—¡Tú no!
Una mano se cerró sobre su antebrazo y tiró de ella hacia atrás cuando, demasiado atontada para razonar o discutir. Índigo iba a seguir a sus compañeros de cautiverio. Sin comprender, clavó la mirada en el rostro de uno de los guardas, que se había interpuesto entre ella y los demás. El hombre sonreía, y ella no entendió nada.
—Ansiosa, ¿eh?
Otro de los vigilantes fue hacia ella, soltando unos gruesos cortadores que colgaban de su cinturón.
—Ya le tocará el turno. Pero no con este miserable grupo de gusanos.
El primero de los capataces jugueteó con su amuleto de Charchad, luego hizo un ademán impaciente.
—Acabemos deprisa con éstos; no quiero dejar la puerta abierta más tiempo del necesario.
Su compañero se agachó, y el metal soltó un chasquido cuando cortó las cadenas que la sujetaban a los otros cautivos. La empujaron a un lado con malos modos. La muchacha perdió el equilibrio y se arañó el codo al caer al suelo. Mientras intentaba sentarse, aturdida, vio cómo los capataces conducían a la hilera de hombres hacia el brillante espacio situado entre las dos puertas. Un resplandor frío cayó sobre ellos y los rodeó con una aureola de intensa luz verde; uno —el hombre que había tenido delante en la fila— vaciló por un momento y miró hacia atrás. A la muchacha le fue imposible decidir si su expresión era de lástima o de súplica. Luego, el desfiladero volvió a resonar al cerrarse las puertas detrás del último de los hombres, y éstos desaparecieron.
Los ecos se apagaron y, de repente, la noche pareció inquietantemente silenciosa. Las montañas habían amortiguado el bullicio de las minas convirtiéndolo en apenas un débil murmullo nebuloso en la distancia, y el desfiladero estaba en silencio. Índigo no intentó incorporarse, sencillamente permaneció sentada donde había caído, con los ojos fijos en los capataces que en aquellos momentos regresaban de la entrada.
Sólo eran tres. No había registrado este dato antes, pero ahora, mientras la información se filtraba en su mente, se preguntó por qué los prisioneros habían aceptado su destino tan estoicamente. Si hubieran decidido luchar, sus guardianes se habrían visto totalmente sobrepasados en número; sin embargo, no habían protestado en absoluto. Se habían limitado a penetrar en el valle de Charchad como ovejas ignorantes camino del matadero. ¿Qué les sucedería ahora?, se preguntó. ¿Morirían, rápida y brutalmente, antes de que la enfermedad del valle se deslizara al interior de sus cuerpos? ¿O vagarían por aquel verdoso mundo de pesadilla hasta que la carne se les pudriera en los huesos y se convirtieran en lo que Chrysiva había sido, antes de que la saeta de una ballesta pusiera fin a su sufrimiento?
Al pensar en Chrysiva, la boca de Índigo se crispó en una mueca. No pudo evitar aquel movimiento reflejo, ni la peculiar sensación que le siguió al momento y la empujó a querer hablar. Pero las palabras que buscaba la eludieron. Bastante antes, antes de que los acólitos de Charchad la obligaran a beber su repugnante brebaje, sabía que había recibido una espantosa revelación con respecto a los acontecimientos que la habían conducido a su actual situación, pero ahora no podía recuperar su capacidad de razonamiento lo suficiente para recordarla. Sentía miedo, sí; pero carecía de sentido, como si perteneciera a alguna otra persona y ella lo experimentara indirectamente, ¿Era miedo a la muerte? Eso pensaba, pero no podía recordar por qué la muerte resultaba tan importante.
Unas botas arañaron la roca, y el débil sonido hizo que Índigo se diera cuenta de que había estado a punto de caer en un letárgico trance. Sus ojos volvieron a aclararse, y vio a uno de los capataces de pie junto a ella. Sus compañeros se apoyaron contra la pared del risco, contemplando la escena con hastiado interés.
—Bien, bien. —La puntera de metal de una bota la golpeó en la rodilla; Índigo hizo una mueca, pero fue una reacción lenta—. Todavía en el limbo, ¿eh? —Introdujo la mano en su camisa y la cerró alrededor de algo que llevaba guardado en un bolsillo interior. La muchacha no pudo ver lo que era.
—¿Una última petición antes de que nos abandones?
Uno de los hombres lanzó una carcajada que parecía un bufido.
—Es bastante joven y bonita —gritó—. ¡Te apuesto a que sé qué le gustaría antes de irse!
Una mirada especulativa brilló por un momento en los ojos del capataz. Miró a Índigo de arriba abajo y sus ojos descansaron por algunos instantes en sus pechos y bajo vientre. Luego sacudió la cabeza.
—No merece la pena. Todos nosotros tenemos esposas en casa que saben cómo complacernos y cómo resultar agradables. Ésta no lo haría, ¿y dónde está el placer en eso? Además, es una extranjera. Nunca se sabe lo que puedes pescar con un extranjero. No: seguiremos las órdenes de Quinas y la dejaremos así. —Sopesó en su mano cerrada el pequeño objeto que había sacado del bolsillo, luego añadió—: ¿Sabéis?, casi me da pena.
—¿Pena? —Otro de los hombres se apartó perezosamente de la pared rocosa y avanzó despacio hacia ellos—. ¿Por recibir la bendición de Charchad?
—Tal y como he dicho, es una forastera. Intenta mostrar a uno de fuera la Luz y no la verá; ya lo sabemos. —Se encogió de hombros—. Parece una pérdida de tiempo, eso es todo.
Su compañero había llegado ahora a su lado, y se inclinó para escupir a pocos centímetros de Índigo.
—Te estás volviendo viejo y blando, Piaro. La herejía debe castigarse, ¿recuerdas? Eso es lo que nos dice Charchad. —Posó una mano en el brazo del hombre. Era un gesto de camaradería, pero llevaba implícita una inquietante insinuación—. Por tu bien, y por el de tu familia, no lo olvides jamás.
—No pienso hacerlo. —Entonces Piaro se sacudió algún pensamiento privado—. Los otros deben de haber sido conducidos abajo ya. Acabemos con esto, y todos podremos regresar a Vesinum en la carreta de la mañana y dormir un poco. —Se agachó y, al abrir la mano. Índigo vio que sostenía un pequeño frasco de metal. El tapón saltó con un sonido sordo y desagradable, y Piaro hizo un gesto a su compañero.
—Puede que tengas que sujetarle la barbilla mientras se lo traga. No dejes que se derrame; es el único que tenemos.
Esperaban que ella luchara, pero no lo hizo, ya que se sentía terriblemente sedienta y no veía razón para rehusar un trago si se le ofrecía. Se sintió decepcionada cuando, en lugar de agua, sintió un sabor muy dulce y empalagoso; pero era mejor que nada y lo tragó con avidez.
—¿Qué es lo que hará esto? —preguntó el compañero de Piaro.
—Es un antídoto para la primera droga que le dimos, eso es todo lo que se me dijo. —Se enderezó y guardó el frasco—. Quinas quiere que tenga la cabeza muy clara cuando entre.
—¿Por qué?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Quizá sea una última lección. —Tenía las manos sudorosas; se las secó sobre los muslos y luego se inclinó para tomar uno de los brazos de Índigo—. Vamos. No tiene ningún sentido que perdamos el tiempo aquí innecesariamente, y el otro lado estará esperando.
El mundo se tambaleó cuando tiraron de Índigo para ponerla en pie, y ésta pensó aturdida: ¿un antídoto? Los dos hombres la arrastraban tan deprisa que apenas podía avanzar con un cierto ritmo. Las puertas se alzaron ante ella, y el tercer hombre se acercó para asir el enorme tirador. Vio la luz. Verdosa y horrible, con un fulgor tan lívido que lanzó una exclamación ahogada e intentó sacudir la cabeza en señal de protesta. La impelían hacia ella, y su cuerpo empezaba a estremecerse a causa de los calambres que sentía al recuperar la sensibilidad.
Una voz se incrustó en su cerebro. Era Piaro, que decía:
—Me gustaría saber qué se ha hecho del perro.
—¿Qué... perro?
Su compañero jadeaba por el esfuerzo. Paralizada por los calambres. Índigo se había convertido en un peso muerto.
—Me dijeron que iba con un perro. Allá, en Vesinum.
«¿Perro?», pensó Índigo. Y algo surgió de su confusa memoria para apoderarse de ella...
El hombre lanzó un gruñido.
—No durará mucho por aquí. Carne fresca, eso es lo que será, para algún bastardo con suerte.
«Grimya... »
El segundo capataz lanzó una imprecación cuando la parálisis de Índigo desapareció de repente y la muchacha empezó a retorcerse en manos de sus enemigos.
—¡Por la Luz, esta zorra empieza a espabilarse! Sujétala bien, Piaro; intenta escapar... —y lanzó un nuevo juramento cuando ella volvió la cabeza e intentó morderlo. Fue un vano esfuerzo, pues sus dientes se cerraron en el vacío; un segundo más tarde una mano se estrelló contra su rostro y la muchacha se apaciguó.
—Déjalo ya —dijo Piaro con aspereza cuando el otro hizo intención de golpearla de nuevo—. ¡Limítate a pasarla al otro lado, y cerremos esas malditas puertas!
Índigo hizo un último esfuerzo por resistirse, mientras el antídoto, que actuaba con rapidez, recorría todo su cuerpo, pero fue demasiado tarde y resultó muy mal coordinado. Una barrera de luz abrasadora le dio de lleno mientras las puertas se hacían a un lado y se elevó por encima de su cabeza. Entonces la empujaron hacia adelante y sintió cómo caía y rodaba por una abrupta pendiente, mientras un inarticulado grito de protesta le arrebataba el aire de los pulmones, al tiempo que las puertas del valle de Charchad se cerraban con un estremecedor sonido a su espalda.
Durante un tiempo —no pudo saber cuánto, y cuando intentó contar los segundos que pasaban, su capacidad
de
concentración se vino abajo en una total confusión—. Índigo permaneció totalmente inmóvil. Los calambres habían dado paso a un hormigueo que recorrió todos sus miembros; el instinto le dijo que el control regresaba con rapidez a su cuerpo, pero no se atrevió a comprobarlo. Y a la vez que los efectos de la droga eran eliminados de músculos y nervios, también su mente se aclaraba, y junto con ella la memoria.
Por un momento se vio consumida por un violento ataque de rabia contra sí misma por la ciega estupidez que la había conducido hasta allí. Pero la sensación desapareció cuando comprendió que nada conseguiría con recriminaciones, y después del enojo vino una extraordinaria sensación de calma. Lo hecho, hecho estaba: el sonido de las puertas al cerrarse tras ella había sido la confirmación definitiva de la inutilidad de los lamentos. Ahora tenía una elección muy clara. Podía abandonar toda esperanza, o podía enfrentarse a lo que tenía ante ella y, mientras le quedara vida y energía, luchar contra ello con todo el poder que poseía.
Índigo no sabía si tendría el valor de poner en práctica las valerosas palabras que predicaba; pero intentó consolarse con el pensamiento de que si su resolución fallaba —como temía que sucedería— ello no afectaría en lo más mínimo su destino. Nada tenía que perder ahora. Quinas había jugado su última carta.
Si tan sólo hubiera podido establecer contacto con
Grimya...
No. No podía ni considerarlo. En el valle de Charchad estaba fuera del alcance de
Grimya o
de Jasker; y aun
en
el supuesto de que consiguieran llegar hasta ella, no podrían hacer nada para ayudarla, y no quería ser la causa de la muerte de sus amigos, además de la suya propia. Ahora estaba sola. Y sólo había una dirección en la que pudiera ir.
Índigo levantó la cabeza del desigual suelo, y abrió los ojos para contemplar el valle de Charchad.
Estaba mejor preparada de lo que lo había estado la primera vez, pero de todos modos nada podía atenuar la oleada de sorpresa y de nauseabundo horror que la dominó cuando la enorme e incandescente vista apareció ante ella. Desde el risco, el primer lugar desde donde lo había divisado, el valle la había espantado; pero aquello... Le pareció como si su caja torácica se estrechara en su interior, amenazando con aplastarle el corazón mientras sus ojos se clavaban en lo más profundo del enorme pozo. Monstruosas oleadas de luz surgían palpitantes de las profundidades para abrasar las laderas del valle y empaparla en un fuego verde. La piel le escocía, como si se bañara en una solución de algún extraño ácido bastante diluido; las lágrimas fluían a raudales de sus ojos, y mientras contemplaba impotente la ladera situada al otro extremo —donde las sombras se movían y cambiaban, dibujando horrendas formas—, se dio cuenta de lo totalmente insignificante que era en aquel lugar: una partícula diminuta y perdida en un titánico decorado.
Repentinamente el mundo pareció perder todo realismo, y la atenazó una sensación de náusea. La escala era demasiado enorme, el poder demasiado grande: no podría enfrentarse a él, no podría...
Un sonido aislado, muy cercano, hizo su aparición en el rugido remoto y caótico de Charchad, y se abrió paso por entre el pánico que amenazaba con aplastar su decisión por completo. El cuerpo de Índigo se convulsionó con espasmos y se puso a gatas apresuradamente, agazapándose como un animal inquieto mientras sus ojos llorosos intentaban ver con claridad.
Unas figuras borrosas, deformadas por la luz, se movían por la ladera más abajo de donde estaba ella. Por un instante pensó que debían de ser los hombres a los que se había obligado a atravesar las puertas del valle de Charchad, vagando sin rumbo bajo el mortífero resplandor. Pero cuando parpadeó para eliminar las lágrimas de sus ojos y su visión se aclaró un poco, momentáneamente, comprendió que estaba equivocada. Eran sólo dos figuras, y desde luego sus movimientos no eran los de alguien que vaga sin rumbo mientras ascendían la ladera hacia ella. La razón intentó negarlo, pero el instinto le dijo a Índigo que ella era su objetivo.
El otro lado estará esperando.
Sintió un nudo en el estómago. No podía haber la menor duda ahora: aquellos seres, fueran lo que fuesen, venían a por ella. Empezó a temblar, y un terrible impulso de ponerse en pie y echar a correr pasó por su mente como una exhalación; luego se desvaneció. ¿Correr? ¿Hacia dónde? ¿De regreso a las puertas de hierro, para golpearlas con los puños y pedir que las abrieran? No. Debía enfrentarse a aquello que surgía del infierno para reclamarla. No había ningún otro lugar al que ir.
Un nuevo torrente de luz surgió del torbellino que hervía allá abajo, y un enorme y distorsionado haz luminoso se deslizó sobre las laderas del valle, envolviendo a las figuras que se acercaban en un repugnante arco iris de colores, de modo que Índigo pudo verlos con toda claridad por primera vez.
Los centinelas del risco podían haber sido seres humanos en alguna ocasión: aquellas pesadillas ambulantes no lo habían sido jamás. Aunque su apariencia era una parodia de la forma humana, los planos y los ángulos de sus cuerpos estaban horriblemente desproporcionados, como si debieran su existencia a algún mundo repulsivo diferente de éste del que habían surgido deformes e incompletos. aquellos no eran servidores terrenales de Charchad. Eran las sombras diabólicas que había tras el demonio mortal, la primera progenie del monstruo que se había comprometido a destruir, ¡los auténticos hijos de Aszareel!