La cima era una silueta que se recortaba violentamente contra un fondo de reluciente fosforescencia. Una línea brillante bordeaba la roca como una aureola fantasmal, y a través de la ladera de la montaña. Índigo percibió una peculiar vibración rítmica que penetraba la piel, la carne y los huesos. Aquello alimentó su sentido de la anticipación y, con el corazón latiéndole apresuradamente, puso el pie sobre la ladera e inició la ascensión a la cima.
La vibración y la luz aumentaron a medida que subía y, cuando llegó a la mitad de la ladera, la joven estaba bañada de reflejos del extraño resplandor. A medida que se acercaba a la cima fue avanzando con más cautela, manteniendo el cuerpo aplastado contra las rocas allí donde le era posible. No sabía lo cerca que podían estar los centinelas y le preocupaba correr el riesgo de denunciar su presencia con un movimiento o un sonido imprudente. La bien destacada silueta de su meta se fue acercando, cada vez más...; entonces, unas manos que tanteaban ensucio alcanzaron la cima y, muy despacio, sin aliento. Índigo alzó la cabeza por encima del borde.
Una abrasadora luz verde le estalló en el rostro. Se echó hacia atrás violentamente con una involuntaria exclamación, volviendo la cabeza a un lado cegada por el resplandor. Se cubrió los ojos con una mano para protegerlos, y por entre el enrejado de sus dedos vio su mano, el brazo pegado a ella y la roca que tenía delante, todo ello brillando con un frío fuego verde, en el cual centelleaban diminutas motas que parecían partículas de polvo plateado. La piel le escocía; se arriesgó a apartar los dedos poco a poco del rostro y dejó que su visión se acostumbrara gradualmente al increíble resplandor... Por fin pudo contemplar, por primera vez, el valle de Charchad.
Pero no podía moverse, no podía lanzar el menor sonido mientras sus sentidos luchaban por asimilar lo que veían sus ojos. El valle era como una gigantesca fumarola, un enorme pozo que se hundía vertiginosamente en las entrañas de la tierra. De sus profundidades, una incandescencia titánica y monstruosa se abría camino hacia el cielo, decolorando las paredes del valle hasta convertirlas en esqueletos de un blanco verdoso que arrojaban su terrible resplandor a la oscuridad de la noche. Espantosas sombras se movían en las cimas opuestas; haces de una luz nacarada que ridiculizaban los reflectores de la mina bailaban sin orden ni concierto por el enorme y reluciente espacio. Y allá abajo, donde la increíble luz se hundía en un rugiente infierno, le pareció ver unas figuras de pesadilla que se movían por entre aquel torbellino con siniestra e implacable determinación.
Índigo se agarró con fuerza a la desigual roca.
Como si el mismo sol hubiera caído a la. tierra.
Las palabras de Jasker le vinieron a la mente de forma espontánea y notó cómo los dientes empezaban a castañetearle incontroladamente. No podía apartar la mirada del valle; sentía calor y frío a la vez sobre su piel, y todo lo que podía hacer era mirar y mirar la espantosa escena que se extendía ante ella.
Era una abominación. Era un aborto de pesadilla, un cáncer sobre la faz del mundo y en el cuerpo de la Madre Tierra. Y Quinas y los suyos
adoraban
aquella monstruosidad, se deleitaban con su poder, la veneraban...
Sintió como una llamarada en el cerebro, la llamarada de una furia renovada, cuando los sentimientos que habían corroído su espíritu desde la muerte de Chrysiva volvieron a aparecer. No temía a lo que se ocultaba en el valle de Charchad. Tenía fuerzas suficientes, y quizá más, aún para enfrentarse a Aszareel, el demonio, cualquiera que fuera el auténtico nombre o naturaleza del poder bastardo que había dado vida a aquel horror. Índigo apretó con fuerza los dientes, acabando con el castañeteo. Se sintió sedienta de sangre; en lo más profundo de su ser experimentó el despertar salvaje y vehemente de un instinto asesino. Maldijo mil veces a los cobardes y timoratos cuya resolución se había venido abajo en el último instante. Ella no fracasaría. Se enfrentaría al demonio del valle, y el demonio moriría. Moriría por Chrysiva y por todos los demás.
Un movimiento en la periferia de su campo de visión la alertó. Se echó hacia atrás con brusquedad, apretando el cuerpo contra la roca y mostrando los dientes en una inconsciente mueca lobuna. La fantasmal luz pasó sobre sus manos, destacando los huesos de tal modo que por un momento se vio como un esqueleto viviente; hizo caso omiso del fenómeno
y
con mucha cautela volvió la cabeza unos centímetros hacia la izquierda.
Dos figuras se movían por la estrecha repisa, un poco más abajo de donde estaba ella. Bajo el resplandor aparecían borrosas y sin forma, y hasta que no estuvieran más cerca —lo cual, debido a su andar pausado, les llevaría algunos minutos— sería imposible distinguirlas con claridad. Pero parecía lógico suponer que eran los centinelas de los que Quinas había hablado.
Una amplia y salvaje sonrisa apareció en su rostro. Retrocedió, moviéndose con tanta rapidez y agilidad como una serpiente, hasta que su cabeza quedó por debajo de la cima de la loma; luego giró sobre sí misma y se quitó la ballesta. Colocó una saeta en ella y tensó la cuerda. Podía disparar, cargar y disparar de nuevo en cuestión de segundos, y los acólitos de Charchad morían igual que cualquier criatura mortal. Sólo dos guardas: resultaría muy fácil. Y cuando ellos hubieran desaparecido, nada la estorbaría.
Se arrastró hacia adelante de nuevo y atisbo por encima de la cresta. Los dos vigilantes estaban más cerca ahora, tan cerca que podía distinguir su forma real. Y el corazón casi le dejó de latir, ya que fuera lo que fuese lo que hubieran sido, no eran humanos.
En alguna ocasión, quizá cuando se los sacó chillando del vientre de sus madres, habían poseído el potencial para convertirse en hombres; pero el Charchad había deformado aquel potencial y lo había convertido en algo tan distante de lo humano que Índigo sintió cómo se le revolvía el estómago de repugnancia. Todavía mantenían la estructura humana básica de dos brazos, dos piernas y una cabeza; pero la similitud era muy precaria, ya que eran más parecidos a los fetos ambulantes de algún espantoso troll que a cualquier otra cosa remotamente mortal. Una piel seca y delgada como el pergamino cubría tirante sus cabezas desnudas y enormes; unas bocas colgantes, llenas
de carcomidos
colmillos, babeaban sobre papadas que se balanceaban abotargadas sobre torsos tan descarnados y flaccidos como los cuerpos de pescados podridos. Y de sus atrofiados brazos y piernas crecían unos apéndices de seis dedos, terminados en unas garras rotas y ennegrecidas que arañaban y escarbaban en la piedra mientras desplazaban por la repisa sus cuerpos deformes.
A pesar de su deshidratación, la bilis obstruyó la garganta de Índigo y abrasó su lengua con un sabor de metal oxidado. Le resultaba imposible seguir mirando a aquellos grotescos centinelas. Sin preocuparse de si estaban a tiro ni de calcular el tiempo, cerró un ojo y dirigió el otro al punto de mira de la ballesta; apuntó con rapidez, sin importarle cuál de las dos figuras tambaleantes ofrecía mejor blanco, y disparó.
El retroceso le golpeó el brazo. La cuerda dejó escapar una nota mortífera y la saeta de acero se estrelló contra el rostro del centinela más cercano. El —aquello— lanzó un alarido, un sonido que le recordó horriblemente el de un cerdo degollado, y, mientras su compañero se volvía a un lado y a otro lleno de confusa contrariedad, cayó de la repisa y se precipitó en el interior de la brillante luz y en el olvido.
Febril, buscó a tientas una segunda saeta. Sus manos parecían las zarpas de un oso, torpes y sin coordinación; por fin consiguió colocar la flecha e hizo girar el arco para apuntar al otro centinela, que seguía girando sobre sí mismo en la repisa, totalmente desconcertado. La muchacha escuchó su propia respiración jadeante resonando en sus oídos; tiró hacia atrás la cuerda...
Y algo la golpeó con fuerza en la cabeza.
Abrió la boca para lanzar un grito de dolor y de protesta, pero no salió el menor sonido. En lugar de ello se vio atenazada por un enorme torbellino de náuseas que se abalanzó sobre ella procedente de la nada, haciendo que lo que la rodeaba empezara a dar vueltas como un tiovivo enloquecido. La ballesta chocó contra las rocas e Índigo se dobló hacia adelante, mientras sus brazos y piernas, sin ninguna coordinación, se agitaban como los de una criatura que pierde el equilibrio de improviso. Vio unos rostros que la contemplaban, balanceándose, borrosos como imágenes de un sueño, y sintió un irracional arrebato de indignación. Entonces, algo que le pareció como fuego
y
hielo a la vez centelleó en la oscuridad y le saltó al rostro como el aguijón de una abeja monstruosa, y perdió el conocimiento.
—Despertadla.
Una cierta cantidad de agua salobre se estrelló contra el rostro de Índigo. Intentó protestar, pero sus cuerdas vocales no la obedecieron. Todo lo que pudo hacer fue volver la cabeza en un esfuerzo por evitar el ataque, pero no le sirvió de mucho. Había un insistente y ahogado tronar en sus oídos y el suelo parecía temblar bajo ella. Olía a algo espeso, pesado, metálico, que taponaba su nariz.
—Más.
Conocía la voz, pero no podía atribuirle un nombre. Alguien que había...
Un nuevo torrente de agua la golpeó, y una sensación de náusea estalló en lo más profundo de su ser. Rodó a un lado de forma instintiva, consiguiendo volver la cabeza justo antes de que una mezcla de bilis y esputo empezara a brotar de su boca. Dando boqueadas, se arrastró hacia atrás sobre los codos, desorientada todavía y reacia a abrir los ojos.
—Muy bien: es suficiente. Está consciente ahora. Dadle la vuelta.
Unos dedos manosearon el cuerpo de Índigo, pero ésta carecía de la coordinación suficiente para luchar contra ellos. Entonces una sombra se proyectó sobre ella y le azotaron la mejilla, sin demasiada fuerza, pero con determinación.
—
Saia. Índigo
. Os sugeriría que me miraseis. Me parece que no tiene ningún sentido prolongar esta farsa innecesariamente.
Sus párpados temblaron y se abrieron. Por un instante, sus ojos lo vieron todo borroso; luego, de forma brusca, la escena se aclaró.
Estaba en el interior de una especie de edificio, una cabaña tosca y sin ventanas hecha de planchas de hierro, cortadas sin el menor cuidado, que empezaban a oxidarse.
El aire apestaba y, a la grasienta luz de la lámpara que colgaba de un gancho del techo, pudo distinguir la tosca mesa y las dos sillas, el tablero de la pared con hileras de números escritos con tiza y —en una esquina— los montones de pizarras y bastones de plomo que servían para llevar las cuentas. La oficina de un capataz de mina, ocupada ahora por media docena de personas. Debían de haberla bajado al valle mientras estaba inconsciente, y ahora el ruido, la peste, y el polvo contaminado que llenaba el aire le dijeron que estaba en el corazón de la zona minera, sin la más mínima esperanza de ser rescatada. Y en medio de sus secuestradores, con su mutilada sonrisa brillando a la lóbrega luz de la lámpara, estaba Quinas.
Un violento juramento se escapó por entre los labios de Índigo. Quinas estaba muerto; lo había abandonado en la hondonada, incapaz de moverse, esperando tan sólo a que el sol saliera y consumiera lo poco que le quedaba de vida. No podían volverse las tornas.
Pero lo imposible había sucedido, y ahora Quinas presidía un grupo de hombres desde una especie de camilla improvisada. Un vendaje ocultaba su pelado cuero cabelludo y el ojo inútil, y se había untado pomada en las quemaduras menos importantes, lo que daba a su rostro un brillo oleoso. Una sonrisa de genuino triunfo quebraba su chamuscada boca.
—Bien,
saia.
—Hablaba con suavidad, y una obscena parodia de afecto adornaba su voz—. Al parecer, hemos capturado a un pecador en plena falta, por así decirlo.
Sus compañeros le dedicaron una desagradable sonrisa. A juzgar por sus ropas y actitud. Índigo supuso que también ellos eran encargados de las minas; capataces como Quinas, quizás, o mayorales, o jefes de equipo. Cada uno lucía la refulgente enseña de un acólito de Charchad, y cada uno padecía de alguna forma la misma enfermedad: escamación de la piel, pérdida de cabello, dedos palmeados, una nariz que empezaba a deshacerse... Uno de ellos llevaba una tira de cuero trenzada; era aquello, comprendió, lo que la había golpeado en el rostro y había dejado su mejilla dolorida y sangrante. La joven no dudó de que, a la menor provocación, el que blandía el látigo se sentiría muy feliz de utilizarlo.
¡Estúpida!,
la reprendió una voz interior.
¡Deberías haberlo matado! ¡Deberías haber hundido tu cuchillo en su podrido corazón y contemplado cómo vomitaba su vida a tus pies! ¡Deberías.., !
Alguien la agarró por los cabellos y la obligó a sentarse con tanta brusquedad y violencia que la cabeza le dio vueltas; su autorrecriminación desapareció bajo una nueva barrera de náuseas. Esta vez reprimió el espasmo, negándose a perder los últimos y patéticos restos de su dignidad, y apretó los dientes.
—Debiera haberos eliminado...
—Desde luego. —Quinas inclinó la cabeza—. Esa fue vuestra debilidad, querida Índigo. Pero desear no es lo mismo que hacer, ¿verdad?
Su cabeza empezaba a despejarse ahora, y tras la recuperación física vino algo más que no pudo captar por completo.
Charchad.
Había llegado a..., pero no; no era eso. Otra cosa. Algo que
Grimya
había dicho. La había visto en una loma cerca de la cima de la Vieja Maia. ¿O lo había soñado?
—Nos habéis ofendido. Índigo. —La voz suave y lisonjera de Quinas interrumpió sus esfuerzos por recordar—. Y aunque nosotros, los siervos de Charchad, somos misericordiosos, aquellos que nos ofenden repetidamente deben ser castigados. Lo comprendéis, ¿no es así?
Sus palabras carecían de sentido. Había algo más, algo mucho más importante...
Némesis.
—No os oye, Quinas —dijo alguien lacónicamente.
—Oh, sí que lo hace. ¿Verdad. Índigo?
El broche.
Grimya
había dicho algo sobre el broche.
—
¿Verdad?
Unos dedos sujetaron su mandíbula apretando con fuerza, y en ese mismo instante lo recordó. El broche. Némesis.
—¡Nooo!
Fue un grito de dolor, de angustia y de amargo remordimiento, al tiempo que las últimas ataduras que esclavizaban a Índigo se hacían pedazos y la muchacha se daba cuenta de lo que había hecho.