunir la saliva necesaria. Sabía que, también ella, sufría de deshidratación, pero era reacia a malgastar más cantidad de su reducida provisión de la que fuera estrictamente necesaria. Al menos, ahora, con el sol bajo la línea del horizonte, la temperatura había descendido un grado o dos. Todo lo que necesitaba era un poco más de energía para subir a la siguiente loma; luego descansaría.

—¿Ahora qué,
saia?
—La voz reseca de Quinas interrumpió sus pensamientos. Había comprendido que ella no iba a darle agua, y aquella evidencia lo hizo estar menos atento a su situación de lo que debiera. De nuevo le dedicó una crispada sonrisa—. No hay buitres en estas montañas para comerse mi cuerpo y darme la muerte lenta que habéis ordenado. ¿Me dejaréis, pues, aquí para que mi carne se derrita bajo el sol?

El odio centelleó en los ojos de Índigo.

—Dudo de que el sol se dignara tocar vuestro corrompido pellejo —replicó—. No, Quinas. Tengo en mente un final mucho mejor para vos. —Volvió la vista de nuevo hacia el cerro que tenía delante—. Si no podéis andar, se os llevará. Pero, por vuestro propio pie, de rodillas o sobre mi espalda, de una forma u otra, penetraréis en el valle de Charchad.

—No... —La protesta salió de sus labios antes de que pudiera evitarlo, y por vez primera Índigo advirtió auténtico temor en la voz de Quinas.

—¿Qué es esto? ¿Tiene miedo el noble seguidor de Charchad? —Lo desafió con dureza, llena de mala intención, al tiempo que daba tirones a la cuerda haciendo que el hombre se retorciera de dolor.

El capataz clavó sus dientes rotos en el labio inferior para no gritar y musitó:

—Sí...

—Hablad más fuerte, Quinas. ¡No os oigo con suficiente claridad!

Él aspiró con fuerza, luego repitió:

—He dicho que ¡sí! —Su ojo se clavó en ella, de una manera fija y espantosa, llena de horror—. No podéis llevarme. No, a menos que yo coopere, y eso no lo haré jamás. Podéis hacerme daño, apuñalarme, quemarme o desollarme; podéis arrastrarme físicamente al interior del valle. Pero yo intentaré impedirlo,
saia.
De algún lugar sacaré las fuerzas necesarias, ¡y os lo impediré! ¡Y cuando ya no pueda luchar más, entonces me destrozaré las arterias de las muñecas con mis propios dientes, si es necesario! ¡Pero jamás,
jamás,
penetraré en el valle de Charchad, porque me da
miedo!

Se dejó caer de espaldas, agotado por el esfuerzo que le había costado articular sus vehementes palabras. Índigo se lo quedó mirando. Así que Quinas se sentía tan aterrorizado por lo que se ocultaba en aquel valle como sus pobres víctimas. Quinas, acólito de Charchad, leal sirviente de Aszareel, no se atrevía a enfrentarse a su señor; y por fin se había visto obligado a admitirlo.

Empezó a reír. El sonido era desagradable y anormal, pero subió borboteando por su garganta y no vio motivo para detenerlo.

—Quinas —dijo—. Quinas, el azote de los pecadores, el que enciende las piras funerarias, el torturador de mujeres. —Se llevó una mano a la boca para contener el vendaval de enloquecida hilaridad. Luego la risa se apagó de repente y su tono se convirtió en hiriente desprecio—. ¡Quinas, el cobarde rastrero!

—Sí —repuso con calma el capataz—. Pero lo bastante honesto como para admitirlo.

Meditabunda. Índigo jugueteó con el broche que llevaba sujeto a su pecho. Aquello la divertía. La confesión de último momento por parte de un hombre que se auto-proclamaba valeroso y fuerte resultaba graciosa. Estaba demasiado asustado para enfrentarse a aquello que, con tanto celo, había obligado a otros a adorar... Suprimió con un bufido una nueva carcajada y se secó los ojos, sintiéndose inexplicablemente excitada. La situación era deliciosamente irónica: Quinas, el acólito de Charchad, se acurrucaría allí entre las piedras y rehuiría a su dios; mientras ella, sola y sin miedo, ascendía la última cresta para escupir en el rostro de esa misma deidad. Jasker lo hubiera encontrado muy divertido...

La joven frunció el entrecejo e intentó controlarse. No quería pensar en Jasker, ya que había demostrado no ser mejor que Quinas. Que permaneciera, también él, acurrucado en la seguridad de sus cuevas. Que siguiera farfullando sus plegarias por las almas de Chrysiva y de otros como ella, plegarias que no servían de nada. Había llegado el momento en que ella debía actuar. Era su momento, y el de nadie más.

Levantó la mirada hacia la cresta, especulando, calculando. Según Quinas, aquél era uno de los senderos menos frecuentados para penetrar en el valle; y aunque cada acceso estaba constantemente vigilado, no habría más que dos, o quizá tres, centinelas de guardia. Mirarían hacia adentro, vigilantes ante cualquier pecador que intentara huir, ya que nadie penetraba en el valle de Charchad por su propia voluntad.

Hasta ahora.

Se colgó la ballesta a la espalda, la sujetó y luego se volvió hacia Quinas por última vez. Otro cruel tirón de la cuerda; una nueva mueca de dolor. Índigo sonrió con desprecio.

—Bien, mi cobarde amigo, he decidido otorgaros un poco de la misericordia que le negáis a otros. Ya no os necesito, de modo que os quedaréis aquí y veréis el inicio de mi victoria. —Se inclinó acercando su rostro al de él—. El fin de Charchad, Quinas. Pensad en ello, mientras esperáis a que salga el sol y apure los últimos restos de vida de vuestro despreciable cuerpo. ¡El fin!


saia...
—Hizo intención de alzarse hacia ella, pero se dejó caer de nuevo al suelo, demasiado débil para conseguirlo. Su respiración era rápida y le costaba hablar—. ¡Os lo ruego..., no lo hagáis!

—Estoy sorda a vuestras súplicas, Quinas. Implorad a la luna, implorad a las montañas, implorad al sol cuando salga. Puede que os escuchen. ¡Yo no lo haré!

—Índigo. —Utilizó su nombre por primera vez desde que lo capturaran—. ¡Por favor, vais a sacrificar inútilmente vuestra vida!

La sonrisa que le dedicó como respuesta fue una mueca de frío desprecio.

—Ocupaos de la vuestra, Quinas, mientras aún la tenéis. ¡Sacadle el máximo provecho a lo poco que os queda de vida!

Quiso dedicarle un último gesto de desdén, pero no se le ocurrió nada apropiado. Sus acciones serían suficiente, pues; mucho antes de que ella regresara, el capataz no sería más que un pedazo de carne sin vida. Se colocó mejor el arco sobre el hombro, sacó el cuchillo de su funda y se alejó hondonada arriba hacia la cresta y el mortífero resplandor que brillaba tras ella.

Quinas no se movió hasta que los últimos y débiles sonidos del avance de Índigo no se desvanecieron en el omnipresente trasfondo de las palpitantes vibraciones subterráneas procedentes de las minas. Incluso entonces, cuando hubo alterado su posición por una más soportable, se obligó a esperar otro minuto antes de arriesgarse a sentarse en el suelo.

La cabeza le daba vueltas por efecto de la falta de agua y comida, y por un momento temió perder el conocimiento; pero luchó contra los espasmos y, al fin, consiguió controlarlos. Su respiración era áspera en el caluroso aire nocturno y el dolor era como un fuego constante que recorría todo su cuerpo. Pero su voluntad se hallaba indemne. Y sus fuerzas no estaban de ningún modo tan agotadas como le había dejado pensar a Índigo.

Ahora sabía que la joven estaba completamente loca. En comparación con ella, el hechicero que lo había torturado no era más que una tenue sombra; la locura de Índigo era de un orden que trascendía cualquier cosa remotamente humana. Y había sido esa locura la que le había permitido a Quinas utilizar su arma más poderosa, y utilizarla bien. Porque en medio de lo que ella consideraba su triunfo, cegada por su obsesión de venganza. Índigo había estado totalmente dispuesta a creer su pequeña farsa.

Calculó que en aquellos instantes estaría cerca del final de la hondonada. Si no se había equivocado, eso le proporcionaría justo el tiempo que precisaba; retorció su cuerpo, consiguiendo primero colocarse de rodillas y luego, con grandes dificultades, en pie. Durante el trayecto desde las cuevas había intentado varias veces subrepticiamente aflojar las cuerdas que sujetaban sus antebrazos a sus costados, pero no lo había conseguido. No importaba; las ataduras le estorbarían, pero se las arreglaría.

Deteniéndose para recuperar el aliento, paseó de nuevo la mirada por el cañón y esbozó una sonrisa. Siempre había sido un buen orador, un buen actor; pero esta vez había superado sus propias expectativas. Índigo había sido presa fácil de su fingido agotamiento y terror, y su última súplica de que no penetrara en el valle —un toque refinado que se le había ocurrido de improviso— lo había sellado a la perfección. Tan convencida estaba de que había vencido y avergonzado a un cobarde, que se había alejado llena de satisfacción, dejándole a él allí, pensaba ella, para que muriera.

Quinas lanzó una ahogada risita. No tenía la menor intención de morir aún. Y a Índigo, junto con sus confiados compañeros —aunque su castigo llegaría más tarde—, le esperaba una lección. Una lección que le satisfaría muchísimo impartir.

Placas de esquisto sueltas resbalaron bajo sus pies cuando se dio la vuelta, apoyándose en la pared rocosa. Unos diez pasos más atrás, en la misma hondonada, había una estrecha hendidura lateral —horadada por la lava en la época en que aquellos viejos volcanes estaban activos—, que torcía vertiginosamente colina abajo. Índigo no la había advertido, pero Quinas sí, y sabía adonde conducía. Era lo bastante ancha como para recorrerla, e, ignorando con decisión
el
dolor que l
o
atenazaba,
el
capataz deslizó
el
magullado cuerpo por la abertura y se fundió con la oscuridad.

Índigo se detuvo bruscamente cuando el sendero que había estado siguiendo terminó, de repente, ante la sólida pared de la elevación. A su derecha, la ladera de la hondonada había quedado obstruida por un derrumbamiento de rocas de una época pasada, y los últimos metros del sendero se perdían en una traicionera pendiente con pocos puntos de apoyo. Contuvo la respiración —introducir aire en sus pulmones le resultaba cada vez más penoso— y se detuvo para orientarse.

Desde donde se encontraba hasta la cima de la cresta había una subida de unos quince metros, y aunque la ladera era muy empinada no previo ningún problema. Sonrió salvajemente, luego tomó unos pocos y disciplinados sorbos de su odre —lo suficiente para humedecer su garganta, pero poco más—, antes de agarrarse a la pared rocosa que tenía a la izquierda y balancearse impulsándose hacia adelante para cruzar la última y accidentada sección del sendero. Por un instante, permaneció con el rostro presionado contra la cresta, todavía sonriente, saboreando la excitación, la creciente sensación de triunfo provocada por la descarga de adrenalina. Estaba tan cerca ahora... Unos minutos más y tendría su meta ante los ojos.

Índigo pensó en Quinas y se echó a reír en voz baja con demencial alegría. Quizá debería de haberlo matado, pero le había parecido mucho más apropiado dejarlo para que los elementos acabaran con él en su momento y para que meditara, entretanto, sobre su fracaso y la destrucción inminente de su depravado culto. La risita ahogada se desvaneció y se le secó la boca. Lamió algunas gotas de saliva que habían ido a parar a su mano. Luego levantó la mirada hacia la cresta de la cordillera y ahogó una exclamación de sorpresa.

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